Capítulo 21
Transcurrieron los días y pasó una semana, y cuando ésta acabó, Lancelot ya no reconocía Tintagel. La fortaleza abandonada y expuesta a los envites del viento que se erigía sobre los acantilados de Cornualles se había transformado en un hogar, en el que la vida, el calor y, por encima de todo, la confianza habían anidado de nuevo y, aunque estuviera todavía muy lejos de convertirse en el tenue reflejo del centro de poder y lujo que había sido tiempo atrás, incluso el propio Lancelot comenzó a concebir nuevos ánimos. Cuando aquella espantosa noche había divisado la majestuosa silueta de Tintagel sobre la colina, se había quedado convencido de que jamás lograría sentirse próximo a ella aunque traspasara sus murallas. Y, después, si acaso, la había tomado como una mera estación de paso, un lugar en el que podrían descansar durante unos días y coger nuevas fuerzas antes de continuar aquella huida incesante e inútil. Sin embargo, con cada mujer y cada hombre que llegaban al castillo, con cada carro repleto de alimentos, leña y ropa, con cada emisario de los pueblos vecinos que hacía acto de presencia para asegurarle su apoyo a Ginebra, crecía en él la esperanza de que quizás si hubieran alcanzado la meta de su desesperado peregrinar.
Pasó la segunda semana; luego, una tercera y, después, el primer mes y, por fin, el invierno superó su punto álgido. Seguía nevando ininterrumpidamente y no transcurría una noche sin que el viento pareciera golpear con unos puños gigantescos e invisibles las viejas murallas y almenas de Tintagel, gritando su desengaño al verlos resistir pese a todo. Pero las noches se fueron haciendo más cortas y los días, más largos, y en algún momento llegaría a su final aquel invierno inusualmente duro.
Fue una mañana, tal vez seis u ocho semanas tras su llegada a Tintagel, cuando Ginebra sacó el tema que Lancelot había temido secretamente desde el primer momento. Estaban junto a la ventana de su cámara privada, envueltos tan sólo por la manta que compartían, disfrutando de la sensación que les producía el calor de la chimenea a la espalda y el frío glacial que se introducía por la ventana abierta de par en par. Tal vez el motivo de aquella pregunta residiera en que, por primera vez desde una eternidad, ni nevaba ni soplaba el viento. Fue entonces cuando Ginebra preguntó:
—¿Qué vamos a hacer cuando pase el invierno?
Lancelot no respondió enseguida. ¿Cuántas veces se había hecho aquella pregunta a sí mismo sin llegar a darse una respuesta? Por mucho que todos sufrieran las inclemencias de aquel invierno que parecía ser el peor y más riguroso que las personas del lugar podían recordar, jamás había deseado que éste terminara, porque el frío intenso que les convertía como a todos casi en prisioneros del castillo era al mismo tiempo su defensa más segura, tal vez incluso la única.
No contestó, pero Ginebra interpretó perfectamente su silencio, pues un rato después añadió en voz más baja y triste:
—Cuando se derrita la nieve, vendrá Arturo.
—No necesariamente —respondió Lancelot, sacudiendo la cabeza para reforzar aquellas palabras que no eran otra cosa que un deseo; se despojó de la manta y corrió hacia la cama para ponerse la ropa que estaba a su lado en el suelo.
No era ya la túnica raída que había llevado a su llegada, pero tampoco el atuendo del rey Uther. Siguiendo las órdenes de Ginebra, los criados le habían cosido camisas y calzas nuevas, que en su sencillez recordaban aquellas que había llevado en los primeros tiempos de Camelot —durante su vida como mozo de cocina y servidor, no como caballero—, aunque eran de mucha mejor calidad. A pesar de que no habían hablado nunca de ello, sabía que a Ginebra no le molestaba verle ataviado con la ropa de Uther. Muchos en Tintagel lo habrían celebrado incluso, porque aunque estaba muy lejos de ser el legítimo señor del castillo, sí era el hombre que Ginebra había elegido y ella era la reina innegable de Tintagel, dijera lo que dijera un lejano rey de un territorio todavía más lejano, llamado Camelot.
Una vez que se hubo vestido, sintió todavía más frío que antes, pues la ropa se había pasado toda la noche sobre el frío suelo de piedra y estaba congelada. Sin embargo, el motivo de que se dirigiera a la chimenea y extendiera las manos sobre las llamas cálidas, fue otro. Se trataba de la pregunta de Ginebra, a la que seguía sin contestar. Tal vez no insistiría, si la ignoraba sencillamente.
