Satán

Dios sabe de dónde había sacado la madre de Shorty el dinero para coger el autobús de Lansing a Boston. «Lee el Libro de las Revelaciones y reza», le decía a su hijo cuando iba a visitarle. Una vez me lo dijo a mí también, mientras esperaba la sentencia. Shorty leyó atentamente esta parte de la Biblia; se ponía de rodillas y rezaba como un diácono negro de la secta bautista.

Un día nos encontramos en presencia del juez del tribunal de Middlesex (donde, si mal no recuerdo, habíamos cometido catorce robos). La madre de Shorty lloraba, hacía inclinaciones de cabeza a su Jesús, no muy lejos de Ella y Reginald. Llamaron a Shorty primero.

—Primer cargo. De ocho a diez años…

—Segundo cargo. De ocho a diez años de cárcel…

—Tercer cargo…

Y finalmente:

—Con profusión de penas.

Shorty sudaba tanto que parecía que tuviera la cara cubierta de grasa. Al no entender el significado de estas palabras, había calculado mentalmente unos cien años. Dio un chillido y se desplomó. Los ujieres tuvieron que sostenerle. En ocho o diez segundos, Shorty se volvió tan ateo como yo lo había sido al principio. Fui condenado a diez años de cárcel. A las chicas les salió de uno a cinco años en el Reformatorio de Mujeres de Framingham (Massachusetts). Fue en febrero de 1946. Yo no tenía aún veintiún años. Ni siquiera había empezado a afeitarme.

Nos llevaron a Shorty y a mí, esposados juntos, a la cárcel de Charleston.

No puedo acordarme de ninguno de mis números de cárcel. Parece extraño, aun después de doce años. El número forma parte integrante del preso. Su nombre no se pronuncia jamás, sólo su número. Lo llevaba marcado en todas mis cosas, en todos mis vestidos. Al final, lo tenía impreso en el cerebro.

Toda persona que pretenda amar a su prójimo tiene que reflexionar un buen momento antes de votar una ley que mantiene a los hombres detrás de rejas, enjaulados. No digo que las cárceles tengan que desaparecer, pero sí las rejas. No se «reforma» nunca a un hombre detrás de rejas.

Recién llegado a Charleston, estaba muy mal físicamente y de un humor feroz, al verme de repente privado de la droga. En las celdas no había agua corriente. La cárcel había sido construida en 1805 —en tiempos de Napoleón— Mi celda era estrecha y sucia, podía tumbarme en el camastro y tocar las dos paredes. Un recipiente tapado hacía de water. Por fuerte que uno sea no puede soportar el olor de la defecación que produce todo un pasillo de celdas.

El psicólogo de la cárcel me interrogó. Le insulté de la manera más obscena que pude, y todavía peor al capellán. La primera carta que recibí en Charleston era de mi piadoso hermano Philbert; me decía que su «santa» Iglesia iba a rezar por mí. Le mandé una respuesta de la que todavía me avergüenzo.

Ella fue la primera que vino a visitarme. Tuvo que dominarse a sí misma y esforzarse en sonreír. Yo llevaba unos blue-jeans descoloridos con mi número marcado. No teníamos mucho que decirnos; hubiera preferido que no viniera. Los guardianes, armados, vigilaban una cincuentena de presos y a sus visitas. Cuando volvían a sus celdas, los presos novatos juraban siempre que cuando estuvieran en libertad lo primero que harían sería matar a los guardianes del locutorio. El odio se concentraba en ellos.

La primera vez que me emborraché en Charleston fue con nuez moscada. Mi compañero de celda era uno de esos traficantes que compran cajas de cerillas llenas de nuez moscada robada por los presos asignados a la cocina. Después nos las revendían contra reembolso o a cambio de cigarrillos. Me arrojé sobre la caja como si hubiera sido una libra de droga fuerte. Una caja de cerillas de nuez moscada en un vaso de agua da más o menos la misma euforia que tres o cuatro cigarrillos de marihuana.

