Capítulo 22
Al salir de Tintagel, el techo de nubes se había deshecho y había tanta claridad como la época del año permitía. Ginebra y él habían ido arriba, a la cámara privada, para ponerse ropa de más abrigo y zapatos adecuados para la subida. Al contrario de lo que Lancelot esperaba, Ginebra no lo condujo al lienzo de la muralla que miraba al mar, sino que le hizo cruzar el patio de armas, lo llevó a una cuadra vacía en la que había un pequeño cuartucho, plagado de cacharros y muebles medio rotos, y camuflada en el grueso muro de piedra que lo remataba, una estrecha puerta. No tenía cerradura, únicamente una sencilla tranca que por su aspecto nadie había movido desde más de la mitad de la historia de la humanidad, así que ambos tuvieron que compartir fuerzas para sacarla.
La excursión estuvo a punto de terminar ahí ya que la puerta se abría para afuera y el viento la empujaba con tanto ímpetu que les costó un terrible esfuerzo lograr juntos su objetivo. Detrás se divisaba un camino angosto que discurría entre la muralla y la afilada costa. Pero no sentía ningún deseo de recorrer todo el perímetro de Tintagel al regreso de su escapada, así que le pidió a Ginebra que volviera a buscar la pata de una mesa y colocaron la estaca, más gruesa que uno de sus muslos, en la rendija de la puerta para impedir que el viento la cerrara tras ellos.
Ginebra no había vuelto a intentar disuadirlo de su empeño, pero su mirada hablaba por sí sola. Y cuando por fin estuvieron en el sendero sobre el océano gris batido por la fuerza del viento, casi entendió su reticencia. El peñasco sobre el que había sido erigida la fortaleza de Tintagel se levantaba a más de cien metros por encima del nivel del mar y, a pesar de ello, desde allí arriba sentían la potencia con la que las olas chocaban contra las rocas. Aunque el viento hubiera remitido en los últimos días, les resultaba muy difícil mantenerse erguidos. Dado que el sendero tenía menos de un metro de ancho y las rocas estaban recubiertas por una gruesa capa de hielo, cada nuevo paso amenazaba con ser una pequeña aventura. Pocos metros después, se detuvo y se volvió hacia Ginebra.
—Tal vez sería mejor que regresaras —gritó por encima del ulular del viento.
Ella se rió. El vendaval le arrancó el sonido de los labios y lo llevó lejos, pero Lancelot pudo ver el feroz relampagueo de sus ojos.
—¡Sin mí jamás encontrarías el camino! Incluso con buen tiempo es difícil de descubrir —dijo Ginebra, esperando inútilmente una respuesta, luego se encogió de hombros y adelantó a Lancelot. El corazón de él dio un vuelco cuando vio lo cerca que estaba su pie del precipicio, pero no cometió el error de intentar retenerla, lo que posiblemente la habría asustado y habría podido acabar en una catástrofe.
Ginebra recorrió el sendero casi hasta el final, antes de pararse de nuevo y mirar con el ceño fruncido a su alrededor, la mano izquierda sobre su frente para proteger sus ojos del viento y la nieve. Lancelot se preguntó por un momento si no estaría fingiendo ante él para acabar asegurándole que no hallaba el camino, pero enseguida le pidió disculpas en su pensamiento por dudar así de ella. Probablemente tenía problemas reales para orientarse. Las rocas estaban completamente heladas. La nieve y el agua congeladas habían creado formas extrañas que habían tenido casi un invierno entero para crecer y ensancharse. Seguro que, sin nieve, aquel lugar tenía un aspecto muy distinto. No apremió a Ginebra, sólo pasó con cuidado a su lado y miró al mar.
A pesar del viento, que azotaba la superficie del agua, tiraba de su ropa y sus cabellos y hacía aflorar las lágrimas a sus ojos, era una imagen cautivadora. No sólo veían el mar, sino también el puerto natural que estaba situado debajo de Tintagel y en tiempos había proporcionado a la fortaleza riqueza e influencia. Ahora se hallaba prácticamente desierto y abocado a la ruina. Poco después de su llegada al castillo, Sean y él cabalgaron hasta allí para echar un vistazo y lo que vieron sumió a Lancelot en una mezcla de pena y rabia. Las extensas dársenas se encontraban abandonadas y medio derruidas, la mayor parte de las casas del pequeño poblado, cerradas, y muchas de ellas, ya para siempre inhabitables.
No le había preguntado a Ginebra, pero estaba convencido de que el declive no se había producido tras la salida de Uther y de ella misma de Tintagel. Sean, que por lo visto debía saber mucho de marinería, aseguraba que ese puerto llevaba sin usar más de un siglo y las pocas personas con las que se habían encontrado confirmaron su aseveración. Ahora algunos de los anteriores habitantes habían regresado y muchos más estarían en camino, y Lancelot no dudaba de que el puerto pronto luciría en todo su esplendor… siempre que Arturo, el hada Morgana y el destino así lo permitieran.