Pero, por supuesto, lo hizo.
—Él va a venir —dijo un rato después, en un susurro y sin ninguna entonación, mirando inmóvil por la ventana.
Lancelot no se volvió hacia ella, pero la conocía lo suficiente para percibir la expresión que había en sus ojos.
—Arturo jamás cederá —prosiguió Ginebra.
—Arturo está ocupado al frente de una guerra —replicó Lancelot—. Incluso si la gana, tardará mucho en hacerlo.
—¿Y si no?
—Más vale que no sea así —contestó Lancelot—. Si cae Camelot, toda Britania estará perdida —aquellas palabras le produjeron pesar inmediatamente. No había dicho nada que Ginebra no supiera, pero había una diferencia entre saberlo y pronunciarlo en voz alta. Se retiró de la chimenea, cogió la capa de Ginebra, que ella —al contrario que él— había dejado ordenadamente sobre una silla junto a su cama, y fue hacia la ventana de nuevo. Ginebra parpadeó turbada cuando, con mucha suavidad, él le quitó la delgada manta bajo la que la joven temblaba desnuda, pero luego le sonrió agradecida cuando, en su lugar, puso sobre sus hombros la abrigada capa de piel.
—Ayer vino un enviado trayendo novedades.
—¿Sí? —Lancelot no sintió mucha curiosidad. Casi diariamente llegaban noticias a Tintagel, pero muy pocas eran agradables.
—Por lo que parece, la ofensiva de los pictos se ha detenido —continuo Ginebra—. En el interior del país el invierno azota todavía con más fuerza.
—Sí, sí —Lancelot buscaba desesperadamente un pretexto para cambiar de tema—. Es difícil combatir cuando la mano se te congela en el pomo de la espada. El invierno paraliza hasta la guerra.
—Tal vez deberíamos rezar para que no acabase nunca —murmuró Ginebra—. Si Arturo y sus caballeros son derrotados, no se perderá sólo Camelot, sino Britania entera.
—Eso no sucederá —aseguró Lancelot—. Créeme, Ginebra, conozco a Arturo. No sería la primera vez que se encontrase en una situación aparentemente irreparable y finalmente saliera con bien de ella. —Ginebra iba a replicar, pero Lancelot sacudió la cabeza con ímpetu, mientras decía en un tono más alto y esbozando una sonrisa que no denotaba mucha convicción:— Y también conozco a los otros reyes, de hecho he servido a la mayoría de ellos.
—¿Te refieres a esos cobardes que se han distanciado de él y aguardan sin mover un dedo mientras él y sus caballeros protegen sus tierras? —preguntó Ginebra.
—Sí —respondió Lancelot—. Muchos de ellos son cobardes e, incluso, insidiosos, pero no estúpidos. Saben lo que se les avecina si vencen los pictos. Para algún que otro barón y para más de un rey reconocido, el rey Arturo puede ser como un clavo en el zapato, es verdad. Pero Mordred en ese trono sería su muerte. No van a permitirlo —levantó la mano—. Y ahora ya basta de conversaciones. Tengo frío y estoy hambriento. ¿Por qué no llamamos a uno de tus numerosos servidores para que nos traiga un desayuno bien completo?
Miró a Ginebra, su tono desenfadado la había entristecido todavía más. También aquello había cambiado: Ginebra había recobrado su alegría, su belleza y su sonrisa igual que se había recuperado de los avatares de la huida, sí. Pero había determinados momentos como aquél en los que el temor, al que había logrado apartar pero no vencer, volvía de nuevo. También a él le sucedía. Por fin, ella asintió pretendidamente resuelta y se obligó a dibujar una sonrisa que le salió bastante falsa.
—Es muy pronto —dijo—. La mayor parte de los criados deben de estar durmiendo todavía… Pero podemos bajar a la cocina y mirar qué encontramos en la despensa. —Echó una mirada a la chimenea y, luego, a la ventana y añadió:— Además, allí se está más caliente.
