Capítulo 27

En cuanto transcurrió el plazo que Arturo había establecido, comenzó el ataque. Lancelot estaba con los dos irlandeses y unos cien hombres armados, prácticamente todos los que tenían a su disposición, arriba, en el camino de ronda, y oteaba el valle, rezando hasta el último momento para que Arturo se lo pensara mejor y no sacrificara absurdamente tantas vidas con el fin de recuperar algo que nunca le había pertenecido.

Al regresar a Tintagel, no fue a hablar con Ginebra. Sólo le dio las riendas del unicornio a un criado que había ido a su encuentro y salió corriendo a la muralla para comunicarle a Sean la conversación mantenida con Arturo. Siguiendo las órdenes de Lancelot, Patrick reunió a todos los habitantes de Tintagel y el caballero les explicó abiertamente y sin tapujos lo que les aguardaba para que ellos mismos decidieran libremente si querían marcharse y salvar sus vidas.

Ninguno de ellos abandonó el castillo.

Y ni una sola de las numerosas oraciones de Lancelot fue escuchada.

A la hora fijada, las sombras comenzaron a moverse en el llano. Había oscurecido casi por completo, de tal manera que sólo intuían una gigantesca masa negra, en la que brillaban diminutas chispas rojas —los fuegos que los hombres habían encendido para protegerse del frío de la noche incipiente— y que estaba conformada por un vaivén vago, donde las unidades eran imperceptibles. Pero algo cambió en ese vaivén: su constante ir y venir, que para su intranquilidad no llevaba ninguna dirección precisa, devino en un sombrío deslizarse, como si la noche misma se hubiera confundido con él y serpenteara despacio pendiente arriba.

Al mismo tiempo, un ruido extraño y distante fue adueñándose del lugar: algo como el sonido del viento que rozara el techo de hojas de un denso bosque lejano, luego se transformara en un rumor y acabara en silbido y aullido. Y a las tinieblas que oscilaban a sus pies vino a sumarse una segunda sombra, gris, que subió de la tierra y rápidamente empezó a ennegrecer el firmamento, semejante a una bandada de pájaros que hubiera despertado y levantara el vuelo.

Pero no se trataba de pájaros.

Lancelot se echó a un lado y apretó su espalda contra las frías piedras de las almenas; también los otros hicieron lo mismo, y los que no tenían piedras macizas frente a ellos, se acurrucaron tras sus escudos. Y llegó la sombra, y se dividió en cientos, en miles de mensajeros de la muerte, finos, emplumados, que alcanzaron la muralla o se precipitaron sobre el patio de armas. La mayoría de las flechas habían sido disparadas con precisión, algunas también erraron y otras llegaron tan lejos que se quebraron contra la pared de la zona privada, al otro lado del patio, o rompieron algunas ventanas.

Según el juicio de Lancelot, aquella primera salva no se cobró ni una sola víctima, pues los hombres se habían puesto a tiempo a cubierto y en el patio no quedaba nadie; no obstante, un escalofrío recorrió su espalda. Los arqueros de Arturo podían estar en primea línea, pero se hallaban todavía al pie de la colina, unos cincuenta metros más abajo y, por lo menos, a doscientos metros de ellos, y, sin embargo, aquella primera salva habría barrido a la mitad de los defensores de las almenas si Lancelot no hubiera sabido lo que iba a suceder y no hubiera avisado a los hombres con suficiente antelación. Sabía por propia experiencia el enorme alcance y la potencia de perforación que tenían los arcos largos ingleses, pero hasta aquel momento nunca había estado en el bando contrario de los que tiraban con aquellas armas.

—¡Abajo, abajo! —gritó Sean, que se había resguardado como Lancelot en el ángulo muerto que quedaba bajo las almenas—. ¡A cubierto!

Su advertencia no fue vana. El inquietante zumbido sonó otra vez y al instante siguiente una nueva lluvia de flechas cayó sobre ellos. En esta ocasión, por lo menos, uno de los tiros mortales logró su objetivo. Lancelot observó horrorizado cómo a pocos metros de él una flecha, más larga que un brazo, caía derecha del cielo y agujereaba tanto el fino escudo de cañas trenzadas como la coraza de uno de sus hombres. Al otro lado del camino de ronda un grito indicó que otro hombre había sido alcanzado.

—¡Abajo! ¡Permaneced abajo! —gritó Sean. Había un silencio tan inquietante en la muralla que sus palabras debían de oírse en todo el castillo—. ¡Escondeos en los ángulos muertos! ¡Agachaos!

A pesar de esas palabras, apenas aguardó a que la última flecha cayera del cielo para saltar de su escondite y correr agachado hasta una de las grandes ollas que habían sido colocadas bajo las almenas. El fuego ardía bajo ellas desde el regreso de Lancelot, pero Sean lo atizó para que se avivara y el aceite caliente de su interior alcanzara en unos minutos el punto de ebullición. A lo largo de las murallas varios hombres estaban haciendo lo mismo cuando los arqueros de Arturo dispararon una nueva andanada, que los obligó a ponerse de nuevo a cubierto. El destino de sus dos compañeros les había enseñado a ser más precavidos. Esta vez, ninguna flecha dio en el blanco; sin embargo, la salva consiguió el efecto buscado: los defensores se quedaron en sus refugios y nadie se atrevió siquiera a echar un vistazo abajo.

