Noche del 25 de abril
H
e colocado la compra en los armarios y la pequeña nevera de la cocina. Apenas me dará para tirar dos o tres días, no hay sitio para guardar mucho más. He dejado la botella de vodka sobre la encimera. Acabo de servirme un vaso cuando llaman a la puerta. Es Artem, mi vecino. Su esposa le ha dicho que me invite a cenar. Le aseguro que no es necesario, pero insiste: Olena no le dejará regresar a casa si no le acompaño. Accedo, pero solo si antes me acepta un vodka sentados a la mesa. Sus ojos se iluminan traviesos cuando me pregunta por la marca. Stolichnaya, le digo. Entra en casa y cierra la puerta con cuidado tras de sí. Solo uno, susurra mientras lleno su vaso. Olena me lo tiene prohibido. Se ha creído todas esas tonterías con las que nos bombardea el gobierno, que si el alcoholismo tal, que si el alcoholismo cual... A nadie hacen daño un par de tragos de vodka, sentencia mientras lleno los vasos por segunda vez.
Olena es una mujer de piel tersa y mejillas coloradas, con alegres ojos verdes que te miran con afecto, de corta estatura y formas redondas y sanas que recuerdan mucho a una matrioska. Todo lo contrario que su marido, con su cuerpo delgado y su rostro afilado cruzado por profundas arrugas que atestiguan que ha trabajado a la intemperie durante casi toda su vida. Me recibe con una sonrisa franca, al tiempo que estira sus manos para colocarlas a ambos lados de mi cara y darme un par de efusivos cachetes de abuela cariñosa. Tira de mí con una confianza que a cualquiera haría pensar que me limpiaba el trasero de pequeño y me lleva al comedor, decorado con un discreto papel de flores y un gran icono de una virgen presidiendo la pared del fondo. Me sienta en la cabecera de la mesa y se marcha corriendo a la cocina, no sin antes advertir a Artem, viejo despistado, que no me falte de nada mientras termina la cena.
Además de encantadora, es una cocinera extraordinaria. Ha preparado un auténtico banquete a base de una excelente borsch [4] bien caliente, uno de los mejores Strogonoff que he comido en mi vida, empanadillas de requesón y, como postre, tarta de fresa. Sin duda, un generoso sacrificio para un matrimonio humilde. No quisiera hacerles un desprecio, así que, tras una leve protesta al ver mi plato de sopa lleno hasta el borde, y haciendo un esfuerzo más propio de un condenado a un gulag que de un policía cincuentón, doy cuenta de todo sin rechistar. Dice que da gusto verme comer, y que otro día me preparará unos blinis. Le regalo los oídos diciendo que, si están la mitad de buenos que la tarta que me acabo de terminar, deben de ser los mejores blinis del mundo.
Con la excusa de que es una ocasión especial, Artem pide a su esposa que saque el vodka que tienen guardado. Ella refunfuña un poco pero acaba cediendo. Solo un vasito, dice mientras se sube a una silla para alcanzar a la botella, arrinconada al fondo de la balda más alta del mueble del comedor, detrás de un juego de tazas con sus respectivos platos y un sencillo samovar de porcelana. La botella tiene varias rayas de lápiz en la etiqueta. Nos sirve dos vasos y hace una nueva raya que marca el nivel. Ella no bebe.
Na zdorovie! [5]
Está aguado. Veo la autoría de la fechoría en el fondo de los ojos de Artem, y nos reímos como dos niños traviesos. Olena también ríe, contagiada al vernos, ajena al engaño. Me hablan de su vida, cuentan anécdotas que me hacen reír aún más, hablan de su hija Nadia, que vive en Kiev y está casada con un piloto del Ejército. Olena me pregunta si tengo hijos, le digo que no, y luego se interesa por mi mujer. Artem tose con fuerza y echa mano a la botella, pero ella le da un pescozón y se la lleva para volver a guardarla en su sitio. Eres una vieja bruja, bromea frotándose el cuello, y en venganza me confía que, aunque parece diez años más joven que él, en realidad ella es mayor. Le reprendemos los dos a un tiempo. El metalúrgico me mira con falsa resignación, y yo le agradezco que me acabe de ahorrar el mal trago de tener que hablar de Irina.
Son unos anfitriones maravillosos.