28 de abril

 

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e despierto sobresaltado, envuelto en una afilada oscuridad, sin conciencia de dónde estoy ni de qué me ha pasado. Me duele todo el cuerpo; un dolor interno que se multiplica en cada uno de mis órganos. La lengua —si es que es mía, cosa que dudo— parece un pedazo de cartón dentro de mi boca pastosa, que sabe a metal y a bilis. Tardo un rato en darme cuenta de que he vomitado y solo lo hago al ver una mancha oscura que se extiende por mi chaqueta. Un olor desagradable impregna el aire con su penetrante acidez. La sensación de algo pegajoso que baña mi piel desde la barbilla hasta el cuello me produce una sacudida de asco. Saco el pañuelo del bolsillo y me limpio nervioso. Miro a mi alrededor. Estoy sentado dentro del Vaz pero no comprendo por qué está ese edificio tan cerca de mí, a solo dos, quizá tres metros de distancia, y mucho menos qué coño hace un árbol empotrado contra el capó. Compruebo en mi reloj que pasan cinco minutos de las dos. Abro la puerta y salgo al aire frío y lúgubre de la calle, pero al menos no tan viciado como el del coche. Esa es la impresión que da, al menos, si nos olvidamos por un segundo de la Central, la radiación, la ceniza del incendio, todos esos pequeños detalles sin importancia. Me quito la chaqueta sucia y maloliente y la tiro al suelo, para comprobar luego con alivio que el desastre no ha llegado a los pantalones, tampoco a la camisa. Me acerco a observar los daños del choque contra el árbol. El follaje impide que la luz de una farola próxima llegue hasta el suelo, pero me las apaño para comprobar que el faro izquierdo está roto y ese lado de la carrocería bastante abollado. El capó está algo levantado por esa esquina pero sigue cerrado, no hay en el suelo agua del radiador, tampoco aceite y la rueda parece en buen estado. No ha sido muy grave. Sigo sin recordar cómo he llegado hasta allí, pero es evidente que he tenido mucha suerte. Subo al coche de nuevo y pruebo a ponerlo en marcha. El motor de arranque gime desganado al girar la llave. Vuelvo a probar con poca convicción pensando dónde hacerme con otro vehículo, pero tras unos segundos el motor carraspea, tose con sonido metálico y por fin, con un temblor que sacude todo el chasis igual que un perro se agita para quitarse de encima el agua después de un desagradable baño, ruge soltando una nube de humo blanco por el tubo de escape. Hace un ruido extraño, huele a goma quemada pero funciona, y dando marcha atrás salgo del parterre en el que me he metido.

Intentar colarme en la Central con la camisa blanca, por mucho que todavía sea noche cerrada, es como llevar un luminoso con forma de flecha apuntando sobre mi cabeza. No estoy lejos de casa, así que decido acercarme a por otra chaqueta. Además, desde allí podré llamar a Yevgueni para ver si ya ha averiguado algo. Como he estado inconsciente, tengo la impresión de que acabo de hablar con él, pero en realidad han pasado ya varias horas. Acelero con cuidado, no quiero forzar un motor que tal vez pueda haber dañado. A mitad de camino las farolas de la calle titilan asustadas. Luego se apagan con un chasquido. Algo ha debido fallar en el transformador anejo a la Central o quizás por precaución hayan apagado los otros reactores.

Tardo apenas dos minutos en llegar a mi edificio. Decido dejar el motor en marcha por miedo a que luego no vuelva a arrancar. Subo las escaleras despacio, en total oscuridad, palpando los escalones con los pies antes de apoyarlos con firmeza. Me pregunto si podré encontrar la puerta de mi apartamento en medio de semejante negrura. Llego a mi planta fatigado y he de dedicar unos segundos a recuperar el resuello. Al menos compruebo con alivio que por la ventana que hay al final del largo corredor la luz de la luna se cuela en forma de tenues hilos de plata. En contrapartida —y aunque me cueste reconocerlo, ya no me gusta tanto— crean una atmósfera espectral no apta para corazones sugestionables. Sé que es una bobada pero me siento más seguro echando mano de la Makarov mientras empiezo a andar pasillo adelante. Los crujidos y chasquidos propios del asentamiento del edificio, que en cualquier otra circunstancia pasan por completo inadvertidos, se amplifican y multiplican como chinches en el silencio irreal que me rodea. Un portazo en algún lugar no muy lejano me hace dar un respingo. Eres un cagón, ¿lo sabes? Escucho atentamente con los pies clavados al suelo, preguntándome si habrá alguien más en el edificio o solo ha sido una ráfaga de aire. No tardo en reanudar la marcha. Mis pasos cautos resuenan entre estas paredes como si un soldado se cuadrase con entusiasmo castrense ante su malhumorado coronel una y otra vez hasta que, por fin, me encuentro ante la puerta de mi apartamento. Al buscar la llave me doy cuenta de que se ha quedado en el bolsillo de la chaqueta que dejé tirada junto al árbol contra el que me estrellé hace un rato. Pruebo a girar el pomo, aunque sé de sobra que está cerrada. Con un gesto de resignación doy un paso hacia atrás y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, lanzo una patada con la intención de tirarla abajo. No solo no lo consigo sino que, además, todos los dolores que me mortifican desde hace horas retumban en mi interior con la violencia de un trueno. Me doblo sobre mí mismo al tiempo que me agarro las tripas con las manos y me entran ganas de llorar de lo estúpido que me siento. Cabreado y frustrado acabo pegando un tiro a la cerradura. Bien pensado, era lo primero que tenía que haber hecho. Al fin y al cabo, ni tengo ya veinticinco años ni la porquería que me devora por dentro me permite andarme con muchas atenciones.

Aprovecho para lavarme un poco antes de coger otra chaqueta y una camisa limpia. Froto con ganas la cara, el cuello y las axilas, donde más sucio me siento. Me quedan en los dedos unos restos que son al tacto como las virutas que suelta una goma de borrar sobre el papel. Prefiero no pensar en ello, pero no soy tonto, no puede ser otra cosa que mi piel, que se desprende con solo rozarla.

Salgo del aseo con prisa para ponerme la camisa porque en casa hace frío. Escucho un leve crujir de tela; quizás se haya quedado alguna ventana abierta —seguramente la del salón— por la que entra el aire agitando las cortinas. Voy a comprobarlo mientras me abotono. En realidad carece de importancia, dudo que alguien vaya a vivir aquí en los próximos mil años, pero de todos modos lo hago; no me gusta que las cosas se estropeen por dejadez. Justo al llegar a la puerta, de la oscuridad del salón surge ante mí una criatura de piel oscura y mate, grandes ojos brillantes y amenazadores y una pavorosa boca sin labios ni dientes abierta en un silencioso grito circular, un lamento desgarrado que solamente resuena en mi cabeza con la intensidad de una angustiosa petición de auxilio. Doy varios pasos hacia atrás; el instinto me hace echar mano a la pistolera, pero todavía no me la he vuelto a poner después de lavarme. Tras la criatura entra otra más. ¿Estaré sufriendo una alucinación? Tropiezo con la mesilla de noche, uno de los monstruos extiende una garra hacia mí y, cuando ya me encuentro arrinconado contra la pared, alguien pregunta: ¿Se encuentra bien, qué está haciendo todavía aquí? Mi cerebro reacciona por fin y junta los pequeños hilos de información que han entrado en él con la contundencia de una explosión.

Hemos escuchado un disparo, ¿está usted bien?, pregunta de nuevo uno de los soldados con la voz distorsionada por su máscara de gas, mientras el otro me apunta con una linterna. Asiento, cierro los ojos deslumbrado, sintiendo las piernas todavía temblorosas y un pinchazo en el pecho justo en el sitio donde el corazón está volviendo poco a poco a recuperar su ritmo normal. ¿Por qué no ha sido evacuado?, insiste el soldado. Levanto la mano pidiendo un momento para reponerme. Cuando al fin abro los ojos, el soldado se ha quitado la máscara. Es una mujer joven, de facciones toscas y severas, que me mira con desconfianza. Tomo aire, todo el que no he debido coger desde que han entrado por la puerta como una macabra aparición, y le explico que soy policía al tiempo que le enseño la placa que está en la mesilla, junto a la pistolera con la Makarov, que ese es mi apartamento, que he perdido la llave y que le he pegado un tiro a la cerradura porque necesitaba cambiarme de ropa. Me imagino que no atenderán a razones si les digo que estoy investigando por mi cuenta quién es el responsable de todo esto, así que miento: No crea que no me gustaría hallarme a quinientos quilómetros de aquí, pero soy uno de los encargados de la seguridad de un alto miembro del Partido Comunista que se encuentra alojado en el Polissia. No parecen demasiado convencidos, pienso en que no debo rascarme la oreja, pero vuelvo a hacerlo, no lo puedo remediar. Al final, la placa de policía hace que se queden conformes con la explicación. Yo también les pregunto qué hacen allí. Son una de las patrullas que recorren la ciudad en busca de gente que haya podido quedarse rezagada tras la evacuación. Me cuentan que van a estar el tiempo que haga falta para asegurarse de que no quede nadie y que cuando hayan terminado de revisar todos los edificios volverán a pasar de nuevo. No les envidio el trabajo, digo ladeando la cabeza.

Aunque ya hemos aclarado las cosas, no tienen intención de marcharse hasta que yo lo haya hecho. No podemos dejar a nadie atrás, vamos a sellar la entrada al edificio, dice la mujer, de modo que esperan a que acabe de vestirme. Por desgracia, no puedo llamar a Yevgueni con ellos delante, se desmoronaría la historia que les he contado. Pienso tan rápido como puedo en busca de una solución, pero esta no se presenta por más que me demoro en colocarme la pistolera, coger la placa y ponerme la chaqueta. Tendré que llamar más tarde. Luego me acompañan por el corredor hasta las escaleras y se aseguran de que salgo a la calle. Vaya directamente al hotel —me ordenan antes de perderse de nuevo en la oscuridad del portal—, y manténgase en el interior de edificios tanto tiempo como le sea posible, porque el viento puede arrastrar partículas radiactivas. Les agradezco el consejo, aunque me temo que a mí ya no me valga de mucho, y con un gesto de despedida les aseguro que así lo haré y les deseo suerte. La van a necesitar.

De camino a la Central, poco antes de la salida de Pripyat, veo una farmacia. Como si hubiesen estado esperando el momento oportuno, mis múltiples dolores parecen reactivarse y me recuerdan que siguen ahí. Detengo el coche y, del mismo modo que antes, dejo el motor en marcha. Ya no queda mucha gasolina, espero no quedarme tirado a mitad de camino. Me aseguro de que no hay ninguna patrulla militar por los alrededores y rompo la puerta de cristal de una pedrada. Se deshace en un brillante granizo que se desploma al suelo estruendosamente. Busco un analgésico entre las estanterías de medicamentos. Después voy a la rebotica. Como suponía, allí hay un lavabo que el farmacéutico usará para lavarse las manos cuando tenga que elaborar algún medicamento. Encuentro también un vaso y lo lleno para ayudarme a tragar un par de comprimidos. El agua tiene sabor metálico, quizás sea solo aprensión. Me acuerdo también de las pastillas de yodo que me dio Leonenko. No estoy seguro de tenerlas, tal vez se hayan quedado en la chaqueta sucia, pero las encuentro en uno de los bolsillos de mis pantalones. Aunque no creo que me sirvan ya para nada, me las tomo también. Más daño no me van a hacer. El agua cae como una paletada de cemento en mi estómago, o al menos así lo parece, porque comienza a dar vueltas como si fuese una hormigonera y casi de inmediato me asaltan de nuevo las ganas de vomitar. Por fortuna, tras un par de minutos sentado en el suelo, todo queda en una amenaza y puedo reanudar la marcha.