Sean también contaba con ello. Había cogido la rama encendida de uno de los fuegos y la meció adelante y atrás a un ritmo determinado. Unos segundos después, un ojo rojo parpadeante contestó a la señal desde uno de los torreones. Por lo visto, el irlandés había apostado a un hombre allí para que vigilara la puerta y el camino de rocas desde la distancia.

Superaron una tercera andanada de flechas, sin que hubiera más bajas, pero Lancelot no se dejó engañar por ello. Arturo tenía que saber tan bien como él que esa tormenta de flechas no podía debilitar a los defensores, pero no era ningún tonto. Sin duda, estaba haciendo que sus arqueros gastaran sus valiosas flechas para que los hombres del castillo permanecieran a cubierto y el resto de sus tropas pudiera así aproximarse a la fortaleza sin riesgo.

—¡Las cosas se van a poner divertidas! —le gritó Sean—. ¡Dentro de un momento estarán aquí!

Lancelot miró al irlandés sin acabar de entender y horrorizado al mismo tiempo. Por muy increíble que fuera, ¡Sean parecía alegrarse ante la batalla venidera! Lancelot se irguió con precaución tras el parapeto, dio un paso hacia el compañero y recibió en justa correspondencia un fuerte golpe en el yelmo, que le obligó a caer de rodillas, emitiendo un grito y la consiguiente maldición, unas décimas de segundo antes de que la flecha que había chocado contra el metal indestructible de su armadura mágica cayera rota en dos mitades a su lado, en el suelo. El caballero se cerró la visera antes de terminar el trayecto a cuatro patas y llegar jadeando junto al irlandés.

—¿Qué querías comprobar? —preguntó Sean en tono burlón—. ¿Si los arcos de Arturo son tan buenos como dicen o si tu armadura aguanta lo que promete?

Lancelot ignoró la broma hiriente de Sean y se acurrucó en el ángulo muerto de la muralla cuando una nueva lluvia de flechas cayó sobre ambos. Tampoco esta vez alcanzaron a nadie —por lo menos, no oyeron ningún grito—, pero para Lancelot ése fue un flaco consuelo. Con cada salva que disparaban los arqueros en el valle, los guerreros de Arturo se aproximaban más y el intervalo hasta el comienzo de la verdadera ofensiva se hacía más corto. Por primera vez, Lancelot sentía pánico ante la batalla.

No temía ser herido o morir… Tanto lo uno como lo otro era inevitable, y él había aceptado su destino. Sin embargo, aquella batalla era radicalmente distinta a las otras en las que había participado. Esta vez no tenían ante sí a ningún enemigo de Britania, de Camelot o de Arturo. Esta vez sería una guerra fratricida y tendría que emplear su espada contra hombres que, en realidad, estaban del mismo lado que él; tal vez, contra hombres con los que había luchado, codo con codo, no mucho tiempo atrás. ¿Por qué se comportaba el destino de aquella manera tan cruel? ¿Qué había hecho para que no le dejara la mínima salida?

—Calculo que quedan dos o tres salvas más —Sean sopló la rama que todavía tenía en la mano, para avivar las ascuas, y volvió a moverla arriba y abajo como antes. El vigilante de la torre respondió un momento después, y, aunque Lancelot no conocía el código que Sean y él tenían preestablecido, se percató de que, tras la ventana de allá arriba, el parpadeo de la pequeña luz roja era distinto esta vez. De pronto, sonó un chirrido agudo y un grito espeluznante se propagó desde la torre. El ojo rojo intermitente se apagó de inmediato.

—¡Maldita sea! —soltó Sean—. Apuntan mejor de lo que creía —durante un breve instante miró encolerizado hacia la ventana de la torre vigía, luego apretó los labios con enfado e hizo amago de levantarse de su escondite para mirar hacia abajo. Pero Lancelot se le adelantó. Se aseguró con un movimiento rápido de que llevaba la visera bajada, se protegió la cara con el escudo y se incorporó tras las almenas. Todavía no se había erguido lo suficiente para ver a los atacantes en el camino de rocas cuando tres o cuatro flechas chocaron a la vez contra su escudo. Se rompieron todas sin ni siquiera hacerle un arañazo, pero la mera energía del empuje obligó a Lancelot a retroceder unos pasos. Enseguida saltó hacia delante, se agachó por detrás del borde del escudo y rezó para que los tiradores de allá abajo no fueran todavía mejores de lo que ya habían demostrado y acabaran haciendo blanco en una de las finas ranuras de su visera.

Un enjambre de flechas golpeó el parapeto a su lado y más abajo, algunas le sobrepasaron y tres o cuatro por lo menos se hicieron añicos contra su escudo. Una rozó su casco, pero esta vez Lancelot estaba preparado para el golpe y persistió en asomarse.

Le aterrorizó lo que vio.

El estrecho camino que serpenteaba por las rocas se hallaba plagado de hombres. Los primeros habían alcanzado casi la puerta de entrada, y cientos y cientos los seguían de cerca. A pesar de todo, hasta aquel instante la sola idea de que Arturo enviara a todo su ejército contra Tintagel, a Lancelot le resultaba más bien ridicula. ¿Treinta mil hombres contra un castillo defendido por doscientos? Era grotesco. Y, sin embargo, así parecía que iban a desenvolverse las cosas, porque cuando apartó la vista del pie de la muralla y miró a la explanada donde se encontraba situado el campamento, descubrió una mole pesada, oscilante, que tomaba la dirección de Tintagel.

