Capítulo 08

Tardaron bastante más de lo que Sean había pronosticado en alcanzar su meta. La tarde estaba tan avanzada que Dulac empezaba ya a hacerse a la idea de que iban a pasar otra noche a la intemperie, en medio de la nieve y el hielo y sin más cobijo que una techumbre de hojas. Tal vez, meditó, sería lo más acertado. En las últimas semanas habían evitado lo más posible cualquier enclave humano o la cercanía de otros viajeros, y la primera y única vez que se habían apartado de esa norma había terminado en una verdadera catástrofe. Probablemente ésa era verdaderamente la maldición que les había infligido Morgana: eran libres, sí, pero tal vez jamás podrían volver, sin ser apresados, a vivir junto a las personas, y deberían pasar el resto de sus días perseguidos y en soledad.

—Es allí —Sean tiró de las riendas de su caballo mientras levantaba la mano izquierda para señalar hacia delante.

Dulac también se detuvo y miró en la dirección indicada, pero no pudo reconocer nada más que lo que llevaba viendo durante todo el día: espesura, que el hielo y la nieve había transformado en un muro macizo de brillante y rígida frialdad, y árboles cuyas ramas se doblegaban bajo la blanca carga. Echó una mirada dubitativa a Sean, pero el irlandés se rió animoso y cabalgó algo más deprisa. Por fin, tras abrirse camino esforzadamente entre los matojos, Dulac pudo comprobar que Sean tenía razón. Ante ellos el bosque concluía en una planicie cubierta de nieve, de ligera pendiente, por la que serpenteaba un río helado y no muy ancho. En la orilla contraria, a no más de una milla de distancia, se erguía una granja enorme, rodeada por un muro de la altura de un hombre, que protegía también algunas casas más. De todas las chimeneas salía un humo gris. Mas allá de la hacienda, vislumbró una pradera cercada en la que pacían un puñado de vacas esqueléticas.

Aunque por el tamaño como por el tipo de construcción, la finca se diferenciaba por completo de la posada en la que se habían encontrado con Sean y sus hermanos, la imagen le recordó a Dulac tanto aquella horrible escena que pegó un bote, sobresaltado, e hizo un movimiento instintivo que parecía querer indicarle al unicornio que diera marcha atrás para internarse en el bosque de nuevo.

—No temas —dijo Sean de inmediato—. Los de allí abajo son amigos.

Dulac no dudaba de que esa propiedad perteneciera a unos amigos del irlandés, pero ésa no era prueba suficiente de que en ese momento concreto estuviera habitada por sus legítimos moradores. Y sin perjuicio de lo que acababa de decir, también Sean parecía tener similares pensamientos, pues contempló pensativo aquella imagen, en principio tan pacífica, y después dio la vuelta a su caballo y cabalgó un trecho hasta el abrigo del bosque.

—Primero iremos Patrick y yo solos —informó—. Los demás aguardaréis aquí. No os dejéis ver. Cuando comprobemos que todo está en orden, vendré a buscaros.

Con la excepción de Sean y del menor de sus hermanos, los demás se apearon de las sillas. El tío de Sean se dejó caer inmediatamente al suelo, junto a un árbol, apoyó la nuca contra el tronco y cerró los ojos, por lo visto, para dormirse en ese mismo momento. Y los otros dos hermanos se pusieron también lo más cómodos que permitía aquel bosque helado, conquistado desde tiempo atrás por la nieve y el hielo. Dulac también desmontó, pero permaneció indeciso junto al unicornio, la mano izquierda aún en las riendas. El animal estaba intranquilo, golpeaba la nieve con los cascos delanteros y giraba la cabeza una y otra vez a izquierda y derecha, como si presintiera un peligro. Tal vez fuera sólo cansancio.

Como ocurría con todos. Tras pasar dos días y dos noches consumido por la fiebre, a Dulac no le sorprendía el hecho de que todo su cuerpo temblara de debilidad y tuviera la sensación de que las piernas no iban a sujetarlo mucho más. Pero tampoco a los irlandeses parecía irles mejor. Tenían los rostros macilentos a causa de la fatiga y sus movimientos eran torpes y nerviosos. Desconocía cuánto tiempo llevaban esos hombres en camino, pero debía de ser mucho. Y Dulac se preguntó de pronto dónde se habrían encontrado con el extraño que les había hecho seguir su pista.

