27 de abril
T
ac tac tac, tac tac tac...
El monótono e irritante sonido de un dosímetro que suena muy cerca de mí me hace abrir los ojos de golpe. Diminutas, infinitas motas de polvo flotan en el ambiente, juegan con los rayos de sol que se cuelan por la ventana y bañan de dolorosa claridad hasta el último rincón del salón. Tac tac tac. Otra vez el dosímetro, viene de la ventana. Miro hacia ella llevándome la mano a los ojos a modo de visera. Tac tac. Un cuervo negro se ha posado en el alféizar y golpea el cristal de la ventana, tac tac, sus ojos oscuros y penetrantes me miran con insolencia, tac tac, abre las alas, las agita un segundo, las vuelve a cerrar, tac tac tac, abre el pico y lo eleva hacia el cielo riéndose de mí, restregándome su libertad mientras yo estoy encerrado tras el cristal. De pronto echa a volar y lo pierdo de vista. Me pregunto si se marcha aburrido de verme no hacer nada, o regocijándose por haber conseguido despertar a ese tipo de aspecto tan lamentable como su propia vida.
Maldito bicho.
Miro la hora. Las doce y diez. Mierda, no quería dormir tanto. Tengo que ir hasta la Central. Aún a medio despertar, me levanto del sillón más deprisa de lo que debería. Tras unos pocos pasos, un ligero mareo hace que se me vaya la cabeza. Me apoyo en el marco de la puerta de la cocina mientras me asaltan de nuevo las ganas de vomitar. Cambio de dirección y entro al cuarto de baño. Las ganas se quedan en dos o tres arcadas secas. El mareo se pasa tan rápido como vino. Me lavo la cara con el agua bien fría y me coloco un poco la ropa ante el espejo, arrugada como nunca después de pasar la noche en el sillón. No he comprobado si hay plancha. Me anudo bien la corbata, me peino y me echo un último vistazo. Todo parece estar bien, aunque diría que los ojos se ven un poco amarillentos. Me pregunto si será síntoma de algo.
El ánimo de la gente ha cambiado en las últimas horas. El nerviosismo y la desconfianza han caído como un pegajoso velo sobre las calles. La presencia de soldados en cada esquina y el constante ir y venir de helicópteros sobre los tejados de la ciudad no ayudan a anestesiar la imaginación. Aquellos con los que me cruzo comentan que han buscado noticias en radio y televisión de modo infructuoso. El Pravda [9] se ha agotado en todo Pripyat y los pocos que han conseguido hacerse con un ejemplar lo hojean ansiosos mientras vecinos y conocidos se agolpan a su alrededor con la vana esperanza de vencer la temerosa incertidumbre y enterarse de cualquier pequeña noticia que, arrinconada en una esquina del diario, pueda arrojar algo de luz sobre lo que está ocurriendo en la Central. No hay en el parque niños deseosos de llegar a jugar en el Dinamo de Kiev y en los columpios ya no están las niñas a las que se les levantan las faldas con el viento revoltoso cuando vuelan hasta las nubes una y otra vez.
Solo veo un par de gemelos que, ajenos a cuanto les rodea, suben las escaleras del tobogán para dejarse caer emocionados por la trompa del elefante, recordándome que apenas hace unas horas todo eran risas y alegría en esta ciudad. Su madre, que se ha detenido un momento atendiendo a la lacrimosa demanda de los niños de un poco de diversión, se impacienta y los llama con voz inquieta mientras pasan a su lado unos pocos pripiatenses que, movidos por sus obligaciones, recorren las calles a paso más rápido del que lo harían en cualquier otro domingo, conscientes de algún modo de que han de guardarse cuanto antes de una incierta amenaza invisible que se cierne sobre ellos.
Paro en el cruce de mi calle con la avenida Lenin. El semáforo está en verde, pero un guardia de tráfico plantado en medio del asfalto me corta el paso con su brazo izquierdo estirado mientras agita el otro dando prioridad a una columna de infantería mecanizada. Han pasado ya al menos quince o veinte vehículos blindados de transporte, quizás el doble de camiones cargados de tropas, y todavía transcurren un par de minutos hasta que por fin termina la verde y metálica procesión. El guardia se gira y me da paso. Me incorporo a la avenida en sentido contrario al del convoy militar, en dirección a la Central. Al salir de la ciudad me cruzo con otra columna formada solo por camiones, algo más corta que la anterior, y con una docena de autobuses que aparcan a un lado de la carretera.