No daba la impresión de que en aquella batalla Arturo fuera a guiarse por palabras como caballerosidad, justicia y honestidad. Más bien se había decantado por que la totalidad de sus guerreros arrasara la fortaleza, una táctica que habría de llevarle al éxito evidentemente. Pero ¡qué precio iba a pagar por ello!

Lo alto que sería se lo demostró Sean al momento siguiente.

—¿Y? —preguntó el irlandés.

Lancelot se dejó caer con rapidez tras el escudo y sacudió la cabeza.

—Están aquí.

—¿Abajo, en el camino?

—Y delante de la puerta —afirmó Lancelot.

Sean asintió iracundo y sus ojos mostraron aquella expresión que a Lancelot tanto le asustaba, porque le dejaba bien a las claras que en el irlandés había algo que se alegraba realmente ante la batalla. No dijo nada, sólo se encogió cuando cayó una nueva lluvia de flechas sobre ellos, luego se puso a cuatro patas y se deslizó con torpeza, pero rapidísimamente, hacia la olla de aceite que había calentado antes. Cayó una nueva lluvia de flechas. Una de ellas fue a parar dentro de la olla tras la que se había ocultado Sean. El aceite hirviendo saltó y el irlandés emitió un chillido de dolor y se frotó la cara con el brazo.

Y, de pronto, llegó el momento de la verdad. A aquella salva no le siguió ninguna otra; pero, en su lugar, desde abajo, desde el camino, se elevó el estridente grito de guerra de cientos y cientos de hombres. Y, tan sólo un segundo después, haciendo un ruido sordo, algo golpeó la muralla que Lancelot tenía a su espalda. Cuando levantó la vista, atemorizado, ¡vio los dos peldaños superiores de una escalera!

—¡Ahora! —gritó Sean y saltó desde su escondite improvisado, agarró la olla, a pesar de que debía estar ardiendo, y comenzó a volcarla hacia delante. Lancelot observó cómo se tensaban los músculos del gigante irlandés, y por un momento creyó notar olor a piel chamuscada. Continuó empujando el recipiente hacia delante y el contenido mortal se derramó almenas abajo.

Un coro de chillidos se unió a los gritos de guerra. Chillidos tan altos y agudos, y cargados de un sufrimiento tan atroz, que algo se rompió en Lancelot y por una décima de segundo no quiso nada más que correr y huir de allí, a otro lugar, lejos de aquel sitio espantoso en el que las personas se hacían entre sí las peores cosas de que eran capaces. El coro se elevó cuando desde otras zonas de la muralla se vertieron más tinajas de aceite hirviendo. Al mismo tiempo, comenzaron a aparecer nuevas escaleras junto a los muros y algo chocó por debajo de ellos contra la puerta, haciendo un ruido sordo y vibrante.

—¡Ya es suficiente! —gritó Sean. Con una impresionante muestra de fuerza, elevó la olla vacía y la tiró por la muralla. Lancelot vio que sus manos estaban llenas de sangre y que algunas tiras de su piel quemada se habían quedado pegadas al recipiente de hierro fundido, pero Sean no dio muestras de sentirlo. Con una carcajada estruendosa, que se oiría en la lejanía, sacó la espada de la funda y se tiró contra el primero de los atacantes que apareció frente a él por la escalera.

Y en vez de darse media vuelta y escapar, Lancelot también saltó y desenvainó su arma.

Lo que siguió fue una pesadilla. Daba lo mismo cuántas víctimas se había llevado por delante el aceite hirviendo, fueron muy pocas para lograr contener aquella avalancha humana. De pronto, docenas, cientos de escaleras, impactaron contra la cortina almenada y por cada una de ellas subió un hombre, que, empuñando un arma, pretendía acceder al camino de ronda.

Sólo una minoría lo logró y, en algunos casos, no consiguieron más que poner un pie sobre la fortaleza. A su lado, Sean asestó un mandoble que no sólo decapitó a su infeliz contrincante sino que también partió los peldaños sobre los que había surgido su cabeza. El irlandés dejó caer la espada, cogió la escalera y la giró de un brusco movimiento, y de repente también Lancelot se vio atacado por dos hombres que parecían haber surgido de la nada.

Al primero le clavó la espada de runas en el pecho y contuvo el golpe del segundo con una maniobra tan fuerte del escudo que al hombre le saltó el arma de la mano y él cayó hacia atrás batiendo los brazos. Lancelot le dio tan fuerte que el otro perdió por fin el equilibrio y se precipitó gritando al patio de armas. Luego, se dio la vuelta y descubrió demasiado tarde a un nuevo guerrero que se impulsaba con energía sobre las almenas mientras le pegaba con la espada en la cabeza. Lancelot movió el escudo hacia arriba con presteza, pero la acción llegó demasiado tarde y la hoja golpeó su casco con toda su potencia. El acero forjado por una mano humana no pudo perforar la armadura mágica, pero la fuerza del golpe echó a Lancelot hacia atrás hasta llevarlo al suelo del todo. El guerrero gritó su triunfo, saltó sobre él y cogió la espada con ambas manos para hincarla derecha en su pecho.

