VEINTICINCO
El sol sigue pegando.
AI fondo del amplio jardín cuidado, la casa del arquitecto está llena de ventanas. Escalera de piedra gris, caminos sinuosos con bordes salpicados de flores coloreadas en vivo. Como en el dibujo de un niño equilibrado. Un hogar perfecto en el fondo de una propiedad perfecta. La descripción de Fátima no podía haber sido más fiel. Sin embargo, Nadine tenía una idea muy distinta.
Han venido andando, la han encontrado fácilmente. Las zapatillas de deporte de Nadine le queman los tobillos. Necesita zapatos, y rápido. Chapotea en su propio sudor, lo siente en el cuello y en los riñones.
Manu mastica chicle, se mete varios a la vez y deglute ruidosamente. Sus zapatos dorados están hechos un desastre, anda torcida y arruina su calzado.
Nadine apunta:
—Es curioso cómo en tan poco tiempo te has transformado en una vagabunda. Una especie de sin techo veterana.
—Por fin me encuentro conmigo misma.
—Claro, o tu ser profundo es muy fuerte, o no has hecho ningún esfuerzo para pintarte las uñas.
—No como otros. Es súper guapa su cabaña de gilipollas.
Nadine llama. Han decidido que hablaría ella porque inspira más confianza. Dirán que hacen una encuesta. Si no quisiera recibirlas, Manu tiene la pipa al alcance de la mano y entrarán como sea. Luego, ya decidirán.
Lo que cuenta es que abra la caja. No será fácil porque no le conviene en absoluto. De hecho, casi nada le conviene, hoy es su mal día.
Si consiguen que abra la caja, o es tonto del culo, o ellas son listísimas. Muy listas no son, pues entonces ojalá que sea tonto.
Pero la apuesta es más divertida que vital, no tienen intención de probar nada.
Se han preguntado qué debían hacer si no estaba solo. Han buscado una respuesta satisfactoria, no la han encontrado y lo han dejado correr. Manu ha sentenciado: «El mejor plan es no tener ninguno». Táctica decidida.
Ojalá esté solo. Solo y que sea muy tonto, sería una excelente combinación.
El señor que abre es de estatura mediana, mandíbula cuadrada, bien afeitado, las sienes ligeramente entrecanas. Igual de cuidado y presentable que su jardín.
Pregunta dulcemente: «¿Qué desean?». La voz es grave y reposada, la voz evoca inmediatamente sexo en la penumbra, movimientos extremadamente suaves, delicadamente perversos. Nadine contesta que trabajan para el Instituto de Estadística, que es una encuesta sobre el consumo familiar de productos culturales. El tema suena extraño, no parece sorprenderle.
Otro más que no las relaciona con las chicas de la prensa. Las invita a entrar y las deja pasar.
Manu refunfuña:
—¿De qué sirve colocarse en primera página si luego no te reconocen?
—Para cepillarse a los inocentes, ¡cierra el pico!
El tío que vive aquí sabe recibir, les propone sentarse y les pregunta si les apetece una taza de café. El sofá es confortable, la pieza soleada. Detrás se extiende el jardín, casi un campo. Lleno de flores. Tan amanerado que da asco, pero todo un hallazgo. Dan ganas de buscar el fallo, de hundir esa majestuosa calma en un río de sangre.
Los libros cubren las paredes. Hay reproducciones de cuadros en los espacios libres. ¿Serán realmente reproducciones? El hombre tiene buen gusto. Y quiere demostrarlo, sin pasarse de la raya ni caer en lo vulgar.
Frente a tanta elegancia, Nadine tiene la impresión de sudar a mares, de respirar demasiado hondo. Se siente desplazada y agredida por encontrarse tan incómoda.
Mientras prepara el café, él les hace varias preguntas sobre el oficio de encuestadora. Disponible y acogedor. La voz grave, distinguida, la entonación aterciopelada. Nadine contesta, lo más evasivamente posible. Está convencida de que las encuentra feas y desaliñadas, pero que es demasiado educado para demostrarlo. Manu se alegra de antemano mientras él se ajetrea en la cocina:
—Joder, todo el suelo es blanco y será un follón cuando lo llenemos de sangre.
