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ESO sí, antes de cargarme a Felo (porque me lo voy a cargar, eso está claro), hay un porqué importante: por qué me jodió. Eso es lo primero que hay que averiguar: ¿por qué coño ese maricón de mierda dijo que no me había visto en todo ese fin de semana? Cuando sepa eso, sabré quién. Y lo demás me va a dar lo mismo.
Veinte años a pulso. Ése fue el marrón que me comí. Si hubiera sido listo, hubiera podido obtener el tercer grado a los siete. Pero, aparte de que me aplicaron el FIES[1], yo, por esa época, no era demasiado espabilado, aunque me creyera el tipo más listo del mundo. Durante esos primeros años en el trullo continué enganchado en el jaco, metiéndome en reyertas y situándome en el centro de todo follón en el que pudiera meter la cabeza y del que no se pudiera salir si no era a hostia limpia. En el brazo derecho tengo la señal de una cuchillada. Otra cicatriz, mayor que ésa, me decora la parte posterior del cráneo: ahí se me quedó dibujado para siempre el empedrado del patio del Módulo 6. Otros golpes, otros tajos, no llegaron a su destino o no dejaron marcas visibles. La humillación sí. La humillación se te queda ahí, detrás de los ojos, y la llevas pintada en ellos para siempre. A veces brilla como brilla la tristeza. Otras refulge con el fuego negro y hediondo de la rabia infinita.
Me merezco esa rabia.
Al fin y al cabo, fue la rabia lo que me llevó al talego. La rabia típica del típico perro rabioso que yo era por entonces.
Era fácil vivir así con veintipocos años: de juerga en juerga, de antro en antro, de cama en cama. Era fácil pasarse los días entre el próximo bar y el último camello, entre la primera mamada y la tercera resaca, entre la quinta bronca y el penúltimo tirón.
Aquella rabia de entonces no tenía motivo alguno. O, al menos, viéndolo en la distancia, no había motivos objetivos para que yo la sintiera. Mi familia era una familia normal: mis padres eran gente del sur, gente de campo que se había venido a Las Palmas y había abierto una tienda de comestibles en Escaleritas. Se llamaba Víveres Miranda y era una tiendita de aceite y vinagre donde mis viejos se dejaban la piel trabajando como petudos. Intentaron darme la mejor educación posible, no eran crueles conmigo, no me pusieron la mano encima más de lo necesario. No fue culpa de ellos. De hecho, a mi hermano Tomás lo educaron exactamente igual y el resultado ha sido bueno: es un tío serio, de ley, que ha fundado una familia y ha convertido el viejo colmado en un pequeño supermercado de barrio. Como hombre, ha cumplido.
Pero ése es otro cuento. Ahora hablaba de la rabia, aquella rabia que no tenía motivo, que, simplemente, era un coraje sordo contra el mundo, una proclividad inexplicada e inexplicable a hacerle daño a todo aquello que se me ponía por delante.
Repetí mi historia una y otra vez: yo no estaba allí cuando mataron a Diego; yo me había pasado la noche de marcha con Felo el Albacora. Por supuesto, nadie me creyó: había pisadas sobre la sangre y huellas en el cuchillo, y yo soltaba un pestazo a bastardo desagradecido que tiraba de espaldas. Además, las broncas que Diego y yo habíamos tenido (por mi mala cabeza, por esas gilipolladas que la rabia de entonces me llevaba a hacer) habían sido monumentales y todo su entorno (Pinito, la asistenta; Willy Acevedo; su familia en la Península) sabía de la mala vida que le daba y de lo violento que yo podía llegar a ser.
Para colmo, me di a la fuga.
Sí, hay que ser tarugo: cuando llegué, de amanecida, colocado como un chucho, y tropecé con todo aquello, la mejor idea que se me ocurrió fue trincar el dinero y las joyas que pude reunir y salir por patas en el coche de Diego. Tenía que haberme quedado allí, llamar a la policía y decir que había estado toda la noche con Felo el Albacora. Pero no lo hice. Trinqué la guita y el colorao y me mandé a mudar. Me piré.
Y me trincaron, claro. La isla es chica, pero tiene tanto valle y tanta montaña, tanto pueblo aislado y tanto barranco que, si me lo hubiera montado bien, no me habrían cogido en la vida. Sin embargo, a los gilipollas y a los yonquis siempre los trincan. Y yo era el más gilipollas de los yonquis. De hecho me cogieron en la mismísima capital, camino de El Polvorín, después de colocarle a la Yoli uno de los pelucos de Diego, buscando una papela a lo descarao como si porque hubieran pasado unas cuantas semanas todo el mundo se habría olvidado de lo de Diego. Y sí: me trincaron por gilipollas y por yonqui. Entonces fue cuando escupí mi historia. La conté en cuanto me vi en el interrogatorio, ya con un poco de pavo y delante de aquel inspector que se puso en plan padrazo conmigo.
