11
LE llevé a la Coja una bandeja de dulces. Tocinitos de cielo y milhojas francesas, principalmente. Me recibió en ese salón comedor suyo, atestado de muebles de formica, sillones de escay y flores artificiales. Aún cubren los brazos del sofá dos mantelitos de ganchillo confeccionados por su madre cuando Franco era corneta, y una Virgen del Carmen lo observa todo desde el altarcito que la Yoli le ha organizado en un rincón.
Marín no estaba. Según la Yoli, se había ido a echarse algo a la plaza del Pilar. Sé que lo último no era cierto, que se había ido para no cruzarse conmigo. Pero no intenté desmentirla. Preferí ver cómo se abalanzaba sobre los dulces indefensos y beber el café que ella había preparado.
—Joder, qué vicio —dijo solo tras zamparse el tercero.
Una miga de hojaldre se había quedado en la comisura de sus labios inflamados por el bótox. Esperé a que ella misma se diera cuenta. Cuando lo hizo, se la pegó a la yema del dedo meñique y se la puso en la punta de la lengua.
Durante un rato me interrogó sobre lo que había hecho desde que salí. Entre bromas y veras, le hablé del supermercado, de la casa de mi hermano, de lo incómodo que me sentía a veces. Alzó aquellas cejas suyas, tan depiladas que parecían dibujadas a tiralíneas.
—Mi niño, tú eres bobo. Ahí no vas a tener ni intimidad ni tranquilidad. ¿Cuánto llevas ahí?
—Dos o tres semanas.
Dio un bufido.
—Fuerte subnormal. Me tenías que haber llamado desde que saliste.
—Sí, para ponerme en el cuarto de la azotea, al lado del palomar. A Marín le iba a encantar la idea.
—No, bobón. Tengo dos pisos vacíos ahora mismo ahí, en La Puntilla.
La idea no me pareció mala. Sé que los pisos de la Coja no serán precisamente de lujo, pero sus alquileres no son altos.
—Mañana mismito podemos quedar y vamos para que te lo enseñe.
Contesté que ya veríamos, que me lo pensaría. Lo que en realidad me interesaba de ella era otra cosa. Le pregunté si sabía algo de Felo. Ella chasqueó la lengua con disgusto, cogió un tocinito de cielo y se puso a comérselo muy lentamente, para mantener la boca llena y no tener que contestarme.
—Ya no vive en La Isleta. Me dijeron que ahora tiene algo por aquí —insistí.
—¿Y a ti qué más te da? —dijo cuando ya no pudo estirar más el dulce y el silencio—. ¿Qué vas a hacer? Acabas de salir. ¿Vas a ir a darle una paliza? ¿Qué quieres, que te manden otra vez para arriba?
—Por eso no te preocupes. Lo que quiero es saber dónde localizarlo. ¿Tú sabes dónde vive?
Volvió a callarse, esta vez menos tiempo.
—No sé, mi niño. Si te digo, te engaño. Y, la verdad, si lo supiera, no sé si te lo diría.
Me puso una mano en el hombro y me miró en plan madraza.
—Yo ya sé que esa guarra se chivó de ti, pero…
—No, Yoli: no es porque se chivara. Es porque lo que dijo no era verdad —corregí.
—Bueno: se chivó o dijo mentiras, eso es lo mismo. Lo importante es que no puedes empezar a buscarte el odio ahora que acabas de salir. Tienes que portarte bien y estarte tranquilito, mi niño.
—No le voy a hacer nada, Yoli. No soy gilipollas. Me comí una ruina de veinte años. Un marrón que no era mío, pero me lo comí igual. No me apetece volver tan pronto. Pero me robaron la juventud, Yoli: los años mejores. Mírame ahora: tengo cuarenta y cinco tacos y soy una puta mierda pinchada en un palo.
—¿Tú estás seguro de que estarías vivo si no te hubieran metido en el talego?
Me quedé parado, pensando. Esa misma pregunta me la había hecho yo un montón de veces.
—Piénsalo, mi hijo: estabas enganchado. Y eras un puto demonio, cada vez peor, cada vez más cerdo y egoísta. Un perro. A veces me dabas miedo hasta a mí.
—Vale. Lo sé. Igual tienes razón. Pero eso es aparte. Lo que quiero es saber qué fue lo que pasó.
—¿Cómo «lo que pasó»? Si no lo sabes tú…
—Pues no. No lo sé.
Me miró con algo parecido a la incredulidad, como quien ve a un borracho levantarse para que el portero de un pub le dé la cuarta hostia. Soltó un bufido larguísimo, dándome por imposible.
—Alguna vez me lo he encontrado por ahí, por Las Canteras o en Las Arenas. Supongo que vive por la zona, pero no sé dónde exactamente. A ver si me entiendes, querido: Felo es basura y yo no me trato con la basura.
—Pero ¿te podrías enterar?
Le quitó las telarañas al techo con la mirada.
—Podría. Le puedo pedir a Marín que pregunte por ahí. Yo, últimamente, no hago tanta vida social. Cada vez salgo menos.
—¿Y eso?
—Me hago vieja, querido. La cadera me tiene hecha polvo. Fui al médico y me mandó a rehabilitación y a darme masajes, pero esto cada vez está peor.
Ahí empezó a desgranar un rosario de cruces que acabaron en una invocación a la Virgen del Carmen. Por supuesto, me tocó decirle que se equivocaba, que se la veía mejor que nunca, que estaba estupenda. Era mentira y ambos lo sabíamos. Cuando llegué, me esperaba muleta en mano. Está más gorda, más blanda, más gastada.
—Cuando empiezas a pintarte las uñas y a ponerte tacones, nunca se te ocurre pensar que un día vas a tener cincuenta años —concluyó con tristeza.