Después de algo menos de dos kilómetros paso el puente sobre la vía férrea. Me pregunto por qué habrán quitado de allí el control de la Policía. Poco después tomo la carretera de acceso a la Central y apenas cien metros más tarde me topo con la respuesta: un control militar que hace innecesario el anterior. El capitán al mando, un hombre rechoncho provisto con una máscara antigás que solo deja al descubierto sus ojos y una sudorosa frente bajo la enorme gorra de plato, me da el alto. Apenas detengo el coche a su altura cuando me pregunta adonde me dirijo. Le muestro mi identificación. A la Central, le digo con tono convencido, debo hacer allí algunas averiguaciones. Tendrá que volver por donde ha venido, dice con voz sofocada tras la máscara, solo las brigadas de bomberos, equipos médicos y escuadrones químicos del Ejército tienen autorizado el acceso. No lo entiende, capitán, le digo adoptando la expresión de dramática gravedad que el farol que estoy a punto de echarme requiere, estoy encargado de la investigación policial y es preciso que hable cuanto antes con los operarios del reactor accidentado. Lo comprendo, señor, pero no se puede pasar, insiste alzando la voz para hacerse oír entre el estruendo que arman tres Mi-24 que procedentes del monstruo vuelan a escasa altura sobre nosotros.
Espera a que se alejen antes de continuar. Tendrá que hablar con el responsable del operativo de emergencia para que le dé un permiso especial. Le pregunto dónde puedo encontrar a ese responsable y me remite al Soviet Municipal, donde se ha instalado el puesto de mando. Todas las decisiones se toman desde allí, aunque si está usted encargado de la investigación, seguro que ya estará al tanto de ello, añade suspicaz. Me rasco la oreja y alzo los hombros a modo de capitulación. Que tenga buen servicio, le digo engranando la marcha atrás para dar la vuelta al coche y largarme por donde he venido. Miro por el espejo retrovisor mientras me alejo. Debajo de su imponente gorra de oficial no me quita ojo.
Vuelvo a la ciudad no todo lo rápido que me gustaría. En los últimos minutos han llegado cientos de autobuses que descansan en los arcenes de la carretera. No me hace falta pensar mucho para deducir que están ahí a la espera de una posible evacuación. Aunque tratan de ocupar el mínimo espacio posible de calzada, la parte útil de esta se ha reducido considerablemente, de modo que la maquinaria y los camiones de tropas que van y vienen de la Central a veces encuentran serias dificultades para abrirse paso, provocando el inevitable atasco. Después de algo más de veinte minutos enfilo la avenida Lenin hasta el final y allí giro a la derecha para tomar la calle Kurchatova. Paso ante el Hotel Polissia en el mismo momento en que se detiene ante la puerta un pequeño convoy formado por tres coches negros de inconfundible tufo oficial. Del más grande de ellos, un Gaz Chaika con dos ridículas banderitas de la Unión Soviética a ambos lados del capó, desciende un hombre de mediana edad, maletín de piel, traje oscuro y aires de superioridad que es escoltado rápidamente por una pareja hasta el interior del hotel. Uno de esos hombres es Yarmolenko, mi jefe de sección, de modo que este ha de ser el famoso miembro del Partido al que debe escoltar en todo momento. Me pregunto quién coño será y qué habrá venido a hacer a esta ciudad condenada.
