Miguel se levantó de la cama y al poner los pies en el suelo si dio cuenta de que algo iba mal. El día anterior, al salir del trabajo, había tenido que coger un taxi para llegar a casa. Estaba agotado y le costaba caminar. Y cuando se despertó aquel viernes, su cuerpo no le respondía. Decidió llamarme.
—Ale, necesito que vengas a casa urgentemente.
—¿Qué pasa?
—Pues que ayer al salir de trabajar, ya me encontré realmente mal. Tuve una reunión por la tarde y te juro que ni tenía fuerzas para hablar. Y nada más llegar a casa, me metí en la cama. Y esta mañana cuando me he levantado… es que casi no puedo andar. Y no sé qué me pasa, pero necesito ir a urgencias inmediatamente. Algo va mal, Ale.
Ni que decir tiene que en menos de diez minutos ya tenía el coche aparcado a la puerta de su casa. Debió ser un milagro, porque aparcar en el centro de Madrid es más difícil que conseguir que La Veneno recite la lista de los Reyes Godos.
Miguel me estaba esperando ya vestido y en el sofá. Y la impresión de verle casi me corta la respiración. Tenía los ojos hundidos, un color de piel cetrino y el aspecto general era de alguien que estaba muy, pero que muy enfermo.
Llegamos a urgencias, y como ya casi ni se tenía en pie, le atendieron enseguida. Mientras esperaba, llamé a Matilde y a Mario, que llegaron justo después de comer. No quise telefonear a los padres de Miguel antes de saber de qué iba la cosa, porque las madres son hipersensibles y les da un ataque de nervios si su niño tiene un simple resfriado.
Nos llamaron por megafonía unas cuatro horas después de haber llegado. Y entramos Matilde y yo, porque Mario se había hecho amigo de un enfermero y, aparentemente le estaba revisando el pecho. Entramos en una pequeña consulta donde no había rastro de Miguel.
—¿Son ustedes sus familiares? —me preguntó el doctor, al que desde entonces llamamos el Doctor Amor, de lo guapo que era.
—Más o menos —le dije.
—O sea, que usted es su pareja —me dijo el tío tan tranquilo.
Y como uno no sabe que contestar en esos momentos, le dije que sí, porque igual si decía que no, el tío se negaba a decirme qué pasaba y llamaban a los padres de Miguel y teníamos allí un circo que ni el Hotel Glam en noche de nominación.
—Pues Miguel —nos dijo el Doctor Amor— está bastante mal.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Matilde.
—Básicamente, tiene un envenenamiento.
—¿Cómo dice usted? —casi grité yo.
—Vamos a ver, me explico —comenzó el Doctor Amor—. Miguel sufrió hace menos de un mes una doble perforación de tímpanos por causa de un vuelo viniendo de Miami, ¿correcto?
—Sí, es así —respondí— por eso vinimos al hospital y le pusieron un tratamiento.
—Y ese tratamiento es el que le ha producido el envenenamiento, que se traduce en una hepatitis química o farmacológica.
Mira que somos ignorantes. Yo toda la vida había pensado que había tres clases de hepatitis: la A, la B y la C. La segunda es esa que creo que hemos pasado todos los gays del mundo y sin enterarnos. La primera también puede ser de transmisión sexual, y es más jodida y tienes que quedarte unas cuantas semanas en cama. Y la tercera es jodida de verdad, y por lo visto, solo existe un tratamiento con una cosa que se llama Interferón o algo así, y si eso no te funciona dicen que vas directamente a la lista de transplantes.
—Miguel tiene una sobredosis del antibiótico que ha tomado, que se llama Pantomicina 500. El problema es que no sé qué animal le ha recetado que se tome esto durante 21 días, porque la Pantomicina es un antibiótico muy fuerte que usamos sobre todo en postoperatorios para evitar el riesgo de infecciones. Y Miguel ha estado tomando esta bomba durante veintiún días, lo que le ha dejado el hígado al borde de una cirrosis.