Pero, por el momento, la imagen desde allí era un doloroso ejemplo de la enfermedad que aquejaba a todo el país. No contemplaban las huellas de un ataque, sino de un proceso más sutil, más lento y, quizá por eso mismo, mucho más peligroso. Las personas de allí abajo habían perdido el valor. No había ya nada por lo que pudieran trabajar, ninguna meta que les otorgara la fuerza para superar las mayores privaciones. ¿Qué había ocurrido en ese lugar?
—Ahí está. —Ginebra interrumpió sus pensamientos. Antes de que tuviera tiempo de volverse del todo, añadió:— Por lo menos… eso creo.
Lancelot se aproximó deprisa hacia ella. Su mirada recorrió el brazo extendido de Ginebra y en un primer instante no pudo ver nada más que nieve, hielo y rocas. Sin embargo, luego, descubrió la estrecha y empinada vereda, labrada en aquella pared de rocas que caía casi en vertical, y un escalofrío le recorrió la espalda. Ginebra tenía razón: era imposible descender hasta allí. Por lo menos, de momento. El camino no tenía más de dos palmos de anchura e, incluso con buen tiempo y sin viento, debía de ser complicado de bajar. Para él resultaba un verdadero enigma cómo Merlín, ya un anciano en la época en que había vivido en Tintagel, había podido acceder a aquel lugar.
—¿Y la cueva? —preguntó.
En lugar de responder, Ginebra señaló hacia abajo y los ojos de Lancelot siguieron el gesto. Tardó un largo rato en descubrir la estrecha hendidura con forma de cuña que se abría en la roca. Y si la vio, tenía que agradecérselo al hielo que cubría la roca, ya que era la única mancha en toda la extensión en la que no se reflejaba la luz. Si no fuera por aquella capa de hielo, la entrada de la cueva habría sido poco menos que invisible.
—Estará a media milla, o más —murmuró con incredulidad—. ¿Y Dagda… Merlín bajaba y subía cada día?
—Algunas veces, más —afirmó Ginebra—. Cuando no hay hielo, la dificultad es menor, pero sigue siendo peligroso. La primera vez que estuve ahí, cometí el error de contárselo a Uther. Se enfadó tanto que me tuvo una semana encerrada en mi alcoba.
—¿Y las siguientes ocasiones? —quiso saber Lancelot.
—No se lo dije —respondió Ginebra como si hubiera hecho una pregunta muy tonta. Se puso derecha y dio un paso hacia atrás, lo que supuso un alivio para Lancelot—. Ya lo has visto. Cuando mejore el tiempo, tal vez podamos bajar. Pero ahora no.
Si no quería ponerse en ridículo, no había nada que pudiera objetar. Sin embargo, Lancelot no respondió. Tras unos instantes de vacilación, se aproximó al borde, se puso de rodillas y oteó el camino con ojos escrutadores. No tenía fundamento en el que basarse, simplemente sabía que allí abajo había mucho más que una cueva vacía.
—Allí hay algo —murmuró.
Ginebra aspiró con fuerza.
—¿No estarás pensando lo que pienso que piensas? —preguntó.
Lancelot torció ligeramente la boca, sin mirarla.
—¿Me lo puedes repetir? —dijo finalmente.
—¡Estás absolutamente loco si crees que vamos a bajar hasta allí!
—¿Vamos? —Lancelot sacudió la cabeza—. Nosotros, no. Pero yo, sí.
Ginebra jadeó de rabia, pero Lancelot se levantó, se quito la capa de los hombros y adelantó con precaución el pie hasta el comienzo del terraplén. La piedra estaba lisa como un espejo pulido y el viento parecía batir contra él con el doble de intensidad ahora que se había despojado de la capa. Tenía los dedos tan ateridos que le dolieron cuando palpó la piedra tosca para buscar una sujeción.
—Lancelot, te suplico… ¡que no lo hagas! —le conminó Ginebra.
—Quédate donde estás —le indicó Lancelot—. Te prometo que no me voy a suicidar. Si veo que no hay manera de seguir avanzando, me doy la vuelta —con infinita cautela dio un segundo paso, mientras apretaba lo más que podía la espalda contra la fría pared. El viento ululó más fuerte, tratando de agarrarle con sus dedos invisibles de la ropa para arrancarlo de su apoyo y precipitarlo al vacío, pero Lancelot apretó los dientes y siguió deslizándose poco a poco.
—Bueno —dijo Ginebra—. ¡Si no hay otra manera!
Lancelot giró la cabeza en su dirección y estuvo a punto de pegar un grito al ver que ella se quitaba la capa con un gesto resuelto y pisaba el escarpado declive.
—¡Ginebra! —jadeó—. ¿Te has vuelto loca?
—Claro —respondió ella—. Pero no más que tú.
—No lo hagas —le exigió Lancelot—. ¡Es demasiado peligroso!
—¿Ah, sí? —se burló Ginebra, lo que no impidió que bajara deprisa y con inusitada destreza. A pesar de que el corazón de Lancelot estalló de miedo en su pecho, tuvo que aceptar que demostraba tanta habilidad como él, si no más.
—Por favor, Ginebra…, ¡regresa! —le rogó sin embargo.
—Si vienes conmigo, encantada —respondió ella. Estaba ya casi junto a él y no hizo ningún amago de darse la vuelta; ni siquiera, de ir más despacio.
