VIOLETA ENTERA

La hermosura del canto

«La vimos pasar a nuestro lado y no la comprendimos», confesó uno de sus arrepentidos. No es el único en esta hora del «culto a la animita», tardía reverencia para los suicidas chilenos. Cuando se perforó la sien cayendo encima de su guitarra (5 de febrero de 1967) estaba sola y desesperada como era más o menos su costumbre y parte de su oficio humano. No es que cultivara la incomprensión, pero era bastante hosca por naturaleza, antiburocrática y odiaba sin piedad a los imbéciles y también a los cónsules. Y profundamente a los embajadores en general y en particular a los que Ies tocó conocer en sus difíciles viajes por el mundo. Les descubría cara de bisagra, de genuflexa convivencia con la comodidad y la estulticia. Así también le dieron con las puertas en las narices desde París a Roma pasando por Berlín. Ella mismo confesó que era una de las mujeres más feas del mundo lo que era cierto y también una gran mentira. Porque cuando iba cantando, cuando se la escuchaba nacía otra mujer cuya hermosura iba creciendo como una tempestad que no era amable. Hablaba como el choque de las rocas y cantaba también con los ojos que sacaba del fondo de su baúl con las entrañas del pueblo. Un tiempo fue flaca y después engordó y después andaba otra vez en los huesos según el volumen de sus peripecias y la hondura de la necesidad que jamás le dio tregua. Después de su muerte —como es nuestro hábito nacional— su fama empezó a multiplicarse «como musguito en la piedra». Es nuestra manera de ser: amar a los muertos y odiar bastante a los vivos. Después —ya idos— les prendemos velas en tales cantidades que con esa suma de dinero se le pudo pagar al finado pobre un largo reposo para que viviera como rey. Siempre llegamos tarde. Por eso son casi santos los que mueren legalmente acribillados por el pelón de fusileros, los niños moros, algunos paralíticos en particular, las mujeres violadas en los extramuros, los asaltantes de caminos que se sacan el pan de la boca para dárselo a los más necesitados, en fin, algunos presidentes que comparten su dicha infinita con los aburridos santos que están en la gloria y que en paz descansen. Lo que pasa es que Violeta era de armas tomar. No como un sargento, porque hasta sus últimos días fue ingenua, aunque bastante incorrecta y blasfemaba contra el orden establecido, los casi casi, los más o menos, lo que siempre viven haciendo equilibrios en la cuerda floja. Ella no. Por eso está donde está y sería prenderle otro paquete de velas para quedar en paz con nuestra conciencia que tanto lo necesita. Era menuda, pero no tanto y a veces un poco exuberante como las mujeres campesinas chilenas que son de baja estatura, de cadera bien armada, pechos recios y las piernas como botellas, es decir, gorditas al medio.

Coleccionista sospechosa

Un día asistí al instante en que le estaban cruzando una faja. Era coqueta y quería presentarse al recital más erguida que de costumbre: empaquetada. Pero ya por la mitad de la función no hallaba el momento de poner fin al tormento y quedar libre hasta en su más íntimo poro. En ese tiempo había soñado con un Museo Popular a nivel universitario. Le dijeron que sí y después le dijeron, como es habitual que nunca, que jamás. A los académicos provincianos de Concepción le pareció bastante sospechosa su colección de gredas, guitarrones, violines y violones. Después cuando llegó la Reforma Universitaria empujada por la pólvora y el entusiasmo del MIR, éstos mismos precavidos recibieron una solemne patada en el culo. Ahora, naturalmente, han vuelto en gloria y majestad, pero es casi seguro que la Violeta no los perdonará nunca metidos en el círculo vicioso de su mediocridad químicamente pura, incomprometidos, inútiles mamando la gorda teta presupuestaria reajustada con trienios, quinquenios y milenios. La aparición de las «Décimas», blasfemante biografía escrita en versos chilenos, la rescató definitivamente del olvido a donde estaba destinada por la crítica oficial. Violeta también emergió en medio de la risotada de los niños y niñas bien y mal de la poesía, los que se ponían un perro en la nariz cuando hablaban del pueblo. Eran los mismos tránsfugas que juraron morir envueltos en la bandera chilena y que ahora, muy orondos toman baños tibios y calientes en los mares negros, rojos y amarillos de acuerdo a su destemplanza y heroísmo ideológico. Violeta los tenía entre ceja y ceja no porque imaginara que era la única dueña de la sabiduría popular sino porque sabía cuáles y quienes y cuántos eran los intrusos, los explotadores literarios, en verso y prosa de los humillados y ofendidos. Ahora tenemos que hurgar profundamente su existencia, darle varias vueltas, al derecho y al revés para terminar la expiación de nuestros pecados en relación con su vida y su obra. El pintor Martínez Bonatti en un justificable gesto expiatorio afirma: «Fallamos como seres humanos. Cuando hace años, los tapices de Violeta Parra colgaban en la Feria de Artes Plásticas, nosotros pasamos de largo y no fuimos capaces de participar, de querer tener esas cosas. Ahora todos queremos tener un tapiz de Violeta Parra».

Cantora pati’e perro

En la historia del folklore chileno resulta inevitable reuniría con Críspulo Gándara el más grande de los payadores nuestros, el improvisador genial al que le brotan los versos como la misma respiración. Cada uno usó la guitarra como una herramienta. Don Críspulo se muestra más ingenuo porque es más provinciano, es más licoreado, bebido y comido mientras que la Violeta sale a conocerle el mundo, abre las fronteras y se traslada de Chillán adentro a París lo que no deja de ser una gracia. Don Críspulo, por contraste vivía enredado entre los prostíbulos caros y baratos y era aldeano por naturaleza y propia voluntad. Violeta en cambio, se carga de mortificaciones mundiales, tiene más luces encendidas, más argumentos para encarar los sufrimientos de los humanos de muchos ámbitos. Don Críspulo se queda en casa dale que dale con la botella y la funcia de la invención y las tallas. Era pueblo metido hacia adentro. En cambio la Violeta nos fue a salir pati’e perro, intranquilidad también muy nuestra de los que no tienen domicilio conocido, los que dan bote en las más distantes latitudes entre los mares y selvas. No hay chileno estacionario, salvo los que viven en los cuarteles. Partir es una necesidad nacional aunque sea dentro del territorio. La curiosidad es un motor que nos pusieron en el alma, oportunamente.

Don Críspulo sonríe a menudo en los entreveros nocturnos, en las fiestas regadas por el blanco y el tintín. La Violeta se marca con tonos más amargos: es la que la vida no le hizo mucha gracia. Al contrario, le pegó casi siempre con el mocho del hacha y a mansalva por añadidura desde el mismo momento de nacer. Las pocas veces que rió fue para llorar más tarde, casi al otro instante. Ahora, los dos mueren y en ese afán se comunican con una raíz común: su fervor por calar en la profundidad del sentimiento popular. A ninguno de los dos les contaban historias. Era pueblo, simplemente. Podían haber competido para descubrir cuál de los dos tuvo origen más proletario. Se fueron armando a los tumbos, a guitarrazo limpio, a patadas con los críos. Don Críspulo era tan pícaro que ni siquiera tuvo tiempo para contar los hijos que fue dejando en este valle de lágrimas. Las mujeres se enamoraban primero de su guitarra —y como era bastante feo— después se iban enamorando de a poco del cantor que las amaba en verso por lo menos cuando estaban de pie. Después ya era distinto.

Manirrotos con la plata

Otro detalle en común es la dignidad. La Violeta no dejó jamás que nadie le pusiera el pie encima así tuviera que comer tierra como lo hizo más de una vez. Don Críspulo, igual Pascual. Nada de andar agachándose, ellos sobre todo, que no habían estudiado en colegio pagado con profesores de cuello y corbata. A don Críspulo siempre le pasaban cosas cómicas. Por ejemplo, cuando murió uno de sus admiradores dijo que había que hacerle un nicho con forma de guitarra. Se organizó una colecta y naturalmente que el auspiciador de tan sonora idea, se quedó con toda la plata. Pero, como siempre, don Críspulo lo perdonó. Ninguno de los dos (Violeta y don Críspulo) reunió dinero como para embolsicarlo en un banco pensando en el mañana. Cuando llegó algo, lo botaron, es decir lo compartieron entre los amigos de acuerdo con los hábitos de la mejor crianza popular. Fueron manirrotos en el mejor sentido de la palabra. Un amigo decía: «Don Críspulo fue más regional, aldeano, amigo del boticario y las solteronas del poblado. En cambio la Violeta se fue alargando, se nos empezó a ir por los mundos pero sin olvidar su raíz principal y chilena. No se conocieron don Críspulo y la Violeta. Casi, eso sí. En una época la Violeta vivió en la misma ciudad —Concepción—. Se amenazaron en varias oportunidades, pero ella estaba muy ocupada de día y don Críspulo de noche. Don Críspulo era de profesión hojalatero y tenía su taller al lado de un bar llamado “El Jote” que todavía existe».