Aparco frente al edificio del Soviet Municipal, justo a espaldas del hotel. Echo mano al bolsillo buscando una papirosa pero solo encuentro la caja de cerillas, y entonces recuerdo que terminé el paquete el día anterior mientras esperaba junto al puerto a que apareciese el tipo que vende la absenta. Hago una mueca de fastidio, cruzo la calle y entro en el edificio. En la puerta, dos policías controlan la entrada. Reconozco al más veterano, es el que me condujo hasta el despacho de Yarmolenko cuando fui a presentarme a la comisaría. Creo que se llamaba Viktor. Él también me recuerda. Le pregunto dónde han instalado el puesto de mando. En la primera planta, en la sala de reuniones del consejo municipal —dice señalando las escaleras que hay a su espalda—, según se cruza el vestíbulo principal, pero no sé si podrá llegar hasta allí. Le pregunto por qué. Dos sargentos de una unidad de telecomunicaciones aparecen por una puerta a mi derecha y Viktor se demora en responder hasta que desaparecen escaleras arriba. Cuando habla lo hace en un tono prudente, se acerca a mí para contarme que el edificio se ha convertido en una especie de cuartel del alto mando militar. Se supone que están colaborando con las autoridades locales para resolver cuanto antes la crisis causada por el accidente del reactor, pero lo cierto es que han tomado el control de las operaciones, relegando a los miembros del Soviet Municipal a un segundo plano. Asiento con gravedad, no me extraña nada de lo que dice. ¿Es el Ejército entonces quien está tomando las decisiones?, pregunto asegurándome de que nadie más nos oye. Duda unos segundos. Bueno, creo que en realidad ellos solo se encargan de ejecutar las órdenes que reciben. ¿Quién da esas órdenes? Viktor mira a un lado y a otro y baja aún más el tono para advertirme de que hay por aquí un tipo estirado, con pinta de estar acostumbrado a que los que le rodean hagan siempre lo que dice. Le acompaña un miembro del KGB, no se separa de él ni un momento. Al parecer, mantiene comunicación constante con Moscú.
No hace falta que me dé más datos, no me cabe duda de que es el mismo al que he visto entrar en el hotel hace apenas unos minutos. De modo que tenemos a un burócrata encargado de informar al Kremlin de todo lo que está ocurriendo. Si han tomado la decisión de enviar expresamente a un hombre para hacerse cargo de la situación es que las cosas están, como poco, tan mal como me imaginaba. Y ello me lleva a subir un par de grados mi particular escala de preocupación y, sobre todo, de mala leche, porque los responsables todavía no han dado la orden de evacuar a la población, aun siendo conscientes de la gravedad de los acontecimientos.
Doy las gracias a Viktor por la información y subo las escaleras pensando que, al menos, he ido a parar al Soviet Municipal en el mejor momento, cuando el hombre venido de Moscú y, sobre todo su amiguito del KGB, no se encuentran aquí para controlar qué se puede contar a un policía medio acabado.
Los militares suelen tener fama, a veces inmerecida, de organizados, disciplinados, decididos, tenaces, inasequibles al desaliento y denodadamente patriotas. Todo muy loable. El problema surge cuando esos valores parten de un planteamiento erróneo, o se basan en una mal entendida lealtad. Y es que, una vez recibida una orden, pondrán todo su empeño en cumplirla a rajatabla, sin cuestionarse ni por una ínfima fracción de segundo si tiene o no sentido o, voy más allá, si lo ha tenido en algún momento; o si la situación ha cambiado lo suficiente como para que haya dejado de tenerlo. Para ellos todo es blanco o negro —quizás sería más propio decir verde oliva o caqui—, sin llegar a imaginar siquiera la posibilidad de plantearse la existencia de infinitas opciones intermedias. Solo así puede explicarse el hecho de hallarme en medio de la sala de plenos de los camaradas del Soviet Municipal de Pripyat con tres fusiles de asalto apuntando a distintas partes de mi temblorosa anatomía, mientras sujeto la placa de policía con una mano bien arriba por encima de mi cabeza, asegurándome de que todos los que me rodean disfruten de una excelente vista de la misma.
Y todo porque el subteniente al mando del pelotón que se ocupa de la seguridad en esa planta, hombrecillo de cabeza pelada pero hirsuto bigote, no ha querido atender a razones por más que me he identificado poniéndole la placa a veinte centímetros de sus pequeños ojos esquivos, he dejado la Makarov sobre su mesa como gesto de buena voluntad y le he explicado que era de capital importancia que me permitiese hablar con alguno de los responsables del gobierno de la ciudad. Primero lo hice de forma cordial y razonada, suponiéndole equivocadamente un mínimo de cordura y pensamiento racional propio, y luego con un lenguaje de parvulario y tono de voz irritado y demasiado elevado —para no faltar a la verdad, a gritos—, el único que es capaz de entender este terco cenutrio uniformado, a la vista de su insistente, gangoso y monótono: «No se puede pasar».