Con toda seguridad, la punta de la espada habría rebotado en la armadura, pero el hombre empleó toda su fuerza y el peso de su cuerpo en el ataque y eso habría bastado para romperle un par de costillas, incluso para herirle de gravedad. Sin embargo, también ese movimiento llegó tarde porque, de pronto, Sean estaba sobre él. El titán irlandés logró desviar la espada del atacante en el último momento, de tal modo que la punta del arma arañó echando chispas la piedra que se hallaba junto a Lancelot; a continuación agarró al hombre con las dos manos y lo tiró por encima de las almenas. Mientras el soldado caía chillando al fondo, Sean se dio la vuelta y extendió la mano para ayudar a Lancelot.

—Cuida un poquito de ti, mi pequeño héroe —dijo esbozando una mueca—. Una armadura indestructible no garantiza que no te puedan herir.

Lancelot evitó una respuesta por prudencia y levantó la espada en pos de otro agresor.

No tuvo que buscar mucho. De alguna manera, los hombres de Sean habían logrado contener la primera oleada, pero por la cortina almenada surgieron nuevos cascos y puntas de lanzas, y también los golpes en la puerta se hicieron más fuertes. Lancelot se alineó junto a un guerrero que estaba luchando valientemente pero sin éxito contra uno de los hombres de Arturo, terminó el duelo con una rápida estocada de la espada élbica y arremetió contra la escalera por la que éste había trepado, tirándola a un lado. No pudo ver lo que sucedía después. Sólo oyó un crujido apagado, seguido de un choque suave y un coro de gritos que, primero, sonaron asustados y acabaron verdaderamente horrorizados.

—¡Las escaleras! —gritó Sean—. ¡Tenéis que derribar las escaleras!

En principio, Lancelot creyó que él había sido quien le había dado la idea al irlandés, pero luego se percató de que, no sólo Sean, sino otros muchos se agachaban para alcanzar las largas pértigas rematadas en una horca de dos puntas que estaban apoyadas en la pared y en las que hasta entonces nadie había reparado. Grupos formados por dos o tres hombres fueron cogiendo las pértigas, ensartaron con ellas los peldaños superiores y empujaron con todas sus fuerzas para separar las escaleras de los muros y lanzarlas al vacío. No todos los esfuerzos fueron coronados por el éxito, pero por lo menos cuatro o cinco escalas se vencieron despacio hacia atrás y cayeron, llevándose con ellas a los infelices que trataban de subir por ellas.

—¡Seguid así! —ordenó Sean—. ¡Echadlos a todos! ¡Lo lograremos!

Por supuesto, no fueron capaces de algo así. Cayeron dos o tres escaleras más, pero, por lo menos por igual número de sitios, lograron los atacantes superar el muro y reducir a bastantes de los defensores, de tal manera que tras ellos otros muchos miembros de las formaciones de Arturo rebasaron la muralla. Sean se echó a la batalla con un estridente grito de guerra. En cuanto a Lancelot, sin ayuda de nadie, se pulió a todos los enemigos que accedieron al adarve por tres zonas distintas.

Pero no podía estar en todas partes a la vez, y aunque se hubiera dejado llevar de nuevo por una borrachera de sangre que encubría cualquier signo de miedo o de dolor, y oyera gritar triunfante en lo más profundo de sí mismo la voz sombría de la espada élbica con cada golpe que segaba una vida, con cada punzada que derramaba sangre, y el escudo de runas pareciera llenarlo de una fuerza inagotable, había tantos atacantes que jamás podría someterlos a todos. Los hombres iban cayendo bajo sus acometidas y a pesar de que el camino de ronda ya hacía mucho que se había transformado en un vociferante aquelarre, los enemigos parecían saber quién era él y sobre todo qué. Ése fue el motivo de que los hombres dejaran de ponérsele a tiro y buscaran la salvación en la huida en cuanto él aparecía ante ellos.

Sin embargo, todo fue inútil. Si al principio los soldados de Arturo habían abierto brecha sólo en tres o cuatro zonas de la muralla, con el paso del tiempo fueron apareciendo escaleras en todos los huecos del parapeto y por ellas treparon los hombres uno a uno; la mayor parte para morir en el acto, es cierto, pero la riada parecía no tener fin. Lancelot sabía que iban a perder. Lo había sabido siempre: no iban a ganar esa batalla, y tampoco sobrevivirían a ella, pero le impresionaba la velocidad con la que ésta estaba llegando a su fin. Aunque a él le pareciera una eternidad, desde el instante en que había surgido la primera escala no habían transcurrido más que unos pocos minutos y, sin embargo, sobre el adarve había ya más cadáveres y más heridos que personas vivas y por cada atacante que lograban reducir, otros tres nuevos lograban ganar la muralla. Todo estaba perdido. Unos minutos más y la batalla habría terminado.

Y, de pronto, apareció Thomas frente a él.

El joven caballero, que fue el último que escaló el muro antes de que Sean derrumbara su escalera, utilizó un momento en que el irlandés estaba distraído para atacarlo con violencia. El mandoble de su espada no alcanzó la garganta de Sean como pretendía, pero produjo un corte profundo en la coraza de cuero del irlandés, por el que manó un intenso río de sangre, y lo lanzó hacia atrás. Thomas, al que Lancelot enseguida reconoció, pues luchaba sin casco por algún motivo que a él se le escapaba, gritó su triunfo y fue tras su víctima, ahora indefensa, y la siguiente embestida de su espada habría matado a Sean si Lancelot no se hubiera interpuesto cuando el caballero levantó el arma.