Tal vez la que mejor aguantaba era Ginebra, a pesar de que Sean había asegurado que desde el ataque apenas había pegado ojo. Pero también mostraba signos de palidez y parecía exhausta. El frío dibujaba el vaho de su aliento sobre su cara y le temblaban las manos ligeramente, aunque las había cerrado en sendos puños que oprimía contra sus muslos. Sin embargo, no se había sentado como los demás, sino que había seguido a Sean y a su hermano hasta el bosque y ahora estaba a cubierto de los últimos matorrales, observando la granja y el río. Contra el blanco deslumbrante de la llanura cubierta de nieve, su silueta se mostraba más quebradiza y esbelta que nunca y Dulac recordó dolorosamente las palabras de Sean: Se ha pasado dos días y dos noches junto a tu lecho, derramando tantas lágrimas que con ellas se habría podido llenar un lago desecado.

Vacilando, soltó las riendas del unicornio, la siguió y se quedó a medio paso de ella. Ginebra tuvo que oír el ruido de sus pisadas en la nieve y seguramente también su respiración, que todavía era algo irregular, pero no se volvió hacia él, aunque de algún modo dejó entrever que adivinaba su presencia. Dulac permaneció largo rato tras ella, en silencio, hasta que comprendió que no iba a ser la primera en tomar la palabra.

Reunió todo su arrojo, dio un paso para ponerse al lado de Ginebra y le rozó el brazo con su mano. Durante una milésima de segundo ella no reaccionó, luego apartó el brazo. Fue sólo un pequeño movimiento, tal vez un reflejo que no pudo evitar, y sin embargo le hizo tanto daño como si le hubiera abofeteado el rostro.

—Lo… lo siento, Ginebra —murmuró él.

No contaba con una respuesta. Sin embargo, dos o tres segundos más tarde, ella giró despacio la cabeza y lo miró a los ojos.

—No es culpa tuya, Dulac. No habrías podido cambiar nada, créeme.

—Sin mí, seguirías siendo la reina de Camelot —respondió él—. No tendría que haber permitido que las cosas llegaran tan lejos.

—Eso no es cierto —contestó Ginebra—. Nunca me habría quedado con Arturo, Dulac. Tal vez una temporada. Quizá las cosas se precipitaran porque tú estabas allí, pero yo no habría permanecido toda mi vida a su lado —sonrió con tristeza—. No tendría que haberme casado con él. Si hay alguien a quien tenga que echarle algo en cara es a mí misma —su sonrisa se hizo todavía más amarga—. No pertenecemos a este mundo, Dulac. Ni tú, ni yo, ni Arturo.

—Pero es tan nuestro como de los humanos —protestó Dulac—. Nuestra raza estaba aquí mucho antes que la de ellos.

—Y antes que nosotros, estaban otros; y antes que ellos, otros más —le rebatió Ginebra—. Tal vez sea ése el devenir de la naturaleza. Las personas mueren para dejarles espacio a las próximas generaciones. ¿Por qué no puede suceder lo mismo con las razas? —sacudió la cabeza—. Ya hace mucho que este mundo no nos pertenece, Dulac. La mayoría de los nuestros se ha dado cuenta y se ha marchado por eso.

—Nadie me preguntó si quería venir aquí. —Dijo el joven en voz algo más alta y con un tono tan duro que él mismo se obligó a dominarse. Tenía que procurar que su ira no alcanzara a Ginebra, que se la merecía menos que nadie. A pesar de ello, añadió:— Yo era una criatura cuando me trajeron aquí. Hace tan solo un año que sé quién soy realmente. Y si no recuerdo mal, a ti te pasó algo muy parecido.

—Pero ahora ya no somos niños —respondió Ginebra—. Tal vez deberíamos regresar a casa, Dulac. Al lugar al que pertenecemos.

—Sabes que no lo deseas en realidad —dijo él—. Tú estuviste allí. ¿Ya lo has olvidado? ¿O es que te gustó?

—Estuve en las mazmorras de Malagon —aceptó Ginebra al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. La fortaleza negra de Morgana no es la Tir Nan Og, igual que el calabozo de Camelot nada tiene que ver con estos bosques y con las personas que en ellos moran. —Dulac iba a rebatirle de nuevo, pero Ginebra sacudió la cabeza y lo obligó a mantenerse callado. En voz muy baja y sin mirarle directamente a los ojos, prosiguió:— He pensado mucho en ello, Dulac. Ya hace días. No pertenecemos a este lugar. Les he causado dolor y muerte a todos los que se han cruzado en mi camino. También a ti.