Cuántas veces, y con qué desinterés —tanto por la inflexión de su voz como por el hecho de que lo hiciese sin mirarme a los ojos ni una sola vez—, repitió la negativa que, en un irracional impulso y por evitar partirle la nariz de un puñetazo, con dos rápidas zancadas me he plantado ante la maciza puerta labrada con heroicas imágenes de la revolución de octubre, la he abierto de un tirón y me he colado en la sala de reuniones sin pararme a pensar en las consecuencias, a buen seguro terriblemente dolorosas, que dicho comportamiento me podría acarrear. Me ha dado tiempo apenas a dirigirme hacia los ocupantes de la sala, dos hombres y una mujer vestidos de paisano y otro más con uniforme de coronel, que estudian algunos planos y fotografías sentados al extremo de una mesa de nogal, levantar las manos e identificarme antes de escuchar cómo tres soldados entraban tras de mí como jabalíes hambrientos, quitando los seguros de sus Kalashnikov al tiempo que me exigían nerviosos que me tirase al suelo. He cerrado los ojos, he incrustado la cabeza entre los hombros esperando la quemazón de las balas desgarrando mi piel en cualquier momento, y me he sorprendido al oír mi propia voz chillando que soy policía, que solo quiero pedir un pase para la Central, que solo necesito un pase para la Central, sin ser consciente del todo de haber llegado a articular dichas palabras.
Por fortuna, uno de los ocupantes del despacho, un hombre con gafas de pasta, se levanta decidido y pregunta con voz categórica si están locos por apuntarme de ese modo, si no ven que soy un policía. Otro a su lado, de mayor edad y, por lo visto, jerarquía, ordena a los soldados con voz tranquila pero firme que bajen las armas. Herida su autoridad, el subteniente del bigote trata de imponer su criterio: que tiene órdenes de usar la fuerza en caso necesario para que nadie entre en el despacho sin permiso, y que claro que ven que soy policía, que si no fuese por eso ya me habrían pegado un tiro. Siento en mi nuca la tensión de los dedos temblorosos sobre los tentadores gatillos, y buscando con mis ojos los del hombre mayor repito una y otra vez con voz más tranquila que necesito un pase para investigar el accidente, que solo serán unos minutos. Tras unos segundos ordena a los soldados que salgan. El subteniente amaga una protesta, pero el coronel que estaba en la sala se levanta con tanto ímpetu que la silla que ocupaba sale despedida metro y medio hasta que es detenida por la pared y, con un trueno de voz magnífico y profundo, capaz de imponerse al estruendo de una andanada de artillería, pregunta al subteniente si hace falta que le recuerde con quién está hablando. Resuena a mi espalda un seco taconazo y me atrevo a estirar un poco el cuello girando la cabeza en su dirección. El subteniente se ha cuadrado, espeta un digno por supuesto que no, camarada coronel, y con un gesto ordena a los soldados que abandonen la sala para luego seguirlos con pasos apresurados.
Suspiro aliviado, procurando, eso sí, hacerlo del modo más silencioso posible —por aquello de mantener un mínimo de dignidad—, aunque las piernas todavía tiemblan como frágiles juncos dentro de mis pantalones. El coronel recupera su silla mientras el hombre mayor vuelve al sitio que ocupaba en la mesa. Comienza a hablar ante el profundo silencio de los demás, que le observan con una mezcla de respeto y veneración. No voy a darle el pase, me dice sentándose con calma, no tiene usted nada que hacer en la Central y su presencia allí no serviría más que para molestar en las tareas de extinción del fuego. Sin embargo, entiendo que necesita respuestas: al igual que usted, yo también fui policía cuando era más joven. Saca un paquete de tabaco del bolsillo de su chaqueta, extrae un cigarrillo y lo prende con un encendedor de bronce de sobremesa decorado con un grabado de la hoz y el martillo en uno de sus lados. Lo miro con envidia, haría cualquier cosa por poder fumarme uno. Da una profunda calada antes de continuar. Supongo que no hace falta decirle que todo lo que escuche o vea en esta sala, debe quedarse en esta sala. Haga sus preguntas, aunque no garantizo que vaya a satisfacer todas ellas. Dese prisa, no dispongo de mucho tiempo, dice consultando su reloj. Y baje las manos de una vez, hombre.