Corrosiva y tenue

En cambio la amistad de la Violeta con el poeta Pablo de Rokha resultó más fácil. Los dos venían de vuelta, ya eran abuelos. Don Pablo había dejado de robarse las mujeres a caballo como era su fama y la Violeta parecía más resignada con su corazón que siempre la golpeaba con entusiasmo. En su época provinciana se enamoró perdidamente de un joven muralista que tenía una novia rubia y de grandes ojos azules. La Violeta con mucho sentido del humor los salía a asaltar con abundantes imprecaciones porque no era partidaria de la resignación y tampoco la ejercía. A veces en los ataques de celos buscaba a su galán entre las oscuras butacas de los cines. Y cuando los descubría, acurrucados, les cantaba juramentos temibles y amenazantes. Después, y una vez más, se resignó agarrando la guitarra para consolarse de las malas noticias. Lo trágico fue cuando tomó el revólver para hacer lo mismo. Era impulsiva, tenaz, corrosiva y tenue. Por eso le pasó también lo que le pasó entre los humanos con quienes convivió 50 años.

Pablo de Rokha tenía fama de energúmeno y no era cierto. Pero le habían colgado varias leyendas desde los años que andaba vendiendo sus propios libros en los trenes de tercera clase y parece que en esas circunstancias se conocieron con la Violeta. En Concepción, se reunían en la casa del escritor Daniel Belmar que como buen galán a la antigua, no tenía una sola casa legalmente constituida, sino dos. Pasaba, ya jubilado, medio día en una y el resto de la jornada en la otra. Don Pablo lo visitaba empezando unas conversaciones de nunca acabar en medio de pavos y corderos y pescados de la estación. Por ahí caía la Violeta. Hay una foto de ella con don Pablo en que se afirman mutuamente como dos viejos robles: parecen estar cansados de la vida, pero no tanto y una gran tenura bulle en ese momento entre estos dos seres ejemplares y por ahí en el suelo está la guitarra, testimoniando la escena que se prolongaba varios días con sus noches hasta que se terminaban el alimento y todo lo que había que tomar. A Pablo de Rokha se le empezaron a suicidar los hijos. Primero Carlos y después Pablo que era su regalón y se fue agrietando y ya no le importó que le dieran el Premio Nacional de Literatura después de tantos años de silencio cómplice y por haber publicado 42 libros. Estaba cansado, triste y solitario durmiendo en una cama alta, enfermo del corazón y con cáncer. La Violeta andaba a los tumbos después que la Universidad de Concepción la cesanteó. En cambio don Críspulo parecía sacarle lustre a los últimos años de la vida que le iban quedando. Una vez me dijo, convaleciente: «Todo lo que me queda por delante es como un regalo. Nadie me quitará lo bebido y lo bailado». Y no se olvide lo comido, tampoco, agregó un curioso que lo conocía bastante.

El destino cruel

La Violeta flaqueó en esta época, pero no le daba ni por el trago ni por la comedura y parecía chocar a cada momento contra el destino cruel. Don Críspulo era bastante soberbio también. Cuando se murió y lo fueron a buscar y hurgaron en sus cajones no tenía nada de nada. Ni siquiera una foto. Ni una carta. Se fue con todos sus recuerdos como lo había pronosticado mientras le daba el visto bueno a los tachos de basura —que eran la especialidad de la casa— que salían un poco en serie de su taller de hojalatero. En el amor le fue bien «aunque nunca contó la firme». Es decir, se dejaba querer en esos ambientes en que a medida que se van desocupando las botellas aumenta la carga de sentimientos. Lo cierto es que, según la versión de sus vecinas, que «don Críspulo nunca le llegaba solo después de salirle a cantar a las fiestas donde lo invitaban». Violeta se enamora de un supuesto ferroviario. Es demasiado joven y acude a las estaciones como es la moda de los pueblos para ver pasar los trenes. Es cuando la actividad social llega a su culminación. En el tradicional paseo, surgen los enamoramientos, los cruces de miradas furtivas y hasta los papelitos con algún mensaje audaz. Pero el galán de la Violeta, parecía distinto. En primer lugar tenía una locomotora. Una locomotora para él y la lucía tocando la campana mientras la Violeta no podía salir de su asombro. Se la fue conquistando de a poco a locomoterazo limpio, a campanazo limpio, echando humo, fantasioso. Se llamaba Luis Cereceda y cuando la Violeta por último le dio el «sí» se vio en la necesidad de contarle la verdad: no era dueño de la locomotora. Le pertenecía a un amigo que era maquinista de verdad. Con el correr de los años nacieron la Isabel y el Angel. Porque a la Violeta la engañaban de a dos. A veces, también de a uno. Pero eso era sólo por culpa de ella. Don Críspulo se casó dos veces y después ya no se casó más encontrando una de esas mujeres que están dispuestas «a compartir los últimos momentos» y que lavan la ropa y preparan una sopa picante para recibir al borracho recién llegado. La Violeta emigra por último a Santiago y se va despojando de todo, menos de sus hijos, se despoja de toda utilería para vivir: muebles, adornos. Se simplifica como don Pablo que andaba en la misma onda: una mesa de madera para comer otra más chica para escribir, varios vasos y la cama. Lo único que se dejaron era lo que llevaban puesto y la obra propiamente tal.

Las empanadas de Barrancas

Una vez contaba Violeta que llegaron a ser tan pobres, pero tan pobres que en las noches se tapaban con el estuche de la guitarra para calentarse un poquito y reforzar la única frazada. La Violeta vendía sopaipillas y empanadas en la puerta de su casa en un barrio popular: Barrancas. Nadie la identificó después cuando vendía su producto en un barrio no tan pobre y cuando empezó a alzarse con la guitarra y hasta cantó por la radio. Era la misma. Don Críspulo, la Violeta y don Pablo salen fortalecidos después de haber tocado fondo en la miseria, la soledad y el encuentro definitivo con el pueblo. A don Pablo no le contaban cuentos ni en los bares, ni en los pobres hoteles, ni en las ferias o mercados que eran sus lugares de residencia. Tenía sus hábitos. Le gustaba andar con los zapatos (bototos) bien lustrados y lo primero que hacía al llegar a algún pueblo era preguntar donde quedaba el cuartel de la Policía. Preguntaba entonces por el carabinero de turno y se excusaba solicitándole el baño. Ahí cumplía con sus necesidades más apremiantes. Sólo ahí. Era una venganza como de niño chico. Los carabineros ya le conocían la treta. Ésa y muchas otras. Don Pablo fue letrado, hijo de un latifundista semi feudal. En cambio la Violeta si apenas repasó el silabario, como ella misma lo recuerda en sus décimas:

Semana tras semana

transcurre mi edad primera.

Mejor ni hablar de la escuela;

la odié con todas mis ganas,

del libro hasta la campana,

del lápiz al pizarrón,

del banco hasta el profesor.

Y empiezo a amar la guitarra

y adonde siento una farra

allí aprendo una canción.

Cierto. Su primera muñeca fue una guitarra pobre heredada de sus abuelos, que estaba en la casa no como un adorno sino como una necesidad. Lo mismo que Don Críspulo, la Violeta empieza a jugar con las cuerdas hasta que descubre la maravilla. Ya después hacen gracias con el instrumento cuando llegan algunas visitas. Y sacan trago desde pequeños. No es una novedad porque casi siempre la virtud musical en el pueblo se da de familia en familia. Igual que la pobreza. Heredada por derecho legítimo ante la ley y la Constitución. El único rico de los Parra vino a resultar el Nicanor, que llegó a recibirse de profesor de matemática y física.

Violeta aparece como a los 15 años por Santiago y es recogida por algunos familiares. Deja el sur y se pone a inventar en la casa donde vive unas funciones de teatro. Cantaba todo el mundo menos Violeta, que no cantaba, sino que berreaba con una voz insoportable, «con una voz de tarro que casi se morían los que la escuchaban». Nunca llegó a tener excelente voz, pero lo que ocurría era que le ponía tanta pasión de adentro a sus canciones, que emocionaba desde el primer instante. Y todavía, los artistas de más renombre, los que han agregado sus canciones a su repertorio, parecen que no lo hacen tan bien como ella. Cantan mejor, eso sí, pero les falta un no sé qué. Ese misterio. Pronto se produce el conflicto entre los estudios y su vocación musical.