—Está bien —Lancelot capituló—. Has ganado. Regresamos.
—Sólo si me prometes que no volverás a la mínima oportunidad que tengas para intentarlo de nuevo —dijo Ginebra mientras continuaba imperturbable—. No antes de que acabe el invierno.
—Te lo prometo —le aseguró Lancelot, pero Ginebra no se contentó con eso.
—Necesito tu palabra de honor —dijo—. Si no me la das, hoy mismo le digo a Sean que tapie la puerta.
—Me doy por vencido —contestó Lancelot—. Vuelve. Te seguiré —y para confirmar que decía la verdad, se dio la vuelta hacia ella y entonces pasó lo que tenía que pasar: su pie izquierdo resbaló por la roca pulida como un espejo y él complicó más las cosas todavía al tratar de girarse con un movimiento brusco para encontrar apoyo en algún lugar de la pared.
Pero no lo encontró. La roca, vertical y cubierta por una capa de hielo lisa y brillante, pareció alejarse de él y Lancelot se vino abajo con un chillido de horror y los brazos como aspas de molino, precipitándose en el vacío.
Cayó. Sobre él oyó los chillidos desaforados de Ginebra y también él gritó tratando de agarrarse a alguna protuberancia del terreno. Su cadera chocó duramente contra el borde y continuó cayendo en el vacío y… de pronto fue como si una mano invisible lo agarrara suavemente y tirara de él con precaución. A pesar de ello, se golpeó la nuca contra las rocas con tanta fuerza que se quedó aturdido durante unos instantes. Cuando vio algo más que simples luces de colores, se incorporó con cuidado, apoyó la espalda contra la fría roca y se palpó brazos y piernas, como si tuviera que convencerse de que su cuerpo estaba completo todavía. Sólo entonces se dio cuenta de que Ginebra estaba arrodillada junto a él y lo observaba con ojos desorbitados.
—¡Lancelot! —gimió—. ¿Estás…? Pero ¿cómo…? ¿Qué es lo que ha…?
—Eso me gustaría saber a mí —totalmente perplejo, oteó el vacío que se abría más allá del estrecho camino. Se había caído. No se lo había imaginado… Ni tampoco la fuerza invisible que lo había agarrado en el último momento y devuelto arriba. Se levantó mientras el corazón le seguía latiendo a toda velocidad, extendió la mano cautelosamente sobre el borde del abismo y aguardó a sentir una resistencia. Pero allí no había nada. Sólo el viento, que cortó su piel como un frío cuchillo.
—Pero ¿cómo ha podido ser? —suspiró Ginebra.
Lancelot contrajo los hombros por toda respuesta. Algo le había agarrado, eso estaba claro. Y era evidente que no se trataba del viento.
No por eso se comportó más atolondradamente. Al contrario, fue mucho más precavido cuando prosiguió la marcha. Aunque acababa de prometerle a Ginebra que iba a desandar el camino, ella no le hizo más objeciones y tampoco Lancelot protestó cuando la joven le siguió.
Necesitaron casi media hora para alcanzar la estrecha hendidura, que estaba todavía a una distancia equivalente a tres o cuatro hombres sobre el nivel del mar. Desde allí Lancelot pudo descubrir que había un segundo sendero, todavía más empinado, que llegaba hasta la costa propiamente dicha; aunque ahora desembocaba directamente en aquellas olas grises coronadas de espuma que, al batir con tanto coraje, hacían temblar las rocas de su alrededor.
Ya en la cueva, una vez que entraron por la estrecha rendija, Lancelot se quedó quieto de nuevo, se puso de rodillas y levantó un puñado de nieve congelada. Formó con ella una bola, que tiró al vacío con todo el impulso del que fue capaz. No voló más que la extensión aproximada de un brazo, luego el viento la empujó y la precipitó hacia las profundidades del abismo. Estaba claro que la mano invisible que le había salvado a él no estaba dispuesta a hacer lo mismo con una bola de nieve. Todavía más desconcertado que antes, se dio la vuelta y siguió a Ginebra al interior de la cueva. El corredor que tomaron se iba estrechando, a medida que avanzaban, y tenía la cubierta tan baja que incluso Ginebra tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza. Subieron una buena docena de pasos antes de hacer un pronunciado recodo a la izquierda. Y cuando lo superaron, tuvieron una buena sorpresa.
Según las explicaciones de Ginebra, él esperaba hallar una cueva oscura, pero se encontró justamente con lo contrario. Ante ellos se extendía una alta sala de roca, llena de un tenue fulgor gris que no procedía de ninguna fuente concreta. El techo se elevaba por lo menos diez metros sobre sus cabezas y tanto las paredes como el suelo estaban libres de hielo y nieve, pues la temperatura era inusitadamente cálida. Por debajo del aullido del viento y del rugido de la marea, oyó un chapoteo de agua algo más adelante y, una vez que sus ojos se acostumbraron a aquella luz, vislumbró varios pasillos, de la altura de un hombre, que se internaban en la roca y tal vez conducían a salas vecinas.
