25 de abril
E
l colchón es demasiado blando y la almohada demasiado dura. Además, las dos mantas que he encontrado no son suficientes. No pasaba tanto frío desde que hice el servicio militar obligatorio en la base de submarinos en el Báltico. Aunque con treinta años menos uno aguanta lo que le echen. Ahora temo coger una pulmonía. Con la única compañía del rítmico castañeteo de mis dientes, me levanto y toco el radiador. Está helado. Me doy cuenta de que la llave de paso está cerrada. La giro todo lo que da, y en un momento comienza a templarse.
Imbécil.
Me pongo el abrigo encima del pijama y vuelvo a la cama. Tiro de las mantas y en un momento dejo de temblar. Miro el despertador, que me devuelve una sonrisa burlona: las dos menos diez. Poco más de cuatro horas para levantarme y todavía no he pegado ojo. Cierro los ojos y trato de dejar la mente en blanco. En el silencio de la habitación el tic tac del segundero resuena como el martilleo de un operario de una fábrica. Un perro ladra en la calle al paso de un coche. Otro más le contesta. Una ráfaga de aire agita las ramas de los árboles. Alguien usa la cisterna en el piso de arriba. Me apetece un trago. Solo para calentarme.
Tengo la sensación de que acabo de quedarme dormido cuando el timbre del despertador toma mi cerebro al asalto como una brigada de Spetsnaz [2] remojados en vodka, y la jaqueca que martillea mis sienes, de esas que solo deseas a tus peores enemigos, así parece confirmarlo. Me he duchado con calma —por fortuna, el agua caliente funciona a la perfección—, y parece que me encuentro un poco mejor. Un café y un analgésico son lo que me hace falta para acabar de entonarme, pero por desgracia no tengo ni lo uno ni lo otro. Mientras me duchaba, he dejado una de mis tres camisas sobre un radiador para quitarle el frío. Me la pongo y me miro en el pequeño espejo de la habitación. Trato de convencerme de que no está demasiado arrugada, pero sé que Irina me la hubiese hecho quitar. Como excusa, me digo que no sé si hay plancha en la casa; esta noche lo comprobaré.
Al bajar las escaleras me he encontrado con un vecino. Salía de su apartamento, es el que hay justo debajo del mío. Calculo que tendrá unos ochenta años, quizá algo más. Con voz ronca y plomiza me ha dicho que se llama Artem. Le he preguntado dónde está la comisaría, y él, a su vez, ha preguntado si iba a presentar una denuncia. Le he explicado que soy inspector de policía y se ha ofrecido a acompañarme. Ha salido a comprar un litro de leche fresca y pan del día, y la tienda está a mitad de camino. Me sorprende que salga tan temprano, pero se ríe y me dice que los jubilados duermen poco. Sin embargo, según parece, hablan mucho. No ha parado de hacerlo en todo el camino. Me ha contado que es metalúrgico. Parece ser que los últimos años antes de su jubilación los ha pasado en la construcción de la Central. Todo el mundo aquí parece estar relacionado con la Central, pienso acordándome de los hijos de Serguei.
Hace una hermosa mañana. Los pájaros trinan un segundo en lo alto de los árboles antes de volar hacia el cielo azul, manchado de nubes de nata montada, en busca de su desayuno. Hace algo de fresco, todavía se pueden apreciar las gotas de rocío sobre los rosales, aunque con mi grueso abrigo de paño y el jersey estoy muy a gusto. Artem me dice que dentro de tres horas me va a sobrar hasta la camisa. Me pregunta si me gusta Pripyat, y si mi mujer está contenta de haber venido aquí. Sus palabras me cogen por sorpresa, y tardo un eterno segundo en responder torpemente que vivo solo. No se le escapa la sombra en mi voz, y se excusa con gravedad mientras me mira con sus ojos glaucos y sinceros. Falleció hace cuatro años, le aclaro. Al llegar a la tienda me pregunta si he desayunado y me ofrece hacerlo con él y con Olena, que así se llama su mujer, pero no puedo demorarme más. Me explica cómo seguir. Girar a la izquierda en la segunda calle, y unos trescientos metros más adelante está la comisaría. También me dice que, poco antes de llegar, encontraré una pequeña cafetería donde sirven unos blinis con nata casi tan buenos como los que hace su Olena, y me advierte que nunca diga esto delante de ella si no quiero que me estampe una sartén en la cabeza.
