«Detroit Red»
Cada día me jugaba las propinas —unos quince o veinte dólares— y soñaba en lo que haría cuando ganase.
Veía gente que se pegaban la gran vida cuando ganaban. No me refiero a los que tenían siempre dinero, sino a la clase trabajadora que a no ser por eso no se verían nunca en los bares, y que habían ganado lo suficiente para dejar de trabajar para los blancos del centro. Casi siempre se compraban un Cadillac, y a veces invitaban a sus amigos a beber y comer bistecs durante dos o tres días. Les juntaba dos mesas para que comiesen y ellos me daban dos o tres dólares de propina cada vez que me veían aparecer con la bandeja.
Todos los días, excepto los domingos, había cientos de miles de negros de Nueva York jugando desde un penny hasta sumas de tres unidades. Para ganar había que acertar las tres últimas cifras de la cantidad de los asuntos exteriores e interiores, que se publicaba en la Bolsa y se imprimía cada día en los periódicos.
Algunos jugaban todo el año al mismo número. Otros guardaban las listas de los números que habían salido en años anteriores; calculaban las posibilidades de que volvieran a salir estos números, o inventaban otros sistemas. Otros jugaban según lo que les pasaba por la cabeza: el número de la matrícula de un coche que pasaba, cifras inscritas en cartas, en telegramas, en facturas de la lavandería, o en cualquier sitio. Por un dólar se vendían libros especializados que sugerían números soñados.
El Bar del Paraíso me fascinaba. No había nada más instructivo en todo Harlem. Les caí en gracia a los hombres de negocios negros, sabían que era todavía bastante ingenuo y querían «poner a Red en el buen camino». Me señalaban discretamente, con un guiño, los inspectores de paisano. Para un traficante, era elemental conocerles, y poco a poco fui aprendiendo a adivinar la presencia de un policía. Las reglas del oficio eran: no confiar en nadie, excepto en los amigos más íntimos, que había que escoger a conciencia.
En el Bar del Paraíso necesitábamos estar todos juntos, unidos los unos a los otros, para encontrar una seguridad, un poco de calor, y confort. Nosotros, que hubiéramos podido explorar el espacio, curar el cáncer, crear industrias, éramos, sin saberlo, las víctimas negras del sistema.
Pero el Bar del Paraíso no era un nido de criminales: insisto en este punto. El universo de traficantes me fascinaba. Pero en realidad, el bar era uno de los sitios más respetables de Harlem, al menos de noche. La policía de Nueva York lo recomendaba a los blancos que buscaban un sitio de Harlem «sin peligro».
Un cincuenta por ciento de los habitantes de Harlem vivían en habitaciones alquiladas. Yo estaba en una casa inmensa de Saint Nicholas Avenue. Era uno de los pocos hombres que vivían allí. La guerra estaba en pleno apogeo. No se podía poner la radio sin oír hablar de Guadalcanal o de África del Norte. Muchas de las inquilinas eran prostitutas. Algunas hacían contrabando, otras eran miembros de una banda de ladrones, vendedoras de drogas, y creo que la mayoría de ellas se drogaban. En Harlem, casi todo el mundo se veía obligado a hacer contrabando para sobrevivir y casi todos necesitaban olvidar lo que tenían que hacer para sobrevivir.
En aquella casa aprendí más cosas sobre las mujeres que en ninguna otra parte. Desde el punto de vista moral, aquellas prostitutas valían mucho más que algunas hipócritas que seducen a más hombres, por puro placer, que las mismas profesionales. Y me refiero tanto a las negras como a las blancas. ¡Cuántas negras rivalizaban, en este aspecto, con las blancas de aquellos tiempos de guerra! Mientras sus maridos estaban luchando al otro lado del mar, ellas se acostaban con otros hombres y hasta les daban el dinero de sus maridos. Y cuántas mujeres, que ante todo pretendían ser esposas y madres, iban detrás de los hombres como las prostitutas, aun viviendo con su marido y con sus hijos.
Aprendí los vicios de los blancos de una fuente segura: sus propias mujeres. A medida que me hundía en el mal, podía ver con mis propios ojos la moralidad blanca. Yo mismo ayudaba a los blancos, para ganarme la vida, a satisfacer sus gustos más extraños.
Al vivir en la misma casa que las prostitutas, llegué a acostumbrarme a ver entrar y salir blancos y negros, de día y de noche. Pero la hora clave era entre las seis y las siete y media de la mañana. Todos los hombres salían corriendo y, hacia las nueve, yo era el único que quedaba en la casa.
Estos hombres tan madrugadores eran los maridos que salían de sus casas temprano para poder pasar por la Saint Nicholas Avenue antes de ir a trabajar. Naturalmente, no venían cada día los mismos, pero siempre venían muchos. Incluso habían algunos blancos que llegaban en taxi del centro de la ciudad.
Las responsables de este movimiento matinal eran las esposas dominadoras que a base de quejarse o de pedir demasiado acababan castrando psicológicamente a sus maridos. Esas mujeres eran tan desagradables y ponían tan nerviosos a sus maridos que les hacían perder la satisfacción de ser hombres. Para librarse de la atmósfera tensa que se creaba en su casa y no quedar ridiculizados por su propia mujer, se levantaban todos un poco más temprano y venían en busca de las prostitutas.
Estas conocían bien a los hombres: era su oficio. Me decían que después de los treinta años, la mayoría hacen el amor únicamente para satisfacer su amor propio, y al no comprender esta necesidad las esposas hieren cruelmente al amor propio de sus maridos. En brazos de una prostituta, el menos viril de los hombres se cree un tipo extraordinario. Y ésta era la explicación de lo que pasaba por las mañanas en mi casa. La mayoría de mujeres podrían conservar a sus maridos si se dieran cuenta de que, ante todo, ellos necesitan ser hombres.
Las prostitutas no me ocultaban nada. Me explicaban cosas muy curiosas sobre las diferencias entre negros y blancos. ¡Qué perversidades! (Yo pensaba que me las sabía todas, pero descubrí muchas más cuando hice de guía a los blancos). El pequeño italiano al que llamaban «Diez dólares al minuto» hacía reír a toda la casa. Cada mediodía, sin falta, salía de su restaurante situado en una cava y subía a casa de una prostituta. Lo más curioso es que no se quedaba nunca más de dos minutos, y se dejaba cada vez veinte dólares.
Según las prostitutas, era muy fácil hacer perder el juicio a la mayoría de los hombres. Los pobres se quejaban cada día de tener que aguantar los sermones de sus esposas, que tenían de todo y no les faltaba nada. Las prostitutas decían que muchos hombres tendrían que saber lo que sabe cualquier chulo: el hombre tiene que mimar de verlo en cuando a su mujer para demostrarle que la quiere, pero después tiene que mantenerse duro. Las mujeres más difíciles dicen que prefieren a los hombres así: todas las mujeres son, por naturaleza, frágiles y débiles; se sienten atraídas por los hombres fuertes.