—¿Prometí demasiado? —a pesar de que la voz de Ginebra temblaba de fatiga, intuyó orgullo en la misma.
Sacudió la cabeza, carente de palabras con las que expresar lo que sentía.
—La cueva de Merlín está ahí mismo, a la derecha; el primer corredor —Ginebra no esperó su reacción, sino que fue en esa dirección y Lancelot la siguió mientras miraba a su alrededor con asombro creciente. Las paredes de allí dentro también brillaban, pero no podía ser a causa del hielo, porque hacía demasiado calor para ello. Más parecían millones de cristales diminutos, nacidos directamente de la piedra, que creaban extrañas y hermosas formas de las que emanaba una luz interior, sí, pero al mismo tiempo también reflejaban cualquier movimiento externo; de tal modo que la caverna iba de las numerosas sombras a los rayos de luz en un constante vaivén que les impedía fijar la vista en sus paredes. También bajo sus pies se oían tintineos y crujidos a cada paso —el mismo ruido que oirían si caminasen sobre cristal pulverizado—, y cuanto más se introducían en la cueva más calor hacía.
Ginebra llegó al corredor que le acababa de señalar y se quedó quieta para que él pudiera alcanzarla. Se rió en voz baja, inclinó la cabeza de manera exagerada y le invitó a entrar con un gesto de la mano. Lancelot pasó encorvado a su lado y fue a parar a la segunda cueva, claramente más pequeña.
En un primer momento se sintió casi desilusionado. No sabía qué había esperado… tal vez el castillo de un hada, un palacio de cuento; en todo caso, algo extraordinario después de lo que habían visto afuera. Pero el recinto era de una sencillez casi decepcionante. Sus paredes también estaban recubiertas de brillantes cristales; sin embargo, el techo estaba a tan sólo dos metros y el escaso mobiliario podría haber pertenecido perfectamente a la humilde vivienda de un campesino o de un pescador. Había una cama estrecha, cuyas sábanas y almohada hacía tiempo que se habían podrido y transformado en polvo; una mesa de madera maciza con una única silla y un pesado arcón de roble, y eso era todo. No era el laboratorio de un alquimista, no había ninguna bola de cristal, nada de estantes repletos de pergaminos ni libros sobre poderes secretos. Lancelot dio un nuevo paso, vacilante, se quedó parado y se giró en círculo.
—¿Y aquí Merlín…?
—… vivía. Sí. Por lo menos, eso es lo que se dice —Ginebra movió la cabeza de izquierda a derecha—. Podría haber vivido como un rey, sin embargo prefirió este humilde alojamiento.
El hecho no sorprendía a Lancelot. El hombre del que Ginebra hablaba era el mismo Dagda que él había conocido.
—¿Y los otros cuartos?
—Los corredores conducen a lo más profundo de la montaña —contestó Ginebra con cierto pesar—. No me atreví a explorarlos. Entonces era casi una niña. Tenía miedo de extraviarme.
—Examinémoslos —propuso Lancelot.
Ginebra no se negó, pero tampoco se mostró muy convencida y Lancelot se preguntó si decía realmente la verdad o es que había encontrado algo en uno de aquellos corredores de lo que prefería no hablar. Sin embargo, ella no intentó detenerlo; así que él salió de la cueva y fue hacia la derecha.
Había cuatro corredores. El primero llevaba a un estrecho recinto, con una profunda pendiente, en el que le golpeó un soplo de aire gélido. Lancelot sólo dio unos cuantos pasos y se detuvo cuando los guijarros comenzaron a moverse bajo sus pies formando un pequeño corrimiento de tierras. Lo perdió pronto de vista, pero el ruido sonoro de las piedras tardó un rato en desvanecerse. Decidió regresar y probar suerte en otra galería.
También el siguiente corredor supuso una decepción. El suelo era plano, pero el túnel le condujo durante cincuenta o sesenta pasos hacia el interior de la montaña y allí se ramificó en tres. No hacía falta ser un niño para temer perderse en aquel laberinto. Por un momento Lancelot pensó seriamente en tomar uno de los caminos, pero finalmente no se decidió. Nadie sabía que estaban allí abajo. Por consiguiente, nadie les buscaría en aquel lugar y, aunque fuera así, no podrían ir a solicitar ayuda fácilmente si se perdían. Sin emitir una palabra, le señaló a Ginebra que dieran la vuelta, lo que ella hizo encantada. Regresaron a la gran sala y desde allí fueron al penúltimo de los corredores.
Al final desembocaba en otro pasillo, cuyas paredes, unos pasos más allá, se abrían formando una gran caverna de techo alto. Lancelot aspiró con fuerza y se paró tan de repente que Ginebra estuvo a punto de chocar contra él. Al alinearse junto al joven y echar un vistazo a la cueva, ella dio también un grito de sorpresa.
El suelo no era de piedra. Ante ellos se extendía un ancho lago, de perímetro casi redondo, en cuyo centro se erguía una extraña formación de columnas de cristal, brillantes y de mil colores. Un sonido peculiar flotaba en el aire; no se oía realmente, pero se presentía con absoluta claridad; como una música que tratase de hacerse corpórea. Por encima del agua oscilaba una fina niebla, que parecía compuesta por una serie de objetos invisibles en constante movimiento, y al otro lado del lago, con toda seguridad a cincuenta o sesenta pasos, sobre la pared de roca se intuía, más que verse, una gigantesca puerta negra labrada con extrañas runas y jeroglíficos.
