Madrugada del 26 de abril

 

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nos timbrazos excitados y urgentes, alternados con sonoros y cada vez más impacientes golpes en la puerta, me sacan a empujones de un sueño en el que Irina corre delante de mí, y su ligero vestido juega con el viento. Se ríe, me espera entre las rosas, intento atraparla, pero su cuerpo de bailarina siempre se escabulle. Me siento en la cama y farfullo un lastimero «voy» mientras me paso las manos por la cara tratando en vano de espabilarme. Todavía cegado por el sopor, intuyo más que veo que el despertador marca la una y media. Tropezando contra las paredes todavía no muy conocidas del apartamento, llego hasta la puerta con la luz apagada. Por un segundo valoro la opción de coger la Makarov [6], pero enseguida lo descarto; si viniesen con intenciones de joderme, no habrían armado tanto ruido. Abro primero una estrecha rendija. La luz de la escalera me atraviesa las pupilas obligándome a entornar los ojos casi por completo. Cuando consigo enfocar la vista, me encuentro la cara preocupada de Artem. Ha ocurrido algo en la Central, me dice con su voz ronca, preñada de nervios. He debido poner cara de no saber de qué narices me está hablando, porque repite, con mayor urgencia si cabe: ¡La Central! ¡Ha ocurrido algo en la Central!

 

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Subimos a la azotea de nuestro edificio. No somos los únicos, varios vecinos más, hombres y mujeres, incluso un par de niños de cinco o seis años en brazos de sus madres, contemplan con una mezcla de fascinación e inquietud el increíble chorro de luz de hermosos colores que, como una resplandeciente fuente ornamental, emite el edificio de la Central. Mira mamá, parece que se ha caído una estrella fugaz, señala emocionada una niña que lleva una gruesa manta de lana sobre su pijama de pingüinos. De vez en cuando algún fragmento de material incandescente se disgrega de la columna y, como si de fuegos artificiales se tratase, ilumina el cielo tranquilo y despejado de Pripyat. Cuando eso ocurre, se escucha un rumor prolongado y distante, como una tormenta de verano que se aleja sin acabar de descargar sobre nosotros. He bajado al apartamento a por los prismáticos y he vuelto a subir a la carrera. No son muy potentes, pero sí lo suficiente para apreciar el palpitante resplandor de un voraz incendio bajo la sobrecogedora columna de luz y pirotecnia. Ya puedo distinguir a los bomberos de la Central, combatiendo el fuego. Más cerca, dos motos de la policía derraman destellos azules a lo largo de la cicatriz de asfalto que, dividiendo en dos el bosque de coníferas, comunica Pripyat con la Central. Observo que, al igual que en nuestro edificio, también hay gente en las azoteas de los aledaños. Una sirena aúlla en el silencio de la noche. Artem y yo nos asomamos por la barandilla. Una ambulancia pasa con frenética urgencia por nuestra calle. Viene del hospital, dice mi vecino en voz baja. Una repentina brisa, suave y cálida en el todavía frío aire de la noche, llega hasta nosotros. Parece que trae con ella miles de alfileres diminutos que se clavan en la cara. Artem se rasca las mejillas, mira a un lado y a otro. Esto no me gusta nada, susurra inclinándose hacia mí una vez comprobado que nadie nos escucha. Me cuenta que lo ha visto todo desde el principio. No podía dormir y se ha puesto una bata y ha subido a la azotea a fumar y a tomar un poco el aire. Suelo hacerlo a menudo, me dice, ya sabes que los jubilados dormimos poco. Llevaba un rato allí cuando ha comenzado a oír un rumor lejano que ha ido creciendo y envolviendo todo como cientos de caballos al galope. Luego, la Central ha reventado con un terrible estruendo y ha bajado a avisarme.

Yo tampoco estoy tranquilo. Es posible que se trate de un accidente sin mayor importancia, pero no puedo evitar recordar todo lo aprendido de joven acerca de la energía atómica durante mi adiestramiento como marinero de un submarino nuclear. Tengo que ir a la comisaría, es muy posible que se necesite mi ayuda, pero no puedo permitir que toda esta gente siga en la azotea. Recomiendo a Artem que vuelva a casa con su mujer y que cierren bien las ventanas. Me identifico ante los demás vecinos y se lo indico también a ellos. Algunos remolonean no muy convencidos, pero todos terminan bajando. Soy el último en abandonar la azotea. Antes de hacerlo, echo un vistazo atrás, hacia la Central, sobrecogedora bajo un cielo incandescente.