A Lancelot le gustó la idea. A Iven y a la docena de doncellas y criados que en las últimas semanas el anciano había cobijado bajo sus alas les iba a dar un síncope si la propia reina bajaba a la cocina a prepararse algo de comer. Pero justamente esa imagen era la que le provocaba una alegría casi infantil. Por otra parte, Ginebra tenía razón: todavía era muy temprano, y aunque a esas alturas ya vivían unas cien personas en Tintagel, aún era pocas si se tenía en cuenta la magnitud de la fortaleza costera. Allí todos debían trabajar por dos y sería muy ruin por su parte robar a Iven y a sus ayudantes aunque sólo fueran unos minutos de su bien ganado sueño únicamente porque una hora antes de la salida del sol él tenía el capricho de tomarse una sopa caliente.
Se quedó en silencio, mirando cómo Ginebra se vestía y volvía a ponerse la capa por encima, y antes de que abandonasen la cámara, fue al arcón donde guardaba su ropa y sacó una capa más abrigada, forrada de lana de oveja, que se echó por los hombros. Por muchos fuegos que ardieran en las chimeneas de Tintagel, allí dentro siempre hacía frío y la humedad que subía del mar todavía empeoraba las cosas.
Bajaron los tres pisos hasta el sótano sin cruzarse con nadie. En la cocina reinaba la oscuridad y el ambiente era fresco, pero no hacia un frío horroroso. En el hogar, el fuego nunca se apagaba del todo y como aquella gran habitación sólo tenía cinco ventanas pequeñas, que se encontraban justo bajo el techo y servían también de salidas de humo, era difícil que el frío lograra penetrar a través de sus gruesos muros. A Lancelot se le hizo la boca agua pues en el aire flotaba todavía el ligero aroma de la carne asada y el pan horneado la noche anterior. Arriba, en la habitación privada de Ginebra, había buscado una mera excusa para cambiar de conversación, pero ahora se daba cuenta de que se sentía realmente hambriento.
Sus tripas crujieron mientras trataba de llegar al hogar en medio de la oscuridad. Utilizó el puñal que siempre llevaba consigo para levantar la tapa y apartarla hacia un lado lo suficiente para ver lo que había debajo. El fuego se había reducido a unas ascuas rojas, pero sólo tenía que avivarlo con el soplillo y echarle unas cuantas ramas secas para que ardiera de nuevo; luego encendería una antorcha que colgaría en una de las numerosas anillas de hierro fundido que había en la pared.
Buscando provisiones, se giró sobre su propio eje. Aunque ya llevaban tanto tiempo en Tintagel, nunca había bajado a la cocina y la visión que se mostró ante él le desconcertó un poco, ya que la habitación —a excepción de su tamaño, quizá— podría confundirse con la cocina de Camelot en la que prácticamente había crecido. Casi habría podido jurar que la había diseñado y construido el mismo maestro arquitecto.
Ginebra revolvía ruidosamente en uno de los anaqueles de la otra parte y por fin regresó, cargando entre sus brazos una hogaza de pan, una loncha de tocino, un cuenco de barro con manteca, una jarra y dos vasos. Lancelot fue instintivamente a ayudarla, pero de pronto se paró y deseó con una sensación de alegre travesura que Ginebra fallara y toda su carga se viniera abajo. Sin embargo, ella no le concedió el gusto, sino que logró alcanzar la mesa que estaba junto al hogar, depositó todo lo que llevaba en ella y le observó fingiendo reproche.
—Si realmente fueras un caballero —dijo—, habrías ayudado a una dama en apuros.
Lancelot sonrió.
—No veo… —Ginebra le taladró con los ojos y Lancelot acabó la frase con otro final diferente al planeado—… ningún apuro.
—Entonces, por lo menos aviva el fuego —dijo Ginebra moviendo la cabeza con energía—. El pan está duro. Tenemos que ponerlo al fuego si no queremos rompernos los dientes.
Sin decir una palabra, Lancelot añadió un puñado de ramas secas y dos leños. Estaba sorprendido de la ilusión con la que hacía aquellas tareas que antes le habían resultado una pesada obligación y en muchas ocasiones incluso había llegado a pensar que se aprovechaban de él por exigírselas. También se sentía algo sorprendido de lo que estaba disfrutando en general de toda la situación. Pero enseguida se dio cuenta del motivo: recordó el primer día que había pasado con Ginebra. Aquella vez que le había acompañado a la cocina de Camelot.
—¿Quieres que prepare una sopa? —preguntó. Ginebra lo miró dubitativa y él se apresuró a añadir:— Sé hacerlo. Antes de decidirme a tomar las armas, era un cocinero bastante hábil. Y tuve un buen maestro.