—Esto es… increíble —susurró Ginebra—. No había visto nunca nada igual.
Lancelot permaneció en silencio. El lago y su corazón de cristales mágicos no eran una copia exacta de los que se había encontrado bajo las murallas de Malagon, pero la similitud era demasiado grande para ser casualidad. Además, podía percibir la magia que esa misteriosa formación de cristal irradiaba.
—Éste debió de ser el lago en el que encontró a Arturo —murmuró Ginebra.
Lancelot la miró sorprendido e inmediatamente preguntó:
—¿Quién?
Antes de responder, Ginebra le contempló de manera especial.
—Para ser alguien que creció junto a Arturo y Merlín, sabes bien poco sobre ellos —señaló el lago—. Se dice que Merlín halló a Arturo en la orilla de un lago subterráneo cuando todavía era un bebé. Siempre había pensado que se trataba únicamente de una leyenda.
Lancelot entrecerró los ojos para reflexionar. También a él lo habían encontrado a la orilla de un lago de pequeño, igual que a Ginebra. ¿A cuántos más?, se preguntó. Se agachó despacio, extendió el brazo y lo sumergió con precaución en el agua. Estaba caliente. No es que no estuviera fría, es que estaba realmente caliente. Y de una manera que apenas se podía describir con palabras, se la sentía distinta a cómo se suele sentir el agua. Si la idea no le hubiera resultado absurda a él mismo, habría dicho que estaba viva.
—¿Qué habrá detrás de esa puerta? —preguntó Ginebra.
No estaba seguro de querer saber la respuesta. Las runas que cincelaban el hierro negro de las dos hojas gigantescas le resultaban extraña e inquietantemente familiares, al igual que aquella sala, y el recuerdo que le venía a la cabeza al contemplarlas era más bien aterrador. Podría ser que la Tir Nan Og fuese su patria, pero las pocas veces que había estado allí habían terminado casi en una verdadera catástrofe.
Y como si hubiera leído sus pensamientos, Ginebra dijo:
—Si esto es lo que creo… quizá hayamos alcanzado nuestro objetivo.
Lancelot la miró interrogante. Se mantuvo callado. El ritmo de su corazón se aceleró.
—Tal vez podríamos entrar —murmuró Ginebra.
Tal vez podrían realmente. Lancelot ya había recorrido ese camino en más de una ocasión. Pero, pensó, ¿qué sucedería si era eso precisamente lo que deseaba Morgana? Contra todo pronóstico, él la había desafiado más de una vez en aquel mundo y quizá era justamente eso lo que ella esperaba de él: que guiara a Ginebra hasta la Tir Nan Og, que no sólo era la Isla de los Inmortales sino también el reino hecho a la medida de Morgana desde los tiempos primitivos, el mundo de los elbos donde ella detentaba el poder absoluto sobre la magia negra que aquí, en el mundo de los humanos, no podía desplegar en su totalidad. Algo terrible aguardaba al otro lado de esa puerta, lo sentía.
—No debemos hacerlo —dijo.
—¿Por qué?
Lancelot titubeó un instante más, pero después señaló la formación de cristal del centro del lago.
—Vi algo así en otra ocasión. Bajo la fortaleza de Malagon, en sus profundidades.
—¿Y? —Ginebra se mostraba alterada. Quizá sintiera el miedo que aquel recuerdo provocaba en Lancelot.
—Pensé que era la fuente del poder de Morgana —le resultaba difícil continuar hablando. Su voz tembló—. Fui tan estúpido. Estuve a punto de organizar una tragedia de consecuencias inimaginables.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ginebra.
—Traté de destrozarlo —dijo Lancelot—. No lo conseguí. Pero estuve a un paso de destrozar Camelot.
Ginebra parpadeó. Iba a reírse, pero logró tragarse la carcajada.
—Eso son tonterías. ¿Cómo…?
—El terremoto que destruyó Camelot —le interrumpió Lancelot—. ¿No lo recuerdas?
—Claro que sí —dijo Ginebra—. ¿Y qué tiene que ver contigo?
—Desenvainé mi espada e intenté destruir con ella la fuente del poder de Morgana —contestó Lancelot—. Y en el mismo momento en que lo hice las murallas de Camelot comenzaron a tambalearse. —Necesitó una gran fuerza de voluntad para separar la vista de la resplandeciente formación de cristal y se giró hacia Ginebra. Su voz se transformó en un susurro:— Morgana vino en el último segundo e impidió que le asestase el golpe definitivo. Si no lo hubiera hecho, ahora no existiría Camelot.
—Pero eso es… —a Ginebra le costó articular las palabras. Movió la cabeza, desalentada—. Pero eso no puede ser. Debes de estar equivocado.
—Ojalá fuera así —murmuró Lancelot. El recuerdo le hacia daño. Un daño atroz.
