77 grados Kelvin
D.H. despierta en una habitación de hospital desconocida. Sospecha que convalece de una nueva operación o que va a comenzar otra absurda terapia de rehabilitación. Protesta porque sabe que su tetraplejia es incurable, por mucho que se nieguen todos a admitirlo. Lo que el equipo médico va a decirle le parecerá una broma pesada, pero se verá obligado a asimilarlo. No solo se encuentra en otro hospital, sino también en un tiempo más avanzado, alejado de sus seres queridos. Consternado, sabrá que su difunto padre, incapaz de soportar verle el resto de su vida en una silla de ruedas, pagó con la cárcel su criopreservación, sometiéndolo en vida y sin consentimiento. El tiempo le daría la razón, ahora la ciencia será capaz de curarlo. Lo que descubrirá a cada paso le dejará maravillado. Esa nueva civilización ha logrado descifrar las comunicaciones del sistema nervioso, el contenido de los impulsos eléctricos orquestados desde el cerebro. Han aparecido en el mercado revolucionarios dispositivos capaces de integrarse con funciones sensoriales como la vista o el oído. Mediante minúsculos implantes, las personas pueden ver vídeos superpuestos en su campo visual, navegar por internet, escuchar o emitir sonidos, comunicarse sin aparatos. Sin embargo, no tardará en revelársele una realidad muy diferente. La adicción de unos al mundo virtual, la marginación que sufren los que rehúsan la nueva tecnología, o el control absoluto del estado sobre la red de ciudadanos condicionarán su nueva existencia.