—¡Tonterías! —la contradijo Dulac—. Yo…

—… ya no eres el mismo que cuando te conocí —terminó ella la frase.

—¿Qué quieres decir con eso? —murmuró Dulac.

—El Dulac con el que me encontré en Camelot hace un año —contestó Ginebra— era otro. Se reía a gusto, estaba siempre dispuesto a ayudar y a gastar bromas, amaba a las personas y a la vida.

—¿Y el Dulac que ahora tienes frente a ti?

—Lancelot —le corrigió Ginebra y, al sonido de aquel nombre, Dulac se estremeció como si una cortina de hielo cayera sobre él— es un caballero, como Arturo y todos sus hombres. Es un caballero valeroso, tal vez el más fuerte de todos, y un hombre recto. Pero yo ya no estoy segura de que sea el mismo del que me enamoré.

De pronto, Dulac tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que las lágrimas afloraran a sus ojos. Tratando de mitigar el temblor de su voz, musitó:

—Dulac no te habría podido salvar del fuego. Seguro que lo habría intentado, pero hubiera muerto en el intento, y tú también.

—Pero Dulac tampoco habría matado a ningún hombre que hubiera suplicado por su vida —respondió ella.

A eso no había nada más que añadir. Dulac consiguió dominar las lágrimas y adoptar la expresión de una máscara impenetrable, pero no tuvo la fuerza suficiente para mantenerle a ella la mirada. Sus palabras quemaban como flechas envenenadas. No lo había dicho para hacerle daño sino porque era verdad, y en lo más profundo de sí mismo sintió que tenía razón. Se había transformado y no era sólo porque hubiera madurado y aprendido a defenderse y luchar por su vida.

—Recuerdo a menudo nuestra primera noche juntos en Camelot —siguió Ginebra un rato más tarde, despacio y sin mirarle directamente. Se había vuelto de espaldas y observaba el conjunto de casitas de juguete diseminado abajo, en el valle—. A Dagda y el extraño libro que encontramos en su cuarto. ¿Te acuerdas?

¿Si se acordaba? Vaya pregunta. Había sido la primera vez que había echado una mirada al otro mundo, a la realidad que había más allá de la realidad. La Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales que era el hogar de ambos. ¿Cómo iba a olvidar esa impresión? Asintió.

—Pertenecemos allí, Dulac; no aquí —susurró Ginebra—. Dagda lo sabía. Creo que si hubiéramos confiado en él entonces, él nos habría ayudado.

—Dagda está muerto —dijo Dulac.

—Pero la Tir Nan Og continúa existiendo —afirmó ella. Aunque no le miraba directamente, Dulac pudo darse cuenta de que también ella hacía esfuerzos para no llorar.

—Ya no hay posibilidad de desandar el camino —dijo.

—Hay una manera —le contradijo ella.

En un primer momento no entendió a qué se refería, pero luego un escalofrío recorrió su espalda.

—No querrás decir que…

—Sería una posibilidad —dijo Ginebra—. Ya lo hicimos una vez… Tú, incluso, dos.

Y ésa era la razón por la que sabía que Ginebra se equivocaba. Él había estado en el otro mundo, en la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales, y recordaba demasiado bien la experiencia. Los sótanos oscuros de Malagon, pero también aquel bosque hechizado, lleno de elfos, hadas y otras criaturas mágicas, y recordaba al niño elbo con el que había hablado: un ser que a pesar de toda su amabilidad le había resultado tan extraño y absurdo que todavía se le erizaba la piel al pensar en él.

Ginebra se confundía. Podía entender su esperanza vana y habría dado cualquier cosa por compartirla, pero sabía que carecía de sentido. Ginebra y él podían haber nacido allí, sí, pero habían crecido en el mundo de los humanos, de los mortales, y en aquella isla se sentirían tan extraños como aquí. Tal vez no los persiguieran ni sintieran la constante necesidad de huir, pero sí seguirían condenados a la soledad eterna. Sin embargo, no se atrevió a llevarle la contraria. No en ese momento. Tal vez, después. Su esperanza y su deseo habían nacido de la desolación y de un miedo ilimitado y quizá esa esperanza era lo único que le daba la fuerza para proseguir.