—Nunca me lo habías contado —dijo Ginebra un rato después.
—¿Cómo hacerlo? —murmuró Lancelot. Iba a decir algo más, pero su voz se negó a colaborar y todo su cuerpo comenzó a temblar.
Ginebra se aproximó a él, lo arropó entre sus brazos y lo consoló con ternura.
—¿Por qué no me lo dijiste nunca, querido? —susurró—. Todo ese dolor contenido. ¿Por qué no ibas a compartirlo conmigo?
«Tal vez, porque la mayor parte de las veces —pensó Lancelot—, el sufrimiento compartido no se convierte en medio sufrimiento, sino en doble sufrimiento». Y, en voz alta, dijo:
—Gracias a los dioses no hubo pérdidas humanas —casi con cautela, pero muy decidido, se desligó del abrazo de Ginebra y dio un paso atrás—. Pero sería peligroso no aprender de aquel error, Ginebra. La próxima vez podría ocurrir una desgracia mayor.
Ella lo miró con seriedad, pero no contestó. Se volvió de nuevo hacia el lago y observó pensativa la superficie del agua, sobre la que flotaba aquel vapor gris. Finalmente, levantó la cabeza y examinó la inmensa puerta de hierro del otro lado.
—Por lo menos… intentémoslo —dijo titubeando—. No hace falta que entremos. Sólo quiero echar un vistazo.
—Ni siquiera podríamos acceder hasta allí —Lancelot señaló a un lado. Aparte de la estrecha banda de suelo seco en la que se encontraban, y de otra zona del mismo tamaño al otro lado del lago, justo delante de la puerta, el agua llegaba a las paredes por todas partes. No había ninguna posibilidad de cruzar al otro lado del lago subterráneo, manteniendo los pies secos.
En lugar de responder, Ginebra se inclinó y metió la mano en el agua.
—Está caliente. Podemos nadar.
—Una idea estupenda —comentó Lancelot en un tono manifiestamente sarcástico—. Y en el trayecto de vuelta arriba nos congelamos en nuestros vestidos mojados —sacudió la cabeza—. ¿Cuánto crees que aguantarías ahí afuera? ¿Un minuto o hasta dos?
Por un momento dio la impresión de que a Ginebra le había calado el comentario, pero tendría que haberla conocido mejor. No iba a dar tan fácilmente su brazo a torcer.
—Entonces de lo que se trata es de que no nos mojemos los vestidos —dedujo.
Antes de que Lancelot pudiera asimilar lo que quería decir con eso, se quitó la capa, el vestido, y, sin dudarlo ni un segundo, se metió en el agua. Unos pasos después, el agua le llegaba a la cadera. Se quedó parada y le miró.
—El agua está maravillosa, como un lago termal en primavera. Vamos, ven, ¿o no te atreves?
La respuesta más sensata habría sido un «no» rotundo, pero le faltó valor para eso. Lancelot dudó un momento más y luego se quitó las ropas también y se metió en el agua, junto a ella. No había exagerado. Estaba caliente y resultaba muy agradable a la piel; como si miles de manos invisibles te acariciaran por todas partes al mismo tiempo. Y no era únicamente aquella calidez la que parecía tener poderes curativos. Él sólo roce de aquella agua mágica parecía llevarse consigo todo miedo, todo dolor. No pudo continuar enfadado con Ginebra. Lo que pretendía seguía resultándole demasiado peligroso y atolondrado, pero era incapaz de enojarse… Como si ya no estuviera en posición de desarrollar un sentimiento así. Sin ser consciente de lo que hacía, le devolvió la sonrisa, se metió del todo y comenzó a nadar a su lado con brazadas fuertes y regulares.
Aquella sensación de bienestar y seguridad se acentuó a medida que se acercaban a la estructura de cristal en el centro del lago. Allí, como en la cueva bajo la fortaleza de Malagon, Lancelot sentía el enorme poder mágico que desprendían aquellos cristales, con una intensidad casi corpórea, y, sin embargo, había una diferencia importante. Los cristales del corazón de Malagon irradiaban un poder frío, amenazador, una magia que consumía a todos los que se acercaban a ella sin saber cómo evitarla. La magia que percibía allí era justo la contraria. Un aura infinitamente suave, protectora, que no provocaba ni temor ni malos pensamientos.
La formación de cristales ejercía una atracción mágica sobre él y tuvo que dominarse para permanecer al lado de Ginebra y no nadar en su dirección. Sin duda, a ella le sucedía lo mismo, porque no paraba de mirar constantemente hacia la brillante flor de cristal. Y nadaba hacia ella cada poco rato, pero volvía al rumbo primitivo al ver que Lancelot se mantenía inflexible en él. Ni Lancelot mismo sabía por qué lo hacía, pues no había nada que deseara más que tocar aquella hermosísima formación, palpar con sus manos la brillante magia para transformarse quizá en una parte de ella.