—Como a mi tío Manolo, el alcohólico —dijo Matilde.
—Probablemente —me dijo el medico que, no sé por qué, pero me hablaba a mí todo el rato y pasaba en moto de Matilde—, porque a una cirrosis se puede llegar por causas varias. El nivel de transaminasas de Miguel está justo en el límite, y lo que tenemos que empezar urgentemente es el tratamiento para que no cruce ese límite.
—¿Y qué le van a hacer? —pregunté.
—Bueno, esa es la cosa. Que para estos casos no existe ningún tratamiento. Miguel debe permanecer ingresado unos tres meses, si todo va bien. Absoluto reposo, pero entiéndeme, absoluto significa absoluto, y una dieta desprovista de grasas. Su hígado esta hecho puré, para que me entendáis, y un golpe podría partirlo. Lo de la dieta en grasas es simplemente para no forzar al hígado a trabajar. Tenemos que tener ese hígado entre algodones si no queremos complicar de manera grave el diagnóstico.
Con solo pensar en todo lo que me estaba contando se me empezaron a caer unos lagrimones por la cara, que el Doctor Amor, en un alarde de modernidad nunca vista por mí en la Seguridad Social me dijo: «No te preocupes, que tu novio se va a poner bien».
Y yo me quedé a cuadros, porque para empezar, no sabíaa yo que se me notaba tanto lo maricón que era. Perfectamente podía haber pasado por el marido de Matilde.
—No es su novio —dijo Matilde—, es su mejor amigo, son como hermanos.
Y fíjate tú que en ese momento vi yo un brillo especial en los ojos del Doctor Amor, que se llamaba Rodrigo, por cierto.
Total, que inmediatamente el Doctor Amor, perdón Rodrigo, había ingresado a Miguel en una cama en planta.
Y después de realizarle una revisión, nos dejó a pasar verle.
Y el espectáculo no era maravilloso, por decirlo de alguna manera: Miguel estaba tumbado en la cama más amarillo que Citronio, el novio de Naranjito, y con una cara que le colgaba hasta los pies.
—¿Cómo estás? —quise saber.
—Pues mal.
Y se puso a llorar.
—Bueno, tranquilo que nosotros estamos aquí.
—Ay, Miguel, no llores —pidió Matilde— que me pongo yo también.
Y es que después del parto, Matilde se había quedado hipersensibilizada a todo. Hasta un día se nos puso a llorar en la parada de un autobús mirando un anuncio donde Maribel Verdú promocionaba unas bragas nuevas. Ya sabemos que Maribel Verdú no es Cindy Crawford, pero hija, tampoco era para ponerse así.
—No quiero estar aquí encerrado tres meses, Ale, no puedo.
—Vamos a hacer un trato, Miguel —ahora era Rodrigo el que hablaba—. Vamos a tenerte aquí muy bien cuidado durante una semana, y entonces te haremos una nueva analítica. Si observamos que los valores han mejorado, te mandamos a casa para que estés allí. Pero me tienes que prometer que no te vas a mover de la cama, al menos en mes y medio. Ya te he dicho que el único tratamiento es el reposo absoluto.
Eso ya le alegró un poco, porque a nadie le gusta estar en una habitación de hospital y por muchas razones. Primero, porque estás enfermo; segundo, porque vete tú a saber con quién te toca compartir la habitación. Imagínate que estas tú allí, deshecho con una hepatitis farmacológica, y te ponen al lado un señor que la está cascando de un cáncer de páncreas, y toda la familia llorando 24 horas a su lado. Y encima, los sábados no te dejan ver el final de Salsa Rosa porque hay que dormir y no se puede despertar al del cáncer de páncreas. Hay que joderse, si total el pobre hombre la va a cascar, por lo menos que se vaya al otro barrio sabiendo que ocurrió de verdad entre Pipi Estrada y Terelu.