Obsesionado con la idea de hablar cuanto antes con Yevgueni, busco sin suerte un teléfono en la farmacia. Luego compruebo la caja registradora en busca de monedas para llamar desde la cabina del centro comercial pero, por muy precipitada que haya sido la evacuación, el farmacéutico no se ha olvidado de pasarse por allí para recoger hasta el último rublo.

 

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Los pequeños y densos bosques de pinos que se extienden por toda la región pierden poco a poco su imponente negrura, derrotados por la franja anaranjada que comienza a colorear el cielo con timidez cuando llego al cruce entre la carretera principal y la que conduce a la Central. No he conseguido la autorización de acceso, así que no tiene ningún sentido intentarlo. Apago las luces del coche y lo saco de la carretera, escondiéndome tras un pinar para impedir que los militares del control puedan verme. Apago el motor, esta vez sí, y me apeo dispuesto a llegar hasta la Central campo a través, no sin antes coger la máscara antigás que llevo sobre el salpicadero desde la noche del desastre, aunque me asalta la duda de si el filtro estará todavía en buen estado o, como mucho me temo, no me servirá de nada. En cualquier caso, no me queda otra opción. Todavía no me la pongo porque el aire aquí es fresco e incluso se percibe el suave aroma de los pinos. Al adentrarme en el bosque me percato de que no he vuelto a ver ni uno solo de esos jabalíes que, según me contó Serguei el mismo día de mi llegada, abundan tanto en esta región. Dicen que los animales poseen un olfato especial para el peligro, así que no dejo de preguntarme si se habrán marchado de este lugar envenenado. Si es así, han demostrado ser bastante más inteligentes que nosotros.

A pesar de la protección casi perfecta del pinar prefiero no arriesgarme y doy un largo rodeo para evitar que puedan descubrirme los soldados que montan guardia en la carretera. Por si fuera poco, cada vez me encuentro peor y no consigo caminar más de cincuenta metros sin verme obligado a detenerme un momento para descansar y tomar aire, de modo que, en lugar de los diez o quince minutos que habría sido lo normal, me cuesta más del doble llegar hasta la valla que rodea el complejo de la Central; un obstáculo, por cierto, con el que no había contado. Me llamo imbécil a mí mismo por no haberlo previsto. Estoy a punto de regresar al coche para buscar unos alicates en la caja de herramientas —si es que hay tal cosa en el maletero, lo que tampoco tengo claro—, cuando me fijo en un trozo de valla derribado por un gigantesco fragmento de hormigón, con toda seguridad perteneciente a la cubierta del reactor siniestrado, propulsado hasta allí por la colosal explosión.

El hueco está a unos cuarenta, quizá cincuenta metros de mí, más o menos la misma distancia que lo separa de la carretera que se adentra en el recinto vallado donde se encuentra un segundo control de acceso, el que desde siempre protegía la Central hasta el momento del accidente. Me acerco reptando sobre la tierra negra, procurando ocultarme de los soldados tras las matas de ajenjo que salpican el terreno —qué trivial parece, qué lejos queda ahora el asunto de la absenta—, pero cuando llego veo que, aunque la valla esté tumbada, no puedo pasar sobre ella sin incorporarme durante unos segundos. Espero impaciente la ocasión propicia, que se presenta cuando surgen por la carretera dos ambulancias con las sirenas taladrando el aire en un grito desgarrado. Los soldados levantan la barrera para permitirles el acceso y justo entonces aprovecho el paso de los vehículos para levantarme, saltar la valla y volverme a tumbar todo lo rápido que me permiten mis múltiples dolores. Al hacerlo, he tenido que dar dos pasos sobre la malla metálica armando el consiguiente escándalo, pero el estruendo de las sirenas ha impedido que los soldados se percaten de mi presencia. Me alejo de allí arrastrando de nuevo la barriga, consciente de que todavía me queda casi medio kilómetro hasta el edificio principal.

Al acercarme compruebo que la situación ha mejorado bastante desde la noche del accidente. Todo está más organizado, se han limpiado los restos de hormigón y metales retorcidos esparcidos por el suelo tras la explosión y se han amontonado en zonas donde molesten lo menos posible, liberando los caminos y calzadas para que los vehículos de emergencia accedan con mayor facilidad. Amparado por la cobertura que me ofrece uno de esos cúmulos de escombros para levantarme sin que nadie me vea, me acerco a la zona donde se concentra la mayor parte de los trabajos, intentando parecer que estoy ocupado en algo.

Aunque no se aprecia con claridad, desde el suelo el incendio parece ya controlado gracias a la labor de los bomberos, que continúan echando millones de litros de agua en las insaciables fauces del monstruo, y a los cientos de hombres que se dejan en el empeño hasta el último gramo de sus fuerzas. Llegan en autobuses, en camiones del Ejército, con el miedo a lo desconocido pintado en la cara, vestidos con unos monos grises y unas capuchas raquíticas que dudo sean capaces de proteger a quienes lo llevan de algo más contundente que la cagada de una paloma. Casi todos son voluntarios, algunos policías y bomberos venidos desde cientos de kilómetros de distancia, también soldados a los que han ofrecido este destino que les libra del frente de Afganistán [11]; otros muchos trabajan en fábricas, en el campo, todos son jóvenes y fuertes. Apenas se conocen, solo saben sus nombres y de dónde vienen, pero poco más. Solo han compartido asiento en el trayecto en autobús hasta la Central, pero quizás por el propio miedo, por el acusado sentido del deber, por su carácter trabajador y humilde, o tal vez por la mezcla de todo eso, ha surgido una inesperada e intensa camaradería entre ellos y, mientras esperan a que los soldados les repartan las máscaras antigás, comentan nerviosos lo que harán con el dinero que les van a pagar. Son seis veces mi sueldo de un mes en la línea de producción, dice uno. Ya se ven conduciendo el pequeño utilitario que, saltándose la larga lista de espera, podrán disfrutar en pocas semanas. Me imagino yendo los domingos de excursión al campo con mi Svetlana, se ilusiona otro, mientras un tercero se pregunta si será fértil la tierra donde le otorgarán la dacha [12] que le han prometido. Muchos de ellos ni siquiera saben ponerse correctamente la máscara y son ayudados por los compañeros más próximos. Al verlos recuerdo que todavía llevo la mía en la mano. Me la pongo a toda prisa espantado por mi propia estupidez, al tiempo que me doy cuenta de que se ha disipado el aire denso e irrespirable que casi me cuesta la vida la otra noche, y de que ahora el humo del incendio se eleva hacia el cielo del amanecer en una columna gris y espesa. Una fumarola que al alcanzar cierta altura se expande formando una gruesa manta que abarca todo el complejo de la Central y de la que, cada poco rato, emerge la imponente silueta de un Mi-24 sobrevolando el reactor para soltar sobre él la mezcla de materiales destinada a tapar el núcleo incandescente y expuesto a la atmósfera del que hablaba Legasov.

Cuando están listos, un capitán les pregunta si han tomado ya sus pastillas de yodo y si tienen claras las instrucciones que han recibido. Todos asienten sin dudar. Recuerden, tres minutos —grita el oficial—, solo tres minutos. Después se vuelve hacia sus soldados: Escolten al pelotón de liquidadores hasta el bloque del reactor, ordena con voz potente para imponerse sobre el ruido de un helicóptero que se aleja tras soltar su carga, y unos y otros parten a paso ligero hasta el edificio del reactor accidentado, al que acceden por una pequeña puerta metálica situada en un lateral, donde en grandes letras negras han sido rotuladas las palabras «prohibido el paso». Me recuerdan a ovejas camino del matadero y me pregunto cuántos de ellos vivirán lo suficiente para llegar a ver cumplidos sus sueños. Las ganas de llorar se me agolpan en los ojos y me estrangulan la garganta. Consigo tragármelas de nuevo, espantando sus palabras de mi cabeza. Preferiría no haberlos escuchado, haberlos visto de lejos y que hubiesen seguido siendo para mí una masa gris, sin rostros, sin inteligencia, sin historias individuales, sin vida propia. Al cabo de unos minutos los veo aparecer corriendo por encima de la cubierta del edificio, resquebrajada y a punto de desmoronarse. Les han colocado algo parecido a unos delantales sobre los monos grises. Se supone que esa precaria armadura les debe proteger durante los tres minutos exactos que permanecen allí. En grupos de diez, armados con palas y carretillas, recogen todo lo que encuentran: trozos de acero, de hormigón, de cristal, cualquier cosa; es fácil suponer que muchos han de ser pedazos del propio reactor, de la cubeta, de las barras de refrigeración, incluso restos de combustible nuclear. Lo manipulan con la pobre protección de unos guantes de goma y lo vuelven a echar dentro del abismo ardiente y voraz sin pensar, sin tomarse un solo segundo de respiro, mientras otro Mi-24 suelta de nuevo la mezcla sobre el agujero o sobre ellos, no importa. Cuando se termina el tiempo establecido aparecen otros diez, les tocan en el hombro y, arrebatándoles las herramientas de las manos, toman el relevo en la boca del infierno, para que los anteriores puedan marcharse a toda velocidad.

Me pregunto si podré utilizar la misma entrada que los liquidadores sin ser parte de uno de esos grupos que, mucho me temo, tienen una esperanza de vida tan corta como la mía, aunque no parezcan ser conscientes de ello. Tiene mala pinta, porque dos soldados situados a ambos lados de la puerta montan guardia permanentemente.

De repente se escuchan varios golpes metálicos seguidos de un estruendoso chirrido. Un helicóptero que acaba de soltar la carga se ha aproximado demasiado al brazo de una grúa y las palas del rotor principal han chocado contra ella. El motor ruge un instante, y enseguida comienza a hacer un ruido intermitente, semejante a una tos asmática. El aparato se inclina bruscamente hacia un lado y se precipita contra el suelo, convirtiéndose al instante en una pavorosa bola de fuego. Casi todos nos llevamos las manos a la cabeza. Solo unos bomberos que estaban refrescándose durante un pequeño descanso a algo más de doscientos metros de distancia, reaccionan ante el impacto y corren para intentar socorrer a los ocupantes del Mi-24. Los soldados de la puerta de acceso se separan un instante de ella, se adelantan unos metros boquiabiertos ante lo dantesco de la escena y yo aprovecho para colarme en el edificio, sintiendo por un lado que la fortuna me ha sonreído esta vez y maldiciéndola al mismo tiempo por brindarme la oportunidad a cambio de otro puñado de vidas. Hay luz mortecina en el interior del edificio, pero suficiente para no tropezar con las paredes. No procede del sistema de iluminación principal, sino de las luces de emergencia, que se alimentan gracias a un sistema auxiliar. Un cartel triangular, con el símbolo de la radiactividad destacando en negro sobre fondo amarillo, me advierte de un modo absurdo e innecesario del peligro de hallarme en este pasillo estrecho, de grises paredes de hormigón carentes de pintura o de cualquier otro tipo de adorno o remate. Grandes vigas de acero cruzan de una pared a otra a tres o quizás cuatro metros sobre mi cabeza, en cualquier caso a mucha menos altura de la que debe de encontrarse el techo, que ni siquiera se adivina en la lúgubre penumbra. En el aire cargado, erráticas volutas de humo se desvanecen al contacto con las pequeñas cataratas que se filtran desde la densa oscuridad del techo. Deben provenir del agua que los bomberos arrojan sin descanso desde la noche del desastre. Tras meditar unos segundos acerca de la posición de la puerta en el exterior del edificio, deduzco que será mejor dirigirme hacia mi derecha, donde el bloque del reactor se une con el resto del gigantesco edificio de la Central. Después de avanzar casi a ciegas, con la sola compañía de los carteles amarillos que se repiten cada pocos metros y el murmullo que provoca aire al pasar por el filtro de mi máscara de gas, me encuentro a mano izquierda con el comienzo de otro corredor, largo y mal iluminado. No invita en absoluto a seguirlo, pero lo hago cuando veo un directorio colgado en la pared al inicio del pasillo que me indica, entre otras cosas, que en esa dirección se encuentra la sala de control.

