De la babel al pentecostés

Cuesta reconocerlo, pero muchas palabras suelen tener una gran validez por sí mismas, dan fe de la autenticidad de lo que se enuncia con ellas, de las ideas que transmiten. Por eso podemos decir a veces como su propio nombre indica. Pero esa simplicidad puede acabar siendo una simpleza. La razón es que, como queda advertido, las palabras pueden tener más de una significación y por eso podemos jugar con ellas. Esa aparente confusión resulta muy útil para dar al discurso gracia, ironía, sarcasmo, queja u otros muchos estados de ánimo.

Una de las creencias más tranquilizadoras de los hablantes o escribientes de una lengua es que hay muchos sinónimos. Se entiende que son vocablos equivalentes, sustituibles unos por otros, porque vienen a significar lo mismo. Aunque haya muchos diccionarios de sinónimos así llamados, en la realidad no existen voces estrictamente intercambiables. Cada una de ellas puede tener un matiz distinto, que varía, además, según el contexto de la frase o la intención del emisor. Más que de sinónimos, hay que hablar, pues, de palabras afines, esto es, emparentadas, relacionadas, próximas entre sí. Esa conclusión podría desilusionar al hablante o escribiente que trata de aprender una lengua o mejorar su conocimiento. Pero, si bien se mira, es una riqueza potencial. Solo que exige un esfuerzo.

El lenguaje coloquial abunda en expresiones que el interlocutor entiende a la perfección, pero que, transcritas, podrían significar otra cosa. Por ejemplo, en una conversación, ante el dato sorprendente que da el sujeto, interrumpe asombrado el interlocutor: ¡No me digas! Quiere decir realmente: “Eso que me dices me interesa mucho, es una sorpresa; dime más”. O sea que la verdadera significación es casi la contraria de lo que gramaticalmente se dice. Por eso el tono que se emplea en el habla es fundamental para interpretar lo que se quiere dar a entender. De igual modo en la comunicación escrita (por ejemplo, en los mensajes internéticos o telefónicos) se dan muchos malentendidos. Se puede corregir la posible confusión con interjecciones, signos de exclamación, emoticones y otros adornos. Pero al final hay que verse personalmente para resolver la tergiversación. De ahí la costumbre de la quedada para los que se comunican habitualmente por vía telefónica o internética. Después de conversar muchas veces a través de la pantalla azul, los interlocutores necesitan verse personalmente. Doy fe de que es un placer sumo. No es un capricho sino un reflejo de la cultura en que me muevo. Una sencilla conversación en un velador de un café vale por mil mensajes a través del teléfono o de otros aparatos. Quien lo probó lo sabe.

Hay algunas incoherencias entre las palabras y su función técnica por razón de la inercia histórica. La factura de la electricidad se sigue llamando recibo de la luz, aunque la iluminación sea solo una parte pequeña del consumo eléctrico. Seguimos diciendo encender la luz, aunque se trate de un interruptor eléctrico, no de hacer arder una vela. Al artefacto para encender los cigarrillos se le sigue llamando mechero, aunque ya no tenga mecha. Supone una operación más cómoda que las cerillas, que ya no suelen ser de papel encerado sino de madera. Hace mucho tiempo que la pizarra de las aulas y las salas de reuniones dejó de ser de ese material. Seguimos llamando coche al que lleva ese nombre por ser arrastrado por caballos. Bien es verdad que el automóvil tampoco se mueve por sí solo. Menos se traslada el teléfono móvil, que va con nosotros. A las baterías seguimos llamándolas pilas, aunque no se colija qué es lo que apilan. A través de esas ilustraciones se comprueba que muchas palabras significan solo lo que convenimos que signifiquen. Más o menos como en el cuento de Alicia en el país de las maravillas. Aunque sería mejor traducir en el país de las preguntas.

A veces, la sinonimia permite matices sutiles. Por ejemplo, una persona puede resultar provocativa porque, aunque no quiera, su forma de hablar, vestir o actuar incita a otros a una reacción agresiva. Otra, provocadora, es la que intencionalmente muestra esa actitud de agresión. O sea, una persona puede estar provocativa o ser provocadora. Por si fuera poco, un colombiano o un venezolano entienden gentilmente que provocativo es tanto como apetecible.

Nada más simpático que la dedicación del palmero, el que acompaña con palmas y voces a los cantos y bailes andaluces (extrañamente llamados flamencos). Pero el palmero es también el que forma parte del cuerpo de aduladores de un hombre público de conducta censurable o por lo menos engreída. Yo los he llamado irónicamente turiferarios (= los encargados de manejar el incensario) con gran revuelo de los así señalados. No me parece que sea un menester desdeñable. Será un oficio servil, pero se encuentra en el estrado del poder.