La espada de runas ansiaba ensartarle para beber su sangre joven, pero Lancelot tiró del brazo hacia atrás en el último momento y, en su lugar, estampó el escudo contra su pecho y lo lanzó hacia la pared, donde Thomas cayó de rodillas semi-inconsciente. Al momento, Lancelot estaba sobre él, oprimiendo la punta de su espada contra su garganta.

Pero no la clavó.

No pudo hacerlo. De pronto ya no era Thomas el que estaba frente a él, sino Perceval, quizá el único amigo que había tenido, y el miedo a la muerte que vio en los ojos de Thomas se transformó en la mezcla de pesar y dolor que había descubierto antes en la mirada de Perceval. La voz de la espada le apremiaba cada vez con más fuerza. Su mano comenzó a temblar y la punta del arma arañó el cuello de Thomas e hizo correr un fino reguero de sangre.

—¿A qué esperas? —preguntó Thomas—. ¡Clávamela!

Todo en él quería hacerlo. Era prácticamente imposible resistirse al ansia de la espada élbica. Jamás había bebido tanta sangre desde que Lancelot la había empuñado la primera vez y, a pesar de ello, la sed que sentía el arma iba creciendo cuanto más trataba de apagarla.

—¡Hazlo de una vez! —dijo Thomas—. ¡Termina lo que has comenzado!

En vez de hacerle caso, Lancelot retrocedió un paso y bajó un poco el arma. En torno a ellos, atronaba la batalla con redomada furia y, sin embargo, él permanecía inmóvil mirando al chico de pelo oscuro —porque de pronto cayó en la cuenta de que no podría ser mucho mayor que él— y, finalmente, bajó por completo tanto el escudo como la espada.

—No —dijo—. Vete. Vete y dile a Arturo que no quiero seguir derramando la sangre de sus guerreros.

Thomas parpadeó. Tenía una expresión absolutamente perpleja, y también desconfiada; tal vez temía una trampa, la muestra del ensañamiento de su contrincante, que querría que bajara la guardia para atacarle con mayor dureza después. Sin embargo, se puso en pie con esfuerzo, con la mano derecha se limpió la sangre del cuello y con la otra fue a coger la espada que había tirado al suelo.

Pero Lancelot sacudió la cabeza con rapidez, mientras gritaba:

—¡No!

—Pero… eso no puedo hacerlo —dijo Thomas alterado—. No puedo regresar.

—¿Quieres morir, necio? —preguntó Lancelot. Por el rabillo del ojo vio una sombra y embistió con la espada sin ni pensar en lo que hacía. Un crujido sordo y un grito respondieron a su acción, pero ni siquiera miró al sentir que su atacante se desplomaba.

—Arturo nos ha ordenado tomar este castillo —dijo Thomas.

—¿Aunque os cueste la vida?

—Aunque nos cueste la vida. —La mirada de Thomas se posó vacilante en la brillante hoja de la espada de runas. A pesar de todas las vidas que se había llevado por delante en los últimos minutos relucía como si acabara de salir del taller del herrero que la hubiera forjado. En su hoja no se vislumbraba ni la más diminuta gota de sangre. Thomas tragó saliva. Tal vez empezaba a comprender a quién tenía delante. Y, a pesar de ello, un instante más tarde negó con la cabeza y repitió:— No puedo regresar.

Nunca hasta entonces le había resultado tan difícil responder a Lancelot.

—Entonces toma tu espada y muere, condenado —susurró finalmente.

Durante un breve instante Thomas lo observó dubitativo, luego se agachó, cogió la espada y se puso en pie, asintiendo con testarudez. Abrió las piernas, agarró la empuñadura de la espada con las dos manos y aguardó con firmeza el ataque de Lancelot. ¿Cuántas veces había visto aquella expresión en los ojos de los hombres que le hacían frente?, pensó Lancelot con amargura. Y cuántas veces había deseado que soltaran las armas y huyeran. Tal vez aquello también formaba parte de la maldición que pendía sobre la espada élbica y, por consiguiente, sobre él. Quizá la espada fuera la causa de que no pudiera salvar la vida aquel que luchara contra él. Pero Lancelot estaba cansado de matar. Haría que todo pasara muy deprisa.

Antes de que Thomas se diera cuenta de lo que hacía, Lancelot saltó hacia delante, le arrebató con un mandoble la espada de las manos y, prácticamente al mismo tiempo, le dio tal golpe con el escudo que lo tiró al suelo. Aun antes de que se acabara de derrumbar sobre el duro suelo de piedra del adarve, la punta de la espada rozó su garganta por segunda vez y Lancelot tensó los músculos.

—Así lo has querido, estúpido —dijo.

—¡NO!

Lancelot levantó con sorpresa la mirada y, entonces, él también emitió un grito agudo; luego, retrocedió horrorizado.

Inmediatamente detrás él, en medio del fragor de la batalla, se encontraba Ginebra. Tenía la cara tan pálida como un cadáver y los ojos negros de espanto y tan abiertos que daba la impresión de que fueran a salírsele de las órbitas. El fino vestido le caía hecho jirones y sobre el hombro derecho se había teñido de rojo oscuro; también su rostro estaba manchado de sangre, que, sin embargo, no parecía ser suya. Su posición resultaba casi grotesca, como petrificada en pleno movimiento, con la mano levantada como si quisiera asirle y tirar de él. Todo su cuerpo temblaba.

