Elogio del pedante

Una cosa son las erratas que se deslizan en un discurso o —de forma más corriente— en un texto, y otras los errores y disparates. Las primeras son producto del azar y por tanto no hay asignación de culpa ni motivo especial de preocupación. Pero los desatinos obedecen a un desconocimiento culpable o a un contumaz desvío de la norma. Todo eso es producto de la degradación de las instituciones educativas. Habría que reivindicar la figura del pedagogo en su prístino sentido del ayo o preceptor que se ocupaba de instruir a los hijos de los patricios de la Grecia clásica y luego de Roma. Se le llamó más tarde el pedante, con ironía, porque iba a pie. No hay sustituto de esa figura, por mucho que nos creamos los inventores de la enseñanza personalizada. Hemos conseguido que estudien todos los niños, no solo los de la clase distinguida. Pero nadie se encarga realmente de llevar a cabo esa honrosísima misión de convertir a los bárbaros en ciudadanos romanos. Los profesores hodiernos somos funcionarios, no preceptores.

En España se ha conseguido lo que parecía imposible: la escolarización universal. Nos ha costado más de un siglo. La contrapartida de ese inmenso logro es que ha descendido abisalmente la cantidad de palabras —y por tanto de matices— que maneja un adulto corriente. La riqueza de vocabulario de los españoles es muy baja en proporción a los medios materiales de que disponen para emitirla o recibirla. Volvemos paradójicamente a una etapa primigenia en la que los que manejaban con soltura el idioma escrito eran una minoría de escribas o letrados. Ahora es también así, con la paradoja de que casi todos los adultos saben escribir y hasta disponen de un teclado en sus aparatos de comunicación. Antaño el ascenso social consistía en trascender la condición de analfabetos. Hoy, quien más quien menos posee algún título escolar, pero lo frustrante es que ese papel sirve de poco para situarse socialmente. La devaluación ha llegado también a los diplomas universitarios. De ahí que los licenciados se apresten a proseguir los estudios a través del máster. La gran sorpresa es por qué, después de tantos años de estudio, muchos de ellos no saben manejar el idioma común. Seguramente no pocos profesores tampoco son muy diestros en el asunto.

Lo peor no es la inflación de ese bien escaso que son los títulos educativos. El problema es mucho más grave. La hueste numerosa de los que han pasado por las aulas obligatorias no está dispuesta a seguir aprendiendo, a dejarse enseñar. En consecuencia, el profesor, el escritor, el científico, el experto, todos ellos han perdido ascendiente. Muchas personas del común consideran que, con el teclado en mano, pueden “acceder” (ese es el verbo) a cualquier tipo de información, al conocimiento. Ante esa facilidad, es lógico que se devalúe el crédito del profesor o del que verdaderamente sabe de lo suyo.

Un fenómeno sorprendente es lo que podríamos llamar el nuevo analfabeto. Cualquier profesor universitario de los últimos lustros ha podido comprobar que muchos estudiantes no recuerdan bien la tabla de multiplicar o el orden alfabético. No es infrecuente que algunas personas en puestos profesionales o directivos ignoren escribir correctamente un folio o hablar sobre ese escrito sin leerlo ante un auditorio. La paradoja está en que el grueso de los empleos que hoy se ofrecen en la economía de servicios requieren esas habilidades elementales.

Aunque haya notables excepciones particulares, el resultado de todo lo anterior es una especie de alalia cultural. Consiste en no saber expresarse correctamente, no tanto por ignorancia como por mentalidad. No es solo la resistencia a aprender sino —algo más capital— el rechazo de la ética del esfuerzo. Es la que ha caracterizado a las dos generaciones anteriores, comprometidas con una desusada tasa de crecimiento del producto económico. Que conste que esa ética no ha sido un signo que se haya prodigado mucho en la Historia. La tendencia natural de todos los tiempos ha sido la pereza y el placer. Pero últimamente nos habíamos acostumbrado a un notable espíritu de superación y eso es lo que se erosiona. El centro de la vida ya no es el trabajo o el estudio sino la fiesta, el ocio, matar el tiempo. Rige un propósito de mantenerse en buena forma física, pero no tanto alimentar el espíritu.

El diagnóstico anterior es tan perentorio que no hay más remedio que cortar el nudo gordiano de un tajo. La incisión hay que empezar a hacerla por la escuela de las primeras letras. Bien llamada está así porque los niños deberían aprender a leer hacia los cuatro años de edad. La lectura tendría que ser al mismo tiempo del español y del inglés como mínimo. Habría que añadir ese mismo aprendizaje para el idioma familiar en el caso de que fuera otro. Los maestros deberían acercarse al modelo de los pedantes en su sentido primigenio. Una pequeña iniciativa sería que los docentes de la enseñanza obligatoria comieran en la misma mesa con los alumnos. Se recordará que “alumno” significa “el que está siendo amamantado”. Es necesario utilizar al máximo los medios informáticos para la enseñanza, pero sin que esa facilidad llegue a anular el espíritu creativo.

En el grado universitario habrá que partir del principio de que el estudiantado solo puede ser una pequeña parte de la población de su edad. Ni qué decir tiene que debe ser la parte más dispuesta al esfuerzo, a la curiosidad por el saber. Es muy conveniente que los estudiantes universitarios vivan fuera de los respectivos hogares de origen y a poder ser en una localidad distinta donde han residido como adolescentes. El ideal es que simultaneen los estudios con el trabajo, aunque sea en tareas serviles. Las becas para las carreras superiores deben darse en razón del espíritu de superación, no de los ingresos familiares o personales. La beca no es un derecho sino un mérito y hasta un privilegio legítimo. Hermosa utopía, pensará el lector benévolo.

En la enseñanza de las lenguas (inglés y español como centrales) debe recuperarse el respeto por la norma, compatible con la imaginación. Lo malo es que esa virtud de acomodarse a lo que es debido se ha erosionado bastante por lo que respecta a cualquier otro tipo de deberes. El resultado es que se han alzado nuevos valores que dan al traste con los tradicionales. Por ejemplo, hay un nuevo valor verdaderamente nefasto: el de que hay que hacerse rico a toda costa. Con esa idea por delante, no hay forma de que prospere mucho el aprecio por la instrucción o por el trabajo duro. La última consecuencia es que se amplía la mancha de la corrupción política. Pero esa tortuosa senda de razonamientos morales se aparta del camino real que aquí me he propuesto. Baste con acusar la mediocridad de los estratos profesionales y directivos de la sociedad, los que han recibido la instrucción suficiente como para hacer buen uso del idioma común. Habrá que proceder a analizar esa realidad.