Lo hago de golpe, ni siquiera me había dado cuenta de que seguía en esa ridícula postura. Guardo la placa en el bolsillo echando un fugaz vistazo a los demás. Ni un solo amago de sonrisa asoma en sus caras, por lo que deduzco que carecen del más mínimo sentido del humor. 0 ha desaparecido debido a la gravedad de los acontecimientos que nos está tocando afrontar. Se mire como se mire, prefiero la primera opción.
No sé por dónde empezar. El hombre mayor me escruta en silencio, con el cuerpo inclinado, descansando su peso sobre el brazo derecho de la silla. A su lado, los demás parecen personajes secundarios de una función de teatro, actores de reparto devorados por la luz que irradia el protagonista. Con un movimiento de la mano solicito permiso para sentarme. El hombre mayor consiente mediante un gesto casi imperceptible aunque cordial. Escojo una silla frente a él y me inclino sobre la mesa, apoyando los codos en ella. Observo a nuestros acompañantes durante unos segundos. Saben más de lo que usted llegará a saber nunca, me dice con semblante serio, sin el menor atisbo de sorna o superioridad, de modo que puede hablar con total libertad. Bajo la vista hacia la mesa, como si pudiese encontrar las preguntas adecuadas escritas en la veta de la madera.
¿Quién es usted?, pregunto al fin. No está usando bien su tiempo, me responde después de exhalar el humo de la última calada. Su tono sigue siendo educado, pero está comenzando a impacientarse. Del mismo modo trivial con que uno comenta que ayer fue de picnic al campo, anuncio que la otra noche estuve en la Central, cuando se produjo el accidente, de modo que sé que no se trata de un simple incendio. Alzo la vista para mirarle directamente a los ojos hundidos, de propósito oscuro, y decirle, ya con semblante serio, que solo quería que lo supiese antes de contarme qué es lo que está pasando allí. Suelta la ceniza sobre un cenicero a juego con el encendedor de bronce. Con voz neutra y bien modulada, de locutor de los informativos oficialistas de la televisión estatal, me cuenta que una explosión ha provocado el derrumbe de parte del edificio del reactor número cuatro. Al preguntarle por su magnitud, doy por supuesto que se ha producido un escape radiactivo. Aún se está valorando, pero de todos modos ya se han tomado las medidas oportunas para afrontar cualquier contingencia, contesta algo incómodo, aunque intenta hacer ver que no es así. Aunque no aparto la vista del hombre mayor, me percato de que uno de los otros, el primero que se levantó cuando irrumpí en la sala de reuniones, se remueve en su asiento, se quita las gafas y las arroja molesto sobre la mesa mientras se muerde la lengua. Al hombre mayor tampoco le ha pasado inadvertida la reacción de su colega, ya que desvía un instante la mirada hacia él pidiéndole que se controle. ¿Se sabe ya cuál ha sido la causa de la tragedia? Asiente brevemente: La explosión fue provocada por una subida repentina de la temperatura del núcleo, debido a una maniobra errónea de los operadores que se encontraban esa noche de servicio en la sala de control del reactor. ¿Una maniobra errónea? Así es. Y esa maniobra, ¿la realizó el operario por su cuenta y riesgo o recibió orden de ejecutarla? El hombre mayor aspira su cigarrillo con lo que a mí me parece estudiada parsimonia: Es de suponer que recibiría una orden, pero por desgracia nunca lo sabremos con seguridad; tanto el operario como su superior fallecieron en la explosión.