Con el dinero que me envió Ella pude comprar enseguida a los guardianes de la cárcel euforias muy superiores. Obtuve marihuana, Nembutal, Bencedrina. Los guardianes las hacían pasar de contrabando para ganar un poco más; todos los detenidos saben que viven de eso.

En total, pasé siete años en la cárcel. Cuando pienso ahora, cuando trato de separar el año de más que pasé en la ciudad de Charleston, los recuerdos se mezclan en mi mente, recuerdos de nuez moscada y otras semi-drogas, de guardianes jurando, de mí arrojando cosas fuera de la celda, rezagándome en las colas, dejando caer la bandeja en el comedor, negándome a responder por mi número, pretendiendo que lo había olvidado, etc…

Prefería estar solo que en comunidad. Me paseaba de arriba a abajo como un leopardo enjaulado, blasfemando en voz alta como un carretero. Odiaba sobre todo a Dios y la Biblia. Desgraciadamente, la ley prevé un plazo después del cual hay que reintegrarse a la celda colectiva. Mis compañeros de celda me llamaron enseguida Satán, por mi hostilidad a la religión.

El primer hombre que me impresionó en la cárcel fue uno de mis compañeros de celda, Bimbi. De piel clara, un poco rojiza, como yo, más o menos de la misma estatura, cubierto de manchas rojas, ladrón desde siempre. Bimbi había estado en varias cárceles. Trabajábamos en un taller en el que se fabricaban placas para matrículas de coches. Yo estaba en la cadena en la que se pintaban los números. El trabajaba en la máquina que los imprimía.

Muchas veces cuando terminábamos nuestra «cuota de placas», nos sentábamos todos juntos —unos quince— para escuchar a Bimbi. Normalmente a un preso blanco no se le ocurriría nunca escuchar a uno negro. Pero cuando era Bimbi quien daba su opinión, hasta los guardias se inclinaban para oírlo mejor. Bimbi hablaba sobre cualquier tema, el más inesperado a veces.

Fascinaba a su auditorio. Sabía mucho sobre el comportamiento humano y nos demostraba que la única diferencia entre nosotros y la gente de fuera era que a nosotros nos habían atrapado. Cuando explicaba la historia de Concord (a donde yo tenía que ser trasladado poco después) parecía que estuviera pagado por el sindicato de iniciativa. Como tantos otros presos, yo no había oído nunca hablar de Thoreau,[13] antes de que Bimbi le dedicara una conferencia. Bimbi era el más asiduo de los clientes de la biblioteca. Lo que más me fascinaba de él, era que infundía un respeto absoluto… sólo con el poder de las palabras.

Bimbi no me hablaba mucho. Se mostraba arisco conmigo, pero yo notaba que me tenía simpatía. Le gustaba hablar de religión: es lo que me hizo buscar su amistad. Oyéndole me consideraba a mí mismo como alguien que había llegado más allá del ateísmo: yo era Satán. Pero Bimbi hacía del ateísmo un verdadero sistema, si es que puede llamarse así. Desde entonces dejé de atacar a la religión a base de blasfemias. Mis argumentos parecían muy débiles al lado de los suyos. Y él no era nunca grosero.

Bimbi me dijo un día, de buenas a primeras, como acostumbraba a hacer siempre, que no sería tan estúpido si usara mi materia gris. Yo quería su amistad, pero no sus consejos. Con otro preso, me hubiera mostrado grosero; pero nadie era grosero con Bimbi. Me dijo también que debería hacer cursos por correspondencia y utilizar la biblioteca de la cárcel.

Desde que salí de la escuela primaria de Mason no se me había ocurrido nunca estudiar nada (excepto el arte de traficar). Y la calle había borrado por completo todo lo que había podido aprender en la escuela. Ni siquiera sabía reconocer un verbo. Un carta de mi hermana Hilda me sugirió la idea de estudiar inglés y mejorar mi escritura. Las pocas postales que le había mandado eran casi ininteligibles.

