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ANALFABETOS FUNCIONALES PERO LOCUACES

Hay que seguir abundando en la retórica del lenguaje semiculto, tan fascinante. La “retórica” no es aquí el arte de persuadir con un discurso eficaz (polo A) sino la expresión artificiosa (polo Z). El “lenguaje semiculto” alude al discurso de los hombres públicos, el que pasa por instruido o solemne, pero deja mucho que desear. Su variante más divertida es el politiqués, la forma de expresarse de las personas que salen mucho por la tele tratando de arreglar el país. Una variante más modesta puede ser el tertulianés. De todo ello hay que hablar.

A los efectos de este texto, un hombre público es una persona que hace declaraciones de manera habitual y que se recogen en los medios de comunicación. Las declaraciones son opiniones que esa persona no tiene más remedio que hacer para mantenerse en su posición. Es un género tedioso pero influyente. Ese discurso no busca razonar ni convencer; pretende solo “dar titulares” a la prensa. Lo malo es que hay comentaristas (periodistas, escritores, tertulianos) que pasan por independientes y que, al expresar sus opiniones, más parecen declaraciones. La prueba es que eso que proclaman resulta bastante previsible. Es un hecho tan corriente que no suele llamar la atención, pero puede resultar penoso a los ojos del público instruido y con una miaja de sensibilidad.

No es tan tajante como parece la distinción entre lenguaje culto y popular por lo que se refiere al cumplimiento de ciertas normas gramaticales o de estilo. Nos encontramos con muchas personas con carrera que hablan o escriben de modo descuidado e incluso que cometen dislates léxicos. En esos casos nos podemos permitir la ironía de integrarlos en la categoría de hablantes semicultos. Es la misma razón por la que algunas personas de posición acomodada gustan de salir de casa con un atuendo informal, incluso deportivo. Es decir, el uso de un lenguaje vulgar y chocarrero por parte de personas instruidas se puede hacer a conciencia, sin mucho recato. Paradójicamente, esa decisión la toman para presumir, destacar, llamar la atención. Los escritores avezados los podrán calificar de “analfabetos funcionales”, pero resulta que suelen ser bastante locuaces y a veces hasta brillantes.

No se debe concluir que los hombres públicos en España —políticos, periodistas, tertulianos, famosos y algunos más— maltratan el idioma de forma deliberada. Lo que sucede es que sus parlamentos son continuos y llegan a todas partes. Pero sus abusos o disparates léxicos son muy semejantes a los del resto de los contribuyentes. Claro que, por ser hombres públicos, se les debe exigir una pizca suplementaria de ejemplaridad. El respetable los considera personas cultivadas y en realidad lo son. Por eso mismo destaca el maltrato que pueden ocasionar a la indefensa lengua española.

Es muy difícil mantener la excusa de la ignorancia a la hora de registrar los atentados contra el idioma que cometen impunemente los hombres públicos. Si la causa fuera el desconocimiento, tratarían de enmendarse, como hacemos todos con las equivocaciones que cometemos. Por otro lado, si algo caracteriza a los hombres públicos españoles es su larga formación universitaria. Así pues, dado que los dislates no pueden atribuirse a la ignorancia, habrá que buscar otra explicación. A estas alturas va quedando claro que, si se retuerce el discurso de los hombres públicos, es porque les conviene. Por eso no hay arrepentimiento ni propósito de enmienda. El parlamento de muchos tertulianos y políticos propende al engolamiento y a la afectación porque así pasan por instruidos, expertos. No les interesa la claridad y sí la jactancia de sentirse superiores. Para ello lo mejor es hablar mucho y decir poco. La facundia es algo que da mucho predicamento. El español corriente se admira del discurso —que no entiende muy bien— del médico, el abogado, el juez y otros profesionales. Con mayor razón se extasía ante la labia del político o el tertuliano que peroran ante un micrófono o una cámara de televisión.

Es de maravillarse el uso generoso que hacen los escritores —sobre todo profesores— de las citas de pie de página. No son lo que parecen, esto es, argumentos de autoridad o estímulos para que los lectores se documenten más. En todo caso esos serían los fines expresos. Los latentes son más poderosos. A saber, las citas sirven para dar seguridad al escritor. Por eso se prodigan más en los autores noveles, en los principiantes. El caso más ostentoso es el de las tesis doctorales. Diríase que ahí las citas son para impresionar al tribunal, objetivo difícil de cumplir. De forma más general las citas sirven para que el escritor se envanezca, principalmente ante las personas de su círculo próximo. Ese lenguaje culto interesa menos para el propósito sociológico de explicar lo que ocurre en la sociedad más amplia. Lo que importa mucho más aquí es el lenguaje semiculto, el hablado o escrito que se dirige al público en general. Lo representan muy bien los políticos más vocales, pero también los que viven de criticarlos, ensalzarlos o interpretarlos.