En los escasos quince minutos que he compartido con el jefe de mi sección, el inspector Oleg Yarmolenko, veinte años más joven que yo, veinte centímetros más alto que yo, y con no menos de veinte galardones deportivos más que yo a juzgar por su atlética complexión, he podido comprobar que trato con un incondicional partidario de todas y cada una de las consignas que el Partido Comunista marca al trabajador pueblo soviético. Ese patriótico entusiasmo, combinado con un carácter autoritario y ambicioso, me lleva a pensar, sin temor a equivocarme, que en un futuro no muy lejano lo veré situado bien arriba dentro de la Policía a nada que cuente con algún mínimo contacto, algo probable teniendo en cuenta lo joven que resulta para ocupar el puesto que ocupa. Antes de recibirme me ha tenido unos minutos esperando a la puerta de su despacho, mientras el comisario le encargaba de la seguridad de un miembro del Partido, al parecer un firme candidato para formar parte del Politburó [3] en un futuro más o menos próximo, durante el tiempo que se encuentre en la ciudad. A pesar del enérgico tono del comisario, digno de un primer tenor en pleno éxtasis interpretativo, y de que mi natural propensión a enterarme de todo cotilleo que me llegue —cualidad muy apreciable para un policía— me ha hecho acercar la oreja todo lo posible sin resultar demasiado descarado, no me he podido enterar del motivo que ha traído hasta aquí al futuro miembro del Politburó, lo que me ha llevado a maldecir la magnífica calidad de la puerta. No sin esfuerzo, he logrado mantener la compostura cuando por fin me ha hecho pasar al despacho para asignarme mi primer caso en Pripyat: descubrir quién está distribuyendo absenta sin control por toda la ciudad. Parece ser que en las últimas semanas ha habido un incremento significativo de accidentes de tráfico causados por conductores ebrios. Varios de ellos habrían consumido absenta casera, así que es posible que alguien haya montado una pequeña destilería ilegal en su casa, aprovechando que en esta zona de Ucrania te encuentras el ajenjo necesario para su elaboración hasta sin pretenderlo. Una investigación que cualquier policía novato podría llevar a buen término. Me he tenido que tragar mi orgullo, consciente de las circunstancias de mi salida de Moscú, ante el riesgo de, esta vez sí, acabar en cualquier ciudad minera de Siberia. Y eso, contando con algo de suerte.
De modo que me han soltado cinco informes de la sección de tráfico, correspondientes a los accidentes en los que los conductores habían bebido más de lo debido, y me han acompañado hasta una mesa en un rincón de la comisaría, alejada de las ventanas y con un tubo fluorescente que no deja de parpadear como única iluminación. Los he echado un vistazo y los he ordenado según la edad de los implicados, de menor a mayor. Comenzaré por el más joven, un tal Yuri Kolesnik. Creo que hacer que hable será más fácil que con los demás. Acaba de alcanzar la mayoría de edad, aún vive con sus padres, y trabaja en la factoría Júpiter desde hace un par de meses. Es una sorpresa, ya comenzaba a pensar que todos los habitantes de la ciudad tenían algún tipo de relación con la Central. Los Kolesnik viven en una granja de las afueras, de modo que he ido al garaje y he pedido un coche. El encargado me ha mirado con recelo y ha llamado por teléfono para preguntar. Ya pensaba que tendría que recorrerme Pripyat a patita, pero finalmente me han asignado un Vaz 2101 gris humo con no menos de diez o doce años de antigüedad que acumulaba polvo en un rincón, igual que mi mesa. A pesar de la poca confianza que me inspira, arranca a la primera.
No quiero hablar con el chico en la fábrica, para que sus compañeros y sus superiores no se enteren de un asunto que, pese a su escasa importancia, si se conociera podría afectarle negativamente. Además, tampoco me gustaría que pareciese que pierdo el culo por cumplir el encargo de Yarmolenko, de modo que decido esperar a que Kolesnik acabe su jornada para visitarlo en la granja de sus padres. Aprovecharé el tiempo para conocer la ciudad y hacer algo de compra. No me gustaría quedarme sin cenar otra vez.