Él regresa, deposita una bandeja con el café en una mesita baja de cristal ahumado. Es impensable que derrame la menor gota, que haga un movimiento en falso. Un hombre como ese no patina. Lo lleva escrito en la piel con grandes letras: «Respeto mi cuerpo, como sano desde mi tierna infancia, follo bien, preferentemente a mujeres de categoría a las que hago chillar varias veces durante la labor, tengo un trabajo que me interesa, la vida me funciona. Soy guapo». De estilo presentable al despertarse, a mil leguas de las leyes de la resaca. Es una excepción a la mayoría de las reglas, hace piruetas fuera del montón. Desenvuelto y exquisito.
Nadine se pregunta cómo Fátima ha pasado por alto algo tan capital. Por qué no las ha avisado de que las enviaba a casa de un súper héroe.
Apenas se ha sentado y se gira hacia ellas, dispuesto para las preguntas, Nadine saca su Smith & Wesson y lo apunta. Aún no se le ha ocurrido estrategia alguna. Frunce las cejas y se acerca un poco para intentar captar mejor la expresión de la cara frente a un cañón. La examina con aire de sorpresa. La angustia y el pánico son sentimientos tan extraños para él que no acude a ellos espontáneamente.
Manu se sirve una taza de café, llena otra que empuja hacia Nadine y pregunta amablemente al señor si quiere otra a pesar de todo. Él asiente levemente, ella sacude la cabeza:
—¡Vete a la mierda, gilipollas, no te toca!
Se ríe a gusto, al tiempo que saca la pipa del bolsillo trasero, la sostiene con una mano mientras bebe, sin apuntarlo especialmente. No le quita la vista de encima y dice a Nadine: —Este tiene aplomo. Ahora entiendo mejor lo que dices cuando hablas de las caras descompuestas por el miedo. Estoy impaciente por ver cómo a este se le enarcan las cejas y se le mancha la camisa con sus tripas.
Enmudece y lo mira en silencio. Expresión lúbrica y malsana, caricaturesca. Da lengüetazos en el cañón de su pipa, pensativa. El tipo no se ha movido, ni un solo parpadeo. Ella extrema la atención: si dispara, será en la boca. Al mismo tiempo, chupar el cañón es una nueva idea muy seductora. Comenta en voz alta:
—Acabaré pajeándome con esta pipa. Tal vez vivas lo suficiente para verlo, hijoputa.
Nadine reflexiona, funciona bien el contraste entre Manu, en su papel de tipo bestial, y ella, con toques más protocolarios. Tal vez es algo simplista. Pero no se le ocurre nada mejor. Se levanta, inspecciona las estanterías de libros, decidida a exagerar su número de neura simpática. Manu lo apunta a quemarropa.
Nadine reza para que comprenda que piensa jugar como oponente, adoptar la táctica de un poli.
Saca cuidadosamene un libro de los estantes. The Stand. Lo hojea tranquilamente. Hay que lanzarse, empezar a hablar. Conviene tomarse tiempo, dejar que la angustia cristalice. Unos segundos más y tendremos tiempo muerto. No vas a casa de la gente a apuntarles con una pistola si no tienes nada que decirles. Coloca el libro en su lugar. Del estante inferior saca El idiota y, con tono petulante, como absorta en la lectura de las notas de la cubierta, pregunta:
—¿Ha oído hablar de nosotras?
—Me temo que sí.
—Como bien decía mi colega, lo que más me gusta del crimen es la expresión de las víctimas. Esa terrible expresión. Es increíble cómo se abre una boca cuando aúlla. Fascinante cómo el horror transforma un rostro corriente.
Marca una pausa, coloca el libro en su sitio. No sabe muy bien adonde quiere llegar. El la escucha con atención, ni ha pestañeado.