Me visto en dos minutos. Estoy a punto de salir del apartamento cuando suena el teléfono. No sé si será la quietud de la noche, o la desagradable certeza de la gravedad del momento, pero lo hace con macabra premura. Como esperaba, es de la comisaría. Me ordenan que vaya a la Central a colaborar en el dispositivo de emergencia.

Como si no supiese yo cuál es mi obligación.

 

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En el puente sobre el ferrocarril, el mismo desde el que vi la Central por vez primera en el coche que me trajo desde Moscú, se ha establecido un control policial. No han pasado ni cuarenta y ocho horas desde mi llegada, pero me parece mucho más lejana en el tiempo. Apoyados en el pretil se agolpan dos docenas de pripiatenses llegados hasta allí en sus coches unos pocos y en bicicletas o a pie la mayoría. De ahí no pueden pasar, les han dicho los agentes del control. Contemplan el espectáculo con una mezcla de emoción y entusiasmo, como si de una fiesta se tratase. Creo que no son conscientes de que es casi seguro que haya víctimas en la Central. Bajo la ventanilla del Vaz para mostrar la placa al joven policía que me hace señas para que me detenga. El aire es caliente, al menos tres o cuatro grados más que en el centro de la ciudad. Le pregunto a qué distancia queda la Central. Algo más de dos kilómetros, me dice. Le pregunto si tienen algo con qué protegerse de la posible contaminación y, cuando me confirma inquieto que hay algunas mascarillas de tela en los coches, le ordeno que se las pongan. También que manden a la gente de vuelta a sus casas. El apremiante tono de mi voz le asusta. Pregunta si creo que hay algún riesgo allí. Seguramente no, contesto con voz tranquilizadora tras pensarlo unos segundos, pero nunca está de más tomar todas las precauciones posibles.

Mientras acelero a fondo, dejando atrás el control, me asaltan dudas sobre si se lo habrá tragado.

 

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Reina un caos absoluto en la Central Nuclear Vladimir Ilich Lenin. La explosión se ha producido en el ala oeste del gigantesco edificio. Parte de la estructura ha saltado por los aires. Por todos lados se pueden ver restos incandescentes de acero y hormigón que han salido despedidos a consecuencia de la violenta explosión. Tras los muros medio derruidos se adivina la entrada al infierno. Una brigada de bomberos lucha en clara desigualdad contra el monstruo. Atacan el fuego simultáneamente desde distintos ángulos, pero el agua parece evaporarse antes siquiera de llegar a tocar los restos del edificio. El calor es insoportable y el aire se ha vuelto tan denso que uno cree estar respirando aceite de motor. La garganta se hincha por momentos, arde, escuece. Escuece tanto que me gustaría meterme un tenedor por la boca para poder rascarme por dentro. Busco en la guantera del Vaz; luego, cada vez más angustiado, miro en el maletero pero no encuentro ni una triste mascarilla de papel. Un acceso de tos reseco y profundo me sacude. Tapo nariz y boca con la mano y busco desesperado a alguien que pueda proporcionarme algo que me salve la vida. Porque eso es lo que siento, que la vida se me escapa por momentos mientras mi corazón bombea a toda velocidad, tratando de suplir con el oxígeno de la sangre el que no llega a través de los pulmones. Las palpitaciones son violentas como disparos de un Kalashnikov, me martillean las sienes y los oídos hasta dejarme sordo. En ese momento, cuatro camiones del Ejército se detienen de pronto a mi lado, y de ellos salta a toda prisa una compañía que tarda apenas unos segundos en agruparse en perfecta formación. Sus máscaras de gas, un modelo anticuado que parece prolongar las facciones humanas hasta deformarlas en una fisonomía propia de un cerdo, y los escudos bordados en las mangas de sus uniformes revelan que se trata de un escuadrón químico; con toda seguridad provienen de una guarnición cercana que se encarga de la protección de la Central, como objetivo estratégico que es. Me dirijo a su capitán, de unos treinta años y mirada valiente tras la máscara antigás. Con un gorjeo apagado, tanto que dudo que pueda oírme en medio del rugido de vehículos, gritos, explosiones, e incluso de los ensordecedores latidos de mi corazón, le pregunto si le sobra una máscara. Se quita la suya sin el menor asomo de duda y me la ajusta con rapidez. Me apoyo en el camión con ambas manos e inspiro con ansia de un modo egoísta, como si quisiese quedarme con todo el oxígeno del planeta. Aunque respirar dentro de una bolsa de cuero que te aprieta la cara no parece gran cosa, en ese momento me siento como si me encontrase en la cubierta de un barco en medio del Báltico. Por fin mi pulso se tranquiliza y mis pulmones vuelven a recibir un flujo razonable de aire. El martilleo de los oídos desaparece de inmediato y vuelvo a ser consciente de los ruidos que me rodean. Entre todos percibo uno muy próximo que ya conozco pero que no logro identificar. No sé por qué, me parece más funesto si cabe que los demás. Tac tac tac tac tac... Me recuerda a un pájaro carpintero picoteando con machacona obsesión la corteza de un árbol. Cuando levanto la cara, el capitán está a mi lado. Ha subido a la cabina del camión y ha vuelto a bajar con otra mascarilla. Lleva un dosímetro en la mano. La aguja del aparato se desploma en la zona roja de la escala, y su tac tac tac tac resuena insistente y macabro. Con un escalofrío comprendo que lo ocurrido es todavía peor de lo que me había atrevido a imaginar.