En la esquina del centro comercial de la Avenida Lenin, justo frente a la Plaza Central, hay un teléfono público. Mientras espero a que cuelgue una mujer que ha dejado el carro de la compra fuera de la cabina, enciendo una papirosa y contemplo el Palacio de Cultura Energetik, un moderno edificio con amplias cristaleras, revestido de lo que parece ser mármol blanco, aunque como no entiendo mucho de materiales podría ser otro tipo de piedra; a su lado, unido al anterior por una columnata en curva que trata de integrar ambos edificios en un solo conjunto, las seis plantas del Hotel Polissia, elegante y funcional. Muy cerca también, a su espalda, está el Ayuntamiento, y siguiendo la calle Kurchatova hacia el río hay una moderna sala de cine llamada Prometeo, ante cuyas puertas se yergue una sobrecogedora escultura del personaje mitológico. Por detrás del Palacio de Cultura se alcanza a ver la parte superior de una noria que se está instalando para la celebración del Día del Trabajador. He oído que hay también unos coches de choque. Tengo curiosidad por echarles un ojo. Sé cómo son por fotos, pero nunca los he visto de cerca.
La mujer sale por fin de la cabina. Es más joven de lo que me había parecido, no pasará de los treinta. Me atropella un pie con el carrito y me pide disculpas, parece muy avergonzada. Lleva el pelo corto y un vestido de flores granates con la falda por la rodilla. Sobre el vestido, una chaqueta de punto beis. Tiene las mejillas sonrosadas, supongo que por el rubor del momento, y unos ojos del mismo color que suelen tenerlos los huskies, el mismo color de los de Irina. La he mirado mientras se alejaba con la cálida sensación de que era a ella, a Irina, a quien veía, hasta que por fin me he dado cuenta de que parecía un sátiro babeando tras una chica veinte años más joven que yo.
Me vendría bien un trago.
Hola, Yevgueni. ¿Podemos hablar?, he preguntado a modo de saludo. Me ha pedido que esperase un momento, y le he oído decirle a su secretaria que fuese a buscar no sé qué informe al archivo. Tras unos segundos, me ha confiado que en el Soviet Municipal de Moscú había dos corrientes: una me quería tan alejado de allí como fuese posible, y otra deseaba que ese lugar alejado fuese la ciudad minera de Norilsk, en Siberia, para que —palabras textuales de un alto cargo de la administración de Moscú— se me congelasen los pulmones de frío, aunque no antes de que la contaminación por plomo y arsénico me los pudriesen por completo. Luego me ha preguntado a quién le he tocado los cojones para causar una reacción como esa, aunque cuando ha escuchado salir de mi boca las palabras corrupción, soborno y comisario político en la misma frase, me ha dicho que prefería no saberlo. No sé cómo ha logrado pararlo y hacer que me trasladasen a Pripyat, pero ha abortado mi intento de agradecérselo recordándome que casi treinta años antes yo le había sacado, con una profunda brecha en la cabeza que lo dejó inconsciente, del submarino nuclear en el que ambos prestábamos servicio, cuando estaba a punto de irse a pique tras chocar con un acorazado durante unas maniobras en el Báltico.
Tras hablar con Yevgueni he entrado en el centro comercial. La variedad de productos de que disponen los habitantes de Pripyat es asombrosa. Es cierto que, en los últimos años, se aprecia cierto aperturismo en este sentido, y que la población dispone de más opciones donde elegir determinados tipos de bienes, pero nunca pensé que llegaría a ver un sitio como este en la Unión Soviética. Hay prácticamente todo lo que uno pueda imaginar, y sin soportar las interminables colas habituales. Departamento de moda, juguetería, librería, una sección de perfumes... Electrodomésticos de todo tipo; televisores a todo color, aparatos de radio, cocinas, lavadoras y neveras que los clientes pueden tocar, abrir y comparar antes de decidirse por uno u otro modelo. Me he quedado embobado con un pequeño tocadiscos portátil, metido en un maletín que, al abrirlo, muestra un altavoz integrado en la tapa que queda en la parte superior. Como demostración, un elepé de marchas de alguna unidad del Ejército ruso gira con marcial determinación. A pesar de tan atronadora y desafortunada elección, se puede apreciar una más que aceptable calidad de sonido. Me he imaginado en el sillón de mi pequeña sala de estar, disfrutando uno de mis discos prohibidos antes de irme a dormir, con un vaso de vodka en la mano.