Sin embargo, se mantuvo en su rumbo hasta dejar atrás medio lago y comenzar a aproximarse a la otra orilla, y pronto volvió a sentir el suelo firme bajo sus pies. Se puso derecho con rapidez y salió del agua con la intención de ayudar a Ginebra a hacer lo propio, pero ella ignoró su mano tendida y salió con un movimiento tan enérgico y elegante que Lancelot levantó las cejas sorprendido. Sólo entonces comprendió que no había prescindido de su ayuda para herir su susceptibilidad.
Simplemente no la necesitaba. Igual que tampoco él había necesitado ayuda de nadie.
Aunque acababan de nadar una distancia de unos cincuenta metros, Lancelot se sentía más descansado y fresco que nunca. La tensión de atravesar el lago a nado no le había supuesto ningún esfuerzo; por el contrario, le había dotado de una nueva energía y también de una confianza que llevaba mucho tiempo echando en falta. A Ginebra parecía sucederle lo mismo, porque dobló la cabeza hacia atrás, emitiendo una risa cantarina. Luego, corrió descalza sobre los guijarros que cubrían la estrecha playa, en dirección a la gran puerta de hierro.
Y algo más: nunca le había parecido tan hermosa y radiante como en aquel instante. El baño en el lago mágico no sólo le había concedido fuerzas físicas.
Lancelot empleó dos o tres minutos allí quieto, contemplándola. Cuando por fin salió de su estupor, fue hacia ella. Ginebra tenía los brazos levantados como si pretendiera abrir la puerta, pero incluso si sus fuerzas hubieran sido suficientes para ello —lo que, a la vista de aquellas dos hojas que debían pesar toneladas, era francamente improbable—, no lo habría logrado. No había ningún pestillo, ninguna cerradura, ningún mecanismo para abrirla.
—¿Cómo se abre? —murmuró ella.
Lancelot se encogió de hombros. Y dado que Ginebra seguía como hipnotizada mirando la puerta de hierro negro y las runas y caracteres que la decoraban, un momento después dijo:
—No lo sé.
De mala gana, Ginebra apartó la vista de las runas labradas en la puerta y le miró.
—Pero en Malagon la abriste.
—Era distinta —aseguró Lancelot, haciendo un verdadero esfuerzo para que su voz tuviera un tinte apenado y Ginebra no notara su verdadero alivio. Era absurdo pensar que tras aquella puerta les acechaba algo peligroso y, sin embargo, Lancelot se sentía secretamente contento. Con toda seguridad, aquél era el método más elegante de no verse obligado a cumplir el deseo de Ginebra de atravesar el umbral.
Pero, como ya había ocurrido en la otra orilla, tampoco esta vez se dio Ginebra por vencida. Sacudió la cabeza y frunció el ceño, no con enojo, pero sí con impaciencia. No le creía, pero iba a ahorrarse el comentario. En lugar de eso, echó la cabeza hacia atrás para observar las runas de la parte alta.
—De algún modo me resultan conocidas —murmuró—. No sé lo que significan.
—… Pero tienes la sensación de que ya las viste antes —Lancelot asintió—. A mí me ocurre lo mismo —y, un instante después, lo supo—. La espada. ¡Son las mismas runas de la espada!
—Y del escudo —añadió Ginebra con un asentimiento de la cabeza—. Qué lástima que no sepamos lo que significan.
No disimuló su decepción. Suspiró profundamente una vez más, se dio la vuelta y se dejó caer sentada en el suelo, con las rodillas dobladas hacia el cuerpo. La melena mojada se le vino al rostro. Se la apartó hacia atrás y la gracia que imprimió a ese movimiento fue más de lo que Lancelot pudo soportar. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para no abrazarla. Pero no eran ni el momento ni el lugar adecuado para las carantoñas. Lancelot también se sentó —conscientemente, a más distancia de la precisa— y apoyó hombros y nuca en la puerta. Al igual que el lago, no estaba tan fría como su aspecto daba a entender y tampoco tenía la textura del hierro. Era dura, sí; quizá indestructible, incluso; pero también se la podría considerar suave de un modo que no sabia describir con palabras.
—¿Crees que encontró aquí a Arturo? —preguntó Ginebra un rato después—. ¿En este lago?
—¿Dónde si no? —Lancelot pensó un momento en los otros corredores que habían descubierto y un escalofrío, breve pero glacial, le recorrió la espalda. Igual que tenía la absoluta convicción de que en aquella cueva estaban a salvo y ningún peligro del mundo podría cernirse sobre ellos, estaba seguro de que en las demás salas y pasillos los acechaba algo peligroso. Algo que era mejor no despertar.
—En un lago —murmuró Ginebra. Lancelot oyó un crujido, volvió la cabeza y vio que se había aproximado un poco y ahora estaba tan sólo a un palmo de él. Su mirada, sin embargo, seguía fija en los brillantes cristales del centro del agua—. Igual que tú. Y que yo. Tiene que significar algo.
—Probablemente —dijo Lancelot—. Pero no sé el qué.
—¿Qué es lo que sabemos? —preguntó Ginebra, acercándose un poco más para que su hombro rozara el de Lancelot. Él sintió un estremecimiento.
—¿A qué te refieres?
Antes de responder, ella se tocó la oreja con las puntas de los dedos, acariciando la fina cicatriz que tenía en la parte superior, tan semejante a la de Lancelot y a la de Arturo. Lo hizo con un gesto que pretendía ser casual, pero que, en realidad, no lo era para nada.