De una manera u otra había que matar el tiempo. Me inscribí en un curso de inglés por correspondencia. Un catálogo cidostilado de los libros de la biblioteca corría de mano en mano y de celda en celda. Apunté mi número en los títulos que no estaban ya prestados. Gracias a los cursos por correspondencia, los ejercicios y las lecciones, fui recordando algunos elementos de gramática. Al cabo de un año, empecé a escribir cartas legibles y más o menos correctas. Influenciado por las explicaciones etimológicas de Bimbi, me inscribí también a un curso de latín por correspondencia.

Bajo la tutela de Bimbi, hice algunas ganancias con mis compañeros de celda. Les ganaba casi a todos jugando al dominó, y cada victoria me proporcionaba un paquete de cigarrillos que acumulaba en mi celda. Apostábamos cigarrillos y dinero en los combates de boxeo y en los partidos de base-ball y casi siempre ganaba. Nunca olvidaré aquel día de abril de 1947 en que Jackie Robinson jugó con los Brooklyn Dodgers. De todos los «fans» de Jackie Robinson, yo era el más fanático. Cada vez que jugaba tenía las orejas pegadas a la radio.

Un día de 1948, acababa de ser trasladado a Concord cuando mi hermano Philbert, que no paraba de adherirse a toda clase de movimientos, me escribió que esta vez había descubierto «la religión natural del negro». Ahora pertenecía, me dijo, a la «Nación del Islam». Añadió que tenía que «rezar a Allah para que me libertara». Le escribí una carta, esta vez en un lenguaje más correcto, es verdad, pero en el fondo todavía peor que aquella en que le decía lo que pensaba de su «santa» Iglesia.

Después recibí una carta de Reginald. Sabía que veía muy a menudo a Wilfred, a Hilda y a Philbert en Detroit, pero no vi ninguna relación entre las dos cartas. Reginald me daba las últimas noticias, y me decía: «Malcolm, no comas más cerdo y no fumes más. Yo te diré cómo salir de la cárcel».

Automáticamente, pensé que había descubierto un truco para librarme de las autoridades penales. Me dormí y me desperté, pensando qué podía ser. ¿Algo psicológico? ¿podría fingir alguna enfermedad que me permitiera salir de la cárcel privándome del cerdo y del tabaco?

Me moría de ganas de consultar a Bimbi. Pero me retuve instintivamente. Era demasiado importante para decírselo a nadie.

No me costó mucho dejar de fumar. Había pasado días enteros sin cigarrillos. Después de leer la carta de Reginald acabé el paquete que tenía empezado. A partir de entonces no toqué ni una colilla.

Tres o cuatro días más tarde nos sirvieron cerdo para comer.

No me acordaba del cerdo cuando me senté en mi sitio, como un robot, en la larga mesa de detenidos. Sentarse, lanzarse sobre el plato, tragar, levantarse, salir en fila: los buenos modales penitenciarios. Me pasaron la carne ¿pero qué carne? Presentada de aquella manera, no se podía saber… De golpe, la prescripción: no comas más cerdo apareció en letras luminosas en la pantalla de mi memoria.

Dudé mientras sostenía la bandeja en el aire; luego se la pasé a mi vecino. El se sirvió y después se paró bruscamente. Recuerdo que me miró sorprendido.

—No como cerdo, le dije.

Y la bandeja de carne siguió su camino hacia el otro extremo de la mesa.

Poco después, no se hablaba de otra cosa en toda la cárcel. La vida allí era tan monótona que la menor diversión tomaba proporciones desmesuradas. Aquella noche, todos los detenidos de mi hilera de celdas sabían que Satán no comía cerdo.

Yo me sentía extrañamente orgulloso. Siempre se dice que los negros, presos o no, no pueden pasar sin cerdo. Los presos blancos estaban sorprendidos, lo que me causaba una gran satisfacción.