A veces los dobles sentidos pueden originar confusiones que conducen al chiste o la frase ingeniosa. Por ejemplo, el adjetivo real se refiere al Rey pero también a las cosas. No es lo mismo, claro está, la realeza que la realidad. En inglés o en catalán no se produce esa confusión. Puestos a buscar contrastes etimológicos, uno muy sonado es el de las Cortes, como institución política nobilísima. En los orígenes del castellano, las cortes eran los establos. Por lo mismo, en el paso del latín al castellano, la casa era la choza y la cama era la yacija para los animales domésticos. Hay palabras que con el tiempo se han ennoblecido.

Los niños de la escuela asimilan muy pronto la dicotomía verdadero/falso. Les sirve para pasar las pruebas de algunas materias. Pero luego aprenden que también está incierto, que puede equivaler a “falso”, pero también a algo que no se sabe bien si es verdad o mentira porque resulta borroso. En el lenguaje público está muy de moda eso de incierto. Pero no es lo mismo la incertidumbre que la falsedad, y no digamos la mendacidad.

Es un lugar común aducir que la lengua es algo vivo. Nacen y mueren palabras y expresiones, pero la lengua permanece como si fuera una planta de hoja caduca. Como es natural, una lengua también desaparece cuando fenecen todos sus hablantes. En el entretanto una lengua posee más o menos vitalidad si sabe evolucionar y adaptarse a las necesidades del mundo en el que opera. La vitalidad se demuestra con el dato estadístico de si esa lengua se estudia por muchas personas que no la tienen como materna. Por ese lado es claro que la lengua castellana o española —maravilla que pueda llamarse de las dos formas— ocupa un lugar destacado en el mundo. Después del inglés (aunque a mucha distancia) es la lengua que la aprenden más personas. Ese impulso expansivo contiene también un inconveniente. Se trata de una lengua que admite bastantes variaciones regionales o sociales, aunque no tantas como las del inglés. Esa no sería una gran tacha si no coincidiera con otro hecho en verdad lamentable. En España ha desaparecido prácticamente el analfabetismo, pero los castellanoparlantes cometen gruesos errores en el discurso corriente. Diríase que en la última generación hemos avanzado en hacer que casi todos los españoles sepan leer y escribir. Otra cosa es que luego lean y escriban con conocimiento. Quizá sea una venganza de la ley de los grandes números. Es fácil conseguir que se escriba y se hable con propiedad cuando son pocos los egresados de la enseñanza media. Pero cuando ese grado tiende a ser universal, sus exigencias se ablandan. No solo eso. En la sociedad actual se debilita la conciencia de obligación en todos los órdenes. La de hablar y escribir con propiedad no va a ser una excepción. Cunde una idea estúpida: “que cada uno que hable como quiera”. Ni siquiera se podría mantener en un manicomio.

La vitalidad de una lengua no depende mucho del grado escolar de la población. Con un elevado porcentaje de analfabetos puede darse una gran creación literaria. Es el caso de la España de hace un siglo o en la Colombia del siglo XX. Hace un siglo, pese a las inclemencias políticas y económicas, España alumbró una verdadera “edad de plata” de su Literatura. No sé si ahora podríamos lucir una especie de “edad de plástico” de las Letras. Aparte de ese exponente creativo, una lengua es muy vital si admite con facilidad neologismos de otras. Por ese indicador siempre nos hemos visto sobrados.

Una curiosa circunstancia en la España de hoy es que no se mira con prejuicio a un extranjero que hable mal el castellano aprendido. Seguramente es la defensa del país más turístico del mundo, si se cuentan solo los grandes en población. La cortesía es todavía mayor en los Estados Unidos respecto al inglés, quizá porque se trata de un crisol de lenguas. Más extravagante es el hecho de que en España no se desconsidera a los castellanohablantes que hablen mal su idioma. La indulgencia es más laxa con la lengua oral y más todavía si se efectúa a través del teléfono o del ordenador. Puede que sea una especie de regresión infantil o de acracia cultural.