Me dirijo hacia allí con pasos impacientes aunque cansados. De camino paso por delante de una puerta abierta. Da a una sala grande, con taquillas metálicas y bancos bajos sin respaldo que parece un vestuario. En ella, un grupo de hombres ataviados con monos grises que les cubren todo el cuerpo de la cabeza a los pies equipan a los liquidadores con nuevas máscaras antigás de mayor poder de filtrado y les colocan lo que de lejos, sobre la deshecha cubierta del reactor, me parecían delantales y ahora veo que son planchas de plomo flexibles pero pesadas que limitan mucho el movimiento. También les ayudan a ponerse guantes y botas de goma mientras los militares les recuerdan una y otra vez las instrucciones: subir corriendo, relevar a los liquidadores que estén trabajando, echar al núcleo todo lo que encuentren y volver a bajar sin perder un solo segundo cuando llegue el siguiente grupo.

Creo que ninguno de ellos escucha. Algunos rezan, otros se desean suerte con miradas silenciosamente elocuentes, unos pocos miran al suelo con la mirada perdida, tal vez pensando en sus mujeres, en sus hijos, en sus padres, quién sabe. Una vez pertrechados les hacen pasar por otra puerta situada en el extremo opuesto del vestuario. Tras ella entreveo una rampa que sube hacia la parte superior del edificio, hacia la boca de ese infierno terrenal.

Escucho a mi espalda voces de soldados y pasos precipitados. Debe tratarse de otro grupo de liquidadores. Si me encuentran en este lugar es muy posible que tenga que dar explicaciones, de modo que me apresuro a adentrarme de nuevo en la penumbra de los claustrofóbicos pasillos, atendiendo a las indicaciones de los directorios que voy encontrando. El humo se hace algo más denso y cada vez cae más agua de las innumerables goteras, tanta que a estas alturas mis pies chapotean sobre dos dedos de líquido sucio y frío. Tras la máscara comienzo a sentir que me falta el aire y necesito encontrar ya la salida de este laberinto. Otro cruce de pasillos, otro directorio más. Sala de turbinas, gabinete médico, reactores uno, dos y tres, sala de descontaminación, sala de control. La flecha me dirige hacia unas largas escaleras metálicas de subida. Me pregunto si será buena idea. Mi estómago me grita, se revuelve aún más si cabe para recordarme que los liquidadores también han ido hacia arriba. Tiene que haber otra forma de llegar hasta allí, dice una voz desde algún recoveco de mi cerebro cuando comienzo a subirlos escalones sin mucha convicción pero sin detenerme tampoco, consciente de que si salgo ahora del edificio es más que probable que no pueda volver a acceder a él de ningún otro modo. Al final de las escaleras veo un pequeño rellano. Una lámpara de emergencia trémula y amarillenta ilumina con tristeza una puerta antipánico. A falta de otra alternativa más sugerente, acciono no sin cierto temor la barra de apertura y un quejumbroso chirrido de bisagras me provoca un escalofrío.

Trajes antirradiación colgados de unas perchas en la pared me dan la bienvenida a una extraña sala de mediano tamaño, iluminada, al igual que los pasillos que acabo de dejar atrás, por unas pobres lámparas de emergencia. El suelo, simple cemento allanado, da la impresión de que está por terminar, pues en lugar de ser horizontal y nivelado se halla dividido en diferentes planos que se inclinan en suaves ángulos, como pirámides invertidas, hacia tres desagües distribuidos a lo largo de la habitación. Miro hacia arriba, donde enormes alcachofas de ducha de medio metro de diámetro salen del techo, construido, al igual que las paredes, con un material liso y pulido, de tono gris apagado, que me devuelve un sonido metálico cuando lo golpeo con los nudillos. Juraría que es plomo. A la altura de mi cabeza unas pequeñas ventanas se abren a otra sala más pequeña, en la que hay un par de sillas y una mesa con unos cuantos mandos y controles. También veo un micrófono sobre la mesa, que debe estar conectado con un altavoz encastrado en la pared, justo por encima de las ventanas, a través del cual quien se halle al otro lado puede comunicarse con la sala en la que me encuentro. Por último, en la pared del fondo hay otra puerta, también metálica, pero que a diferencia de la anterior no tiene ninguna barra antipánico. No sé nada de centrales nucleares, pero deduzco que me encuentro en una sala de descontaminación y, si estoy en lo cierto, es lógico pensar que la entrada debe bloquearse desde la sala situada al otro lado de los pequeños cristales, para evitar cualquier acceso mientras se realiza el proceso de limpieza. Como sea así, en este lugar pondría punto final a mi recorrido. Susurro un tímido por favor al tiempo que pongo la mano sobre el picaporte. Giro la muñeca y la puerta, aunque pesada, se abre con suavidad. Un potente y cálido haz de luz penetra por la rendija y me obliga a entornar los ojos antes de cruzar el umbral.

El lugar donde me encuentro nada tiene que ver con el agobiante laberinto ni la sala hermética que he dejado atrás. De nuevo se trata de un pasillo pero, a diferencia del anterior, es amplio, con paredes alicatadas con grandes azulejos blancos y suelo de terrazo. La atmósfera está libre de humo y no hay agua encharcada, pero sí múltiples puertas que comunican con salas y despachos donde en carteles que imitan madera figuran los nombres y cargos de sus ocupantes. De principio a fin aparecen grandes ventanales situados a algo más de dos metros del suelo, por los que entran sin oposición alguna los rayos de un sol que, a esta hora, ya se alza sobre el horizonte, anunciando un hermoso día primaveral. Cada pocos metros cuelgan de la pared grandes fotos enmarcadas que muestran la Central Nuclear Vladimir Ilich Lenin de Pripyat en distintas fases de su construcción. También hay otras de personas en las que trajeados arquitectos y obreros enfundados en sus monos de trabajo posan orgullosos ante la Central ya terminada, mezclados unos con otros como buenos camaradas soviéticos. En algunas, ingenieros y operarios visten idénticos gorros y batas de un blanco inmaculado. Lanzo una breve y sonora carcajada que en el interior de la máscara resuena como el gruñido feliz de un jabalí hozando, pues comprendo que he pasado del bloque que albergaba el reactor número cuatro al edificio principal. Ya no tengo duda de hacia dónde me debo dirigir: me encuentro en uno de los extremos del inmenso corredor. Además, tengo a mi lado un detallado plano de situación que marca con visibles círculos rojos las salidas de emergencia, en el que compruebo que desde el inmenso pasillo se puede alcanzar la práctica totalidad de la Central. A la izquierda hay accesos a los edificios de todos los reactores y a la derecha se encuentran los despachos de los ingenieros y demás dependencias del complejo, como talleres, comedor, gabinete médico... todos los servicios necesarios, incluyendo, por supuesto, la sala de control ubicada a mitad del pasillo, por encima de la sala de turbinas que ocupa longitudinalmente casi todo el edificio principal, aunque en un nivel inferior.

 

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Dos soldados equipados con trajes antirradiación y máscaras de gas montan guardia ante la puerta de la sala de control. Me pregunto si me dejarán pasar. Debería haberlo previsto y haberme hecho con una bata de las que llevan los operarios de la Central. Quizás pueda encontrar una en algún despacho.

Pero ya es demasiado tarde, porque una de las máscaras tenebrosa e inquietante se gira en mi dirección. No me queda otra que seguir andando hacia los soldados con la mayor naturalidad posible. No es fácil, y menos aún cuando al acercarme escucho ese tac tac tac que penetra en los tímpanos con la misma facilidad que un clavo en un tablón de madera. Me fijo en el dosímetro que cuelga del cinturón de uno de ellos; al menos esta vez el tableteo es tan tímido que no parece inquietar a los soldados. Levanto la barbilla y camino con decisión, alargando la zancada. Cuando me quedan unos pocos metros, el soldado gira el resto del cuerpo enfrentándolo a mí. Me va a dar el alto, no me va a dejar pasar, mi caminar se vuelve dubitativo, alarga un brazo, no se me ocurre qué decir, se va a ir todo a la mierda. Vamos, no se demore —me dice una voz cavernosa tras la máscara mientras agita su mano para meterme prisa—, no es seguro permanecer en esta zona sin el equipo apropiado. Y, cogiéndome por el hombro, abre la puerta maciza de metal que anuncia en grandes letras negras que tras ella se encuentra la Sala de Control, y que el acceso está restringido. Me dejo llevar y tardo todavía unos segundos en comprender que, para ellos, si yo me encuentro en este lugar es porque he debido de pasar más controles que para entrar al despacho de Gorbachov. Además, ¿quién en su sano juicio querría colarse en el lugar más peligroso de todo el planeta?

El soldado cierra la puerta tras de mí, dejándome solo en un cubículo de tres o cuatro metros cuadrados. Ante mí aparece otra puerta más, con una luz roja sobre ella que cambia a verde tras unos segundos, coincidiendo con un suave «clic» procedente de la cerradura. Antes de abrirla me pregunto si algún puñetero día llegaré por fin a la sala desde la que se controla todo el funcionamiento de la Central.

Con ojos bien abiertos para no perder detalle —y sobrecogido ante la sofisticación de la tecnología que allí se concentra—, doy unos pequeños pasos hacia el centro de la enorme y fea habitación forrada de hormigón, que sería rectangular si no fuese porque una de las paredes más largas tiene forma convexa, precisamente sobre la que se distribuyen multitud de consolas y paneles electrónicos repletos de chivatos, relojes, pantallas y testigos luminosos, lo que favorece la visión de la totalidad de controles a todos los operadores con independencia del lugar en el que se hallen sentados.

Lo cierto es que en este lugar esperaba mucha más actividad y solo hay seis hombres vestidos con batas y gorros blancos sobre sus ropas de calle, igual que en las fotografías del pasillo. El ambiente reinante es más distendido que tenso. No es difícil imaginar un montón de ingenieros corriendo de un sitio para otro cuando se produjo el accidente, vigilando las pantallas con ojos febriles, operando los paneles de control a un ritmo frenético, luchando desesperados con todos los medios disponibles contra colosales fuerzas que apenas conocemos pero que, cegados por nuestro desmedido y necio engreimiento, habíamos creído por un solo y equivocado momento hallarnos cerca de dominar.