Termina la frase expulsando una nube de humo que se queda flotando en el aire y por unos momentos hace visible una intangible pero firme barrera que existe entre él y yo, que me avisa de que hay ciertos límites que no puedo sobrepasar. A pesar de ello, agito la cabeza antes de murmurar un sardónico «muy oportuno». Se revuelve incómodo y levanta un poco la voz, solo un grado, sin perder las formas pero elevando al mismo tiempo su autoridad: No me gustan esas insinuaciones, le recuerdo que si está aquí haciendo sus preguntas es porque yo lo he permitido. Retiro los codos de la mesa y me siento muy recto, bien apoyado en el respaldo de la silla, adoptando el aire del niño que espera ante la puerta del director del colegio con cara de no haber sido él quien ha metido dos bolas de nieve bien prensada dentro de los guantes del profesor. Solo es fachada. Si espera que vaya a quedarme conforme con las tres obviedades que ha soltado está muy equivocado, a estas alturas tengo claro que lo que me ha revelado no es del todo cierto. Es obvio que no podré sacar nada más en claro de esta conversación sobre las causas del desastre, pero tampoco voy a salir de aquí sin conseguir la orden de evacuación de la ciudad. Y sé quién puede convertirse en mi aliado. Elevo la mirada hacia el techo, luego al ángulo que forma con la pared del fondo haciendo ver que medito la próxima pregunta y entonces, como por casualidad, el hombre de las gafas queda dentro de mi campo de visión. Los dedos de su mano derecha pelean crispados por ver cuál de ellos consigue arrancar más trozo de cutícula de la uña de su rival. El gesto irritado refleja en su cara cuánto le está costando mantener la boca cerrada. El hombre mayor pregunta si deseo alguna cosa más, porque se nos está acabando el tiempo. Bajo la vista del techo y la clavo en el fondo de sus ojos fríos como la pizarra, intentando comprender con un estremecimiento la razón por la que el gobierno soviético, de quien, no me cabe duda, es representante mi interlocutor, desprecia la vida de sus ciudadanos a los que debe procurar protección, sustento y progreso, condenándoles a una muerte espantosa y lenta al retrasar la inevitable evacuación de Pripyat por motivos que solo un régimen autoritario y podrido, tan insensible como alejado de la realidad, puede llegar a concebir.
Le echo valor, no tengo nada que perder aparte de mis discos de contrabando, sé que han pensado evacuar a la población, incluso tienen los autobuses preparados. Lo que no logro entender es a qué coño esperan, digo levantándome de la silla ante la mirada sorprendida e irritada del hombre mayor. No concibo el porqué de esta indecisión, qué ganan, qué quieren ocultar que vale más que la vida de los hombres y mujeres de Pripyat, más que la vida de los niños. Cuanto más tarden en hacerlo, más muertos caerán sobre sus conciencias. Y no van a ser diez, ni veinte, ni cien... Miles de ciudadanos condenados por la irresponsable prepotencia de gente como usted.
Ya está, soy hombre muerto. No volveré a escuchar a Dylan mientras me fumo una papirosa, ni remojaré unos tiernos Minis de carne con unos tragos de Stolichnaya. El hombre mayor se levanta, sus ojos perturbadores y oscuros me miran encendidos, transformados en dos trozos de carbón incandescente: Cómo se atreve, usted no tiene ni idea, quién se cree que es para darme lecciones sobre moralidad, sobre lo que debo o no debo hacer. La barbilla le tiembla de rabia, sus labios torcidos desgranan las palabras lentamente, en un tono contenido que resulta intolerablemente amenazador, mucho más que si hubiese estallado en un incontrolado grito de cólera.
Por fin ocurre lo que estaba buscando, el hombre de las gafas se levanta como un resorte. Ya está bien, el inspector tiene razón, el núcleo está expuesto. Yo mismo lo comprobé ayer por la tarde desde el helicóptero, ¡camarada Legasov! —le increpa el hombre mayor—, ha sido seleccionado para formar parte de esta comisión por ser uno de los más destacados científicos de la Unión Soviética, compórtese como tal. Además, como usted mismo sabe, ya se han tomado las medidas oportunas.
¿Esa mezcla de boro, plomo y arena que los helicópteros arrojan sobre el reactor con la misma velocidad con la que un bebé echaría arena en un cubo con sus diminutas manos? Hasta que consigan cegarlo, la cantidad de radiación que expulsa a la atmósfera será inimaginable.
¡Legasov! ¡Compórtese si no quiere sufrir las consecuencias!, grita ahora el hombre mayor en un desesperado intento por preservar su autoridad, desarmado por la inesperada traición de su colega.