El dúo de las Parra

Como no tiene nadie que la mande, se resuelve por el canto, se junta con su hermana mayor Hilda, organizan un dúo y corren donde la madre que llega a instalarse a Santiago. La niña Violeta había llegado apestada del sur porque le dio la viruela y la fiebre amarilla y todas las enfermedades, una por una. La Hilda y la Violeta se fueron haciendo ambiente poco a poco en la gran ciudad. Empezaron a presentar su repertorio en los bares de mala muerte de los extramuros. Aparecían a la hora del almuerzo cantando hasta que les daba puntada. Entonces la Hilda, que era la más valentona, ponía la guitarra como si se tratara de un sombrero y en su interior iban cayendo las monedas. Los borrachos no se sobrepasaban, recordaba la Hilda, pero la que se quedaba en un rincón era la Violeta porque era muy orgullosa y no se prestaba para ninguna de las bromas de los parroquianos que eran cargadores de la estación Mapocho. Y a lo mejor, delincuentes también eran, pero de poca monta. Cogoteros, carteristas.

El restaurante donde actuaban se llamaba «El Popular» y acudía toda la chusma, el lumpenaje. Los que trabajaban sólo para pagarse su botellón, su trago. Tenían un verdadero itinerario. De «El Popular» el dúo de las hermanitas Parra seguía a otro boliche: «El Tordo Azul», que olía más a vinagre que a vino. Era un bar chino, pero no muy discreto. Y así seguían de borrachería en borrachería. Empezaron a ser conocidas porque a la larga los parroquianos se dieron cuenta que eran de los mismos: tan pobres como ellos y que rascaban las cuerdas para tener que comer y llevar algo para la casa. No mucho, pero algo. Y en esos lugares nadie da por lástima; los artistas tenían que ganarse las chauchas a no ser que fueran muy cojos o bastante ciegos de verdad. Así las fueron contratando, ya con más frecuencia, hasta con horario que cumplían religiosamente. En esa época estaban de moda los boleros que cantaban los galanes de las películas mexicanas y los borrachos cuanto más borrachos estaban empezaban a reclamar el «Te voy a hacer unos calzones», de la película «El Rancho Grande», y otras canciones que había sacado el feo Agustín Lara de su propia cabeza. También cantaban corridos y rancheras, pero folklore no. Tangos también. Y la cueca cuando la fiesta estaba que ardía, cuando todo el mundo agarraba viento de cola y a los parroquianos se les calentaba el hocico. Las chicherías se llenaban en tiempo de verano, pero como los borrachos vivían muertos de la sed medían cada chaucha que daban de propina a las cantoras, y al final de la jornada las hermanas Parra, muertas de cansancio, contaban las monedas que apenas servían para comer.

Cantaba en el «Tordo Azul»

Lautaro Parra, propietario de la borrachería «El Popular», recuerda cómo eran las artistas sureñas:

«Ella (Violeta) llegó muy jovencita a cantar. Tendría unos diez y ocho años y tocaba la guitarra. Al principio no tocaba bien; después, a los años fue andando un poco mejor. Era muy vivita. También cantaba en un negocio cercano de aquí, “El Tordo Azul”, que ya no existe. Después de ahí la contratamos nosotros, con tres hermanos. Cantaban ahí la Hilda, Roberto y Lalo; era un conjunto. A la gente no le gustaba mucho lo de la Violeta. La música, la guitarra, eso sí, pero el canto nunca gustó mucho; claro que como hacían conjunto con la Hilda, no se notaba tanto…, era medio ronquita. La Hilda tenía buena voz, cantaba bien, tocaba mejor, era más mujer. Cantaban canciones populares, de barrio, canciones criollas. La Violeta tenía buen carácter, era muy activa, nos aveníamos bien con ella; cuando ella venía, me hacía caso en todo. Pero con otra gente era más o menos buena para pelear, armaba líos; bueno, ella era bastante joven y coqueta, y a los hombres les gustaba decir piropos. Pero nunca tomaba trago ni se quedaba callada cuando la molestaban. Violeta andaba siempre charra, como en los últimos tiempos. Después se fueron ellos, porque nosotros trajimos aquí una máquina para tocar música».

La leyenda cuenta que cuando la Violeta, después de tantos tropiezos, alcanzó popularidad, fue invitada al Club de la Unión que era el centro social de los potentados, de la aristocracia, de los «palos gruesos» como los llamaba irónicamente el pueblo. La Violeta aceptó por la necesidad y se puso a cantar a la hora de los postres. Cuando terminó su repertorio, uno de los comensales que estaba fumando un grueso puro le dijo «que pasara a la cocina a servirse alguna cosita». La Violeta montó en la yegua cólera y ante el asombro de los concurrentes se sacó un zapato lanzándose contra el invitante, y parece que lo anduvo corriendo alrededor de la mesa hasta que la sujetaron entre varios porque estaba furiosa y lo quería matar a lo que es tacazo limpio «por bruto, arribista y grosero». Total que en esa oportunidad la Violeta agarró su guitarra y se mandó cambiar sin cobrar un peso y muerta de hambre llegó contando su historia a la casa.

Se va con el circo

La Violeta todavía estaba en la casa de su mamá —ya muerto el padre, que sólo les dejó deudas y una gran tristeza— cuando un día apareció el circo en el pueblo y también la Marta Sandoval que era su media hermana por parte de madre. La Marta venía entre los artistas y le pidió que la acompañara haciendo un numerito de música para la alegría de la concurrencia. Se había informado que la familia, durante su ausencia, gozaba de popularidad en el barrio y los alrededores por sus canturreos a lo humano y también a lo divino. Y eran los ferroviarios (también llamados graciosamente tiznados) los que formaban la mayoría de la claque que ellos tenían en los casamientos y en los velorios de angelitos. Tal vez sería por eso que a la larga la Violeta se fue a casar con un ferroviario que fue el Cereceda, padre de sus dos primeros hijos: la Chabela y el Ángel, que también resultaron de los mismos. Artistas musicales.

Parece que la historia de la locomotora ocurrió antes, en la estación de Chillán, y cuando la Violeta se separó del Cereceda, contaba a sus amigos que en realidad «se había casado con una locomotora». Después dejaron de verse hasta que se volvieron a encontrar en una de las borracherías donde cantaba la Violeta con la Hilda en los alrededores de la estación Mapocho. El Cereceda quedó prendado de la cantora y un día se le apersonó para darle cuenta de sus sentimientos. La Violeta le contestó que lo iba a pensar porque tenía la duda y con razón. Ya había descubierto el truco de la locomotora, comprobando que su galán no era maquinista sino el aseador de la máquina y por eso le tomó desconfianza por fresco y mentiroso. Pero el Cereceda siguió con sus cargoseos tratándola de sacar por cansancio según táctica que aplican muchos galanes para que les resulte, y así se salen con la suya sin o con matrimonio.

La Violeta siempre había soñado con viajar, con salir a vagabundear por los caminos sin rumbo fijo, sin importarle nada, y dormir donde la pillara la noche. Por eso cuando se le presentó la oportunidad del circo, partió con la guitarra que era todo su equipaje. La carpa del circo estaba en Curacaví, un pueblo que queda a medio camino entre Santiago y Valparaíso. Era un circo pobre, de ésos que levantan la carpa al comenzar la primavera y se quedan en el mismo sitio y una sola familia de artistas hace de todo. Desde portero hasta trapecista y la mujer de goma si es necesario. Cereceda se informó del nuevo paradero de la artista y la iba a ver los sábados en una bicicleta propia. Entonces se pusieron de novios, aunque ella le pidió que la esperara unos meses porque exigía su libertad para seguir cantando. En cambio él quería que se instalara en una modesta casa con el compromiso de colgar para siempre la guitarra y ponerse a criar los chiquillos. En este tira y afloja pasó algún tiempo y ninguno de los dos quería dar su brazo a torcer.

El Frente Popular

A todo esto la Violeta se desilusionó del circo porque la concurrencia conversaba mucho mientras tocaba la guitarra. Le pidió a Cereceda que la trajera de vuelta en el manubrio de su bicicleta y aceptó. Parece que en el viaje, en tan incómodas circunstancias se arregló la cosa y ella le dijo que bueno mientras subían penosamente la cuesta de Barriga y la gente los miraba pasar y se notaba que iban enamorados: la Violeta con la guitarra al hombro y el Cereceda sudando la gota gorda y pedaleando fuerte demostrando que tenía mucha fuerza en las piernas.