Ella leyó una vez que los asesinos múltiples mataban porque no eran conscientes de que sus víctimas eran seres humanos; y que si tomaran conciencia de que tenían nombre e identidad no matarían con tanta frialdad. Con la cantidad de chorradas que tiene en su biblioteca, seguro que ha tenido la oportunidad de leer algo sobre la psicología de los asesinos múltiples. Con un poco de suerte, es posible. La trampa es burda. No encuentra nada mejor, se conforma y encadena:
—Tiene usted buen gusto. Sobre todo en literatura, por lo que puedo ver. Me resulta difícil detestar a un hombre que lee a Ellroy en el idioma original y posee las obras completas de Sade. En cualquier caso, se diferencia singularmente de sus antecesores.
Vuelve a sentarse frente a él y le sonríe. No como si lo dominara, más bien como encantada de conocerle.
El le devuelve la sonrisa. Está persuadida de que la encuentra grotesca pero que lo disimula. Porque evita provocar la susceptibilidad de gente armada. A menos que intente engatusarla. No sabe cómo interpretar su actitud. No sabe cómo manejar su propio cuerpo delante de él. Está en la cuerda floja. No debe dejar entrever su desconcierto. Aunque siempre tiene la pipa a su favor.
Entonces, ¿por qué está tan relajado? Tal vez conozca su propio miedo y se ría por dentro.
La mira con insistencia, siempre sonriente. Es lo bastante inteligente para sentir que a ella le apetece que la adulen. Quiere ser adulada. Quiere su reconocimiento al tiempo que teme no merecerlo.
Lo quiere a él.
Ella habla suave y reposadamente, como si dominara la situación:
—Existe una segunda diferencia entre nuestras víctimas anteriores y usted, y es de peso. Nunca hemos matado a nadie por dinero. A veces, de paso, nos hemos servido algo después, para los gastos. Me resulta horrorosamente vulgar tener un móvil para matar. Cuestión de ética. Me importa. Me importa muchísimo. La belleza del gesto, le concedo gran importancia a la belleza del gesto. Ante todo, que sea desinteresado. En cambio, nosotras estamos aquí por una cuestión de dinero. Nos vamos* a otra parte, mi colega y una servidora. Un repentino deseo de visitar el mundo.
Manu, que se autoexcluye de la escena para revolver el bar, interviene inopinadamente:
—Y de descargarles los cojones a los indígenas.
Nadine la mira y sonríe condescendiente. Como si fuera su costumbre viajar con una retrasada. Luego le sonríe al señor, como diciendo: «Es así, pero tiene un corazón de oro, no se preocupe». El devuelve la sonrisa, insiste. Hay buena corriente. O juega su papel de maravilla, o la escucha de verdad y cree captar exactamente al personaje. Fantástico y deliciosamente violento, tan literario, justamente.
Ha terminado, pocas veces ha realizado tal esfuerzo para parecer serena y tranquilizadora. Como si deseara mandar ondas de paz por todos los poros de su piel:
—El problema es muy sencillo. Dispone de una caja al fondo de la habitación de ahí atrás. Una caja escondida detrás de un cuadro de Tapies. En la caja, hay piedras preciosas. Porque tiene el buen gusto de interesarse por los brillantes. A un hombre de su categoría no podrían satisfacerle acciones en la bolsa…
—Amo la belleza, parece entenderlo.
Está alucinada. Es una primera réplica, la ha lanzado como un perfecto caballero. Es una tertulia de salón, conversan. Entre gente que se entiende y se aprecia.
Ella prosigue en el mismo tono jocoso:
—Esos brillantes nos interesan por un motivo de lo más prosaico, para permitirnos viajar. Y, de paso, para salvar el pellejo. No sabemos abrir cajas fuertes. Así que debe hacerlo usted. Hagamos un pacto: nos entrega las piedras y no le haremos ningún daño. Tiene mi palabra de honor. Vale lo que vale, usted juzgará.
Ha hecho lo que ha podido. Ha metido un farol tremendo. Tiene ganas de irse. Está segura de que las cosas no saldrán como ella desea.