Aquella semana pedí libre en la revista, bueno, libre no, solo que trabajaba desde el hospital con un portátil, y no me separé de Miguel más que para ir a casa a cambiarme de ropa. Y aquí tengo que ser sincero. No quiero parecer el mejor amigo del mundo (que lo soy), pero es que había una razón para estar allí permanentemente, y era Rodrigo, que desde que se enteró de que Miguel no era mi novio, empezó con un acoso y derribo que eso no se ha visto desde lo de Lo que necesitas es amor. Vamos, que yo estaba pensando seriamente en darme un ladrillazo en la cara para que me ingresaran y no separarme nunca de él, que no estaba el Doctor Amor como para decirle que no, precisamente. No se me olvidará nunca lo romántico que fue, que me pidió que nos hiciéramos novios la última noche que Miguel pasaba ingresado, después de pegarme un polvo digno de película porno en el cuarto de las escobas. Con los pantalones aún bajados y sudando como un pollo me lo pidió, y ese es un detalle precioso que no se te olvida en la vida. Hasta mi madre se emocionó cuando lo conté en casa. Mi padre, no tanto.
Miguel volvió un domingo por la tarde a su casa, y para entonces yo ya había trasladado allí mi cuartel general. Y la verdad, a día de hoy, tanto Miguel como yo creo que le estamos muy agradecidos a aquella hepatitis química, porque a la larga sirvió para un montón de cosas.
Para empezar, aprendimos a cambiar pañales y hacer biberones, porque Matilde se pasaba allí media vida con las gemelas. Las siestas que se pegó Matilde en aquella casa mientras los tíos se ocupaban de las niñas aún las recuerda con nostalgia. Como Miguel no podía hacer nada de nada, por las noches nos metíamos unos atracones de videoclub de agárrate y no te menees: dos veces tuvimos que cambiar de establecimiento, que los dejábamos secos en un par de semanas. Imagina que una noche hicimos un doble programa con Delta Forcé 2, de Chuck Norris (esa mente inspiradora), y Marujas asesinas, que la alquilamos porque sale Mónica Naranjo haciendo de psicóloga, y todavía no nos hemos repuesto de aquello. Para mí que las transaminasas de Miguel se volvieron a revolucionar un rato aquella noche.
El pobrecillo salió a la calle por primera vez un mes después de llegar a casa, y lo hizo para pesarse en la farmacia de enfrente y tomar una agua mineral en el café Colby de la calle Fuencarral. Pero a los cinco minutos ya estaba agotado y volvimos a subir. Y es que Miguel se deprimió mucho aquel día porque descubrió que había perdido 12 kilos en un mes, y eso en el mundo del musculoquismo es una tragedia más grande que La casa de Bernarda Alba. Una verdadera pesadilla. Años y años ganando masa muscular para que luego venga una hepatitis química y te la joda en menos de un mes.
A la vez, estaba pasando un mono. El mono de no ir al gimnasio, que a veces es peor que el de la heroína, porque hay que ver cómo se comía la cabeza pensando que se estaba convirtiendo en una especie de freak al que la gente le iba a huir por la calle. Eso, y la anulación social, que los maricones son muy malos y lo primero que iban a decir es que tenía un SIDA como una catedral. Porque basta con que un maricón adelgace y deje de estar moreno para que comience el bulo. Ya sé que parece exagerado, pero es así.
Al mes y medio de estar en casa, y con la segunda analítica, hasta Rodrigo (que ya era de la familia) se quedó alucinado de lo rápido que se recupera el hígado. A Miguel le entraron ganas de trabajar, y aunque estaba de baja absoluta, hablaba varias veces al día con la agencia. Al parecer, se estaba gestando un concurso de ideas para la nueva imagen corporativa de un banco, y como Miguel tenía mucho tiempo libre, me encargó que le comprara un nuevo portátil para ponerse con el proyecto del banco. Total, por intentarlo no se perdía nada.