Cereceda ganaba buen sueldo —ya no era aseador, pero tampoco era maquinista—; plata no faltaba en la casa y con ese argumento convenció a la Violeta para que se quedara algún tiempo sin salir porque ya había quedado esperando. Y a la larga se vino a saber que Cereceda era muy celoso. La Violeta tocaba entonces para ella sola para no perder la costumbre y para que no se le endurecieran los dedos, pero sin salir a la calle. Entonces nació la Chabelita que también resultó cantora. La criatura los unió más, pero ya la Violeta no aguantaba el encierro y estaba que cortaba las huinchas por salir a cantar a las borracherías o donde fuera.

Por esos días (setiembre 1938) el pueblo se lanzó a las calles a conquistar el gobierno. Era tiempo de elecciones. Hubo un conato revolucionario encabezado por un nazi que daba órdenes a los muchachos universitarios debajo de una cama. Los insurgentes se rindieron; eran más de medio centenar y los hicieron papilla en el edificio del Seguro Obrero. Arriagada, un uniformado, cumplió la orden del Presidente Arturo Alessandri. Los muchachos fueron masacrados. Pedro Aguirre Cerda (a quien el pueblo bautizó como «Don Tinto») era el candidato de los pobres organizados en el Frente Popular. La izquierda iba toda junta: comunes y socialistas y radicales a la cabeza y le sacaron la noña al candidato de la reacción que se llama Gustavo Ross Santa María, un pelao que vivía nadando en oro. Los momios desparramaron que de ganar Aguirre Cerda no iba a quedar monja con el himen bueno y qué decir de los frailes y de la gente que era dueña de fundos y de la plata. Ganó el pueblo y nada de eso pasó. A los pocos días vino un tremendo terremoto en el sur, en la zona de Chillán y Hualqui, donde había nacido la Violeta. Fue una gran catástrofe y, como siempre, las casas más humildes de barro y totora se vinieron al suelo de un viaje. La derecha con su desvergüenza acostumbrada le echó la culpa del terremoto al nuevo gobierno. Entonces la gente andaba con pocas ganas de escuchar a las cantoras porque se lo pasaban removiendo los escombros tratando de encontrar a los familiares sepultados por las ruinas de cemento, fierros retorcidos y polvo. Los dueños de los fundos y de los bancos se pusieron a conspirar y salieron a golpear la puerta de los cuarteles para arrebatarle al pueblo su triunfo legítimo que había obtenido en las urnas. Y no faltó un descriteriado que les hizo caso, pero debió regresar con el fusil entre las piernas, porque el pueblo vivía con la oreja parada cuidando lo que le había costado tanto ganar.

Ayudar a los necesitados

En ese tiempo hubo una gran escasez, no se veía la comida por acaparamiento de los momios que estaban furiosos y no sabían cómo vengarse del pueblo. Mucha gente andaba sin pega por los caminos. Y había hambruna tanto en el sur como en el norte y mucho más en Santiago, donde había más población. Entonces el gobierno tomó el acuerdo de salir a vender comida a la calle. Era comida sencilla y costaba unas pocas chauchas. Ya venía hecha y se compraba por porciones, de acuerdo con las necesidades de cada uno. Cada porción era para una persona. Así estaba estudiado y ya la gente no tenía la necesidad de hacer la comida en la casa y se ahorraba el combustible, que también escaseaba. También se abrieron unos bodegones, almacenes en grande donde las dueñas de casa iban a comprar la carne, el pescado, la mantequilla, los cereales, a precios populares, para evitar las especulaciones de los grandes buitres que eran los comerciantes mayoristas. Entonces a la Violeta le dijeron que se hiciera cargo de una de estas bodegas. El Partido fue el que le dio esa tarea y ella se levantaba antes que apareciera el sol y ya abría su almacén y les vendía a esa gente a precio de costo, sin ganar ni un centavo. Porque eso es lo que le dictaba la conciencia de ella. Ayudar, ayudar a los más necesitados, sobre todo cuando la soberbia de los poderosos se ensañaba contra los pobres, contra los más indefensos como era ella misma.

Por aquella época la Hilda también se fue tentada y se casó con un empleado de la Papelera de Puente Alto y se fue a vivir por esos lados. Entonces se notició que por los alrededores estaban vendiendo una fuente de soda a buen precio y que era una oportunidad para instalarse por cuenta propia y ganar un poco para el puchero y tener con qué parar la olla. No resultó. Escaseaba la clientela y como el marido de la Violeta fue trasladado a Valparaíso, se fueron al puerto con la Chabela y la guitarra. Corrían los primeros meses del 41. Entonces ya la Violeta se había puesto a esperar a Ángel, que pasó a ser su segundo hijo y que también a la larga resultaría cantor. En ese tiempo la Violeta dejó otra vez de cantar en público porque los cabros le daban mucho trabajo y se dedicó a la poesía. Escribió mucho, cuadernos enteros de poesía. Esas poesías se perdieron para siempre. Quedaron en un cajón. Yo mismo las vi más tarde cuando volvieron a aparecer en la mese del Ángel cuando estaba casado con la Marta Orrego, que ya le había dado su par de hijos.

Una vez la Violeta supo que en Quillota estaban haciendo un concurso de Poesía para que le escribieran el Canto a la Reina de la Primavera. Entonces ella se puso a garabatear y de un solo sopetón le fueron saliendo los versos y los mandó. Y cómo sería de grande su sorpresa, cuando una vecina trajo el cuento, que le habían dado un premio. Entonces nos pusimos las pilchas de los días domingo y luimos a la ceremonia —recuerda Cereceda—. Llamaron a la Violeta y ella se puso delante de toda la gente que la aplaudía mucho, mucho. Pero la Violeta sin la guitarra no era ninguna cosa. Parece que le faltaba una pierna, o los dos ojos. Ella y la guitarra eran una sola cosa nomás. Y cuando se separaban las dos andaban tristes como si estuvieran enfermas. Después se le ocurrió cantar el español. Por ejemplo, los pasodobles, sambras también cantaba, y las seguidillas para qué decir.

Disfrazados de españoles

Se presentó en varios concursos donde se necesitaban artistas que imitaran el canto jondo, y a la Violeta le salía mejor que a las mujeres con mantilla y eso que era chilena, pero hasta se le pegaba el acento, y eso volvía locos a los espectadores. Cuando regresamos a Santiago, la Violeta se puso a trabajar en la compañía de un tal Doroteo Martí, en una obra que se llamaba «Mi santa madre» y lloraban hasta los perros escuchando ese radioteatro —sigue recordando Cereceda—. Era algo muy triste en que moría medio mundo y había un hijo malo que le pegaba a su mamá y le sacaba la plata encima. Yo tenía que ir a buscar a la Violeta a la salida de la función de la noche entonces la gente se ponía a esperar al actor que hacía de hijo malo y en una oportunidad le sacaron la mugrienta por mal hijo, por hacer algo que nunca se debe hacer, es decir, faltarle el respeto al ser más querido como es la propia madre de uno. Y si no llegan los pacomios a tiempo, el actor ése no cuenta el cuento por más que le trataban de explicar a las viejas furiosas que el actor era muy bueno y que tenía que hacer de malo para que le pagaran un sueldo y poder vivir honradamente. Después la Violeta inventó un número de música española y cantos de gitanos, y como ya Chabelita estaba crecidita salía también bailando y después aparecía el Ángel que era una criatura. Lo disfrazaban de torero y la gente aplaudía a rabiar mientras la Violeta cantaba en español con muchas «z». El Ángel tendría entonces unos 4 años a lo sumo. Esto ocurría por allí entre el 45 o el 46 a más tardar.

La Violeta fue siempre una mujer muy madrugadora. No le gustaba dormir porque decía que cuando a uno le llega la muerte entonces sí puede dormir todo el rato que quiera sin molestar a nadie. El día empezaba para ella a las siete de la mañana y la mayoría de las veces mucho antes. Apenas abría los ojos ya saltaba, empezando con su trajín. Entonces preparaba la comida y la dejaba lista antes de salir con su guitarra a los ensayos. Y recién volvía a aparecer por la casa a eso de la medianoche. Yo ya militaba en el Partido y le empecé a hablar a ella de la necesidad que tuviera una militancia —agrega Cereceda—. En ese tiempo ya se había presentado la candidatura de Gabriel González Videla, que después sería el peor cuchillo del pueblo. Nos traicionó a todos y quiso meter preso a Pablo Neruda, pero le salió el tiro por la culata. Se chingó porque Neruda anduvo fondeado en las casas del pueblo y por más que lo buscaban los tiras no lo encontraron nunca. Entonces la Violeta llegó con la idea de pegarle a la militancia y pronto le dieron una responsabilidad en un Regional del PC. La Violeta con lo apasionada que era se puso a trabajar de cabeza, a hacer claridad entre la gente, recordando su pobreza y la pobreza de sus familiares que vinieron a resultar campesinos muy pobres por culpa de la explotación de los futres.