Se abusa de la palabra democratización para indicar ese rasgo de nuestro tiempo por el que el lenguaje culto se relaja, se pega al común o coloquial. Por eso queda mejor la etiqueta irónica de semiculto, para indicar que los hablantes pasan por instruidos, pero luego cometen algunos disparates o torpezas. Será mejor reservar el concepto de democratización para la operación política que consiste en avanzar en el gobierno del pueblo y para el pueblo. En su lugar, para el proceso de diluir el lenguaje culto en las facilidades del lenguaje coloquial, hablaremos mejor de demotización. En la antigua escritura egipcia había una forma, la demótica, que era la más popular. He ahí un ejemplo del proceso de invención de nuevas palabras cuando se necesitan. En los países de lengua inglesa hace tiempo que utilizan ese concepto. Debo a Milton Azevedo, profesor en Berkeley (California), la sugerencia de ese voquible para aplicarlo a lo que ocurre también con la lengua española actual. Lo peculiar de España es que se erosionan las formas en todos los aspectos de la vida, por lo que también se expande esa liberalidad al lenguaje. Por ejemplo, avanza el tuteo de manera descarada y hasta se enaltecen algunas palabras de la jerga carcelaria. Por ejemplo, el término marrón (un eufemismo barriobajero para los excrementos) ha entrado en los ambientes cultivados.

El fenómeno de la demotización es el más llamativo en el lenguaje que llamo semiculto. Consiste en la pauperización del vocabulario, basada en el error de querer aproximarse al lenguaje del pueblo. Pero coincide —como tantas veces ocurre— con el proceso contrario: la tendencia hacia el lenguaje jeroglífico, perifrástico, que a veces adoptan algunas personas de las clases populares. El remedo de esa forma artificiosa de expresión se percibe en algunos personajes de las zarzuelas; hablan con elegantes circunloquios para disimular su ignorancia y al final no decir nada. A lo largo de estas páginas vamos a gozar de muchas ilustraciones de ambas formas de falsificación del lenguaje.

Solo con un criterio purista o descriptivo podríamos concluir que el lenguaje de los españoles actuales se está degradando de manera definitiva. Cierto es que hay indicios de empobrecimiento del discurso, como estamos viendo. Pero el extravío del idioma común en España no es más que un síntoma del empobrecimiento de otras muchas instituciones. Por ejemplo, el nepotismo y la corrupción de los políticos, la disminución de la ética del esfuerzo o el mal gusto de la telebasura. Es ese conjunto lo alarmante.

En seguida vamos a presentar algunas incorrecciones más llamativas en el discurso de los españoles, incluso los que pasan por instruidos. Antes de eso será mejor que examinemos algunos ejemplos de cómo pueden evolucionar algunas palabras, su adaptación a los usos sociales de una sociedad compleja.

Una ilustración. Los diccionarios no nos sirven de mucho para distinguir estos tres adjetivos: efectivo, eficaz y eficiente. Podríamos acordar la siguiente distinción. Efectivo es que causa el resultado que se desea. Se predica mejor de una persona o un plan de acción. Eficaz es que cumple su función, principalmente para cosas, mecanismos, procesos. Eficiente se reserva para las personas que se aplican a una tarea y que se sienten responsables y productivas. Son tres matices afines, pero conviene distinguirlos. No siempre se tienen en cuenta. Si nos parecen intercambiables es que no sabemos bien lo que significan. La verdad es que en este caso los diccionarios tampoco nos ayudan mucho. La prueba es que las tres palabras se presentan como equivalentes en el discurso corriente. La causa de esa mezcolanza está en la escasa racionalidad que se proyecta sobre la actividad productiva, a pesar de que nos creamos inmersos en una sociedad penetrada de Economía. En español lo “económico” es lo racional, pero también lo que resulta barato. El pueblo sabio arguye que lo barato es caro. En una época de crisis económica el vecindario se dispone a hacer economías.

La distinción anterior entre las tres caras de la racionalidad económica nos sirve para caracterizar a tres tipos de directores de empresa. Los empresarios serían los que dirigen eficazmente una organización. Pueden adoptar dos papeles predominantes: (a) Los gestores y directivos son los que se ocupan de llevar a cabo con efectividad los planes de acción. (b) Los emprendedores son los que persiguen la eficiencia de los equipos directivos y técnicos a través de la innovación. Bien es verdad que puede haber emprendedores antes de llegar a dirigir una empresa. La explicación de esa aparente anomalía está en que el emprendedor es un tipo humano caracterizado por una mentalidad característica. Más que por la eficiencia, el emprendedor se caracteriza por aplicar su talento a la innovación.