—¿Dagda? —Ginebra se estremeció—. Alguna vez tuve la oportunidad de saborear sus especialidades.
—¿De verdad? —se asombró Lancelot.
Ella asintió y, con la expresión más inocente del mundo, preguntó:
—¿Y estás seguro de que te instruía como cocinero y no como experto en torturas?
Lancelot se rió.
—Tampoco era tan grave. Los invitados de Arturo siempre sobrevivían a sus comidas… Por lo menos, la mayoría —añadió un instante después.
Ginebra volvió a reír, pero el tono sonó distinto, tan distinto que Lancelot se dio la vuelta mirándola con actitud interrogante y algo intranquilo. Y lo que vio le hizo fruncir el ceño profundamente.
Ginebra había rodeado la mesa y miraba el fuego, tras el que él estaba situado, con una expresión de tristeza y honda reflexión en su cara.
—Me pregunto si también estuvo aquí preparando su pócima mágica.
—¿Dagda? —se sorprendió Lancelot, mostrando cierta vacilación en la voz.
—Merlín. —Dijo Ginebra. Luego se corrigió:— Dagda. Uther hablaba a menudo de sus artes culinarias.
—¿Dagda? —repitió Lancelot—. Pero no entiendo… ¿A qué te refieres?
Por espacio de un segundo, Ginebra lo miró sin comprender su confusión.
—Merlín vivía en Tintagel antes de ir a Camelot —dijo luego.
Lancelot abrió los ojos con estupor.
—¿Aquí? Dagda… ¿Merlín vivió aquí?.
—Durante muchos años —contestó Ginebra—. Creía que lo sabías.
—No —replicó Lancelot. Sentía como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza—. ¿Por qué? Tú… tú no me lo has dicho nunca.
—Porque todos lo sabían —ahora la perplejidad también se había adueñado de los rasgos de Ginebra, junto con un atisbo de culpabilidad—. Yo creía… —se interrumpió tratando de encontrar las palabras adecuadas y, con un nuevo tono de voz, continuó:— Vivió aquí hasta que Arturo cumplió catorce años, luego se fueron juntos. Uther me hablaba a menudo de ello. Su marcha casi le rompió el corazón —sacudió la cabeza—. Creía que lo sabías. En Tintagel todos conocen la historia de Merlín y Arturo.
—Yo no —gruñó Lancelot y lamentó inmediatamente su tono arisco, pero no se disculpó. De pronto se sentía muy nervioso y muy preocupado. Él sabía que los primeros años de Arturo habían transcurrido en Tintagel, pero que Dagda también hubiese vivido allí era nuevo para él. ¿Por qué no le había dicho nada el anciano en todos sus años de vida en común o, por lo menos, tras la visita de Uther a Camelot? Olvidó el fuego, los recuerdos románticos e, incluso, el hambre. Fue hacia la mesa donde estaba Ginebra, pero no para probar aquellas exquisiteces allí dispuestas, que hasta un momento antes habían conseguido que se le hiciera la boca agua, sino para mirarla tan penetrantemente y con tanta dureza como si ella tuviera la culpa de su desconocimiento—. ¿Dagda vivió aquí? —preguntó de nuevo.
—Entonces se llamaba Merlín —dijo Ginebra.
—Lo sé —le cortó Lancelot de malos modos.
Pero ella negó con la cabeza e insistió:
—Preferiría que le llamaras así, Lancelot. El Dagda que tú conociste era un anciano carcamal del que todos se reían. El hombre que recuerdan aquí era el mago más poderoso de toda Britania.
Lancelot comprendió lo que decía. Sin embargo, tuvo que dominarse para no vapulearla de impaciencia. ¿No se daba cuenta Ginebra de lo terriblemente importante que era aquello que le estaba confesando?
—Merlín, de acuerdo. Pero si vivió aquí… —la voz se le quebró, movió la cabeza unas cuantas veces y miró a su alrededor con los ojos desencajados. Antes de que pudiera decir nada más, Ginebra hizo un movimiento con la mano y emitió un suspiro de desconsuelo.
—Sé lo que estás pensando. Desde que vinimos, he estado aquí por lo menos una docena de veces —también ella movió la cabeza y miró la gran habitación, con una actitud más desvalida que curiosa; luego, se dejó caer sobre una de las sillas que rodeaban la mesa—. Esto no es nada más que una cocina. Créeme. He escudriñado todos los rincones.