—¡Ginebra! —jadeó Lancelot—. ¿Te… te has vuelto loca? ¡¿Qué haces aquí?!

Ginebra no oyó sus palabras. Su mirada seguía fija sobre la espada en su mano y sobre la pálida cara de Thomas, que continuaba allí, con los ojos medio cerrados, esperando la muerte.

—¡No! —tartamudeó de nuevo ella—. ¡Es… suficiente! ¡Déjalo ya!

En vez de acabar lo comenzado y matar al joven caballero, Lancelot echó la espada hacia atrás y se volvió bruscamente en dirección a Ginebra. Un hombre con los colores azul y blanco de Camelot había aparecido tras ella, empuñando el arma. Lancelot irguió la espada de runas recta hacia delante, más allá de Ginebra, y ensartó con ella al hombre que, anegado en sangre, se tambaleó hacia atrás y se desplomó en el suelo. Con la otra mano, agarró el brazo de Ginebra.

—¡Tienes que marcharte de aquí! —jadeó—. ¡Vas a morir!

Ginebra se desasió. Su cabeza hizo un gesto abrupto y el horror de sus ojos tomó otra dimensión al mirarle a la cara, una dimensión que desconocía por completo.

—Déjalo ya de una vez —balbució. Y lo repitió de nuevo, tan alto que fue como si sus cuerdas vocales fueran a quebrarse—. ¡Déjalo ya de una vez!

Y aun antes de que el perplejo Lancelot pudiera darse cuenta de lo que ella hacía, por no hablar de las consecuencias que aquel acto podría traer consigo, se dio media vuelta, corrió entre los hombres inmersos en la batalla y de un salto se plantó en la cortina de almenas.

—¡Deteneos! —gritó—. ¡Ya basta! ¡Dejadlo ya de una vez!

Lancelot quería ir detrás de ella, pero se sentía como paralizado de terror. Desamparado. Estaba seguro de que Ginebra iba a morir en el próximo segundo, derribada por uno de los atacantes, herida por una de las flechas o las lanzas, o, simplemente, porque perdiera el equilibrio en aquella zona tan estrecha de la muralla y se precipitara al vacío.

Pero ocurrió el milagro. Nadie la tocó. Y eso no fue todo. Unos instantes después, Lancelot fue consciente del segundo milagro, todavía más increíble que el primero.

A su alrededor, la batalla se detuvo. Los hombres que, unos momentos antes, se peleaban encarnizadamente entre ellos, tratando de matar a sus contrincantes, de pronto dejaron caer sus armas, se dieron la vuelta y miraron a Ginebra, y el movimiento se fue propagando, silencioso y rápido e imparable, como sucede con las ondas que provoca una piedra tirada al agua. Por todas partes en el camino de ronda cesó el tintineo de la armas y los guerreros se separaron de sus enemigos.

—¡Deteneos! —gritó Ginebra nuevamente—. ¡Ya se ha derramado suficiente sangre! ¡Nadie más debe morir!

—Mylady, ¿estáis mal de la cabeza? —le espetó Sean—. ¿Queréis mataros?

Ginebra no reaccionó a sus palabras, como tampoco lo había hecho a las de Lancelot. Al contrario, se aproximó un paso más al borde de la muralla, levantó los brazos y gritó lo más alto que pudo:

—¡Arturo! ¡Deja que termine! ¡Te suplico que acabes con esta matanza sin sentido!

Por fin despertó Lancelot de su inmovilidad. Envainó la espada con rapidez, corrió hacia Ginebra y trató de cogerla por el brazo, pero ella se soltó con tanto ímpetu que faltó un ápice para que perdiera el equilibrio y se precipitará muralla abajo. Lancelot retrocedió un paso con premura.

—¡Ginebra, por favor! —le rogó—. ¡Ven aquí! ¿Quieres matarte?

—Si es preciso, sí. —Respondió ella y tanto su voz como su mirada estaban llenas de tal rigor que no dejaba ninguna duda a sus palabras. En voz alta de nuevo y no sólo dirigida a Lancelot, añadió:— Dejad de pelear o me tiro al vacío.

—¡Ginebra! —le suplicó Lancelot—. ¡Sé razonable! Tú… ¡sólo estás complicando las cosas!

Ginebra se rió con dureza.

—¿Complicando? —preguntó—. ¿Qué es lo que se puede complicar aquí más todavía? —sacudió la cabeza con tozudez—. Parad. Si todo esto es por mi causa; por mi vida, Arturo, ¡es toda tuya! —se giró de nuevo y se tiró por la muralla.

Lancelot reaccionó tan rápidamente como nunca en su vida. Sus manos extendidas fallaron al tratar de asir el brazo de Ginebra, pero los dedos se agarraron a la fina tela de su túnica. La suave seda se rasgó con un crujido horrendo y los guanteletes de Lancelot arañaron profundamente la piel de la joven, que comenzó a sangrar. Sin embargo, eso bastó para ralentizar algo la velocidad de la caída; lo suficiente para que él pudiera apresurarse a cogerla con la otra mano.

A pesar de todo, por un momento estuvo seguro de que no iba a lograrlo. Ginebra gritó de dolor y Lancelot se resbaló con tanta violencia hacia el borde de la muralla que casi dejó de respirar. Por un breve e indescriptible instante, sintió que se escurría hacia delante a punto de caer también él, pero le daba exactamente igual. Tal vez sería, incluso, mejor. Tal vez el destino quería que Ginebra lo arrastrara consigo abajo, y si lo hacía, no pensaba defenderse.