—Malagon se halla casi al otro lado del país —dijo—. Necesitaríamos meses para llegar allí. —Por no hablar de que aquello supondría cabalgar de nuevo en dirección a Camelot y caer en las garras de todas las huestes de perseguidores que Arturo había mandado tras ellos. Ginebra no respondió. Quizá la única manera de no perder la esperanza era ignorar sus palabras, por eso Dulac añadió:— Además, nuestros nuevos amigos seguro que no estarían de acuerdo.

Ginebra echó una mirada rápida a los irlandeses por encima del hombro y frunció el ceño.

—¿Amigos?

—No sé si lo son —admitió—. Pero, por lo menos, no parecen ser nuestros enemigos, y eso ya es más de lo que puedo decir de la mayor parte de los hombres con los que nos hemos cruzado en estas últimas semanas.

—Son bergantes y bandidos —le rebatió Ginebra—. O algo peor. No me fío de ellos.

—Tendrás que aceptar que me han salvado la vida.

—Porque les van a pagar por ello —dijo Ginebra desdeñosa—. Seguramente vivos e ilesos valemos mucho más que muertos.

No había muchos argumentos con los que pudiera enfrentar aquellas palabras. Que tuviera la impresión de poder confiar en Sean no era, desde luego, ninguna prueba de la rectitud del irlandés. Cómo iba a decirle a Ginebra que estaba demasiado cansado para pelear y salir huyendo, que se sentía feliz de haberse topado por fin con un hombre que tomaba las decisiones por él. Por supuesto que no. A pesar de lo que ella hubiera dicho sobre las diferencias que había entre Dulac y Lancelot, seguro que ella no deseaba tener de nuevo a ese Dulac.

Ya no dijo nada más, y se quedaron en silencio, juntos, aguardando que Sean o su hermano regresaran.

Pasó un buen rato. El suficiente para que Dulac comenzara a preocuparse. La imagen de abajo parecía tan pacífica que le hacía desconfiar y cuando, una eternidad después, un punto diminuto se desgarró del perímetro cercado y comenzó a aproximarse por el mismo camino que habían tomado ellos antes, se descubrió a sí mismo con el corazón acelerado y un temor creciente hasta que el jinete se hubo acercado lo bastante para reconocerlo. No era Sean, sino su hermano Patrick.

El irlandés venía a galope tendido y frenó su caballo con tanta brusquedad frente a la linde del bosque que el animal se espantó y comenzó a caracolear en el sitio.

—Todo está en orden —gritó—. Podéis venir.

Ginebra fue en el acto hacia su caballo, pero Dulac se quedó unos segundos quieto y miró más allá de Patrick, hacia la granja tan aparentemente tranquila. No había nada sospechoso en aquella imagen ni tampoco en el tono de voz de Patrick, ni un temblor en sus manos o en su mirada —salvo el provocado por el cansancio— que pudiera delatarlo. Y, sin embargo, la impresión de que allá abajo las cosas no estaban en orden iba intensificándose más y más dentro de él. Pero tal vez le sucediera lo mismo que al irlandés, que se encontraba agotado y nervioso. Nada más.

Tras un último titubeo, optó por volverse también, se montó sobre la silla del unicornio y condujo al animal junto al corcel de Ginebra. Entretanto, también los otros dos hermanos se habían sentado sobre los lomos de sus caballos. El tío de Sean, que llevaba un buen rato tan profundamente dormido como una marmota, se puso en pie con un movimiento enérgico y montó igualmente. No pasó ni un minuto antes de que abandonaran el bosque y se pusieran en camino hacia el río.

Dulac descubrió con desagrado que se había producido una brecha en la maleza: el rastro que sus caballos habían dejado en la nieve era tan ancho que probablemente podría verse desde más de una milla de distancia. Con los ojos entornados escudriñó el cielo. Tal vez por primera vez tras semanas se hallaba sin ninguna nube y de un azul reluciente. De la nieve de la que había hablado Sean no había ni la más mínima sombra. Si sus pensamientos no le hubieran provocado tanta desazón, se habría hasta reído. Desde hacía más de un mes no había nada que deseara más que dejase de nevar y el sol volviera a brillar, y ahora se cumplía su deseo en el único momento en que realmente no podía aprovecharlo; como si, para mayor escarnio, la naturaleza se hubiera puesto también del lado de sus enemigos.

Aunque tal vez se tratase tan sólo de la naturaleza de ese mundo.