VIII. CONCLUSION

Si se propone la mejora de la función de la música en el film y la de su propia calidad, se corre el riesgo de despertar una justificada desconfianza. En el sector de la composición de música para el cine, que no es más que la cenicienta del grupo, sucede exactamente lo mismo que en todo el ámbito de la industria de la cultura: todos los que de alguna forma participan en ella, excepto los cretinos más destacados del business, conocen perfectamente las lagunas y no ocultan sus recriminaciones, pero toda tentativa de introducir cosas nuevas, incluso la más modesta, si no está de acuerdo con las tendencias dominantes de la industria, tropieza con las más desproporcionadas y a menudo incomprensibles dificultades, capaces de paralizar la voluntad más decidida. Y no hay que pensar en primer lugar en el dictado del jefe supremo; a él llegan solamente los casos extremos. Todo el que desciende al pozo de los leones está ya tan condicionado, tan resignado y tan apegado a la realidad, que todo conflicto patético queda excluido desde un principio. Los artistas saben que la mera referencia al «arte» despierta las iras de los ejecutivos, y que los imperativos del showmanship y del éxito comercial deben ser aceptados expresa y tácitamente como las premisas necesarias del trabajo. Pero incluso en el marco de estas premisas, toda sugerencia de novedad que salga fuera de los cauces habituales tropieza con una serie de resistencias que no se pueden calificar propiamente de censura, sino como la fuerza de gravedad del sistema, el buen sentido común manifestado en miles de pequeños problemas, el respeto a una experiencia pretendidamente irrefutable o un capricho del destino. Es la pequeña guerra contra un sistema racionalizado y carente de fallas hasta el absurdo, la incompatibilidad total entre cualquier iniciativa individual posible y el poder hostil y desmesurado de la institución que quiebra toda voluntad de mejora; no se trata de la oposición del ejecutivo, que se limita a favorecer ocasionalmente este estado de cosas y a informar al artista recalcitrante, con una indescriptible crudeza, claro está, sobre las dimensiones de su falta de talento.

Son muchas las maneras de acomodarse a esta situación. Hay algunos —los que tienen más éxito— que se pasan al enemigo y aprueban lo que más detestan, ven en el apoyo masivo a sus films una garantía de su acierto y aseguran que todo, hasta lo más audaz, es posible a condición de que uno conozca a fondo su oficio, y con la ayuda de esta competencia inexistente ahogan una audacia que no poseen. Otros arman jaleo y se revuelven, se dicen enemigos del sistema y finalmente alumbran obras asombrosamente parecidas a las de los que tanto despreciaban. Aún hay otros —los intelectuales del mundo del cine— que son extremistas. Se trata, dicen, de una industria que no tiene nada que ver con el arte, y de todas formas la cultura está completamente acabada. Esta reserva mental general les permite prestarse a todo tipo de complicidades sin que por ello haya de sufrir su conciencia. Su escepticismo es mayor que el del hombre de negocios que no reflexiona. Plenamente conscientes de la superioridad de sus conocimientos, indican al ávido de novedades los cien motivos por los que han de fracasar sus sugerencias. Combinan el sarcasmo contra la ingenuidad del que sabe más que nadie, con el que dirigen contra el reformista, que se contenta con poner un remiendo cuando lo necesario es hacer un trabajo completo.

De la misma manera que no se puede negar la imbricación de la más insignificante de las lagunas con el sistema en general, tampoco cabe utilizar la crítica fundamental como bula para aquellos que prácticamente están de acuerdo con el sistema. El radicalismo irresponsable del rechazo sumario no es una enfermedad infantil, sino la debilidad senil de los que están cansados de resistirse en vano. Con una comprensión cuando menos igual de las razones de la absurda situación actual, y sin hacerse ilusiones de que el sistema pueda modificarse a través de tenaces y pacientes correcciones, debería intentarse colocar todos los engranajes posibles que permitan una corrección ulterior. Su conjunto no conducirá a la liberación del cine y de su música, pero proporcionará los modelos de lo que éste será una vez liberado.