Quizá fuera ésa la intención del destino, pero de nadie más. Justo cuando Lancelot sintió que estaba a un paso de morir, alguien le agarró por los hombros y tiró de él con una fuerza asombrosa; instintivamente Lancelot alargó la otra mano hasta alcanzar el brazo derecho de Ginebra, a pesar de la salvaje oposición de la dama. Sin hacer el mínimo caso ante sus reiteradas negativas, se echó para atrás y retrocedió con toda la energía de la que fue capaz hacia Thomas, pues sólo en ese instante reconoció que era el joven caballero el que intentaba rescatarle a expensas de poner su propia vida en juego.

Ginebra chilló tratando de desasirse, pero él tensó sus músculos nuevamente, se echó de nuevo hacia atrás y continuó elevándola. Se escurrió hacia delante, impelido por el cuerpo de Ginebra, pero ayudándose de pies y manos volvió por fin al punto de partida, jadeando por el terrible esfuerzo. Ginebra comenzó a golpearle. Lancelot hizo caso omiso de los dos o tres primeros golpes, hasta que comprendió que ella se iba a despellejar las manos con el duro acero de la armadura; entonces cogió sus muñecas con rapidez y se lo impidió.

—¿Te has vuelto loca? —jadeó—. ¡Ginebra! ¡Detente!

Pero ella no paró. Al contrario, intentó desasirse con más ímpetu. Sin dejar de chillar, trataba de rebelarse a su sujeción, dándole patadas si era preciso. Finalmente Lancelot soltó su brazo, levantó la mano y le propinó una bofetada en el rostro.

No empleó toda su fuerza ni mucho menos, pues al llevar la mano protegida por el guantelete de acero un golpe severo habría podido herirla gravemente, o incluso matarla. A pesar de ello, el efecto fue atroz. El cuerpo de Ginebra se dobló hacia atrás y la impresión de la mano de Lancelot se grabó en rojo sobre su mejilla blanca. Se le rajó el labio y la sangre se derramó hacia su barbilla.

—Y ahora tranquilízate —dijo Lancelot—. ¡Nunca más! ¿Me entiendes? ¡No vuelvas a hacer algo así nunca más!

Ginebra no reaccionó. Le miraba, pero sus ojos parecían atravesarle. Luego levantó el brazo muy despacio, se limpió desconcertada la sangre de la barbilla y observó la mancha roja que se extendía por la palma de su mano.

Sólo entonces Lancelot comprendió lo que había hecho.

No: comprenderlo no. Lo asumió, pero no lo comprendió. Había pegado a Ginebra. Le había levantado la mano, a la única persona en el mundo que significaba algo para él y por la que daría la vida o se sometería a todas las torturas del infierno si era preciso.

Se irguió con parsimonia, dio un torpe paso hacia atrás y trató de decir algo, pero su voz no le acompañó. Se sentía como paralizado. Una sensación de absoluta perplejidad y un horror inaudito se fueron adueñando de él, y al mismo tiempo que su cuerpo dejaba de obedecerle, no podía tampoco dominar sus pensamientos. No podía decir nada. Pensar nada. Quería ayudar a Ginebra, abrazarla, hincarse de rodillas ante ella y pedirle perdón, pero no estaba en situación de hacer nada de todo aquello. Siguió sencillamente allí, mirando sin ver, sin respirar, sin que su corazón latiera incluso, viendo cómo Ginebra se levantaba despacio, le echaba una última mirada llena de tristeza y luego se giraba para marcharse. En torno a ellos la batalla seguía inconclusa, como si el tiempo se hubiera detenido, y aliados y enemigos posaron en ella una mirada llena de respeto.

¿Qué es lo que había hecho? ¿Por todo el amor del mundo qué es lo que había hecho?

—¿Lancelot?

La voz de Sean no le sacó de su entumecimiento del todo, pero por lo menos le aproximó un poco a la realidad. Lancelot tomó aire emitiendo un sonido que sonó como un torturado jadeo a sus propios oídos, se volvió con inseguridad y miró al irlandés.

—¿Va todo bien? —preguntó Sean.

Mientras, se había puesto de nuevo en pie y había adoptado una posición algo encorvada pero al mismo tiempo dispuesta para la batalla, la mano izquierda apretada contra la profunda herida que todavía sangraba abundantemente en su hombro.

¿Va todo bien? Lancelot estuvo a un paso de reírse con estridencia. Por un momento se sintió agradecido de llevar la visera bajada, ya que así Sean no podría escrutar la expresión torturada de su rostro. Sin responder ni reaccionar de ninguna manera a la pregunta de Sean, se dio la vuelta y se dirigió hacia Thomas. El joven caballero de la Tabla Redonda estaba a pocos pasos. El tiempo que había transcurrido desde que lo había agarrado para tirar de él le habría bastado para escapar y salvar su vida, pero allí seguía y en su cara había un gesto de aceptación de lo inevitable que provocó un nuevo escalofrío de horror en la espalda de Lancelot.

—Te doy las gracias —le dijo—. Has salvado la vida de Ginebra. Y también la mía.