Más tarde he comprendido que había hecho, sin saberlo, un acto de sumisión preislámica. Había obedecido a la prescripción musulmana: «Da un paso hacia Allah, y Allah dará dos hacia ti».

Mis hermanos de Detroit y de Chicago se habían convertido ya a lo que ellos llamaban «la religión natural del negro» de la que me había hablado Philbert. Rogaban todos por mi conversión en la cárcel. Cuando Philbert les dio a conocer mi mala respuesta, se preguntaron qué camino debían seguir. Concluyeron que era Reginald, el último convertido, el que estaba en más estrechas relaciones conmigo y me conocía mejor, el que tenía que encontrar la manera de convencerme.

Ella, por su parte, había dado todos los pasos necesarios para que me trasladaran a la colonia penitenciaria de Norfolk (Massachusetts), cárcel experimental que tiene como objeto la rehabilitación de los criminales. Los detenidos de otras cárceles decían que con dinero, o con enchufe, se podía ser trasladado a esta colonia que parecía demasiado bonita para ser de verdad. Ella se las arregló de manera que a fines de 1948 obtuvo mi traslado.

En muchos aspectos, esta colonia era un paraíso: los W.C. tenían agua; no habían rejas, sólo muros, y en el interior de estos muros una mayor libertad. Se respiraba aire puro, no estábamos en la ciudad.

La colonia comprendía veinticuatro «unidades» de cincuenta hombres cada una, si mal no recuerdo. Lo que debía hacer un total de 1.200 presos. Cada unidad tenía su «casa», cada casa sus tres pisos, y —¡oh milagro!— cada preso su propia habitación.

Un quince por ciento de los detenidos eran negros; había de cinco a nueve en cada unidad.

Que yo sepa, la colonia de Norfolk es lo más liberal que hay en materia de detención. La «cultura» (o al menos su versión penitenciaría) reemplazaba las habladurías maliciosas, la perversión, la rapiña, los guardianes odiosos. Muchos detenidos de Norfolk tenían actividades «intelectuales», como las discusiones, los debates, y cosas por el estilo. Los instructores formados en las técnicas de la rehabilitación venían de Harvard, la Universidad de Boston. El reglamento era mucho más liberal que el de las otras cárceles: visitas autorizadas casi todos los días, y durante dos horas enteras. Podíamos sentarnos delante de la visita, o a su lado.

Más extraordinaria todavía era la biblioteca cedida por un millonario llamado Parkhurst, especialmente interesado por la Historia y la Religión. Había miles de obras en las estanterías, y otras tantas en cajas, a falta de sitio en las estanterías. En Norfolk los detenidos podían entrar en la biblioteca sin autorización y escoger los libros. Los había muy antiguos, y, sin duda, muy raros. Al principio los escogía al azar; después aprendí a seleccionar los libros con un objetivo determinado.

Estuve un tiempo sin noticias de Reginald. Mientras tanto, yo seguía sin fumar y sin comer cerdo. Finalmente, me anunció su visita. Cuando llegó, yo estaba loco de impaciencia: ¿Qué secreto me diría?

Reginald sabía que yo razonaba como un traficante. Por esto era tan eficaz su método. Yo esperaba que me aclarara su misteriosa prohibición. Pero él se limitaba a darme noticias de la familia, de Detroit, de Harlem. Nunca le he pedido a nadie que me explique algo antes de que esté dispuesto a hacerlo. El tono falsamente indiferente de Reginald me hizo comprender que se trataba de algo muy importante.

Por fin, como si la idea acabara de pasarle por la cabeza, me dijo: «Malcolm si existiera un hombre que supiera todo lo que se puede saber, ¿Qué sería este hombre?».

Le conocía bien esta manía exasperante de las adivinanzas. Yo he preferido siempre decir las cosas a la cara.

—Bueno, sería una especie de dios.

—No, es un hombre que lo sabe todo.