Entrando en el tercer mes, empezamos a dar un paseo diario. Nos bajábamos desde Chueca a Recoletos, paseábamos con Matilde y las gemelas, y de vuelta a casa. Fueron unos días geniales. Miguel estaba empezando a mutar en lo que yo llamo una persona normal: el mono del gimnasio había desaparecido, estaba muy poco a poco volviendo a su peso y, no sé por qué, se había vuelto mucho más callado. Como si le estuviera creciendo un mundo interior a la vez que se le recuperaba el hígado. Y es que una musculoca con mundo interior es una rara avis en esto del ambiente. Seguro que los hay, pero yo no los he visto, a excepción de mi amigo. Digo esto porque una vez, al final del tratamiento, Miguel se metió en el baño y a mí me extrañó que a la hora no hubiera dicho ni mu, y no se oía el ruido de la ducha o del lavabo. Y llamé a la puerta.
—Nene, ¿qué haces?
Y no me contestó.
—Oye, ¿estás bien? —pregunté ya un poco más ansioso.
—Sí —me dijo.
Como no me quedé contento con aquella respuesta, abrí la puerta y me lo encontré sentado entre el lavabo y el bidé con los ojos llenos de lágrimas y fumando un cigarro.
—Oye…
—No te preocupes —me dijo— que no pasa nada.
—Miguel, si a ti te parece normal encerrarte en al baño y que una hora después te encuentre medio recostado en el bidé, fumando y con los ojos llorosos, pues no me parece a mí que no pase nada.
—De verdad, que no pasa nada, Ale, no te preocupes.
Aquel día no se habló más del asunto. Nunca supe qué le pasó, tampoco le quise dar muchas vueltas, que a veces llorar es muy bueno y te desahogas mucho, y como Rodrigo me decía que la evolución era buenísima, pues no pensé mucho en aquello.
Un mes después.
Un viernes por la noche me encontraba sentado en el salón del Hotel Ritz haciendo, de nuevo, de pareja de Miguel en una cena. Aquel día, en el transcurso de la velada, el banco anunciaría qué proyecto había elegido, y el de Miguel era uno de los cinco finalistas. Nos habíamos puesto guapos y nos habían colocado en una mesa reservada para la agencia de Miguel, y todos le dábamos ánimos y le decíamos que se lo iba a llevar de calle y que si no, no pasaba nada, que llegar allí ya era un triunfo absoluto, y que fíjate qué bien le había venido la hepatitis para desarrollar nuevas ideas.
Y ganó. Y en el momento en que oí su nombre y el de la agencia, me quedé absolutamente petrificado y no supe ni qué hacer. Solo le agarré la mano muy fuerte y solo se la solté cuando le llevaron casi en volandas al pequeño escenario donde el ganador tenía que decir unas palabras junto al presidente de la entidad. Y esto fue lo que dijo Miguel, palabra por palabra.
«Es un verdadero honor para mí y para mi equipo el encargarnos de este proyecto. Aunque fue concebido en unas circunstancias que se alejan de lo normal en estos casos, esos momentos fueron lo que me llevaron al diseño final del proyecto. Quiero dar las gracias, especialmente a mi hermano Alejandro, que se encuentra entre nosotros esta noche, ya que él es el responsable de la elección del color rojo como color corporativo. Alejandro y su madre siempre han dicho que el rojo le sienta bien a todo el mundo y que incluso en esos días en que una persona se siente triste, al ponerse algo rojo, se le ilumina la cara, le da un aspecto saludable, un poco apasionado, pero definitivamente vivo. Para mi hermano Alejandro, mi eterna gratitud».
Claro, uno no se espera eso, igual que no se espera recibir un Oscar. Siempre piensas que eso no te va a pasar a ti, sobre todo cuando no has hecho nada especial, solo ser amigo. Y encima, en una entrega de premios, que es lo más gay del mundo, por el amor de Dios.
Media hora después, cuando aquella marabunta dejó de felicitarle, nos fuimos los dos solos caminando a casa, y cuando le pregunté por qué había hecho aquello, Miguel, mirando al frente me dijo estas palabras: «Porque nos merecemos un final feliz».