Vino la represión del Gabriel González Videla y el ferroviario Cereceda y la Violeta y la Chabela y el Ángel partieron para una casa en la Reina que quedaba cerca de donde vivía Pablo Neruda. A la Violeta le dieron pega en una quinta de recreo muy famosa. En ese tiempo se llamaba «Las Brisas». Quedaba por la Gran Avenida. Era un público obrero, pero ella se hacía respetar y eso ya lo sabía todo el mundo, porque si alguien le tiraba una talla ella le contestaba contra otra. Y así se iban, pero siempre era la Violeta la que sacaba mejor partido porque era muy seca para el garabato cuando la provocaban. La Violeta se fue poniendo desordenada, no le importaba salir como estaba en la casa. Se dejó el pelo suelto y parece que se anduvo desilusionando de la política, aunque siempre siguió siendo una mujer de izquierda muy consecuente con sus ideas. Pero da la impresión que no le gustaban los políticos, que siempre prometían más de lo que podían cumplir. Era díscola por naturaleza. Andaba al lote porque con su generosidad si llegaba por ejemplo a llamar a la puerta una mujer más pobre que ella, entonces le pedía que esperara un momentito y regresaba con todo lo que tenía para vestirse. Y después no tenía qué ponerse, por eso andaba al lote y la gente se burlaba sin comprender. Muchas veces dio recitales rodeada de gente pituca y muy elegante, y ella parece que lo hacía a propósito porque no quería andar a la moda, sino como visten las campesinas con algo sencillo y nada más. Por eso la criticaban también. Entonces empecé a convencerla otra vez para que se quedara en la casa, porque era su deber según mi manera de pensar. La Violeta me contestaba que lo que yo quería era tener una empleada doméstica para que estuviera todo el día lavando la ropa y haciendo la comida.

No dijo ni chus ni mus

Un día me quejé con el Nicanor y mi cunado me pidió que le pegara una atrincada, pero tampoco dio resultado. Porque la Violeta se ponía más furiosa cuando le llevaban la contra. Entonces se puso mala la situación y una noche cuando venía llegando de sus presentaciones le dije: «Sigue tú con tu arte, yo me voy para siempre de esta casa». Y así fue. Agarré mis cosas y partí para siempre. Ella no dijo ni chus ni mus.

Se quedó sentada encima de la cama mirando para otra parte, sin llorar siquiera. Violeta confirma este momento de su vida en una de sus décimas:

A los diez años cumplíos

por fin se corta la guincha,

y p’a salvar el sentío

volví a tomar la guitarra;

con fuerza Violeta Parra

y al hombro con los chiquillos

se fue para Maitencillo

a cortarse las amarras.

La Violeta no se puso a llorar en este instante, pero después se lo pasó llorando dale que te dale recordando al Cereceda, porque se había encariñado con él. Pero cuando le vino el dilema de tener que elegir entre Cereceda y la guitarra, ella se decidió por la guitarra y por eso lloraba tanto, como si el ferroviario se hubiera muerto.

Entonces por esa época (1948) volvió a aparecer por la casa de su madre contando lo desdichada que era. Los familiares le fueron dando ánimo diciendo que donde había una guitarra no faltaría el pan. Pero la Violeta escuchaba por un oído y le salía por el otro, pensando todo el día en el Cereceda como si no hubiera otro hombre en el mundo. Entonces se empezó a resignar de a poco, eso sí, y volvió a formar conjunto con su hermana Hilda. Recorrían los boliches y borracherías de la calle Matucana y después se tomaban un micro para trasladarse al barrio Franklin con mucha gente de horca y cuchillo. En un negocio llamado «El Banco» fueron muy amosas entre los trasnochadores. Allí llegaban los carniceros del Matadero y su gente, buenos para el diente, las mujeres y el trago. Y entonces ya las llamaban bien de «La Nave» o el «Casanovas». Las hermanitas Parra tenían la virtud de tranquilizar a la gente que por un quítame estas pajas era capaz de voltear a más de uno con esos tremendos cuchillos que usaban en el trabajo queriendo a las vacas. Terminaban cantando en el «Patio Andaluz» que tenía una clientela más selecta y donde iban hasta turistas con máquina fotográfica y todo.

«Judas» un vals desconocido

Hilda y la Violeta se paseaban por las calles de Santiago, a cualquier hora vestidas con sus trajes folklóricos, cada una con su guitarra sentándose en la diferencia porque entonces todavía la gente era sumamente prejuiciosa y todo lo que salía de lo vulgar les llamaba mucho la atención. Nunca la Violeta fue partidaria de la pintura y andaba con la cara limpia llena de los hoyitos que le dejó la viruela. Mucha gente colaboraba con ellas. En algunos locales las hermanas tenían una cama para descansar después de su actuación mientras esperaban la segunda parte. Así podían reponerse y dormir un poco hasta que llegaba el dueño del boliche a decirles: «¡Ya niñas Parras, a levantarse porque llegó gente al baile!». Entonces se lavaban la cara y volvían a aparecer para cantar algún vals que causaba furor. Se llamaba «Mujer ingrata». Era éxito seguro empezar o cerrar una función con esa música. Otro éxito era otro vals de la Violeta que le puso «Judas». «Lo teníamos que cantar tres o cuatro veces seguidas —recordaba su hermana Hilda—, mientras los parroquianos casi echaban abajo el local aplaudiendo con manos y pies, más con los pies que con las manos».

Después empezaron a cantar por la radio y fueron subiendo un poco de categoría en los locales nocturnos. Cambiaron los borrachos pobres que tomaban litreado por los que se curaban con whisky. Por último el dúo se disolvió por problemas más o menos internos y la Violeta siguió sola con su guitarra dando algunos recitales. El último lugar en que alcanzó a cantar con su hermana Hilda fue en el restaurante «No me Olvides», que quedaba en el barrio residencial de Ñuñoa, ya un tanto distanciado de los matarifes de Franklin y de los ferroviarios de la estación Mapocho.

La Violeta siguió con su funcia de interpretar a lo humano y a lo divino; entonces la gente y muchos de sus compañeros, ésos que nunca faltan y que andan atrasados de noticias, comenzaron a divulgar que estaba «cucú», que se le habían corrido las tejas, que se estaba volviendo loca. Pero ella seguía porfiando y no dio nunca su brazo a torcer. La Violeta trataba de imponer lo auténtico de su repertorio que ella había recogido en los campos y en los sitios más apartados de Chile. Se le notaba que era auténtica hasta la médula de los huesos. Por eso resultaba hasta lógico que chocara con los autores de temas campestres que vivían en Santiago haciéndose el pino hablando del huaso y de la huasa con trenzas. Ésos eran para las películas, pero no para la Violeta. Y por eso empezó esa guerra y los patrones de los restaurantes, los que contrataban a los artistas se iban por el lado práctico. Sólo contrataban a los cantores que le daban el rendimiento. Que sacaban aplausos imitando a los charros mexicanos y cantando valses peruanos, que también gustaban mucho a los borrachos a medida que se iban emparafinando. La Violeta, que para más recacha era chiquita y fea, se quedaba en un rincón al lado de su guitarra apechugando para no hacerse mala sangre, remando contra la corriente y mezclaba la cosa por mitades. Cantaba algo de lo que ella consideraba como el verdadero folklore y luego el vals o alguna cueca si estaba de humor. A veces tampoco cantaba cuando se amurraba, porque también era amurradoraza para sus cosas.

El Louvre abre sus puertas

Fue en 1964 cuando partió a París. Se le paró la cola y otra vez dijeron que andaba con los alambres pelados, porque si en su propio país le había ido como el forro, ¿cómo le iba a ir bien allá en las Europas, donde la gente era tan culta y refinada? Ella se instaló como siempre lo hizo en todas partes, en un hotel de mala muerte y de madrugada empezaba a afinar la guitarra y después se ponía a cantar como si fuese la única pasajera y comenzaban los rechiflas de las otras personas que estaban en la mitad del sueño. Después empezó a tejer tapices. Un día anunció con natural modestia que iba a exponer sus trabajos en el Louvre. Un amigo recuerda esos momentos: «Esa tarde estaba vestida con un sencillo traje negro, con el pelo suelto y la cara lavada como una campesina cualquiera de nuestra tierra. La sala estaba repleta de personalidades, coleccionistas de fama, autoridades y artistas. Sus tapices, sus pequeñas pinturas sobre aspectos populares y unas estatuas de alambre muy interesantes, todo estaba en el imponente Pabellón de Marsan, mientras en la sala de al lado tocaban sus discos». Fue un éxito, pero después cuando descolgó los tejidos y los trajo de regreso a Chile sólo algunos pudieron llegar por trabas aduaneras. Los otros se fueron perdiendo pausadamente. Los que salvaron valen una fortuna, pero ya demasiado tarde como siempre.