—¿Quién? le dije.

Dios es un hombre, respondió Reginald. Su verdadero nombre es Allah.

Allah. Me acordé de pronto de que ese nombre figuraba en la carta de Philbert. Reginald continuó. Dijo que Dios tenía trescientos sesenta grados de conocimiento, o sea «la suma total del saber».

Decir que no entendía nada sería un eufemismo. Seguí escuchando a Reginald que hablaba lentamente.

—El diablo sólo tiene treinta y tres grados de conocimiento; es la franc-masonería, añadió Reginald (Recuerdo las palabras exactas porque las he repetido tantas veces a los demás). El diablo se sirve de la franc-masonería para dominar a la gente.

Reginald me explicó que su Dios había venido a América y se había aparecido a un hombre llamado Elijah, «un negro, un hombre como nosotros». Ese Dios había dicho a Elijah que el tiempo del diablo estaba llegando al final.

—El diablo también es un hombre, dijo.

—¿Qué quieres decir?

Con un gesto, Reginald me indicó algunos detenidos blancos y a sus visitas.

—Esos, dijo Reginald. El diablo es el hombre blanco.

—Todos los blancos saben que son diablos, sobre todo los franc-masones.

Nunca olvidaré ese momento. Pensé en todos los blancos que había conocido. No sé por qué, me detuve al llegar a Hymie, el judío que había sido bueno conmigo.

Reginald también le conocía.

—¿Sin ninguna excepción? le dije.

—Sin ninguna excepción.

—¿Y Hymie?

—¿Es una prueba de bondad pagarle a alguien quinientos dólares cuando uno mismo está ganando diez mil?

Reginald se fue. Yo reflexioné. Reflexioné, reflexioné, reflexioné. Todo aquello no tenía ni pies ni cabeza. Ni término medio.

Todos los blancos que conocía desfilaron ante mí. Desde el principio. Los de la Asistencia que se metían en nuestros asuntos tras la muerte de mi padre, asesinado por los blancos. Los blancos que trataban a mi madre de «loca» delante de sus hijos. Los otros blancos que la habían llevado al asilo de Kalamazoo. El juez blanco, los otros jueces que habían separado a los niños. Los Swerlin, los otros blancos de Mason. Los niños blancos de mi clase, los profesores, los que me habían aconsejado que me hiciera «carpintero», porque ser abogado no era propio de un negro.

Sus rostros desfilaban ante mí, me dolía la cabeza. Los blancos de Boston, los del Roseland que bailaban «sólo entre blancos» mientras yo les limpiaba los zapatos. Los del Parker House donde yo llevaba la vajilla sucia a la cocina. Sophia.

Los blancos de Nueva York, los policías, los criminales blancos con los que me había relacionado. Los blancos que se amontonaban en los speakeasies negros para probar el «alma negra». Las mujeres blancas que deseaban hombres negros. Los hombres que yo acompañaba a las casas negras especializadas.

Nuestra «pantalla» de Boston, su representante, un antiguo detenido. Los policías de Boston. El amigo del marido de Sophia. El mismo marido al que no había visto nunca pero del que tanto había oído hablar. La hermana de Sophia. El joyero judío que me había tendido una trampa. Las asistentes sociales. El magistrado que me había condenado a diez años de cárcel. Los presos, los guardianes, las autoridades.

Reginald, que vino a verme unos días más tarde, notó que sus palabras habían producido efecto. Se puso contento. Después, muy seriamente, me habló durante dos horas enteras del «diablo blanco» y del «lavado de cerebro que los negros habían sufrido».

Reginald me dejó terriblemente preocupado. Por primera vez en mi vida, empecé a reflexionar sobre cosas serias. El poder del hombre blanco estaba de capa caída; pronto tendría que dejar de oprimir y de explotar a los que tenían la piel oscura. Y las pieles oscuras iban a tomar ahora su venganza; el hombre blanco iba a perder.