A la mierda las consecuencias, no estoy dispuesto a formar parte de este disparate —insiste Legasov alzando desafiante la barbilla—. ¿Cuánto tiempo cree que vamos a poder ocultar esto? La situación es tan grave que acabará saliendo a la luz. Ya ha visto la previsión —añade golpeando con el dedo repetidamente sobre unos mapas meteorológicos—, los vientos van en dirección noroeste. Basta con que lleven la radiación hasta cualquier país cercano para que surjan preguntas. Polonia y Checoslovaquia quizá nos sigan el juego, pero qué ocurrirá cuando traspase los dominios del Pacto de Varsovia y alcance la Alemania Occidental, los países nórdicos, Suecia, Noruega... No les valdrá cualquier evasiva estúpida y ambigua.
El hombre mayor se ha sentado tembloroso en su silla. De repente parece diminuto, anciano, indefenso. Un hombre derrotado por la responsabilidad, aplastado por el peso de sus propias decisiones. Su mirada ha perdido todo rastro de fiereza y se ha quedado congelada en Legasov, erigido de modo inesperado en la máxima autoridad de la sala. Balbucea algo ininteligible, busca apoyo en los otros miembros del comité gubernamental —la mujer, el militar—, pero ambos permanecen en silencio, expectantes; la expresión de sus rostros delata abiertamente su opinión.
Quizá la situación no sea tan grave como creemos —consigue decir al fin con voz incierta—, no podemos sacar a la gente de sus casas sin estar completamente seguros... Legasov niega con la cabeza, comprensivo pero firme: Camarada delegado, no debemos engañarnos. La situación es crítica. Hace solo media hora que el doctor Leonenko nos ha llamado por... ya no sé las veces. Usted mismo ha hablado con él, está completamente desbordado, el hospital no da abasto para tratar a todos los envenenados por radiación que están llegando. De momento son operarios, bomberos, militares, gente que ha estado cerca de la Central en las últimas horas, pero pronto comenzarán a ser los pripiatenses, primero los ancianos y los niños, los más débiles. Luego, el resto. Se detiene unos segundos, asaltado por una sombra que ha caído de repente sobre sus ojos. Luego apostilla: Ni siquiera hemos suministrado pastillas de yodo para evitar que la tiroides absorba la radiación. Una simple medida preventiva para la que no hacía falta comenzar la evacuación; ni siquiera eso hemos hecho.
El hombre mayor se inclina sobre la mesa llevándose las manos a las sienes. La incontestable lógica de los acontecimientos en lucha contra las consignas del Partido, tan firmemente asentadas en los pliegues más recónditos de su cerebro, lo consume con la rapidez con que el fuego devora una cerilla. Pasan unos minutos en los que ninguno de los presentes se atreve a mover un solo músculo, mucho menos a abrir la boca. Cansado de esperar, estoy a punto de preguntar si pensamos hacer algo o nos vamos a quedar todo el día aquí clavados, cuando Legasov se adelanta y, con mucho mejor criterio que yo, recuerda de nuevo al camarada delegado que los autobuses están preparados, que solo hay que dar la orden y el tiempo apremia, cuanto antes se haga mejor. El hombre mayor asiente y mira a Legasov: Está bien, usted gana, musita con voz abatida.
Como si el simple hecho de haber asumido al fin la necesidad de adoptar esa medida hubiese apartado de golpe todo el peso que le mantenía aplastado contra la silla, recobra su impulso anterior y ejerce de nuevo su autoridad sin el menor atisbo de duda. Llame a Leonenko y póngalo al mando del operativo de evacuación —dice dirigiéndose al coronel—, e informe a todas las unidades de que el doctor es el máximo responsable. El militar le contesta que quizá sería conveniente que él mismo se pusiese al mando de las tropas, pero el hombre mayor lo rebate: Le necesito a usted en esta comisión, será Leonenko el encargado, ya que ha insistido tanto en ello. Yo, liberado por fin de la insoportable tensión, no tengo muy claro qué hacer. De pronto noto unos ojos oscuros sobre mí. ¿Es que va a quedarse ahí clavado todo el día? La pregunta me coge por sorpresa, juraría que eso había pensado decirlo yo hace apenas un minuto. Me vendría bien un pase para acceder a la Central, camarada... Espero que el hombre mayor me diga su nombre, pero definitivamente no está dispuesto a ello. Como tampoco lo está a concederme el pase. Frunce el ceño impaciente y guarda silencio. ¿Me permite al menos que le haga una última pregunta? Adelante, accede con un gesto de fastidio. ¿Quién es el hombre al que he visto bajar de un coche oficial en la puerta del hotel? Levanta la cara y se arma de paciencia para no soltar un exabrupto. Ni siquiera debería estar usted en esta sala de reuniones, así que dese por contento con poder salir de ella. ¿Es algún alto cargo enviado por el Partido para valorar la situación, cómo es que no está en esta reunión? El hombre mayor apoya las manos en los reposabrazos y se levanta traspasándome de nuevo con sus ojos negros. Le recomiendo que no hurgue más en este asunto si no quiere sumar más problemas a los que ya tiene solo por estar en esta ciudad, me espeta irritado. Aunque soy yo quien decide en esta habitación, existen consignas que debo cumplir y personas ante las que debo responder de mis actos. Olvide que ha visto a ese hombre, olvide que ha estado en esta sala. Si quiere ser útil, baje a la calle y ayude en las tareas de evacuación.