En cuanto a la manera de cantar, no le interesan las teorías. Una vez aconsejó a su amigo, el folklorista, escritor y compositor Patricio Manns: «Escribe como quieras, usa los ritmos como te salgan, prueba instrumentos diversos en el piano, destruye la métrica, libérate, grita en vez de cantar, sopla en la guitarra y tañe la cometa. La canción es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta. Odia la matemática y ama los remolinos». Cumplió al pie de la letra este consejo:

Me han preguntádico

varias persónicas

si peligrósicas para las másicas

son las canciónicas agitadóricas

¡ay! qué pregúntica más infantílica

sólo un pimpúflico la formulárica

pa’mis adéntricos yo comentárica.

Sus tapices también tienen una historia real, parte de su infortunio, porque la Violeta también le sacaba provecho a los malos ratos que fueron muchos en su existencia. En 1958 enfermó gravemente y le recetaron una larga convalescencia en cama. Era como querer atar el mar a un palo.

«Estaba desesperada —recuerda—. Tenía unas lanitas por ahí en la pieza. Me acordé que en el patio había unos sacos vacíos. Los mandé a buscar. Encargué agujas. En mi confusión terminé un trabajo que no servía para nada. Quedó abandonado. Pero algo me daba vuelta en la cabeza. Hasta que un día mirando una frazada chilota, quise copiar una flor. Pedí mi mamarracho y lo deshice. Pero en vez de flor me resultó una botella. Quise hacerle tapa. Pero en lugar de tapa me resultó una cara. Le puse ojos, boca y nariz. Tenía la expresión perfecta. De flor pasó a botella. De botella a mujer. Le puse ‘La Beata’.»

Una heroica mujer chilena

Con su amigo Pablo de Rokha se volvió a encontrar en París. Ella estaba en la etapa de cantar en bodegones al mejor estilo divino y humano y él regresaba de un largo viaje por la República Popular China preparando los tres gigantescos estadios poéticos sobre los países socialistas que no alcanzara a terminar. El tremendo torrente de Licantén, otro que bien bailaba en el clima de la furia, le dijo algunas cosas en el prólogo de sus décimas (autobiografía en versos chilenos): «La gran placenta de la tierra la está pariendo cuotidianamente, como a un niño de material sangriento e irreparable, y el hambre milenaria y polvorosa de todos los pueblos calibra su vocabulario y su idioma folklórico, es decir, su estilo, como su destino estético y no a la manera de las categorías.

»Por eso es pueblo y dolor popular, complejo y ecuménico en su sencillez de subterráneo, porque el pueblo es complejo, sencillo, tremendo e inmortal, como sus héroes, criado con leche de sangre.

»Tiene su arte aquella virtud de salud, que es vital y mortal simultáneamente, de las honestas, recias, tremendas yerbas medicinales de Chile, que aroman las colinas o las montañas y las arañan con su olor a sudor del mundo del futuro, o de lo remoto antiquísimo, y son como látigos de miel dialécticas, con hierro, adentro, su rebelión contra el yugo.

»Yo no defino así ni el volumen ni el tamaño social de su estilo; no, no me refiero a la cualidad que la orienta a ella y su guitarra y aun la pintura en proverbio o la tonada revolucionaria, a su guitarra y a ella, porque ella no es una guitarra con mujer, sino una mujer con guitarra.

»Por debajo, en el total denominador común humano, su folklore, no snob, se entronca a la Picaresca española, construida en la entraña popular, interfiriéndolo; un catolicismo, más pagano que cristiano, llora, sonríe, brama en el subsuelo; aquel humor feliz de sentirse desventurado de coraje dramatiza la guitarra y de tan ingenuo es macabro, como la gárgola de la Catedral Gótica como Rabelais o como Aduanero Henri Julien Rousseau o Bosch, el fraile terrible.

»Saludo a Violeta, como a una “cantora” americana de todo lo chileno, chilenísimo y popular, entrañablemente popular, sudado y ensangrentado y su gran enigma, y como a una heroica mujer chilena».

La Violeta aceptó este halago en primer lugar por venir de quien venía y luego porque era verdad. La única ventaja mía, —aseguraba—, es que gracias a la guitarra dejé de pelar papas. Porque yo no soy nadie. Hay tantas mujeres como yo en cualquier comarca de Chile. Ellas pelan el ajo todo el día; la vida es muy difícil. Lo que pasa es que ellas se han quedado cocinando y cuidando a sus hijos y a sus nietos y yo me he largado a cantar con lo que sé. Ya comprobamos que por causa de la guitarra se quedó soltera varias veces repartiendo a los hijos o metiéndolos en el baile. También por culpa de la guitarra y sus ideas progresistas su hijo Ángel fue encarcelado y torturado en el Estadio Nacional de Santiago después del Golpe Militar del 11 de setiembre de 1973, y luego enviado al campo de concentración de Pisagua, al norte.

Hija de guitarrera y trovador

Da la impresión que los Parra era una familia de secretos, de grandes secretos guardados. A la larga resultó que también su madre doña Clarisa había sido guitarrera y cantora. Y cuando se dio cuenta que su hija Violeta había salido de las mismas no tuvo más remedio que confesar que a ella también le había dado por la música en sus años mozos hasta que se calló en un inútil empeño para que le durara el matrimonio. Los hijos de doña Clarisa Sandoval y Nicanor Parra han dividido sus recuerdos al recordar a sus progenitores. Nicanor —el poeta— cuenta que su padre «era una especie de trovador, no un cantor popular, no un hombre que tocaba la guitarra sino más bien otra cosa: era un profesor primario, y los profesores de letras en Chile, tienen que enseñar a cantar a los alumnos. De modo que él estaba siempre armado de un violín, algo muy característico, pero además tenía unas condiciones artísticas excepcionales. Además era un bohemio. No recuerdo que haya compuesto canciones, pero sí conferencias. Yo siempre estuve muy cerca de él. Recuerdo que siempre me andaba trayendo de la mano. Íbamos a los campos. En los paseos rebalsábamos las horas de comida y teníamos entonces que alimentarnos de huevos de pájaros que él conseguía subiéndose a los árboles».

Violeta lo ve como un hombre bueno para la charla y el declive, ingenuo y siempre rodeado de amigos hasta que la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo lo deja cesante. El militar prohíbe a los civiles dar clases a los uniformados y en esta forma don Nicanor Parra (padre) inicia su descalabro que culminaría con su muerte antes de tiempo, pobre y abatido. Cambia sus tierritas por vino, firma escrituras que después no recordará, hipoteca sin querer a su familia. Doña Clarisa era de carácter firme y muy enamoradiza ya que don Nicanor fue su tercer marido aportando ella dos hijos: Olga, que fue la única de la familia sin inclinación artística y la Marta, que se dedicó al circo. Después fueron naciendo Hilda, Violeta, Nicanor, Eduardo, Roberto, Lautaro, Oscar, Elba y Polito, que murió muy joven. La familia reunida sumaban trece, pero nunca faltaban los invitados para compartir la mistela y algo para el diente. Cuando don Nicanor pierde su trabajo doña Clarisa le pone el hombro como costurera y modista. Por eso Violeta recuerda: Presencian mis dos pupilas/ desfile muy singular, / de cosas para entregar / cosidas por mi mamita. / Camisas y camisitas, / un traje pa’levantarse, / un biombo para ocultarse / de ojos impertinentes, / cotonas de dependientes / y sábanas pa’acostarse.

El genio del pueblo

Violeta recibe como auténtica herencia de su madre Clarisa ese afán de salir a los caminos a descubrir la verdad del pueblo que canta libremente. Salta entonces de un campo a otro, grabadora en mano, comiendo charqui de caballo porque no tenía para otros gastos. Aparece en los socavones de las minas, en las más humildes caletas de la gente de mar, se mezcla con los campesinos, los textiles, los artesanos, los metalúrgicos y los madereros. Los encuentra metidos en sus trabajos y comparte con ellos adivinando, comprobando, sus esperanzas, alegrías. Habían cientos de historias dispersas que Violeta va recogiendo cuidadosamente, juntándolas en un gran friso que más tarde quiso ser su «Gran Sinfonía Folklórica», con la médula del pueblo hecha canción. Contó la Violeta que en una oportunidad llevó todos estos tesoros —más de cincuenta cintas grabadas— a las más altas esferas universitarias de Concepción y una vieja descocada le dijo con desprecio que a ella le cargaban los viejos. Son muy aburridos, le bostezó como un caballo. Así también se perdió para siempre el esfuerzo de muchos años de investigación y sacrificio. Las cintas magnéticas fueron borradas como más tarde borraron su incipiente Museo Popular desdeñando las cerámicas, las pinturas, los instrumentos parchados de los pobres músicos chilenos. Lo reemplazaron por cerámicas cultas y composiciones de más alcurnia.