—Tú no sabes quién eres. Ni siquiera sabes, porque el blanco se ha guardado bien de decírtelo, que perteneces a una civilización muy antigua, rica en oro y en reyes. No sabes tu verdadero nombre de familia, no reconocerías tu propia lengua si la oyeras hablar. El hombre blanco te ha alienado. Desde el día en que el diablo blanco te asesinó, violó, arrancó de tu tierra natal en la personal de tus antepasados, has sido su víctima.

Ahora recibía por lo menos dos o tres cartas al día de mis hermanos de Detroit. Eran todos musulmanes, discípulos de un hombre al que llamaban «el Honorable Elijah Muhammad», un hombre amable, de baja estatura, al que a veces también llamaban «el Mensajero de Allah». Elijah Muhammad era, según decían, un «negro como nosotros». Había nacido en los Estados Unidos, en una granja de Georgia. Su familia se había trasladado a Detroit, donde él había conocido a un tal Wallace D. Fard. Afirmaba que Fard era «Dios en persona». Wallace D. Fard había confiado a Elijah Muhammad el mensaje de Allah para el pueblo negro, pueblo que constituía «la Nación perdida y reencontrada del Islam en el desierto de América del Norte».

Todos me exhortaban a «relacionarme con el Honorable Elijah Muhammad». Reginald me explicó que los musulmanes, que adoraban a Dios, no comían cerdo. Los discípulos de Elijah Muhammad condenaban los productos nocivos tales como narcóticos, el tabaco, el alcohol. Leí y oí repetir cien veces que «la cualidad esencial del musulmán es la sumisión a la voluntad de Allah».

Los discípulos del Honorable Elijah Muhammad poseían lo que ellos llamaban «el verdadero conocimiento del hombre negro»; conocimiento que yo debía ir adquiriendo poco a poco gracias a las largas cartas de mis hermanos, y a los folletos que les añadían.

La verdad, en pocas palabras, era que los blancos habían «blanqueado» la historia y los libros de historia, y que lavaban el cerebro del hombre negro desde hacía cientos de años. El Primer Hombre era negro y vivía en un continente que se llamaba África, donde la especie humana había aparecido por primera vez en el planeta.

El Primer Hombre, el hombre negro, había instituido imperios y grandes civilizaciones, mientras el hombre blanco vivía todavía en las cavernas y andaba a cuatro patas. «El diablo blanco», a través de toda la historia, no había hecho más que asesinar, violar, explotar y torturar a todas las razas de color.

El tráfico de la carne negra es el crimen más horroroso de toda la historia de la humanidad. Data de la época en que el hombre blanco llegó a África para asesinar y secuestrar a los millones de hombres, mujeres y niños negros a fin de transportarlos al Nuevo Mundo en galeras de esclavos.

El diablo blanco había privado al pueblo negro del conocimiento que había tenido de sí mismo, de su lengua, de su religión, de su cultura pasada, hasta tal punto que el negro americano era el único pueblo del mundo que ignoraba por completo su personalidad profunda.

En el espacio de una sola generación, los esclavos negros habían sido violados por sus amos blancos. Pronto apareció una raza, domesticada, que ignoraba su propio nombre. Los amos obligaban a esta raza mixta a adoptar sus nombres de familia.

Decían al «negro» que su África natal estaba poblada de impíos, de salvajes negros que se balanceaban en los árboles como simios. El «negro» lo aceptó, como aceptó toda la instrucción que le dio el hombre blanco y que iba destinada a inculcarle la obediencia y el culto al hombre blanco.

Cuando todas las religiones del mundo enseñaban a sus fieles que su Dios era un ser identificable, un Dios que se parecía a ellos, el esclavista obligó al negro a adoptar la religión cristiana. Le enseñó a adorar un dios extranjero, que tenía el pelo rubio, la cara pálida y los ojos azules de su amo.