—Ni siquiera sabemos quiénes somos —en otro momento y en otro lugar aquellas palabras habrían sonado amargas, pero Lancelot sólo percibió en ellas un vago rastro de tristeza; y tal vez sólo porque lo esperaba—. No somos de este mundo, Lancelot. Tú y yo, nacimos al otro lado, igual que Arturo y otros muchos.
Lancelot se encogió de hombros y respondió:
—Quizá.
Ginebra sacudió la cabeza con decisión.
—Es así —aseguró—. No somos humanos, Lancelot. Somos elbos.
—¿Y qué diferencia hay? —preguntó Lancelot.
Pasó un rato antes de que Ginebra respondiera, y cuando lo hizo su voz tenía un matiz especial, un tono que indicaba amargura y resignación y que él nunca le había oído.
—Cuando todavía era una niña, me contaron muchas historias sobre elbos, hadas, trolls y unicornios. Me gustaba escucharlas, como les ocurre a todos los niños. Pero no pasó mucho tiempo hasta que comprendí que se trataba sólo de cuentos y que todas aquellas criaturas no existían realmente. Y ahora, sin embargo, tengo que acostumbrarme a la idea de que yo soy precisamente uno de esos seres fabulosos —se rió en voz baja—. Pero no me siento así.
—Tal vez no haya ninguna diferencia —reflexionó Lancelot. Pero ¿no sería que él no quería reconocer la diferencia? Ginebra tenía razón: ella y él tenían tan poco que ver con la raza de los humanos como Arturo, Morgana, Mordred y, probablemente, también Merlín… Y otros muchos con los que se había cruzado sin descubrir su secreto.
Pero los elbos que se habían presentado ante él sin tapujos eran más demonios que ángeles protectores. En sus leyendas y mitos los humanos afirmaban que la raza mágica de la Tir Nan Og se ocupaba de ellos, velaba por su bienestar y, sin embargo, Lancelot nunca había visto unos guerreros más despiadados para con sus enemigos como los elbos oscuros de Morgana.
—Tiene que haber una diferencia —repitió Ginebra—. Tiene que haber un motivo.
—La mayoría de las cosas ocurren sin ningún motivo aparente —rebatió Lancelot. No quería seguir dándole vueltas a aquello. Nunca había querido y allí y en aquel momento lo quería mucho menos. No eran pensamientos acordes con aquel sitio—. Debemos regresar —dijo.
—¿Ya? —Ginebra puso cara de pena. Apretó las piernas contra el pecho y las rodeó con sus brazos, luego se dejó caer hacia un lado sobre el hombro de Lancelot. Su pelo mojado le hizo cosquillas en la mejilla—. Podría quedarme aquí para siempre. Es un sitio precioso.
—Llevamos mucho tiempo fuera —le recordó Lancelot—. Arriba, en Tintagel, se estarán preguntando dónde debemos estar. Y si no regresamos pronto, Sean comenzará a preocuparse —se rió muy bajo—. Ya conoces a ese tozudo irlandés. Cuando se preocupa, se vuelve aún más insoportable que de costumbre. No va a parar de gritar a tus pobres criados hasta que consiga que rastreen todo Tintagel para buscarnos en cada rincón.
Ginebra suspiró.
—Quizá tengas razón. Pero yo también, ¿no? Es un sitio precioso.
—Claro que sí. Pero de momento no podemos quedarnos aquí. Volveremos otro día para examinarlo con más detenimiento. Tal vez haya una manera de abrir esta puerta. —Tras un titubeo y un poco más bajo, añadió:— Si lo quieres de veras.
—¿Tú no? —Ginebra le miró sorprendida.
Lancelot encogió los hombros. No conocía la respuesta a aquella pregunta.
—Pero ya estuviste una vez —dijo Ginebra.
—Igual que tú —replicó Lancelot.
Ginebra movió la cabeza de derecha a izquierda enérgicamente, de tal manera que su cabello mojado golpeó la cara de Lancelot como si le hubiese dado una bofetada en broma.
—Aquello era distinto —aseguró—. Estaba prisionera en el calabozo de Morgana. Tú viste la Tir Nan Og.
Y lo que había visto allí era hermoso, pero también indescriptiblemente aterrador. Y, sobre todo, distinto. Ginebra podía tener razón en eso de que provenían de la Isla de los Inmortales, pero ¿pertenecían realmente allí?
—Vayámonos —propuso en lugar de contestar a su pregunta—. Tenemos un camino muy largo por delante.
Ginebra asintió y se incorporó ligeramente, pero no se levantó del todo, sino que se inclinó sobre él y rodeó su cuello con los brazos.
—Lo haremos —dijo—, pero todavía no. Creo que este lugar es demasiado bonito para dejar en él cosas a medias.
—¿Cosas a medias? —Lancelot parpadeó—. ¿Qué quieres decir?
Ginebra soltó una carcajada. Aproximó su rostro y luego selló sus labios con un beso que le impidió hacer una nueva pregunta.
Habría sido absolutamente innecesaria.