Lancelot sabía mejor que nadie de lo que le estaba hablando, y también sintió decepción en un primer instante. No había olvidado la imagen que aquella noche fatal habían visto proyectada sobre la pared del cuarto de Dagda: el portal a otro mundo, que entonces les había parecido inquietante e, incluso, les provocó cierto miedo, a pesar de que se trataba del camino a su patria, el puente hacia la Tir Nan Og de la que ambos provenían.
Sin embargo, no era eso lo que él pensaba ahora. Había estado dos veces en aquel mundo encantado que para la mayor parte de las personas sólo existía en las historias antiguas y si hubiera habido allí una entrada a la Isla de los Inmortales, la habría percibido. Por descontado que a Merlín no le habría supuesto ninguna dificultar abrir un portal mágico para acceder al mundo de los elbos y las criaturas fabulosas, pero Merlín no estaba allí ahora, ni lo iba a estar porque ya no vivía. A pesar de ello, Lancelot se mostraba más agitado que nunca.
—¿Lo conociste? —preguntó. Y aun antes de que Ginebra pudiera responder, se dio cuenta de la tontería que había dicho.
Pero ella contestó de todas formas:
—Ni siquiera había… —iba a decir nacido, pero se corrigió:— Ni siquiera estaba aquí cuando Arturo y él se marcharon. —Por una décima de segundo, una sonrisa triste se dibujó en su cara, pero inmediatamente desapareció. Cuando continuó hablando, su voz se hizo más apagada:— Sin embargo, a veces tengo la sensación de haberlo conocido. De algún modo sigue estando aquí. Los criados que llevan lo bastante en Tintagel para haberlo conocido aseguran que todavía se siente su presencia.
—Debes saber dónde está su cuarto —dijo Lancelot sin aguantar ya quieto y descargando el peso de su cuerpo de una pierna a otra—. ¿Tenía una cámara junto a la cocina como en Camelot, o…?
—¿O una estancia en lo más alto del torreón, como corresponde a un mago de su categoría? —Ginebra se rió, negando con la cabeza—. No. Hay una cámara, justo al lado de la de Uther, pero allí estaba poco. La mayor parte del tiempo vivió en una cueva bajo los acantilados.
—¿En una cueva? —se cercioró Lancelot.
Ginebra se encogió de hombros, diciendo:
—¿No fuiste tú el que me contaste que siempre fue un poco peculiar? Uther trató de convencerle de que viviera en el castillo. Le habría proporcionado un acomodo digno de un rey. Pero él prefería pasar la mayor parte del año abajo, en su cueva. Salvo en otoño, cuando hay más tormentas, o algunos inviernos que fueron muy extremos.
—¿Sabes dónde está?
Ginebra asintió.
—Estuve allí dos o tres veces. Ha pasado mucho tiempo y la entrada está muy oculta. Pero creo que puedo encontrarla.
—Entonces tenemos que ir hasta allí —dijo Lancelot y se ganó de nuevo el rechazo de Ginebra, que le respondió bastante asustada:
—Es imposible.
—¿Por qué?
—Mientras no mejore el tiempo, es demasiado peligroso. —Respondió ella. Lancelot iba a contradecirla, pero Ginebra levantó deprisa la mano y añadió en voz algo más alta:— Sólo hay un estrecho sendero que sube por el acantilado. En verano ya es bastante intrincado, pero ahora que el suelo está helado y el viento bate contra las rocas, sería un verdadero suicidio.
—¿Y abajo? ¿Por la playa?
—En esta época del año la marea está muy alta —le explicó Ginebra—. Habría que nadar para llegar allí… y sospecho que sería demasiado hasta para el valiente Lancelot.
—Entonces, ven por lo menos al camino de ronda de la muralla y muéstrame el sendero.
Ginebra lo miró desconfiada.
—Tal vez sería mejor no hacerlo —murmuró—. Conociéndote, sé que vas a hacer oídos sordos a mi advertencia e intentarás alcanzar la cueva —suspiró—. Pero si no te lo enseño, lo buscarás por tus propios medios y acabarás rompiéndote el cuello.
Lancelot sonrió por toda respuesta y Ginebra capituló finalmente, y optó por levantarse.