Ahuyento de mi cabeza el momentáneo estado de impresionada estupidez causado por la profusión tecnológica de la sala de control, y busco entre la media docena de operarios al que parezca estar al mando. Sentados ante los paneles de control, cuatro de ellos se concentran en manejar decenas de botones e interruptores según los datos que les brindan las pantallas, mientras otros dos, de pie en el centro de la sala, comentan unos papeles que sostienen en sus manos. Uno de ellos levanta la mirada al verme y señala mi cara con un dedo para indicarme que puedo quitarme la máscara, pues estamos en un búnker totalmente sellado, libre de radionucleidos. Me doy cuenta de que, en efecto, ninguno de los operarios lleva puesta siquiera una simple mascarilla de tela. Le hago caso. A pesar de que es un lugar cerrado, con el ambiente muy cargado, siento como si una repentina ráfaga de aire frío penetrase con fuerza en mis bronquios, que parecen congelarse de repente provocándome un ataque de tos. Doy la espalda a los operarios y me apresuro a limpiarme con el pañuelo, que a estas alturas es ya más pardo que blanco. Hago acopio de toda la fuerza de voluntad que me queda para no derrumbarme ante el profundo dolor que me atraviesa el pecho y me vuelvo de nuevo hacia los dos hombres. Al hacerlo, el espanto se dibuja en sus rostros. Dios mío, ¿se encuentra bien?, pregunta uno de ellos más o menos de mi misma edad. Pero ¿qué le ha pasado?, se asombra el más joven y alto, tanto que debo levantar la cabeza para mirarle a los ojos. Tiene que verle un médico, añade, y yo, que no espero una reacción tan acusada, siento que me flaquean las piernas, abro y cierro la boca incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Tras unos segundos opto por mentirles: Sí, sí, ya me han visto en el hospital —digo tratando de aparentar serenidad—, parece más aparatoso de lo que es en realidad. Los operarios se miran entre sí. ¿Está seguro?, pregunta de nuevo el mayor. Estoy bien, gracias, y sacando la placa de mi chaqueta se la muestro. Necesito hacer unas preguntas al director de la Central, ¿saben dónde puedo encontrarlo? La certeza de que cada vez me queda menos tiempo se abre paso en mi cabeza como un gusano a través de una manzana. Los dos hombres niegan a la vez. ¿Bryukhanov?, no lo veo desde ayer, dice el más joven. No está —confirma el otro—, ha sido reclamado en Moscú para declarar ante el Comité de la Energía Atómica.

Recibo la noticia con un gesto de contrariedad, aunque enseguida comprendo que quizás sea mejor que el tal Bryukhanov esté lejos, porque si realmente hay algo importante que ocultar, será él como director el más interesado en custodiar ese secreto con el silencio. Sin embargo, los operarios no deberían tener problemas para contarme lo que sepan, a no ser que sean ellos mismos los responsables directos del accidente, cosa que me parece improbable. Vaya, es una pena —murmuro con tono de profunda decepción mientras vuelvo la vista hacia los inmensos paneles de control—. Toda esa tecnología es impresionante. Los operarios asienten con tristeza: Sí, pero no nos ha servido de mucho.

Insisto con admiración inocente: ¡Y todas esas consolas, las operan solo seis personas! Sí —confirma con cierto orgullo el más joven—, seis personas son suficientes; un operador para cada reactor, un ingeniero y un jefe de servicio.

—Que son ustedes dos, supongo —añado mirando a uno y a otro alternativamente—. Parece increíble que tan pocos hombres puedan controlar todas esas luces y pantallas.

—Bueno, en realidad ahora no hay mucho que controlar —confiesa el mayor, que identifico como el jefe de servicio—, hemos apagado todos los reactores y vigilamos únicamente el proceso hasta que terminen de enfriarse por completo.

Asiento en silencio centrando de nuevo toda mi atención en los operarios y lanzo una reflexión:

—Uno, dos, tres, cuatro... me sobra una persona, porque ahora hay un reactor menos al que prestar atención, ¿no es así?

Una aguda frustración oscurece sus rostros, y al instante me pregunto si no habré sido demasiado brusco.

—Lo siento —me disculpo—, no era mi intención cuestionar su trabajo... ¿Estaba presente alguno de ustedes en el momento del accidente?

El joven ingeniero esboza un leve movimiento de cabeza, antes de pronunciar un apesadumbrado sí.

—Y ¿cómo es posible?... Quiero decir, con aparatos tan sofisticados, con toda esta tecnología ¿qué pudo haber fallado? —Acompaño la pregunta abarcando toda la sala de control con un gesto de mi brazo.

El ingeniero duda antes de contestar. Medita unos instantes para hallar la manera más sencilla de explicar lo ocurrido a un profano en la materia.

—Es algo complicado, pero básicamente tratábamos de averiguar cuánto tiempo seguiría generando energía la turbina de vapor después de una pérdida de suministro eléctrico en el reactor. Pero algo salió mal.

—¿Qué quiere decir con que algo salió mal? —insisto.

—Bueno, hubo un problema con los mecanismos de seguridad y la temperatura del núcleo subió de forma descontrolada.

—Debió de ser horrible —lamento con tono solidario— contemplar cómo vas perdiendo el control sin poder impedirlo.

El ingeniero asiente con pesar, pero antes de que su cabeza se desvíe por terrenos que no me llevarán a ninguna parte, pregunto cuál era el objeto de la fatídica prueba, cuál era su aplicación práctica.

—Es de vital importancia —interviene ahora el jefe de servicio—. Como seguramente sabrá, un reactor nuclear ha de estar permanentemente refrigerado para evitar que la temperatura del núcleo suba en exceso y comience a fundirse. —Asiento con energía animándole a que continúe con la explicación—. Si el núcleo se funde —prosigue—, produce gran cantidad de hidrógeno y, si la concentración de este gas aumenta demasiado, acaba provocando una explosión. Sería complejo explicar los motivos técnicos, pero en el caso de los reactores del tipo RBMK, como los de esta Central, ese control de temperatura se realiza mediante agua, y como moderador se emplean barras de grafito, que... ¿Sabe lo que es un moderador? —me pregunta de repente, obligándome a escarbar en mi memoria para recordar lo que aprendí cuando servía en un submarino nuclear.

—Sí, creo que es un elemento que introducimos en el núcleo para disminuir la velocidad de los neutrones, favoreciendo que se produzca la fisión, ¿es así?

—En efecto —asiente el jefe de servicio con la misma expresión orgullosa que pondría un maestro ante su mejor alumno—, esa es su función. Pero además, en caso de emergencia, y basándonos precisamente en ese concepto, insertando más barras de control de grafito en el núcleo podemos lograr que la velocidad de los neutrones baje tanto que se interrumpa parcial o totalmente la fisión nuclear, con lo que podríamos hacer descender la temperatura del núcleo hasta los márgenes de seguridad que nos interesen, o incluso llegar a detener el reactor por completo.

—El mecanismo de funcionamiento está claro —admito—, pero si es posible detener el reactor con las barras de control, sigo sin comprender la importancia de esa prueba.

—El problema radica en que, inmediatamente después de la inserción de las barras, se produce un brusco aumento de la potencia —aclara el ingeniero—, lo que durante unos minutos eleva aún más la temperatura del núcleo y es muy importante garantizar que el sistema de refrigeración por agua siga funcionando hasta que la temperatura baje. Y, por supuesto, ese sistema de refrigeración necesita energía para funcionar. En condiciones normales, la central toma la electricidad que necesita de dos fuentes: una, la energía que se genera en la turbina de vapor gracias precisamente al funcionamiento del reactor; podríamos decir que se alimenta a sí misma. La segunda, en el caso de que el reactor se detenga, ya sea de forma accidental o a causa de una parada programada, recurría a la red eléctrica general, la que abastece nuestras casas, las fábricas... todo.

—Imagine ahora lo que pasaría si se produjese un fallo en esa segunda fuente de energía —interviene de nuevo el jefe de servicio.

—Que no habría forma de refrigerar el reactor —contesto dubitativo.

El ingeniero retoma su explicación:

—En efecto, y por eso hay una tercera fuente de energía que hasta ahora no habíamos mencionado: generadores diésel. El problema es que desde que se encienden tardan unos minutos en estar plenamente operativos. De ahí que sea tan importante conocer el tiempo que la turbina, una vez apagado el reactor, sigue generando electricidad con el vapor residual que le queda para mantener funcionando el sistema de refrigeración.

Asiento abrumado mientras asimilo la minuciosa explicación que acaban de darme y me acerco despacio a una silla de oficina donde me dejo caer abatido. No quiero reconocerlo ante los ingenieros, pero después de varios minutos en pie me siento bastante fatigado. Los dos hombres me siguen y se quedan a mi lado sin tomar asiento.

—De acuerdo, la prueba es importante, y supongo que se realiza en todas las centrales nucleares sin que ocurra nada —insisto—. ¿Qué falló en esta ocasión?

—Bueno —comienza el joven ingeniero—, en realidad esta prueba se realiza normalmente en frío, antes de que el reactor comience a funcionar...

El jefe de servicio toma del brazo a su colega. Nikolai, susurra, y con un leve gesto le hace saber que quizás no debería seguir hablando del tema. No sabe que a estas alturas no pienso soltar la presa. Me levanto mostrando una fortaleza que estoy lejos de poseer y me acerco tanto a ellos que el olor del aliento que despide mi boca —a estas alturas más repulsivo que las tripas de un pescado podrido—, les hace arrugar la nariz.

—¿Me está diciendo que realizaron conscientemente una prueba en la que el reactor ha de estar apagado, sabiendo que estaba en funcionamiento? —pregunto con el tono más amenazador del que soy capaz.

La barbilla del joven ingeniero tiembla indecisa, tartamudea y acierta a decir al fin de modo precipitado:

—¡Nosotros solo seguíamos órdenes!

—¿Y quién coño daba esas órdenes?

El jefe de servicio carraspea, mete el brazo entre mi cuerpo y el ingeniero, lo separa un paso de mí.

—Si quiere más explicaciones, lo mejor será que se dirija al Soviet Municipal, donde está la comisión encargada de...

—¡Ya he visitado esa comisión! —grito levantando los brazos al aire.

El ingeniero aparta la cara ante el temor de recibir un manotazo —no queda claro si voluntario o no—, mientras los operadores desvían sus ojos de las consolas para volver a clavarlos en ellas un segundo después, cuando se topan con mi iracunda mirada. Bajo la voz, aunque mi tono no resulta menos amenazador.

—Es una comisión política, solo están interesados en tapar el asunto, en mantener sus culos bien calientes en sus cómodos sillones de piel. ¿Qué creen que están haciendo ahora mismo, salvar a la población? Han tardado casi un día y medio en dar la orden de evacuación, ¿y saben por qué? —Me detengo unos segundos dejando que la pregunta penetre en ellos y se retuerza en sus conciencias como una larva. De paso, aprovecho para tomar un aire que cada vez llega en menor cantidad al fondo de mis pulmones—. Porque en lugar de preocuparse de la población han perdido el tiempo buscando alguien a quien echar la culpa. Siguen en ello y no pararán hasta encontrarlo. Pero eso sí, pueden estar seguros de que ninguno de ellos, y cuando digo ellos me refiero a los de su clase, va a cargar con la culpa de este desastre.

Acabo el discurso con la garganta todavía más irritada, aunque reprimo mis terribles ganas de carraspear y toser para mirar uno a uno a todos los presentes en la sala, dejando que saquen sus propias conclusiones antes de retirarme para volver a tomar asiento. Apoyo el brazo en mi rodilla y descanso la cabeza sobre la mano en un estudiado gesto de abatimiento; quizás resulte algo artificial, pero compruebo que surte efecto cuando el ingeniero musita con voz temblorosa:

—No puede usted insinuar... Teníamos instrucciones, no somos nosotros quienes hemos ordenado la prueba.

Alzo la cara, dejando escapar un profundo suspiro:

—¿Cree usted que eso tiene alguna importancia, Nikolai?

El ingeniero busca apoyo en su superior, que parece algo más calmado por su mayor experiencia o porque no se encontraba de servicio en el momento del accidente. El caso es que se limita a encoger los hombros sin saber qué decir.

—Ya le contesto yo —continúo levantándome de nuevo—. No la tiene, no tiene ninguna importancia en absoluto. Dirán que alguno de ustedes se equivocó en algún procedimiento, que no siguió una orden o que la malinterpretó. Al fin y al cabo, ustedes son los que aprietan los botones.

El ingeniero se derrumba, busca el apoyo de la silla y se sienta despacio. Le fallan las fuerzas mientras llora en silencio grandes lágrimas amargas. El jefe de servicio pone sus brazos en los hombros convulsos del joven ingeniero.