Por eso Violeta rechazaba por insípido y poco honesto lo popular traído de las mechas y el oportunismo de los que se autorrepresentaban artísticamente como los representantes del pueblo. Después volvían a sus mansiones, a sus tesoros de la vida regalada. Este continuo ascenso y descenso de los que debían expresar una verdad no le gustaba para nada. Por eso también le salió mucha gente al camino. La Violeta no sólo recogía las canciones que le iban pasando. Le interesaba el pueblo en su conjunto, en todas sus manifestaciones. Por eso su memoria se fue llenando de un amplio anecdotario que cuando estaba de buenas le gustaba recordar. Una vez se encontró por esos caminos con Emilio Lobos que era de profesión «silletero», monturero. Le confesó: —Me las doy de silletero, pero le hago a este trabajo por pura casualidad. Lo que yo soy en realidad es buscador de minas. Ése es mi verdadero oficio. Y aquí donde usted me ve ya le he descubierto como doce minas.

La Violeta le acotó con toda lógica: —Pero usted podría ser muy rico con esas minas. Y don Emilio le contestó sin pérdida de tiempo: —Claro. Así sería si las trabajara, pero a mí me gusta encontrármelas no más…

La Violeta estuvo mucho más tiempo triste que contenta en la vida. Fueron las circunstancias, los hechos que le hicieron brotar tantas lágrimas legítimas. Nadie pudo impedir que recopilara finalmente más de tres mil canciones, la mayoría inspiradas en el verdadero genio del pueblo. Escribió cuatro libros y en medio de la dispersión y los viajes fueron quedando otros versos, más canciones, los tejidos, sus cerámicas que fueron motivo de tanta burla en las esferas oficiosas. Por suerte, algunos, los menos se arrepintieron. Fueron los menos sordos y también los menos ciegos. Cuando la incomprensión iba en aumento la Violeta aplicaba el siguiente criterio: «De cada enemigo saco yo mi fuerza. De cada burla me nace el afán de hacer las cosas. De cada dolor. De cada golpe». Hasta que no pudo más esa madrugada de febrero de 1967. Había completado la carga y cayó sangrando sobre las cuerdas. Hubo hasta pésames a nivel gubernamental de lo que se deduce que la muerte no pudo ser en vano. Pero si no es por sus hijos, por el clan Parra ya estaría viviendo en el olvido. El Gobierno Popular del Dr. Salvador Allende la recuperó al darle al folklore su calidad de ciencia popular. Cambió las masacres del tiempo de Frei, González Videla y de Alessandri por la investigación científica a todos los niveles. Hoy, de nuevo todo eso se borró no de una plumada, sino con la bota. Un folklorista auténtico puede ser tan peligroso como un patriota con el fusil en la mano, dicen los militares.

El público cerquita de mí…

El tema de la muerte la obsesionó por largos períodos. Pablo de Rokha le había aconsejado: «No hay que temerle a la muerte antes que llegue, porque es como inventarla. Y después, cuando llega ¡qué importa!». En una oportunidad, cuando atravesaba una de sus largas depresiones nerviosas confesó: «Una cree que no va a morir nunca, pero no es así, una se equivoca».

Recorrió buena parte del mundo con una paciencia inagotable. Pasó por Bolivia, Argentina, Francia, Suiza, Rusia, Finlandia, Polonia, Alemania. No quería que se le fueran cerrando los ojos con el cansancio mientras cruzaba las fronteras. Después sumó impresiones, sensaciones y se puso a tejer como una condenada. Uno de sus críticos le mandó a decir: «La gracia está en primer lugar en su candor. Tiene ese algo fuerte que nace de lo más profundo del ser humano, esto hace que tenga un interés mundial».

En la etapa final de su existencia fue fundiendo sus experiencias, sus sinsabores, sus placeres efímeros, sus dolores siempre tan prolongados. Confesó: «Yo creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundirse, el fundir su trabajo con el contacto directo con el público. Estoy muy contenta en haber llegado a ese punto de mi trabajo en que ya no quiero ni siquiera hacer tapicería, ni pintura, ni poesía, así, suelta. Me conformo con tener la carpa (donde se presentaba noche a noche con su guitarra cantando lo que ella quería y trabajar con elementos vivos a la vez, con el público cerquita de mí, al cual yo pueda sentir, tocar, hablar e incorporar a mi alma cantándole:

Me gustan los estudiantes porque son la levadura

del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura

para la boca del pobre que come con amargura.

Caramba y zamba la cosa. Viva la literatura.

Me gustan los estudiantes porque levantan el pecho

cuando le dicen harina, sabiendo que es afrecho,

y no hacen el sordomudo cuando se presenta el hecho.

Muy tarde nos volvimos a dar cuenta que la Violeta Parra tenía metidos muchos artes dentro del arte. Era como esas cajitas de la artesanía que se van metiendo una de la otra, de sorpresa en sorpresa, de mayor a menor.

En la carátula de uno de sus discos se lee: «Violeta tiene un arsenal de arte en las palmas de las manos; todos le caben y si más arte hubiera, más allá desplegaría con esas fuerzas torrencial que la naturaleza le ha dado».

Resulta curioso, pero se fue enfermando cuando había empezado a ver un lado desconocido a la existencia, quizá la antesala del éxito que nunca buscó. Al contrario, era inconformista por naturaleza. Otra vez la volvían a llamar de Europa para que expusiera sus obras, venían contratos para la publicación de sus libros; adiós a las antesalas absurdas, a las tramitaciones que tanto la vejaron. Su inspiración fluía como siempre a borbotones. Había terminado un ballet y seguía componiendo hasta las últimas horas de su vida. Así la escucharon los que estaban cerca de ella en esos momentos.

Revancha no premeditada

Estaba comprobado que no era rencorosa. Cuando recordaba ese momento de gloria de su exposición en el Loubre después que en Chile le cerraron el paso los sectores más reaccionarios del arte, no pudo ocultar su emoción. Era una revancha no premeditada. Hizo entonces algunas confesiones: «Yo había pasado frente al Louvre… era una casita tan linda. Y pensaba: ahí tengo que mostrar mis cosas. Ahí, en ningún otro sitio». Y así no más fue. Luego que la muestra desató una ola de comentarios que jamás escuchó en su patria dijo a sus amigos comprobando el interés por adquirir sus trabajos: «Los ricos pagaron como ricos y los pobres como pobres. Eran los mismos tapices que cuando los expuse en la Feria a orillas del Mapocho, no los vio la gente. Mi mayor gusto fue cuando vi entrar a la exposición a Germán Gasman, director de la Feria».

Después los periodistas, por fin, se interesaron por ese ser humano que sus compatriotas habían tirado por el desvío. Es que en Chile por esos años y por muchos más el arte estaba en manos de unos pocos. Como la tierra y la banca. No había espacio para la hija de una campesina y un profesor primario. Se produjo una carambola triple y cuádruple. Ellos que traían el arte y las novedades de París para pintarlo en sus lienzos, recibieron la sorpresa que la Violeta llevaba su arte nacional para exponerlo en la ciudad donde ellos gastaban sus utilidades a nivel económico y cultural. Y también donde sus mujeres cambiaban el ropero todas las temporadas. Por eso en sus chismes de sobremesa hablaban del rostro estrellado de la Violeta CON la viruela.

Fue un balde de agua incluso para la crítica oficial que en Chile condenó rabiosamente a Pablo Neruda y también a Gabriela Mistral, nuestros dos premios Nobel. Después del honor hasta llegaron a escribir otros libros, pero ahora a favor. Los periodistas franceses de Le Monde, Le Fígaro y la Tribune obtuvieron varias revelaciones:

—Nací en una región pobre, pero donde se canta mucho. Se canta siempre, para los nacimientos, para los matrimonios, para la muerte, para las cosechas, para la vendimia.

—Entre nosotros todo es canción. Si un campesino canta para manifestar su alegría por haber cultivado un melón más grande que los demás, otro le dirá que no es nada, que él ha visto uno del tamaño de una casa. Después, otro dirá que todavía no es nada, porque él ha visto uno tan grandes como una iglesia. Después, como una montaña, como el mundo, como el universo.