Esta religión enseñaba al «negro» que ser negro era una maldición. Que todo el que era negro, incluido él mismo, era un ser odiable. Le enseñó que todo el que es blanco es bueno, admirable, digno de respeto y de amor. Este lavado de cerebro se llevaba de tal manera que el «negro» acababa por creer que cuanto más manchada estaba su piel de la blancura de su amo, más «superior» era. La religión cristiana de los blancos enseñaba al negro que debía poner la otra mejilla, sonreír, escarbar la tierra, inclinarse, humillarse, cantar, rezar y contentarse con las migas que caían de la mesa del blanco; que tenía que esperar el maná que caería del cielo, aspirar a un paraíso en el otro mundo ya que el paraíso de aquí abajo estaba reservado a los blancos.

¿Cómo describir mi reacción ante este lenguaje? Todos los instintos del ghetto, de la jungla, todos los instintos de zorro, de lobo, de criminal, todo lo que había rechazado en mí cualquier enseñanza, quedó aniquilado de repente. Era como si mi vida pasada hubiera desaparecido de una vez para siempre sin dejar la menor huella.

Escribí a Elijah Muhammad. Vivía entonces en Chicago. Tuve que escribir veinticinco veces esa primera carta de una página. Quería que fuera bien legible y comprensible. Pero ni yo mismo podía descifrar mi propia escritura. Mi ortografía y mi gramática eran aún muy malas. Le expliqué a Elijah Muhammad, lo mejor que pude, que mis hermanos me habían hablado de él, y me excusé por mi mala letra.

Muhammad me respondió con una carta dactilográfica. La firma de «Mensajero de Allah» me dejó electrificado. Me daba la bienvenida, y materia de reflexión. El preso negro, decía, es el símbolo del crimen de la sociedad blanca que oprime al negro, deja que se corrompa en la degradación y la ignorancia y hace de él un criminal incapaz de aspirar a una vida honrada. Me decía que tuviera valor. Incluso me mandaba dinero, un billete de cinco dólares. Estoy seguro que todavía debe mandar dinero a todos los presos que le escriben.

Mis hermanos me decían, «Reza a Allah… volviéndote hacia el Este». De todas las pruebas que he pasado, la de la oración ha sido la más difícil. Ya me entendéis. Admitía las teorías de Muhammad y las creía. Pero esto no me exigía más que una adhesión de espíritu. Me decía: «Es verdad» o: «No lo había pensado nunca». Pero doblar las rodillas, el acto de rezar, bueno, me costó una semana acostumbrarme.

Ya sabéis qué clase de vida había llevado hasta entonces. Sólo me había arrodillado para desmontar una cerradura antes de entrar a robar. Y aún así me costaba arrodillarme. La molestia y la vergüenza me hacían levantarme enseguida.

Que un pecador se arrodille, reconozca su culpa, implore el perdón de Dios, es lo más difícil que hay en el mundo. Hoy lo digo y lo hago sin dificultad. Pero entonces yo era el mal en persona. Intenté cien veces ponerme en la posición prescrita por el Islam para la oración. Cuando al final conseguí arrodillarme, no sabía que decirle a Allah.

Durante los años siguientes estuve en una soledad casi total. Nunca había estado tan ocupado. Cambié con una rapidez sorprendente de manera de pensar. Mis viejas costumbres caían en el vacío como la nieve que se desliza de los tejados. Era como si alguien —a quien yo conocía muy bien— hubiese vivido del contrabando y el crimen. Y me sorprendía cada vez que recordaba mi anterior personalidad.

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Hasta aquí queda recogido íntegramente los primeros nueve capítulos de la Autobiografía. En los siguientes, Malcolm X narra su salida de la cárcel y los largos años de militancia entre los Musulmanes Negros, pero hemos preferido recoger su evolución ideológica con una selección de sus discursos en la segunda parte del libro. Por su interés para reflejar sus últimas posiciones, reproducimos a continuación el último capítulo de su Autobiografía.