—Vamos, Nikolai.

Pero Nikolai no encuentra consuelo y el jefe de servicio fija de nuevo su vista en mí, con una mirada a caballo entre el miedo y la amargura.

—Van a cometer una injusticia con ustedes —sentencio con voz tan sombría como segura—, van a ser sacrificados, van a hacerles quedar como culpables de cientos, de miles de muertes, para que ellos puedan salir indemnes. Lo mismo de siempre.

Dejo que mis palabras calen en ellos durante casi medio minuto.

—No tengan miedo de mí. Soy policía —prosigo consciente del más que justificado miedo que causan en los soviéticos los cuerpos de seguridad—, pero no soy como ellos. Solo me interesa cumplir con mi trabajo. Conocer la verdad, encontrar a los verdaderos responsables, y hacerles pagar por ello. Si me cuentan lo que ocurrió quizá tengan alguna posibilidad de no acabar marcados para el resto de sus vidas como los responsables de todo este asunto.

Unos sollozos débiles escapan de la garganta del ingeniero. A su lado, el jefe de servicio permanece cabizbajo, sin saber qué hacer ni decir durante unos largos minutos tan densos como el combustible nuclear que se está fundiendo en lo que queda del reactor número cuatro. Me pregunto si tendré que forzar más la situación, si aún debo añadir algo que acabe de derrumbar la voluntad de los dos hombres. Y es entonces cuando la voz del ingeniero se deja oír con debilidad, confirmándome lo que ya me había dicho el operario que encontré en el hospital, que la prueba fatal se había retrasado ya varias veces.

—Nikolai, ¡no! —le increpa el jefe de servicio con ojos espantados.

—¿No lo entiende, camarada Vasíliev? —se levanta el ingeniero con ojos inyectados en sangre—. Esto ya no puede empeorar más, no somos nada para ellos, no tenemos ningún valor. Va a caernos toda la mierda encima, van a echarnos toda la culpa y vamos a acabar en un gulag o ante un pelotón de fusilamiento, si es que tenemos suerte.

El jefe de servicio protesta, y alega que nada de eso tiene por qué ocurrir, pero el ingeniero grita cada vez más.

—...Y eso no es lo peor, nuestras familias quedarán marcadas para siempre, la deshonra los perseguirá durante el resto de sus vidas. Su mujer, sus hijos, ¿ha pensado en ellos?

Compruebo satisfecho cómo triunfan la duda, el pesimismo, el miedo pintados por fin en la cara del jefe de servicio, que mira a su subordinado incapaz de rebatirle.

—Voy a contarlo todo —sentencia el ingeniero—. Si usted quiere no diga nada, pero nadie podrá impedir que yo lo haga.

Vasíliev echa un vistazo a su alrededor para constatar que los operarios nos están mirando. Uno de ellos incluso se ha levantado para oír mejor o tal vez para separar a los ingenieros si la tensión acabara por hacerles llegar a las manos.

El jefe de servicio baja la cabeza y asiente con un leve gesto. «Vamos a mi oficina», musita al fin, antes de dirigirse hacia la puerta de un pequeño despacho acristalado desde el que se divisa toda la sala de control. Entramos tras él, que cierra antes de sentarse tras su escritorio e invitarnos a hacer lo mismo en otros dos sillones.

—Lo que le voy a contar solo lo sabemos unas cuantas personas —comienza Vasíliev con voz dubitativa—: Bryukhanov, que además del director fue también el diseñador y arquitecto de la Central, el subdirector, los jefes de servicio, los ingenieros, y quizás algún otro arquitecto que trabajó durante la construcción de los reactores.

Se detiene, mira la sala de control a través de los cristales y toma aliento antes de proseguir:

—Existen algunas peculiaridades respecto a esta central nuclear, que le ayudará a comprender lo ocurrido. Comenzó a construirse en 1970 y forma parte de un programa del gobierno para paliar el grave déficit de energía que por aquel entonces sufría la Unión Soviética y que todavía arrastramos hoy aunque se haya atenuado bastante. Debido precisamente a esa carencia, agudizada por el paso del tiempo que duró la construcción del complejo, el primer reactor entró en servicio de forma precipitada siete años más tarde, en 1977.

Agito la cabeza incrédulo y me inclino hacia él:

—¿Cómo que de forma precipitada?

El jefe de servicio traga saliva y se atusa la cabeza con la mano, como si se peinase hacia atrás.

—El señor Bryukhanov recibió presiones para poner en marcha la Central en cuanto fuese posible, y ya sabe que hay ciertas... órdenes que no se pueden discutir.

Asiento con gravedad, porque bien sé de lo que me habla. Ese ha sido siempre el gran problema de la Unión Soviética. Vasíliev continúa con voz cada vez más apagada.

—El caso es que el primer reactor arrancó sin que se realizasen previamente algunas pruebas imprescindibles para garantizar su buen funcionamiento y, sobre todo, su seguridad. Lo mismo ocurrió con los otros tres, según se iba terminando su construcción.

Me revuelvo en mi sillón con un nudo en el estómago.

—¿La prueba de la noche del accidente era una de las que deberían haber realizado entonces?

Vasíliev asiente con pesar.

—El manual de procedimientos dice que siempre debe haber un mínimo de treinta barras de control insertadas en el reactor como medida de seguridad, pero para realizar esta prueba nos ordenaron dejar solo ocho. Cuando la temperatura del núcleo comenzó a subir de forma descontrolada intentamos pararlo con el botón que conocemos como AZ-5, un sistema que hace descender de forma inmediata todas las barras, lo que debería haber sido suficiente para detener la reacción; pero no funcionó. —El jefe de servicio se detiene. Le cuesta continuar.

Yo también dirijo la mirada hacia los inmensos paneles de control y alargo una mano señalándolos:

—¿Cómo es posible que un sistema de seguridad diseñado para una situación determinada no funcione cuando se necesita?

—No lo sabemos con seguridad —continúa Vasíliev—, pero es posible que a esas alturas las barras se hallasen tan deformadas por la intensidad del calor que fueran incapaces de encajar en sus huecos correspondientes.

—Y no es ese el único problema —interviene el ingeniero—, porque todos los reactores fueron puestos en funcionamiento sin construir los correspondientes edificios de contención que en caso de accidente impiden que la radiación salga al exterior. Quizás no hubiesen logrado contener del todo el desastre, pero no hay duda de que la emisión radiactiva a la atmósfera hubiese sido mucho menor.

No consigo articular palabra ante esta nueva sorpresa, pero la expresión de mi cara debe de ser lo suficientemente reveladora como para que el ingeniero se anime a darme otra nueva explicación, porque me cuenta que este tipo de reactores son especialmente voluminosos, por lo que los edificios de contención deberían medir unos setenta metros de alto, lo que conlleva muchas complejidades técnicas que retrasan aún más los plazos de construcción. Bajan la vista al suelo avergonzados mientras mis ojos saltan incrédulos de uno a otro. No parece posible semejante concatenación de despropósitos. Y, sin embargo, así ha sido. Respiro hondo, el aire pasa silbando a través de mis bronquios y vuelvo a toser.

—¿Se encuentra bien? —pregunta preocupado Nikolai.

Aguanto el dolor y asiento con la cabeza. Tras casi medio minuto en el que siento cómo me asfixio, con un borboteo metálico que sube y baja denso y caliente por mi tráquea con cada inspiración, consigo preguntar quién ordenó hacer la prueba en semejantes circunstancias.

—Bryukhanov —responde el jefe de servicio.

Agito la cabeza de un lado a otro, porque recuerdo que hace un momento me ha dicho que Bryukhanov recibió presiones. Una flema se agarra a mi garganta y convierte mi voz en un ronco graznido. «¿De dónde vinieron esas presiones, quién le ordenó a él realizar esa maldita prueba?».

Los dos hombres se miran y puedo leer el miedo en sus ojos. Un miedo alimentado por las historias susurradas en la intimidad del hogar, historias de hombres y mujeres molidos a palos, condenados a trabajos forzados o simplemente desaparecidos tras haber hablado demasiado. Les impregna un temor que les impide acabar de contarme todo lo que saben, pese a que les he asegurado que nada tengo contra ellos. Y esos reparos alimentan en mí la ira y la impaciencia. Si no fuese porque ya casi no tengo fuerzas para dar tres pasos seguidos, pegaría un puñetazo sobre la mesa y a gritos, a golpes si fuese necesario, les haría mearse encima hasta que me contasen todo entre sollozos. No sería la primera vez, pero me temo que tendré que buscar otra fórmula. Cierro los ojos y trato de pensar con más calma. Me viene a la cabeza la imagen de Serguei, prudente y taciturno durante el trayecto desde Moscú, temeroso de decir algo inapropiado en mi presencia. Me hace comprender que, de encontrarme en su lugar, probablemente haría lo mismo. Suspiro. Supongo que tendré que ayudarlos a decidirse. Los miro gravemente, pero intentando expresar cierto grado de comprensión.

—¿El director de la Central recibió alguna visita los días previos al accidente? —pregunto con voz tranquila y neutra.

Los ingenieros se miran de nuevo sin atreverse a contestar.

—Un hombre que se mueve con escolta. Es él quien ordenó a Bryukhanov realizar la prueba, ¿no es cierto? —insisto haciendo acopio de paciencia.

Nikolai mira a su colega. «Camarada Vasíliev», suplica en un susurro. Su compañero se rasca la cabeza y asiente en silencio. Le pregunto si conoce su nombre, lo niega. Luego intento saber si recuerda cuándo apareció. Toma aire y comienza a hablar resignado:

—No sé quién es, llegó aquí unos días antes del accidente... el lunes o el martes de esa misma semana. Le acompañaba un hombre siniestro, tenía pinta... —se interrumpe y me mira con prudencia.

—Tenía pinta de ser del KGB —termino yo la frase, pensando en lo absurdo que resulta que pese a lo que se esfuerzan por ir de incógnito todo el mundo los reconoce.

Asiente de nuevo.

—Recuerdo que los jefes de servicio estábamos reunidos con Bryukhanov, tratando sobre asuntos ordinarios del funcionamiento de la Central, nada especial. Su secretaria entró y le susurró algo al oído. Entonces Bryukhanov nos pidió que saliésemos, que seguiríamos más tarde. Estuvieron reunidos apenas un cuarto de hora. Cuando el tipo aquel se marchó, el director sudaba y la preocupación se le veía en la cara. Nos dijo que debíamos hacer la prueba. Nos sorprendió, porque era algo que no estaba programado hasta que se tuviese que parar alguno de los reactores para cambiar el combustible nuclear, que se agota pasado un tiempo. Le advertimos de que no se podía hacer con el reactor en marcha, y de que el número uno tenía prevista su parada precisamente para dentro de seis meses, pero nos recordó que él era el diseñador de la Central y que no habría ningún problema. Entonces le pregunté si aquello tenía algo que ver con la visita de ese hombre, pero lo negó muy enfadado.

—Ya veo —musito mientras miro hacia el techo ordenando mis ideas. Luego señalo el teléfono que descansa sobre la mesa—. Necesito hacer una llamada, ¿me permite?

—Por supuesto —concede Vasíliev acercándome el aparato.

—Si no les importa, me gustaría hablar a solas.

Los dos ingenieros se levantan, asienten y salen dejándome solo. Marco el número del despacho de Yevgueni en el Soviet Municipal de Moscú. Miro la hora, espero que no se haya marchado. Le dije que le llamaría de noche y ya está bien entrada la mañana.