No hace falta un sexto sentido para darse cuenta de que es el momento de largarse si no quiero acabar encabezando un pelotón de descontaminación en el reactor número cuatro de la Central Vladimir Ilich Lenin de Pripyat. Agacho las orejas y, volviendo la vista hacia Legasov, hago un gesto de despedida con la cabeza antes de desearle suerte y salir de la sala de reuniones con paso decidido. Cierro la pesada puerta y recojo mi Makarov de la mesa bajo la ácida mirada del subteniente de guardia. Sonrío amable y bajo las escaleras resoplando aliviado. Al llegar a la puerta de la calle, los policías me saludan llevándose la mano a la gorra. Viktor está fumando un cigarrillo. No puedo evitar pedirle uno; para los nervios, le digo. Asiente con energía y busca en el bolsillo de su pantalón, de donde saca un paquete a medio gastar. Quédeselo, me dice con una inesperada generosidad que me emociona, yo tengo más, y me enseña otro paquete sin abrir.
Le daría un abrazo.
Hay poco movimiento en la calle. La ciudad optimista que me recibió tres días atrás poco tiene que ver con esta otra callada y gris, temerosa del monstruo que todos intuyen pero nadie es capaz de ver. Solo el metálico rugir de camiones y blindados que me llega desde la Avenida Lenin y el sádico maullido de un gato callejero que acaba de cazar un ratón a unos metros de mí rompen el tétrico silencio. Un silencio que acaba por meterse en los huesos y se convierte en un prolongado escalofrío que electrifica mi espalda.
De pie junto al coche, enciendo uno de los cigarrillos que me ha regalado Viktor. Acostumbrado a las ásperas papirosas resulta un poco flojo para mi gusto. Lo saboreo despacio, permitiendo que el humo inunde denso mi boca, recorra perezoso mi garganta y se adormezca abrazado a mis pulmones, al tiempo que me reconforto con la calidez del brillante sol de primera hora de la tarde bañando mi piel. Procuro dejar la mente en blanco, libre de preocupaciones, de conflictos, consciente por un delicioso instante de que este va a ser el último momento de descanso que disfrutaré en los próximos días, siempre que el hombre mayor cumpla con su compromiso de comenzar la evacuación.
Termino el cigarrillo con una calada ansiosa que lo apura hasta el filtro y lo tiro al suelo. Me entra algo de tos y lo piso haciendo girar la punta del zapato sobre él, en un gesto lento y descarnado, como si no me conformase solo con apagarlo, como si persiguiera con ello torturarlo, borrar todo rastro de su existencia. Un camión que se acerca por Kurchatova desde la zona del puerto, uno de esos que han estado lanzando mensajes de tranquilidad los días anteriores, reduce su velocidad hasta adecuarla al paso de una persona y enciende los altavoces. Durante unos segundos, solo emerge de sus entrañas un chillido estridente. Luego, una voz de mujer, tranquila y bien modulada. Una voz que, sin embargo, hiela la sangre.
Atención, atención, estimados camaradas. El Soviet Municipal de los diputados populares comunica que, a causa del accidente en la Central Nuclear de Chernobyl, en la ciudad de Pripyat existen condiciones radiactivas adversas. Los órganos del Partido y las unidades militares están tomando las medidas oportunas. No obstante, para la completa seguridad de las personas, y en primer lugar de los niños, se hace necesario realizar una evacuación temporal.