A Diego lo había matado algún chorizo, algún jacoso que entró a robar pensando que la casa estaba vacía. Así pensaba yo y así lo dije, antes de repetir una y mil veces que yo no había sido. No había podido ser, porque yo no estaba allí: me había pasado la noche con un colega, con Felo el Albacora, el de La Isleta.
Cuando le conté lo de Felo, el inspector puso cara de no tragárselo, por supuesto. Pero se fue y me dejó allí, y el mono se me comenzó a encabritar por dentro, me empezó la tiritera y el frío, los sudores y el trinque. Me dejó allí metido un montón de tiempo. No sé si fueron cuatro horas o solo una, pero, cuando volvió, ya no se preocupó en disimular que no me creía. Me dijo que él y su gente habían hablado con Felo, que el Albacora decía que esa noche no me había visto. Insistí. Le dije que Felo tenía que estarse equivocando. O que él o «su gente» se habían confundido y habían hablado con otro Felo. No me creyó, por supuesto. Por qué iba a hacerlo si Felo se estaba haciendo el longuis. En estas movidas las cosas siempre son lo que parecen. O casi. Pero si un madero tuviera que trabajar con los «casi», las cárceles estarían vacías. Fijo.
A lo largo de los años pensé bastante en aquel inspector, un tipo flaco, cuarentón, con cara de ceniza, cuya estampa maldije mil veces y en cuyos muertos me cagué siempre que tuve ocasión durante mucho tiempo. No recordaba su nombre, pero un día salió en el periódico porque le habían dado no sé qué medalla. José Luis Andrade Ruiz. Guardé el recorte, que hablaba de él y de «sus muchos méritos». Cheche el Criminal, que por esa época estaba en el mismo módulo que yo, me dijo que lo conocía, que menudo hijo de la gran puta atravesado y facha. Pero, para entonces, yo ya había dejado de odiarlo. No sé exactamente cómo ni cuándo había ocurrido (puede que en la época en que me desenganché), pero resultó que un buen día me había dado cuenta de que el madero no era mi enemigo personal, que solo estaba haciendo su trabajo y que, encima, lo había hecho bien.
Tampoco tengo nada contra el juez y el fiscal: ellos también se limitaron a hacer su trabajo.
Eso sí, cuando Felo se presentó en la sala y soltó aquella mierda de mentira, me dieron ganas de inflarlo a hostias allí mismo, ganas de reventarlo para exprimirle la verdad. Pero el abogado me contuvo. Me dijo que ya habría tiempo de desmentirlo y no sé qué cuantitos. No hubo tiempo de nada.
Y me comí un marrón que era de otro. No sé de quién, pero de otro.
Lo que sí tuve claro era que el cabrón de Felo estaba en el ajo y que la cosa seguramente había sido premeditada. El que se cargó a Diego podía ser cualquiera de aquellos basurientos con los que yo paraba entonces, cualquier hijo de puta que supiera que yo vivía en casa de Diego y que él estaba bien situado. En eso, todo hay que decirlo, sí que tengo parte de culpa, porque nunca me privé de presumir de la ropa, los relojes o la pasta que él jamás dejó que me faltaran. Incluso llegué a pasearme por ahí con su coche.
Así que sí, en eso tuve parte de culpa, pero la cosa debió de ser como digo, tuvieron que planearlo de esa forma: quienquiera que lo hiciese, se compinchó con Felo para alejarme de la casa y dar el tranque. De eso tampoco nadie me creería inocente. Siendo como era yo, en caso de un robo en la casa, lo más lógico era que yo estuviera en el asunto. Y, sin embargo, no lo estaba. Fue otro. O fueron otros. Y uno de ellos fue el Albacora, que me tuvo toda la noche por ahí de marcha, fumando boliches mientras su colega o sus colegas se metían a robar en la casa que suponían vacía. Pero no habían contado con que esa semana Diego no viajaba. Seguramente, cuando se vieron con la ruina encima, decidieron que, si me podía comer un robo, bien podía comerme una muerte.
Y bien que me la comí.
Así que sí: me pasé años repitiendo que yo no había sido. Pero, en algún momento, entendí que era inútil y me dejé de lloriqueos. Principalmente, supongo, por dos motivos. El primero, evidente: nadie, absolutamente nadie me creería jamás. El segundo, vergonzante: si las cosas hubieran seguido así entre Diego y yo, si yo hubiera seguido estando con él, recayendo una y otra vez en el jaco, yo hubiera acabado haciendo eso que dicen que hice.
La cosa podría haber llegado a ocurrir por una caída o un mal golpe, en una de esas ocasiones en que llegábamos a las manos. O a lo mejor sí, a lo mejor le hubiera metido un par de cuchilladas. No sé exactamente cómo. Pero sí sé que, con la rabia y el jodido egoísmo y el tiempo suficiente, habríamos llegado a eso. Por tanto, si hasta yo mismo pienso que podría haber sido perfectamente capaz de hacerlo, ¿cómo hubiese podido convencer a nadie de que no lo había hecho?
Uno no es lo que es. Uno es lo que los otros piensan que es.