Solo tengo que esperar un timbrazo antes de que descuelguen el teléfono. ¿Yevgueni?, pregunto con voz impaciente sin esperar a que él me hable primero, no he podido llamar antes... El camarada Korovin no está, me interrumpe una voz de mujer en tono secretarial, pero si me facilita su número le llamará tan pronto como le sea posible para tomar un té y hablar de sus tiempos en el Ejército. ¿Perdón?, contesto sin comprender. ¿No sirvieron juntos en un submarino atómico?, pregunta amable. El camarada Korovin me contó que sufrieron un accidente y que usted le salvó. Quiere hablar con usted sobre aquello, y sobre un amigo que tenían en común... Sí, claro: busco deprisa el número desde el que llamo, como suele ser habitual está anotado a bolígrafo en el centro de la ruleta con la que se marca y se lo dicto cuidando de no equivocarme. Ella lo repite y, cuando le confirmo que es correcto, se despide diciéndome que no tardará en llamarme. Espero a que suene el timbre sin separar la mano del auricular. ¿Cómo he podido ser tan idiota de pensar que Yevgueni podría hablar desde su despacho? Aunque de todos modos, ¿en qué otro lugar podría localizarlo? Su casa debería ser segura, pero quién sabe. Y él no tenía otro remedio que ir a su despacho para averiguar lo que le he pedido.

A pesar de esperar la llamada, me sobresalto al oír el fuerte timbrazo. ¿Yevgueni?, pregunto nada más descolgar. Aquí estoy, contesta en voz baja, obligándome a aplicar bien la oreja al altavoz. ¿Podemos hablar?, pregunto bajando yo también la voz en absurda solidaridad. ¿Desde dónde me llamas? Estoy en... no importa, es un sitio seguro, dice al fin. Luego pregunta con tono preocupado: Oye, ¿te encuentras bien?, se te escucha como un ronquido en la voz. Para serte sincero, he estado mejor, contesto al cabo de un momento. De repente un silencio pesado satura la línea. Soy incapaz de contarle la verdad porque ni siquiera me atrevo a oírmela decir a mí mismo, y él es capaz de leerla en el elocuente silencio, quizás reprochándose haber removido el tema. Por fin continúa procurando que su voz suene optimista, haciendo gala incluso de ironía. Veo que estás ascendiendo en la escala social, te rodeas de amigos muy poderosos últimamente. Cuéntame, le pido, agradecido de que no me deje caer.

Se trata de Anatoli Sokurov. Entró de niño en la sección juvenil del Partido Comunista y, desde entonces, es un miembro que ha alcanzado un lugar muy destacado. Según he podido saber, es inteligente, calculador, carente por completo de escrúpulos y dueño de una ambición desmedida que le ha llevado con solo treinta y nueve años a ser miembro candidato del Politburó. Algunos piensan que podría llegar a secretario general del PCUS y, de ahí, a presidente de la Unión Soviética, y por lo que cuentan de él, no me extrañaría que acabara por lograrlo. Dentro del aparato del partido pertenece a la corriente más conservadora.

Un político de los pies a la cabeza —apunto impresionado—. ¿Se puede saber qué hace aquí, con semejante currículo?

Yevgueni lanza un gruñido satisfecho: Espera, que ahora voy a ello. En la actualidad, nuestro hombre ostenta un buen cargo en el Comité de la Energía Atómica, pero es un puesto que Sokurov considera que se le queda pequeño. Ahora mismo su objetivo inmediato es ascender dentro del Politburó y llegar a ser miembro de pleno derecho. Según parece, hay una vacante que se va a decidir a lo sumo en los próximos dos o tres meses, y Sokurov está decidido a hacer lo que sea para que no se le escape. Por lo que tengo entendido, ha viajado hasta Pripyat en busca de méritos. No he sido capaz de averiguar de qué modo puede eso influir en la decisión de los miembros con derecho a voto del Politburó para elegirlo a él en lugar de a otro, pero he podido enterarme de que estaba decidido a acabar con un problema que impide a las centrales nucleares operar al máximo de su capacidad.

¡No me jodas!, exclamo casi con un grito, antes de explicarle de forma somera la prueba que Sokurov había exigido al director de la Central, que se podría haber realizado de forma segura en tan solo seis meses y que ha acabado de un modo catastrófico. Yevgueni suelta un silbido. ¿Es posible que Sokurov pensase que esa prueba podía revolucionar la capacidad de producción nuclear? No lo sé —contesto al tiempo que me pongo en pie—, pero lo vamos a averiguar en menos de un minuto. No te vayas.

Me asomo a la puerta y llamo a los dos ingenieros que se acercan con aire solícito. Miro a uno y a otro alternativamente.

—¿La Central estaba funcionando a plena potencia?

Niegan ambos al unísono moviendo la cabeza.

—En realidad los reactores estaban operando a un régimen del ochenta por ciento —contesta el jefe de servicio.

—¿Por qué?

—Bueno, se trata de un protocolo de seguridad, aunque a la hora de la verdad ha servido de poco. Al trabajar a menor régimen, la temperatura del reactor es más baja, lo que nos da más margen de maniobra para gestionar una posible crisis.

—Es decir —aclaro—, que cuentan con más tiempo para lograr que baje la temperatura del núcleo del reactor en caso de que sea necesario. Pero al trabajar a menor régimen, supongo que también estarían generando menos energía.

—Es correcto —confirma el ingeniero—, el rendimiento cae de forma proporcional, así que en lugar de mil megavatios que pueden generar a potencia máxima, estábamos obteniendo solo ochocientos.

—¿Estoy en lo cierto al suponer que la realización de la prueba que dio origen al accidente, en caso de haber tenido éxito, habría permitido aumentar el régimen de uso de los reactores hasta su máxima capacidad?

—Claro —ratifica Vasíliev—, al conocer con exactitud el tiempo que las turbinas siguen generando energía para mantener el sistema de refrigeración operativo, no existe impedimento alguno para aumentar la potencia.

Entro de nuevo en el despacho y cierro con un portazo provocado por las prisas, Yevgueni —grito emocionado al teléfono—, lo tenemos. La maldita prueba que Sokurov ordenó realizar habría supuesto un aumento de la producción de energía del veinte por ciento. Esta Central tiene, mejor dicho tenía, cuatro reactores de mil megavatios de potencia y otros dos en construcción. Mantenerlos todos operativos al cien por cien supone mil doscientos megavatios adicionales. Si multiplicamos la cifra por cada una de las centrales similares que hay en la Unión Soviética, me juego lo que quieras a que sería suficiente para acabar de una vez por todas con la crisis energética que arrastramos desde hace décadas.

Yevgueni me escucha sin decir ni una palabra, y continúa así unos segundos después de que yo haya terminado, hasta el punto de que dudo si aún sigue al otro lado de la línea. ¿Yevgueni?, pregunto al fin, y de repente suelta un sonoro hijo de puta, olvidándose por completo del tono clandestino que había usado durante toda la conversación. Por primera vez en muchos días suelto una alegre carcajada. Por desgracia, le sigue un ataque de tos. Yevgueni ha continuado soltando imprecaciones contra Sokurov, pero al oírme se ha detenido de golpe. Cuando al fin consigo dejar de toser, el ya recurrente dolor punzante me atraviesa de nuevo el pecho. Me doy cuenta de que la mesa está salpicada de pequeñas gotas de sangre negruzca. Las limpio con la manga y busco en mis bolsillos el analgésico que robé de la farmacia mientras le pregunto a Yevgueni cómo ha logrado reunir tanta información en tan poco tiempo.

Me confiesa que ha tenido que tirar de varios contactos, aunque no ha sido tan difícil como pudiera parecer. Le digo que no se quite mérito. No, en serio, insiste, se puede decir que hemos tenido bastante suerte. Como sabrás, en los últimos tiempos ha tomado fuerza un ala aperturista dentro del PCUS. Gorbachov es afín a esa ala, al igual que un buen amigo mío, muy bien posicionado en el gobierno. Es él quien me ha contado que a Gorbachov se le informó en un primer momento de que se trataba de un pequeño incidente de seguridad, ya controlado, que había provocado una mínima fuga radiactiva que apenas había traspasado los muros de la Central.

¿Cómo es eso posible?, pregunto incrédulo. Al parecer, el presidente fue traicionado por los sectores más conservadores del Partido, partidarios de echar tierra sobre el asunto. Como siempre —le interrumpo—, esa forma de actuar ya la tengo muy vista. En efecto, dice Yevgueni. El caso es que entre los sectores militar e industrial afectos al ala inmovilista y sus enemigos políticos bloquearon la información sobre el accidente. Con ello pretendían socavar el prestigio de Gorbachov dentro del Partido y debilitar así su poder. Cuando este se ha dado cuenta de la jugada, ha ordenado que se dispongan todos los recursos necesarios, sean los que sean, para solucionar el asunto cuanto antes.

Suspiro abatido, me temo que se ha perdido un tiempo precioso para la gente de esta ciudad, sentencio con voz apagada. Ya, pero no habrá sido por su culpa. Por cierto, añade cada vez más excitado, que Sokurov quiso volver ayer a Moscú con el pretexto de ayudar desde su puesto en el Comité de la Energía Atómica. De hecho, llegó a salir de Pripyat, pero el presidente ordenó que volviese de inmediato para hacer frente desde allí a la gestión del desastre. ¿Crees que Gorbachov sabe que Sokurov ordenó la prueba? Yevgueni medita un segundo: No lo sé —dice al fin—, pero lo que sí está claro es que alejándolo de Moscú se quitaba a uno de sus enemigos de en medio, al menos hasta que todo esto termine. Suponiendo que estuviera al tanto, ¿crees que tomaría medidas contra él? ¿Te refieres a si le procesaría por su responsabilidad? —pregunta con tono incrédulo—. Lo dudo mucho. Como te he dicho antes, Sokurov tiene muchos apoyos dentro del Partido. De puertas adentro, Gorbachov ya sabe a quién se enfrenta, pero de cara al exterior no puede hacer nada. Las cosas están cambiando, pero todavía queda mucho camino por recorrer.

Asiento en silencio, como si Yevgueni pudiese verme a través de su teléfono, mientras mi cabeza ordena toda la información recibida. Mi antiguo camarada de armas tampoco dice nada, creo que acaba de comprender que no nos queda mucho más que decir.

Yevgueni, consigo articular con un punto de emoción en la voz. Qué, contesta de igual modo.

Nada...

Unos segundos íntimos se deslizan con preciosa lentitud. Nos vemos, acierta a decir al fin, con voz apagada, uno de nosotros, no importa quién.

Algún día, contesta el otro.

Cuelgo el teléfono con suavidad, me aferró a él durante algún tiempo, no sabría decir cuánto. Por fin me levanto y lucho por ignorar los dolores que me agarrotan el cuerpo. Solo me queda una cosa que hacer antes de irme, algo que seguramente nunca podré cumplir, pero lo he prometido.

Salgo del despacho y me dirijo con aire decaído hacia los ingenieros que ya han vuelto a su trabajo, aunque sus caras dejan entrever su incapacidad para concentrarse del todo en él. Los abordo seguro de que me podrán ayudar, aunque sé que su respuesta no será la que me gustaría recibir.

—Una cosa más antes de irme —digo extrayendo una foto arrugada de mi bolsillo— ¿Conocen a este hombre? Es operario del reactor accidentado.

Observan su cara con interés.

—Sí, creo haberle visto varias veces por la Central —duda Vasíliev.

—Es Lev —afirma Nikolai con seguridad—. No sabemos nada de él desde la noche del accidente.

Cierro los ojos un momento, sorprendido al sentir que se humedecen. Supongo que, aunque tenía claro cuál había sido su destino, en el fondo siempre queda algo de esperanza.

—¿Estaba de servicio cuando...? —Vasíliev se detiene a media frase, temiendo un final que no va a resultar agradable.