Otra ilustración. La palabra víctima teóricamente es muy clara: individuo o animal que resulta muerto, herido o dañado por agresión, accidente o catástrofe. Pero en el lenguaje periodístico se suele considerar restrictivamente que una víctima es la persona que fallece por alguna de las causas dichas. La razón para reducir la amplitud del concepto es que los noticiarios quieren muertes violentas. Recientemente se ha añadido una tercera versión: familiar directo de una persona muerta, herida o dañada por causa del terrorismo. Cabe todavía una significación analógica: la persona que resulta perjudicada por cualquier circunstancia adversa. Se pueden citar: paro, crisis económica, estafa, quiebra financiera, excesos de cualquier tipo. En el plano histórico o literario, la víctima propiciatoria es la que es sacrificada para lograr la benevolencia de la divinidad o de alguna otra fuerza misteriosa. Estamos ante uno de los muchos casos de polisemia en los que hay que acertar con el significado preciso que quiera darse.

Hay más ambigüedades. Es corriente la expresión pasar desapercibido para indicar que un individuo no llama la atención cuando debería notarse su presencia o su conducta. Los puristas dirán que debe evitarse el galicismo y preferir la forma pasar inadvertido. Es inútil. Esa última forma resulta un tanto relamida. Se sigue diciendo desapercibido, incluso por personas muy cultas. Alguna razón tienen. Apercibir (= caer en la cuenta) tiene más fuerza que advertir (= percibir, notar). Son minucias, pero el conocimiento y el ejercicio de la lengua sirven para dar un cierto sentido de finura o elegancia a la vida. Recuerdo otra vez la analogía entre el lenguaje y el vestido.

Los gramáticos nos dicen que la forma plural de las palabras sirve fundamentalmente para designar conjuntos o más de un objeto. Ahora bien, la forma plural puede adaptarse a otras varias situaciones. Por ejemplo, hay un plural festivo, como en vacaciones, carnavales, fallas, sanfermines, etc. Se utiliza también para dar una fuerza especial a muchos insultos dirigidos a una sola persona. Veamos esta lista de voces en singular con terminación aparentemente plural:

Abrazafarolas, agonías, aguafiestas, berzas, berzotas, bocazas, boceras, calzonazos, cantamañanas, chapuzas, desgarramantas, gilipollas, majagranzas, meapilas, metepatas, papanatas, piernas, pinchaúvas, rastacueros, robaperas, sacamuelas, sietemachos, soplapollas, tiquismiquis, tiralevitas, tirillas, tocapelotas, tuercebotas, zampabollos.

Aunque no lo parezca, la función del insulto es para que lo oiga no tanto el interesado como los otros a su alrededor. Por tanto, se insulta para entretener a los posibles espectadores. De ahí el recurso al plural festivo y sonoro. El plural se emplea muchas veces para insultar, como se refleja en la lista anterior. En algún caso, con la misma raíz se forma un insulto (manazas) o un halago (manitas).

Hay una sutil versión del plural festivo. Ahora es muy corriente que los gobernantes anuncien jubilosos la buena noticia sobre tal índice o porcentaje de la marcha económica. Es un mimetismo del inglés. En ese idioma imperial la palabra news (= noticia), aunque termina en “s”, se construye en singular; por ejemplo, the news is (= la noticia es). Por tanto, su traducción tendría que ser “la noticia” mala o buena. Pero en castellano ese mismo sustantivo puede ser singular o plural. La sutileza está en que, al dar la noticia de algo —especialmente si es bueno— se puede pasar al plural. Un dato esperanzador para la economía nacional constituye buenas noticias, aunque ahí el plural se halle menos justificado. Se puede producir el caso de que un médico tenga que indicar a un paciente que se le ha detectado un cáncer. La expresión delicada será: “Me parece que no tenemos buenas noticias”. El asunto es debatible, claro está; es más propio de sentimientos que de preceptos gramaticales. Pero la lengua es propiedad de los hablantes, no de los gramáticos. Por último, el plural festivo tiene también un lado ostentoso. Es el caso de esos famosos con posibles que se refieren a sus abogados, aunque solo dispongan de uno. Un arreglo parecido es el de la persona que se siente perjudicada por algún motivo y que va a “emprender acciones judiciales” (= querellarse).

Un aplicación curiosa de una especie de plural festivo es la que se refiere al estrato juvenil de los partidos políticos. Corresponde al bloque de fieles detrás del líder cuando habla en un congreso o mitin. De esa forma la puesta en escena es que el líder se sobrepone en la pantalla de la televisión a un fondo de jóvenes disfrazados de jóvenes. Ese estrato de alevines de políticos en el PP no recibe el nombre de “nueva generación” sino de Nuevas Generaciones. Por lo mismo la juventud socialista no es tal sino Juventudes Socialistas. El sindicato más férreamente disciplinado, Comisiones Obreras, adopta una etiqueta plural para dar una imagen de espontaneidad y campechanía.