Cuando se independizó en su carpa propia, creyendo que se iba a transformar en un centro de atracción popular, paladea otra vez la sensación de fracaso. La dejan sola. Calla el oficialismo, el verbismo de la mediocridad la aísla. Intenta un primer suicidio con barbitúricos y sus amigos la salvan para bien o para mal. La trágica noticia recupera la clientela, porque a punta de lo que es desgracia nos movemos. La Violeta recuperó la sonrisa y con sus propias manos preparaba las empanadas y la mistela. Pero la carpa se le empezó a llenar de un público sofisticado. Se puso de moda entre la pituquería y los turistas y la gente de paso. No es eso lo que la Violeta quería y este contrasentido la comenzó a herir otra vez. Con rara insistencia. Por contraste, continuaban las alabanzas. Pablo Neruda le cantó:

Entró Violeta Parrón,

violeteando la guitarra,

guitarreando el guitarrón,

entró la Violeta Parra.

Chilena universal

Un crítico europeo le caló muy hondo al decirle: «Ella sola es un conjunto de arte popular». Se refería otra vez a los tapices que la Violeta había hecho «a la suerte de la aguja». Pero estas alabanzas no la aferraron a la tierra. Al contrario. La fueron acercando a otras enigmas, entre ellos la muerte. José María Arguedas dijo que era «lo más chileno de lo más chileno que yo tengo la posibilidad de sentir; sin embargo, es al mismo tiempo, lo más universal que he conocido de Chile».

Estuvo en Buenos Aires en una época difícil. Vivió en el hotel Phoenix, donde, naturalmente, ahora nadie la recuerda. ¿Por qué? Andaba muy hosca. Por esos tiempos y le envió una carta injusta a su amigo Norberto Folino, que sigue siendo uno de los grandes cultivadores del genio de la cantante popular:

«Yo estoy sentida hasta los huesos con usted, le dice. Primero, porque Ud. sabía de mi angustia económica y me prometió volver con algún dinero. Y no volvió. Toda la delegación estaba detenida por no tener yo con qué pagar una deuda que traían mis hijos.

Segundo, usted prometió volver al día siguiente con las diez canciones en su publicación de las letras y con el resto de las músicas. Ud. no vino. Tercero, yo le pedí muchas veces que me trajera el contrato. Ud. no lo trajo.

La inocencia mía Folino es mal interpretada por algunas personas. Yo no quiero pensar que Ud. ha jugado con esta inocencia. Ahora el asunto de la carátula. No se olvide que Ud. prometió poner una fotografía mía. En la contratapa, por favor, no ponga nada, porque le quita calidad a la presentación del cuadernillo musical.

También Ud. prometió mandarme material publicitario al Festival. Espero que lo cumpla.

Hay en el lenguaje de Uds. una frase popular que retrata a los peronistas “Perón cumple”.

Otro detalle, no se olvide que Francia debe ser excluida en el contrato, porque yo haré en París un trabajo, una publicación que me deje más contenta que el que hice con usted.

Contésteme porque a lo mejor yo estoy equivocada y no quiero ser injusta con nadie.

Mi marido quedó en la misma casa encargado de arreglar y cobrar mis centavillos tan duramente ganados y trabajados. Puede Ud. darle a él aquel esperado dinero que no llegó nunca.

No peleemos amigo Folino.

Fríos saludos de parte de Violeta Parra».

Folino nos mostró en Buenos Aires las magras liquidaciones de aquellos tiempos. No alcanzaban para nada y sólo por algún milagro se tocaban algunos de sus discos, casi nadie la conocía.

Violeta bramó contra los burócratas a nivel diplomático que la trataron siempre con la displicencia en la que son verdaderos maestros mientras les dura la teta. A ellos les dedicó estos versos maestros:

Miren como se empolvan los funcionarios

para cortar las hojas de un calendario.

Miren como gestionan los secretarios

las páginas amables de cada diario.

Miren como sonríen angelicales

miren como se olvidan que son mortales.

Lapidario. Pero la Violeta no se ensañó contra quienes la hostilizaron, ni siquiera supo despreciarlos. Miraba alto y le importaban mucho más los problemas de Chile, la dependencia económica, las luchas por la liberación. Cuando le llegó la fama de golpe, se fue. Como quien pega un portazo, pero con tanta dignidad que su acongojado hijo Ángel al conocer la noticia dijo: «Yo respeto lo que hizo mi mamá, yo respeto la dignidad de su suicidio».

La cabeza reclinada sobre la guitarra

Fue en realidad una especie de burla mayor, como si hubiera esperado el momento supremo de su éxito después de tantas desgracias y derrotas para protestar, desconcertando a medio mundo. En una crónica suelta de la época la periodista Raquel Correa contó así el suceso:

«Veinte días después de la aparición de su disco postrero, titulado sugestivamente “Las Últimas Composiciones de Violeta Parra”, la popular artista folklórica se suicidó. Con su cabeza reclinada sobre la guitarra de tantos cantos y tantas noches largas de angustia, repletas de música y poesía. Con un disparo acalló para siempre sus cantos a lo divino y lo humano, sus poemas desgarradores, sus protestas musicales.

»En la misma carpa por la cual tanto luchó, sobre el escenario de sesiones preciosas de canto chileno, como en un gran final de una obra griega, colocaron su ataúd. Cerca de ella el yugo campesino, las sillas de totora y sus cuadros. Sus pinturas borrachas de colores, de hombres simples con guitarra, de pájaros cautivos en las enormes telas. Y más allá, la tierra que sus pies inquietos recorrían buscando nuevas palabras y nuevas emociones. En el patio quedó una alpargata en el suelo, esperando que llegara Violeta a calzarla. Y los álamos y los sauces que la rodeaban, proyecciones del paisaje campestre que llevaba en su corazón, se veían como tristes y silenciosos. Como si el dolor de los hijos, los hermanos, la madre y los amigos fueran también con ella».

El cortejo fue impresionante. El pueblo le iba tirando flores por el camino y los arrepentidos también le abrieron paso en un homenaje tardío que ella no buscó. Antes de terminar con su vida escribió largas cartas al artista Gilbert Favre que fue el hombre que en definitiva la comprendió. Le decía al músico francés: «Por suerte tengo la costumbre de curar yo misma mis heridas». Llega a inventar un lenguaje para remedarle tiernamente a Gilbert su manera de hablar: «Ahora que tiene dos carpas nuevas, yo soy muy contenta y yo pinta… Yo no tiene fuerzas para nada». Se está derrumbando y le confiesa a un amigo: «Imagínate que yo hubiera cambiado mi modo de cantar y de decir: no pasaría de ser una oveja en el rebaño o de la vaca en el arreo. Si eres fuerte a la vuelta de unos pocos años todos te escucharán cantar porque se habrán convencido de que venías hecho así y que éste era tu mensaje, lo que tenías que decir:

Grande es mi agotamiento

mi pena y mi soledad.

Señor: ¡qué barbaridad

causarme tanto tormento!

Es tuyo el atrevimiento

Responde el cielo en su altura:

—ayer quisiste aventura,

hoy te vis arrepentida;

mejor quédate dormida

para espantar tu amargura.

Y así fue. Se quedó dormida sobre el sueño sangriento de su sinfonía folklórica inconclusa. Después la siguió Pablo de Rokha que no aceptó la muerte por anticipado al comprobar que esta enfermo mortalmente. El último en partir de los tres fue don Críspulo que se murió de puro farrero y por jugar en demasía los descuentos con su guitarra que también fue lo más importante de su vida. Cada uno en su tinta en su sonoridad metido en el alma popular como brujos, como sabios, como niños chicos envejecidos de pronto. Cuando sepultaron a don Pablo todavía hubo conato de puñetes en el sepelio porque era como si estuvieran echándole tierra a una tormenta imposible. Llovía cuando fuimos al Cementerio con Don Críspulo y había sol en el momento que la Violeta pasó entre las flores de quienes la amaron y trataron de comprenderla.

Quedaban retumbando las palabras de Pablo Neruda:

Cuando naciste fuiste bautizada

como Violeta Parra:

el sacerdote levantó las uvas

sobre tu vida y dijo:

«Parra eres

y en vino triste te convertirás».

En vino alegre, en picara alegría,

en barro popular, en canto llano,

Santa Violeta, tú te convertiste,

en guitarra con hojas que relucen

al brillo de la luna,

en ciruela salvaje

transformada,

en pueblo verdadero,

en paloma del campo, en alcancía.

ALFONSO ALCALDE