En lugar de contestar a su pregunta, me dirijo al ingeniero para hacerle yo otra.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —Me contempla con ojos ausentes, como si no comprendiese bien mi pregunta—. Nikolai, ¿cuándo le vio por última vez? —repito con la mirada fija en él.

—Salió unos minutos antes de la explosión —dice con voz temblorosa.

—¿En medio de la prueba, por qué? —insisto extrañado—. ¿Es eso normal?

Nikolai niega con vehemencia.

—No, Lev... se dio cuenta de que algo iba mal, pero ese hombre...

—¿Quién? —pregunto de nuevo, alzando la voz.

—Ese hombre, el que exigió al director que realizase la prueba.

La ira me revuelve lo poco que queda de mis entrañas. Aprieto los dientes con fuerza, me clavo las uñas en las palmas de las manos hasta el punto de hacerme sangre. Resultaría incómodo si no fuese porque es el menor de los dolores que tengo.

—¿Qué coño fue lo que pasó? —escupo lentamente.

Nikolai me mira con una mezcla de miedo y resignación.

—Habíamos comenzado el procedimiento... —se arranca al fin el ingeniero con un susurro.

—Más alto, por favor —exijo impaciente.

—... acabábamos de dejar solo las ocho barras de control insertadas en el núcleo, como le he dicho antes. Lev estaba en su puesto, en los controles del reactor número cuatro. De pronto se levantó y comenzó a gritar que aquello era una locura, que íbamos a saltar todos por los aires. El director le recriminó su actitud y le ordenó que volviese a su puesto, pero Lev se le acercó a grandes zancadas y dijo que debíamos bajar de nuevo las barras. Bryukhanov se levantó gritándole que quedaba suspendido de sus funciones y ordenó al operario del reactor número tres que ocupase el puesto de Lev; pensé que estaban a punto de llegar a las manos. Entonces Lev nos miró a todos, dijo que si no lo hacía nadie tendría que hacerlo él mismo, y salió corriendo de la sala de control. ¿A dónde cree usted que pudo haber ido? Hay un sistema de emergencia en el edificio del reactor. En caso de fallo de los controles automáticos, desde allí es posible bajar las barras de forma manual. Se trata de una zona de alta radiactividad que exige entrar equipado con un traje antirradiación, pero no tuvo tiempo de ponérselo. Ocurrió unos dos o tres minutos antes de la explosión, lo más probable es que Lev pretendiese entrar allí sin el traje. Se arriesgaba a recibir una dosis de radiación muy alta, pero supongo que no precisaría más de treinta o cuarenta segundos para activar el mecanismo, por lo que podría haberlo conseguido y salir a tiempo de evitar una dosis mortal.

Me estremezco al pensar en el hijo de Serguei dispuesto a arriesgar su vida de ese modo.

—Así que ustedes podían bajar las barras desde aquí de forma segura —digo escupiendo toda la rabia que tengo dentro—, pero permitieron que Lev se sacrificase de forma innecesaria.

—¡Usted no lo entiende! —grita el ingeniero—. Estaban esos hombres. Si Bryukhanov, siendo quien es, les tenía miedo, ¿qué podíamos hacer nosotros?

Nikolai tiembla, respira con agitación. Está sudando. Sus ojos desbocados por el pavor y la culpa saltan de Vasíliev a mí, después al resto de sus compañeros que nos miran sin saber qué hacer y vuelven a buscar al jefe de servicio. Cae derrumbado en un sillón y hunde la cabeza entre sus manos. Comprendo abatido que tiene razón. Pongo una mano sobre su hombro y se estremece. La aparto al momento. Me pasó lo mismo con el chico de la granja: si yo, que no soy más que un simple policía, provoco en ellos semejante reacción, ¿qué sensación les provocará el KGB?

—En el mismo momento en que salió —continúa en voz baja—, aquel hijo de puta hizo una señal con la cabeza a su guardaespaldas para que fuese tras Lev.

Intento tragar saliva, pero ya no me queda.

—¿Cree que Lev pudo tener tiempo de activar el sistema de emergencia?

Nikolai encoge los hombros y piensa durante unos instantes.

—Tendría que haber corrido muy deprisa hasta allí, pero creo que sí.

Cierro de nuevo los ojos y suelto un suspiro amargo y cansado. Maldigo a Sokurov y adopto una decisión que nunca había tomado en mi vida. Pero antes necesito ver a Lev o lo que quede de él.

—Necesito que me lleve hasta ese lugar —le pido con voz firme a Nikolai, que levantando la cabeza me mira con espanto.

—¿Está loco?, no pienso bajar allí. Si quiere puede pegarme un tiro aquí mismo, el resultado sería el mismo.

Agito la cabeza porque yo no tengo ya nada que perder, pero comprendo que él sí y no puedo obligarlo a meterse de cabeza en la boca del infierno.

—Acompáñeme hasta donde pueda —le pido con suavidad—, y luego dígame hacia dónde tengo que ir. —Nikolai me mira con lágrimas en los ojos mientras siente cómo aprieto su hombro con fuerza—. Hágalo por Lev.

 

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En la trémula escalera metálica que baja hasta el laberinto de pasillos del reactor número cuatro, trato de insuflarme otra vez algo de ánimo inspirando con fuerza dentro de la máscara de gas que me ha proporcionado Nikolai, más moderna, cómoda y efectiva que el anticuado modelo que llevaba al llegar a la Central. Ilumino los escalones con el potente haz de una linterna, cortesía también del ingeniero al igual que un dosímetro que nada más conectarlo comienza a crepitar. Nikolai me ha explicado cómo llegar hasta el sistema donde se bajan manualmente las barras de control. Él se ha quedado fuera, pero no se lo reprocho. Una pequeña cascada que antes no estaba ahí se interpone en mi camino. Dirijo la linterna hacia el techo y compruebo cómo se precipita el agua a través de una enorme grieta que no inspira ninguna confianza. Con cuidado de no resbalar, atravieso por un pequeño hueco a un lado de la cascada sin poder evitar empaparme la mitad derecha del cuerpo. El agua está helada.

Compruebo al final de la escalera que el nivel del líquido ha subido y ahora casi me llega hasta los tobillos. Tardo unos segundos en orientarme, iluminando los dos pasillos que confluyen en el inicio de las escaleras, y tomo el de mi derecha obedeciendo las instrucciones de Nikolai. Me da la impresión de que hay más humo que antes, aunque podría deberse al efecto de la luz de la linterna al rebotar en las densas volutas grises. Giro de nuevo en la siguiente intersección y encuentro un hueco cuadrado por el que el agua se precipita escandalosamente. Sé que tengo que bajar por ahí y lo hago con cuidado, agarrándome con fuerza al pasamanos. Logro alcanzar el final sufriendo únicamente un resbalón que, por fortuna, no da con mi maltrecho cuerpo en el suelo. El dosímetro protesta furioso. Las luces de emergencia no funcionan en este nivel y sin la ayuda de la linterna la oscuridad sería total. En compensación, apenas hay humo. Avanzo despacio, tanteando con los pies antes de apoyarlos por completo en el suelo, que ha desaparecido bajo el agua fría y turbia que ahora me sube hasta las rodillas, temeroso de tropezar con algo que me haga caer. Debe quedar poco. Según las instrucciones del ingeniero, tras la próxima intersección, que distingo a dos metros de mí, debería encontrar una pequeña sala donde se halla el sistema de emergencia para bajar las barras.

Al girar la esquina me topo con un derrumbe que obstaculiza parcialmente el camino y que debió haberse producido en el momento de la explosión. Enfoco la linterna hacia arriba y a través del agujero del techo atisbo el nivel superior. Al menos por aquí solo cae un tímido hilo de agua. Vuelvo a bajar el haz de luz, buscando cómo superar la barrera de trozos de hormigón y una viga que cruza el pasillo encajada entre ambas paredes. Veo un hueco por el que podría colarme y antes toco la viga para asegurarme de que está bien asentada. Me pego a la pared todo lo posible y me subo con esfuerzo a un trozo de hormigón de casi un metro cuadrado, que con un paso lateral me permite alcanzar otra pequeña plataforma gris e irregular. Me agarro a la viga y agachándome con cuidado consigo pasar al otro lado. Mi respiración se vuelve agitada, borboteante y siento que me falta el aire. Pero no quiero descansar, porque tengo a la vista la puerta de la sala y necesito encontrar a Lev. Atravieso la puerta con un nudo en el lugar donde debería estar mi estómago mientras advierto que el dosímetro se vuelve loco.

Al fondo de la habitación, unas puertas de grueso cristal protegen un habitáculo al que solo se accede tecleando un código de seguridad. En ellas hay pintadas más señales que avisan del peligro de envenenamiento por radionucleidos y de la obligación de acceder con un equipo protector. Tras las puertas distingo una gran estructura metálica. ¿Será la pared externa de la vasija del reactor? Avanzo un paso hasta que mis piernas tropiezan con algo. Bajo la linterna y compruebo que hay un cuerpo flotando en el agua. El haz de luz artificial lo envuelve dotándolo de un aspecto irreal. Tiene la piel negruzca, cuarteada, pero no está hinchado como los cadáveres de los ahogados. Cuando el agua comenzó a filtrarse en este nivel ya estaba muerto. Tropiezo con su mirada vacía y aparto la vista sintiendo un nuevo escalofrío. Tiene los ojos de Serguei. Logro darle la vuelta con esfuerzo y descubro algo que ya temía: dos agujeros de bala se abren justo en el centro de la espalda del cadáver.

 

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Valiéndome de mi condición de policía he tomado prestado un coche patrulla a los agentes que se encontraban en labores de apoyo en la Central. El motor protesta con un rugido cuando reduzco de golpe dos marchas para girar en el cruce de la carretera principal con la que accede a la Central. Paso acelerando de nuevo junto al viejo Vaz, golpeado y abandonado entre unos árboles que, de repente, han adquirido un enfermizo color pardo. Dejo atrás el puente sobre la vía férrea y adelanto a toda velocidad a cinco excavadoras que el Ejército desplaza hasta aquí para comenzar las labores de descontaminación. Entro en la Avenida Lenin sin bajar la velocidad. Paso un semáforo en rojo, por lo que deduzco que el corte de suministro de la noche anterior fue solo temporal o que han derivado energía de alguna otra estación eléctrica.

Tendrán que seguir haciéndolo hasta que el Ejército y los equipos de limpieza terminen su labor en Pripyat.

De pronto siento miedo. Miedo a morir, pero sobre todo a no terminar lo que tengo que hacer.

Las ruedas chirrían al clavar el pie en el pedal del freno delante del Hotel Polissia, junto al Chaika negro donde su chófer espera sentado al volante con gesto aburrido. Está aparcado al lado de las dos motocicletas que abren paso a Sokurov cuando decide mover su culo lleno de mierda de un sitio a otro.

Muestro mi placa a los policías y les espeto sin detenerme siquiera que llevo un mensaje urgente del Comité de la Energía Atómica para el camarada Anatoli Sokurov. ¿En qué piso se aloja?, pregunto. Durante un segundo leo el asombro en sus caras ante el abominable aspecto que sin duda presento, pero finalmente uno de ellos se cuadra y gesticula un rápido saludo llevándose la mano a la gorra. Su compañero le imita. Está en la quinta planta, inspector, habitación 506, ¿quiere que le acompañemos? Les digo que no será necesario, gracias, y penetro en el amplio, exclusivo y desierto vestíbulo del hotel. Me sorprende no ver a nadie ni siquiera atendiendo la recepción, pero supongo que todo el personal habrá sido evacuado. Entro en uno de los tres ascensores y mientras observo cómo los botones correspondientes a cada piso se iluminan al pasar por cada uno de ellos —segundo, tercero, cuarto— me pregunto si mi precario estado me hubiera permitido llegar hasta el quinto piso por las escaleras.