Thomas no reaccionó. Lancelot aguardó inútilmente que dijera algo o tan sólo que se moviera; luego se agachó para coger su espada, la envainó demostrativamente, se soltó el escudo de runas del brazo izquierdo y, por último, se quitó el yelmo. Thomas observó todos sus actos sin que sus facciones variaran ni un ápice, pero Sean abrió los ojos mostrando una absoluta incredulidad. Sin embargo, Lancelot no le dio ni la más mínima oportunidad de que dijera una palabra. Sólo se dirigió a la parte interior del camino de ronda, levantó los brazos para recabar la atención de todos los presentes —¡como si no la tuviera de todos modos!— y gritó con voz clara y segura:

—¡La batalla ha terminado! ¡Deponed las armas!

Sean susurró:

—¡Lancelot! ¿Has perdido el seso?

Lancelot continuó ignorándole, se dio la vuelta despacio y se dirigió de nuevo a Thomas:

—Ya me has oído, amigo mío. Ya todo ha terminado.

A su espalda, Sean respiró hondo intentando hacerse a la idea y a lo largo de la muralla se oyeron varios gritos de asombro. Thomas inclinó la cabeza a un lado y lo observó con desconcierto.

—¿Quiere eso decir que…?

—Lady Ginebra tiene razón —le cortó Lancelot—. Ya se ha derramado demasiada sangre. Llévate a tus hombres e id en paz. Hoy no debe morir nadie más.

—¿Qué exactamente…? —comenzó Thomas, pero fue nuevamente interrumpido por Lancelot.

—Ve junto a Arturo y dile lo siguiente: aceptamos todas sus condiciones. Tintagel le pertenece. Pero le pido que le conceda la libertad a las personas que se encuentran en el castillo. Tras el último que parta, no se cerrarán las puertas, y Ginebra y yo le esperaremos aquí.

—Lo haré —dijo Thomas. Hizo un movimiento como para tomar la espada que Lancelot le había tirado al suelo, pero no lo terminó. Súbitamente se dio la vuelta y se aproximó a la muralla. Sin emitir ni una palabra más, se subió a una de las escaleras que estaban apoyadas en el vano y bajó por ella. Todos los atacantes que habían logrado rebasar la muralla y todavía se encontraban con vida, pero no gravemente heridos, hicieron lo mismo.

—Lancelot, ¿a qué… a qué viene esto? —preguntó Sean. Lancelot habría preferido no responder, pero finalmente se giró cansado hacia el irlandés y le miró. La cara de Sean había perdido todo signo de color y la expresión de sus ojos era de puro horror—. ¿Has perdido el entendimiento?

—Déjalo estar, amigo mío —dijo Lancelot en voz baja—. Ya todo ha acabado.

—¿Acabado? —repitió Sean casi gritando—. ¿Qué demonios significa eso? ¿Acabado? No habrá acabado mientras yo tenga una espada en las manos.

—No tenemos ninguna posibilidad —le confirmó Lancelot. Le resultaba difícil concentrarse en las palabras del irlandés y, más todavía, responderle—. Ya se ha vertido demasiada sangre.

—¡Sí, la mía y la de mis hermanos! —replicó Sean colérico—. ¿Quieres rendirte? ¿Significa eso que todo ha sido por nada? ¿Que mis hermanos y mi tío han muerto por nada?

—A veces es preciso saber cuándo es suficiente —contestó Lancelot, sacudiendo la cabeza—. Ginebra tiene razón. Tenía razón desde el principio, Sean. Tal vez la libertad sea el bien más preciado que una persona puede poseer, pero tal vez sea también lo único que no se puede comprar con la sangre de otros.

—¡Vaya tontería! —gritó Sean airado y dio un paso hacia Lancelot. Estaba tan agitado que Lancelot no se habría sorprendido de que se hubiera abalanzado sobre él, pero de pronto se quedó parado y apretó los puños con ira contenida.

—Yo tenía razón —dijo con amargura—. En lo más profundo de mí mismo sentía durante todo el tiempo que no eras más que un niño. Un niño pequeño que juega a hacerse el mayor y le entra el miedo cuando las cosas se complican. Espero que estés contento con todo lo que has organizado —señaló alrededor con un gesto de cólera—. Mira tu entorno. La mitad de nuestros hombres están muertos y casi todos los demás heridos, y no me atrevo ni a hacer el cálculo de los hombres de Arturo que pueden haber caído. ¿Crees que esto es un juego?

Lancelot lo contempló con tristeza. Evitó responder porque sabía que Sean no le había comprendido. ¿Y cómo podría hacerlo? En lugar de decirle algo al irlandés, se giró de nuevo y gritó con voz más potente:

—¡Ya me habéis oído! ¡Abandonad la fortaleza! ¡Nadie os hará nada!

—¿Y tú, pequeño héroe? —preguntó Sean con perfidia—. ¿Qué tienes entre manos? ¿Te buscarás otro campo de juego?

La ofensa pasó por encima de Lancelot sin agitarle lo más mínimo, pero lo que le dolió en el alma fue la amargura que mostraban sus palabras, el asumir que había decepcionado profundamente al irlandés. Tal vez aquélla fuera la última vez que se vieran y Lancelot descubrió con hondo pesar que no quedaba para él ni una despedida, ni una palabra de agradecimiento. Sólo podía aguardar que Arturo aceptara su ruego y dejara marchar ilesos a Sean y a todos los demás, y quizá el irlandés algún día llegaría a comprender el motivo de que él hubiera tomado aquella decisión y no otra. En vez de decir algo más, se dio la vuelta despacio y fue hacia las escaleras.