He salido de allí echando cuentas y he cruzado la plaza en dirección al enorme supermercado de dos pisos que hay al otro extremo. También hay de todo, y en cantidad. Pan del día, verduras, carne y pescado frescos, conservas de varias marcas, vinos, cerveza, chocolate, chicles... He coincidido en la pescadería con la mujer de la cabina. Ella no me ha visto, y quizás no me hubiese reconocido de haberlo hecho, pero encontrarme con una cara familiar, aunque sea desde hace solo una hora me ha hecho sentirme un poco menos extraño, como si ya tuviese algún lazo con este lugar.
El miedo anega los ojos de los padres de Kolesnik. Sentados a la humilde mesa de madera de pino sin barnizar de la cocina de su granja, ellos a un lado, yo al otro, esperamos en silencio a que Yuri llegue de trabajar. La mujer, amablemente, me ha servido un té. Le temblaban tanto las manos que parecía que la taza iba a descascarillar de tanto chocar contra el platillo. Se ha sentado junto a su marido y se han cogido la mano por debajo de la mesa. Son un matrimonio de mi edad, de aspecto sano y honesto. Me siento incómodo. Me sobrecoge ver a punto de derrumbarse a ese hombre fuerte, de rasgos orgullosos y duros y carácter laborioso. Si no lo ha hecho ya, es porque está más pendiente de tranquilizar a su mujer con tiernas caricias de su mano fuerte y callosa. Me gustaría decirles que nada deben temer, que no estoy interesado en la travesura inconsciente de su hijo, pero sé que serviría de muy poco; la visión de una placa de policía suele ser un mal presagio en la Unión Soviética.
Apenas me he bebido media taza cuando Yuri llega a la granja alegre, de buen ánimo. Al ver las caras asustadas de sus padres ha dejado de sonreír. He pedido que nos dejen a solas. La expresión de la mujer al salir, casi arrastrada por su marido, es la de una madre que se despide de su hijo por mucho tiempo. Siento pena por ella, pero me viene bien para mi propósito, y solo serán unos minutos más. Cuando nos quedamos solos, saco el expediente del accidente de circulación de Yuri y lo tiro encima de la mesa. Enciendo una papirosa con exagerada calma. Te has metido en un buen lío, Yuri, digo con voz amenazadora para luego echarle el humo a la cara. Tose un poco, y tímidamente trata de explicarme que él no ha hecho nada malo, que solo tomó un par de tragos. ¿Has visto alguna vez los calabozos de la comisaría, Yuri?, le interrumpo alzando la voz. Sacude la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Son celdas de cuatro metros cuadrados, húmedas y frías, en el sótano, con un poyo de hormigón a modo de cama, y unas puertas de metal macizas con un ventanuco para pasar la mierda que, una vez al día, os echan de comer para evitar que os muráis de hambre allí mismo, y ahorrarnos cumplimentar el ingente papeleo que eso supone. ¿Te parece un sitio acogedor, muchacho? Pues si los calabozos son malos, no te puedes imaginar cómo son las cárceles. ¿Quieres conocer una?, pregunto echándole más humo encima, y niega apresurado. Entonces, si no quieres que tus padres y tú acabéis allí cumpliendo condena por contrabando, ahora mismo me vas a decir dónde coño destilas la absenta, y quizás así consiga que todo se quede en unos pocos meses de trabajos en beneficio de la comunidad. Rompe a llorar como un niño, un llanto aterrorizado y visceral que le impide hablar durante unos minutos. Aprovecho para suavizar un poco las cosas y le hago ver que si colabora todo acabará bien para él y su familia. Sorbiendo los mocos me cuenta que él no la fabrica, y que no sabe quién lo hace ni dónde, pero me da el nombre del tipo que la vende, un tal Sidorovich. Me levanto, recojo el expediente y, antes de salir por la puerta que da al patio trasero, paso a su lado y le aprieto el hombro con la mano. Pretende ser un gesto amistoso, pero se encoge temblando como un caracol oculto en su concha.
Quizás me haya pasado un poco, no parece mal chico.