Empuño la Makarov y le quito el seguro.

Las puertas automáticas se abren con un débil rumor metálico y estudio el pasillo, iluminado suavemente por apliques de pared dorados, situados entre las puertas de madera oscura de las habitaciones. Las paredes enteladas en tonos tostados y el suelo de moqueta a juego crean un ambiente tranquilo y acogedor. ¿El resto del hotel será también así o solo los afortunados que se alojan en la planta noble gozan de este derroche de lujo y buen gusto? Al fondo del pasillo, sentado en una incómoda silla, un hombre lee un libro mientras monta guardia a la puerta de la única habitación ocupada del hotel. Oculto en el bolsillo la mano con la Makarov y me acerco despacio. A medio camino reconozco a Yarmolenko. Ahí sentado parece un perro sumiso esperando a que su amo tenga a bien sacarlo a pasear. Es un chupapollas, pero espero no tener que matarlo. Apenas me faltan unos pasos para alcanzarlo cuando levanta la cabeza y al verme no es capaz de evitar una mueca de asco. Dios mío, ¿qué le ha pasado?, pregunta incorporándose. Sin darle tiempo a hacerlo del todo, saco la mano del bolsillo y le golpeo en la frente con la culata de la pistola. La mullida moqueta amortigua el ruido que provocan la silla y el propio Yarmolenko al caer de costado. Por desgracia, mis fuerzas escasean y el golpe solo consigue atontarlo. Se lleva la mano a la pistolera e intenta levantarse pero, con una rapidez de la que no me creía capaz en mi precario estado, me acerco a él para volver a golpearlo en la sien una, dos, tres veces; cada vez lo hago con menos fuerza, rogando en mi interior que se quede quieto de una puta vez antes de que me venza el cansancio.

Caigo rendido junto a Yarmolenko, que por fin ha quedado inconsciente. Siento cómo el corazón golpea en mi pecho con la violencia de un martillo neumático. El aire entra y sale por mi garganta con un silbido, aunque consigo que llegue a mis pulmones. Levanto la Makarov con mano temblorosa en dirección a la puerta de la 506, temeroso de que el ruido haya alertado a alguien, pero después de unos segundos en los que nada ocurre vuelvo a bajarla.

Me tomo unos minutos para recuperarme. Cuando al fin decido incorporarme el esfuerzo es tan grande que necesito toser un par de veces antes de lograr erguirme por completo. Una masa alquitranada del tamaño de una moneda cae a mis pies y, tras ser absorbida en parte por la moqueta, se extiende dejando un cerco negruzco.

Me acerco a la puerta y escucho con atención. Desde el interior de la habitación llega a mis oídos un rumor de música clásica, aunque no puedo distinguir de qué obra se trata. Intento abrir con cuidado para no hacer ruido, pero el picaporte apenas baja dos milímetros y no me permite pasar de ahí. El cerrojo está echado. Devuelvo el picaporte a su posición inicial con todo el cuidado del que soy capaz y llamo a la puerta con decisión: primero tres golpes, apenas un segundo después, cuatro. Espero que no tengan la precaución de preguntar antes de abrir, porque al fin y al cabo han dejado protegiendo la puerta a un perro guardián y en la ciudad no queda nadie de quien deban cuidarse.

Eso deben creer ellos.

Pongo el dedo en el gatillo, aprieto con fuerza las cachas de la Makarov y coloco la otra mano bajo la culata, haciendo descansar todo el peso de la pistola sobre ella. Una mueca de satisfacción adorna mi cara cuando percibo el ruido de los engranajes girando en el interior de la cerradura y el tipo del KGB abre la puerta un par de palmos. Sus ojos atónitos se expanden como dos globos de helio cuando se encuentran la boca de la Makarov frente a ellos. No le doy tiempo a más. Aprieto dos veces el gatillo y otras tantas balas abandonan con estruendo el cañón de la pistola para hundirse al instante en su pecho. Lo observo al caer hacia atrás, muerto antes de llegar al suelo con dos manantiales encarnados brotando de su camisa inmaculada. Me hubiese gustado más dispararle por la espalda, como él hizo con Lev, pero qué se le va a hacer. Pego un empujón a la puerta y recorro la habitación apuntando con la Makarov de lado a lado hasta que doy con Sokurov. El pánico se dibuja en su rostro mientras se levanta del sillón donde descansaba cómodamente, vestido con una camisa a medio abrochar y los pantalones del traje sujetos por unos tirantes azules, junto al amplio ventanal desde el que puede verse la avenida Lenin, la calle Kurchatova, la Plaza Central, el Palacio de Cultura y la noria que nunca llegará a acercar a los niños a las nubes.

Levanta las manos temblando y el Pravda que estaba leyendo cae a sus pies. Las celebraciones previstas para el próximo día del trabajador ocupan toda la portada. Pripyat no merece siquiera una mención en una esquina. ¿Quién es usted? Un vaso tallado lleno de hielos y un líquido ambarino descansa a su lado en una mesa de madera redonda. También hay una enorme fuente con fruta fresca de aspecto sano y brillante: manzanas, plátanos, uvas. ¿Quién coño se la conseguirá si han evacuado a los empleados del hotel? Para que no falte de nada, distingo también tres cajas de yoduro potásico y una jarra con agua fresca. ¿Qué quiere de mí?, pregunta con voz histérica, que se impone sobre la partitura emocionada y sentida de El Moldava que se escapa suavemente por el altavoz de un tocadiscos portátil envolviendo toda la habitación con delicada calidez. De repente, Sokurov da un paso hacia la mesa y abre uno de los cajones. Antes de que consiga meter la mano en él, le pego un tiro en la rodilla. El miembro del Politburó cae al suelo gritando de dolor y agarrándose la pierna con ambas manos. Se revuelca como un cerdo en el barro. Está loco, ¿sabe a quién acaba de disparar? Voy a hacer que le arranquen las entrañas, le colgarán en la Plaza Roja. Me acerco sin dejar de apuntarle y distingo la pistola que guardaba en el cajón de la mesa. Es algo tarde para eso de las entrañas, le digo con una mezcla de asco y amargura antes de pegarle una patada en la boca. Sokurov se calla y escupe un diente y unas gotas de sangre. Gime con un hilo de voz: ¿Por qué hace esto, quién es usted?

¿Qué por qué hago esto? —repito con rabia contenida—. ¿De verdad no lo sabe? Sokurov me mira con ojos cobardes y niega con la cabeza. Me entran ganas de descerrajarle un tiro en la sien para acabar de una vez con toda esta historia, pero sería demasiado rápido, demasiado piadoso para él después de todo el daño que ha causado.

Camarada Sokurov, nada me produciría más placer que llevarlo ante un tribunal para que fuese juzgado por provocar el mayor desastre que ha sufrido la Unión Soviética desde el fin de la II Guerra Mundial, pero tanto usted como yo sabemos cómo funcionan las cosas y, por desgracia, nunca sería condenado por ello. Sokurov me escucha en silencio, mueve la cabeza de un lado a otro. Me gustaría hacerle ver todo el dolor que ha causado, todas las vidas que ha masacrado, los sueños, la ilusión... Un agudo dolor me atraviesa el pecho obligándome a detenerme. Aprieto los dientes, porque no voy a darle la satisfacción de derrumbarme ante él. Debo darme prisa, se me acaba el tiempo. Levanto la pistola, apunto justo entre sus ojos, que Sokurov cierra con fuerza, cruzando sus brazos para protegerse la cara. ¡Yo no sé nada de centrales, no podía saber lo que iba a ocurrir!, grita fuera de sí. Usted forma parte del Comité de la Energía Atómica, le recuerdo. ¡Es un cargo político!, protesta, de la parte técnica se encargan los ingenieros, los asesores...

Lo observo en silencio, incapaz de moverse, tembloroso, despreciable. Una mancha oscura baja por sus pantalones desde la altura de la entrepierna. Después de unos segundos se atreve a mirarme de nuevo. Es justo entonces cuando le meto un tiro en la garganta y un chorro de sangre brota de ella con violencia. Sokurov me mira asombrado y se agarra el cuello con la absurda pretensión de taponar la herida. Lucha por respirar, pero con cada inspiración lo único que consigue es un nuevo borboteo rojo y espeso. Su mandíbula se abre y se cierra una y otra vez, su cuerpo se agita en espasmos incontrolables, rápidos y bruscos al principio, más lentos y débiles según va pasando el tiempo. Me agacho junto a él y le miro a los ojos.

No sabe nada de energía nuclear y, sin embargo, se inmiscuyó en el funcionamiento de una Central y obligó a sus responsables a realizar una prueba en extremo peligrosa pensando únicamente en su propio beneficio. Me levanto de nuevo, sirviéndome de la mesa como punto de apoyo.

Pero alégrese —le digo con tono distendido—, va a ser usted un héroe de la Madre Patria. Estoy seguro de que el Partido anunciará al pueblo soviético que perdió usted la vida luchando por solventar esta crisis. Hasta es posible que le erijan una estatua en alguna pequeña ciudad de Siberia.

Dejo caer la Makarov y me encamino hacia la salida. A mitad del recorrido me doy cuenta de que ya no se escucha la música. Observo hacia el aparato: el brazo ha llegado al final del disco y ha regresado automáticamente a su posición de reposo. Desenchufo el cable, abato la tapa con el altavoz sobre el cuerpo del tocadiscos y aseguro los cierres. Me doy cuenta de que es el mismo modelo que vi en el centro comercial. Lo cojo del asa y salgo de la habitación. Antes echo un último vistazo a Sokurov: uno de sus pies aún se agita, golpeando el suelo con débiles taconazos cada vez más espaciados. Tras uno de tantos, se detiene y todo queda en silencio. Al salir a la calle me despido de los policías con un gesto militar. De camino hacia el coche patrulla me fijo en que las rosas que adornan la ciudad han comenzado a marchitarse. Me pregunto si será a causa de la radiación o porque nadie se ha quedado a regarlas.

 

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De vuelta en el apartamento he puesto en el tocadiscos Blonde on Blonde. La voz rasgada de Dylan comienza a desgranar las estrofas del primer tema. He llamado a casa de Serguei con la vana esperanza, y el temor a la vez, de que haya esquivado la evacuación, esperando las noticias de su hijo que yo pudiera proporcionarle. Pero no contesta, de modo que le escribo una nota pensando que si todavía sigue en la ciudad tal vez se le ocurra venir hasta aquí.

Encontré a Lev. Siento decirte que murió intentando salvar la ciudad, que fue el único que supo ver lo que se avecinaba. No sufras por él, murió de forma rápida, ni siquiera se enteró. Has de sentirte orgulloso, recuérdalo como el héroe que es.

Me sirvo un trago de vodka y me dejo caer con cuidado en el sillón. Llevo el vaso a mis labios, pero en el último momento decido que no lo necesito. El sol de media tarde entra por la ventana y acaricia mi piel. Escucho atentamente la canción. Aunque está en inglés y no entiendo lo que dice, me hace sentir bien. Cierro los ojos.

 

Irina corre delante de mí con su ligero vestido jugando con el viento. Se ríe, me espera entre las rosas, intento atraparla, pero su cuerpo de bailarina siempre se escabulle. Tropiezo, me caigo y ruedo por una ladera. Irina se dobla de la risa y apoya sus manos en las rodillas incapaz de sostenerse en pie. Yo río también. Me levanto y alarga sus brazos invitándome a seguirla. Me dice ven, me abrazo a ella. Me dejo llevar.

 

Abril 2015

 

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