El cruza las piernas y reflexiona un instante. Manu vuelve al centro de la pieza, con una botella de Glenn Turner cogida del gollete. Precisa:
—Por el contrario, imbécil, si no abres tu caja de mierda, me importa un carajo que hayas leído a Fulano y a Mengano, y será un placer romperte esa cara de cretino impasible.
Se vuelve hacia Nadine y añade:
—Así, nadie podrá pretender que te hemos matado por dinero, si eso te molesta. Total, el honor queda a salvo.
Nadine asiente, el arquitecto le lanza una mirada inquieta. Muy leve, aún está lejos del pánico.
Finalmente, levanta los brazos al aire en señal de impotencia y dice:
—Creo que no me dejáis otra alternativa. Si queréis seguirme…
Manu se le engancha, el cañón toca sus omóplatos. Nadine cierra el paso, él le habla como si no hubiera nadie entre ellos. Muy mundano. No tiene miedo. En todo caso, no lo demuestra en absoluto.
—Leo muy poco la prensa y no tengo tele. Supongo que entenderéis que me niegue a ver la tele.
Ella no entiende nada. Y aún menos adonde quiere llegar. Intenta adormecerla, tiene un plan en la cabeza. Él prosigue su rollo:
—Pero había oído hablar de vosotras, estaba muy intrigado… Os imaginaba distintas… A decir verdad, no pensaba llegar a conoceros.
Pasan a la habitación contigua. Nadine ve cómo desplaza el cuadro de la pared. ¿Se la había metido alguna vez un tipo con tanta clase? En su historial de golfa, ya ha ido a que le den por el culo los elegantes. Pero ninguno la ha tratado así, con tal esfuerzo de seducción. El gran juego. Este tipo quiere gustarle. Siempre que se cruzan sus miradas, se cuida mucho de no ser tórrido y ferviente, no pasa por alto el sentimiento.
No puede ser tan sencillo. Algo tiene que chingar. Están crispadas con sus armas, rectas y atentas. La misma idea en mente, la una y la otra: «¿A qué viene tanto rollo y qué está tramando?».
La caja fuerte es exactamente como la imaginaban: gris oscura con tres dispositivos de apertura codificados. En triángulo. Antes de pulsar las teclas, mira a Nadine y declara:
—Nunca conocí a una mujer como tú. Seguro que no te pareces a nadie. Lo que estáis haciendo es… terriblemente violento. Tienes que haber sufrido mucho para llegar a tales extremos, a tales rupturas. No sé qué desierto habrás cruzado, no sé qué me empuja a fiarme de ti. Como estás diciendo, el trato es simple y me fío de ti a ciegas. Te encuentro tan bella, hasta lo más recóndito de tus profundidades.
Se ríe, una ligera risa extremadamente refinada, y sacude la cabeza:
—Eres todo un personaje. Apenas si nos hemos cruzado, pero esto es un auténtico encuentro. No puedo evitar estar… terriblemente fascinado. Otros tratos, me gustaría cerrar contigo.
Gira los dispositivos, sin prisa, absorto en sus consideraciones.
Nadine no ha pestañeado. Va de coqueto. Le cuesta creerlo. ¿Será capaz de proponerle un lengüetazo rápido por la raja, para el viaje? Es capaz. Está pirado. Lanzado en su flirteo con una mujer peligrosa, en plena conversación con una asesina.
Nadine le mira las manos. Blancas y finas, los dedos ligeramente torcidos, se vislumbran las venas bajo la piel. Manos ágiles y alertas. Imagina esas manos resbalar sobre su piel. Esa cara, tan perfecta y regular, inclinarse sobre ella. Lleva una cadena de oro muy fina. Esa boca contra su piel.
Se avergonzaría de su cuerpo contra ese cuerpo. Bajo las caricias dispensadas por un amante de esta categoría, su piel se pondría grasienta y peluda como cucarachas, rugosa y roja. Asquerosa.
El pregunta:
—A propósito, ¿puedo preguntarte cómo has oído hablar de mí?
—Por supuesto que no. No tendría ningún sentido.