¿Quién es usted?, me pregunta el capitán con voz firme. Me identifico y le pregunto si hay algo en lo que pueda ser útil. Señala a dos policías que, de pie junto a sus motos, tratan de despejar el paso para los numerosos vehículos militares y ambulancias que no paran de ir y venir de un lado a otro con frenético afán. No hay más policías por los alrededores, así que supongo que son los mismos que he visto por los prismáticos desde la azotea de mi edificio. El militar me pide que, cuando lleguen más compañeros, organice el despliegue policial para mantener el orden. Asiento con la cabeza, y se marcha a arengar a sus hombres. Desde la distancia escucho palabras sueltas. Camaradas, la Madre Patria, fuego, reactor. La última retumba con espantosa crudeza en mi cerebro, acompañada de una nueva explosión en el edificio. Me doy la vuelta justo a tiempo de ver un enorme trozo de metal que viene proyectado hacia mí. Me tiro al suelo y me pasa por encima para estrellarse tres metros más allá. Un amasijo de hierros al rojo vivo del tamaño de un armario. Desprende calor. Mucho. Tanto, que se está fundiendo ante mis ojos. En apenas medio minuto queda convertido en un charco de material incandescente.

 

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Acabo de ordenar a los dos motoristas que vayan inmediatamente al hospital. La parte delantera de sus botas y pantalones se han desintegrado casi por completo, y sus piernas, de rodilla para abajo, están en carne viva. Les he preguntado si han sufrido algún accidente. Me han dicho que no, pero comentaron que, a medida que se acercaban a la Central, el calor que sentían en las piernas era cada vez mayor, hasta el punto de que, en el último kilómetro, parecían tenerlas metidas dentro de una hoguera. A pesar de las quemaduras, han seguido cumpliendo con su deber sin emitir una sola queja. Han protestado cuando les he dado la orden de marcharse. Solo han accedido al ver que llegaban más efectivos policiales, y con la condición de volver en cuanto les hubiesen practicado una cura. Me pregunto cómo han podido mantenerse en pie mientras los veo marchar a lomos de sus motocicletas. La noche se hace larga. Densa. El aire ardiente y pesado se pega a la piel como si fuese alquitrán líquido y la convierte en renegridas escamas. El incendio tiñe de un naranja trémulo las docenas de ambulancias y camiones de bomberos venidos de toda la región, los blindados militares, la maquinaria pesada que, con el transcurrir de las horas, han ido llegando al lugar del accidente en un lento, funesto e inacabable desfile, muy alejado de la fastuosa grandiosidad de las paradas militares ante las máximas autoridades del Partido en la Plaza Roja, propias de un día primaveral como el de ayer que se ha convertido en una locura durante esta infausta madrugada. Por fin, poco antes del alba han llegado más policías —algunos procedentes de Pripyat, pero otros muchos de ciudades cercanas— y me he podido ir a descansar.

No he visto a nuestro comisario, ni a Yarmolenko, ni a ningún otro de nuestros mandos.