Manu lo empuja apenas la puerta de la caja se entreabre y chilla hundiendo las manos dentro:
—Joder, está llena a tope, es alucinante cómo ha mareado la perdiz para abrir su jaula.
El tipo está de pie frente a Nadine, alarga las manos:
—Creo que ha llegado el momento de atarme.
No tiene miedo. Se ha emperrado en que iba a atarlo. Nadine sonríe, no podía esperar menos. Seguro que le encantaría que lo maniatara sólidamente.
Ni le pasa por la cabeza que puedan hacerle daño. Tiende los puños, encuentra el día excitante.
¿Habrá tenido miedo una sola vez desde que llegaron? ¿Las habrá tomado en serio un solo segundo?
Sigue insistiendo, dirigiéndose a Nadine, que decididamente lo inspira.
—Ya sé que no es momento, de veras, pero siento mucho que el destino no nos haya hecho coincidir… en otras circunstancias.
Nadine se calla. Están de pie, el uno frente al otro. Tiene ganas de echarse contra él, de jugar un rato. Que sea cortés, respetuoso, bello y galante.
Lo escruta. Tiene ganas de él.
Está ante dos furias que son pasto de la actualidad por disparar a diestro y siniestro, y no se le ocurre otra cosa que darles conversación. Está persuadido de que lo perdonarán. De que evitará el trance, una vez más.
A sus espaldas, Manu le incrusta el cañón en la nuca. Dice:
—Vamos a enseñarte lo que significa perder.
Acaba por ponerse tenso. Nadine le coge de una oreja, lo obliga a arrodillarse. Obedece sin resistirse. Sospecha que no deja de encontrarle cierto placer. Le habla con los dientes apretados y fulmina:
—Visto desde aquí, no tienes tan buen aspecto. Hijo de puta, lo peor es que tienes bastante aplomo para deslumbrar a cualquiera, y he estado a punto de perdonarte la vida. Pero creo que me hará bien reventarte, creo que voy a gozar a tope.
Le ha costado asustarse. Un jodido tiempo. Pero le está entrando. Sus ojos suplican, imploran cada vez más escandalosamente. Intenta levantarse, le pega con la culata del arma, le hace comprender que el número se hace de rodillas. Se dirige a Manu, la tensión contenida hasta ese momento aflora y se pone bastante histérica:
—Nos está tomando el pelo, este gilipollas nos está tomando el pelo.
Le propina una patada en plena cara. Retrocede para contemplarlo. Prorrumpe en sollozos. Manu se inclina, le acaricia la nuca y repite tiernamente:
—Sólo hemos venido aquí para enseñarte lo que significa perder.
Suplica que lo dejen con vida, se agarra a Manu como un niño y balbucea:
—No me matéis, os lo suplico, no me matéis.
Ella se incorpora y declara con desprecio:
—No, yo no mato.
El se derrumba en el suelo llorando, Manu se aleja. Al pasar junto a Nadine, comenta:
—Oye, gorda, liquídame a este gilipollas.
De perfil, con el brazo extendido. La bala se clava en la base de la nariz. Sacudidas del cuerpo y reposo infinito. Se extiende como una bolsa de basura desgarrada sin querer, que deja fluir desechos brillantes y rojos.
Manu vacía toda la caja. Con los brazos llenos de bolsas y papeles varios, comenta:
—Tienes clase cuando disparas, sólo con una mano y muy recta. Estilo ángel de la venganza, me gusta. Vas progresando, gorda, enhorabuena.
Luego le pasa a Nadine todo lo que lleva en los brazos, la pequeña acaba de tener una idea y no se aguanta de contenta. Se baja los pantalones, se pone en cuclillas encima de la cabeza del arquitecto y, moviendo el culo, le inunda de pis para bañarle la cara. Las gotas doradas se mezclan con la sangre del suelo y le dan un color bonito. Absurdo. Susurra bobamente:
—Ten, amor, para tu jeta.
Nadine la mira. Le parece pertinente. Sin duda él habría apreciado el homenaje en su justa medida.