Lo que importa es que nazca, aun al precio de conflictos diarios con las más miserables resistencias, una tradición no oficial del trabajo de creación con la que se pueda conectar más adelante. Porque el cine modificado no va a caer del cielo: su historia, que aún no ha comenzado, va a ser ampliamente determinada por su prehistoria. La inercia del material, que en tantos aspectos actúa como un freno, actúa, por otra parte, a despecho de los productores y de los consumidores, también a favor de la emancipación. La obligación de atenerse a la materialidad de una cosa, aunque sea la más indigna, lleva en sí un germen de verdad que termina por imponerse a todos los obstáculos. Este elemento, que en la empresa de nuestros días permanece perdido y en el anonimato, debe hacerse consciente y ser activado por la consciencia.

Contempladas superficialmente, las deficiencias de la música de cine son de dos clases. Por una parte están las imperfecciones técnicas en su sentido más amplio: reliquias bárbaras de los primeros tiempos, irracionalidades no imprescindibles por parte de la administración y del sistema de trabajo, equipos y procedimientos atrasados que deben su vigencia al miedo a las nuevas inversiones a pesar de la notoria predilección por los inventos y los gadgets; en una palabra, todo aquello que en la música del cine se opone a un espíritu de progreso técnico. Por otra parte habría que considerar todas las fuentes de errores de carácter propiamente social y económico: el respeto al mercado, especialmente a un mercado de adolescentes y de niños que se limita a reflejar el mal gusto de sus mayores; la tendencia inconsciente al conformismo y a la aceptación de todo lo establecido en cualquier terreno, aunque se trate del problema más específico y distante de la composición musical; la profunda inclinación a la frustración, que en vez de proporcionar al consumidor en cada ocasión lo que es auténtica y sustancialmente nuevo, lo nutre con el sucedáneo de la infinita repetición de lo habitual. Las deficiencias de la primera categoría son corregibles y se corregirán, en cierta forma automáticamente, cuanto más aumente la racionalización del film: progreso considerado como «escobazo» a todo lo obsoleto y lo accidental. Las deficiencias de la segunda categoría son, por el contrario, incorregibles y destinadas a intensificarse más y más. Éste es al menos el sentido de la crítica implícita del cine contenida en la utopía negativa de Huxley Un mundo feliz: el cine hablado ha sido superado por los films sensibles que, a través del contacto de las manos del espectador con unos pomos de metal, permiten que éste, al tiempo que ve y escucha, experimente en su cuerpo todas las sensaciones físicas evocadas por la imagen y no solamente paladee los besos de su estrella favorita sino que, además —como logro culminante—, pueda sentir todos y cada uno de los pelos de una piel de oso que aparece en la pantalla; pero a cambio, el contenido de estos films sensibles es estúpido y embrutecedor; más, si cabe, que el habitual en nuestros días.

Por muy verosímil que suene este pronóstico y por muy evidente que sea la antinomia entre la técnica de reproducción y el objeto reproducido, la situación se presenta sin embargo de una manera excesivamente simplista. Las deficiencias técnicas y espirituales no se pueden separar mecánicamente. Así, los fenómenos expuestos en el capítulo de estética bajo el epígrafe de «neutralización», que contribuyen en gran medida a conferir a la música de cine su carácter de digest, de algo que la maquinaria ha predigerido, y a ponerla al mismo nivel «intelectual» que todo el resto, no se pueden separar en modo alguno de la «técnica» de los procedimientos de grabación. Si esta última se modifica sensiblemente, esto puede afectar a la significación de la música. A la inversa, el aparente retraso técnico de la música del cine, que va desde el tabú que pesa sobre el nuevo material de composición hasta los privilegios de que disfrutan los practicones incompetentes, viene condicionado por la especulación sobre el gusto del publico, por el hedonismo de «night club» de los dirigentes y por la peculiar estructura social de la industria, sin que haya ningún indicio de que el movimiento propio de las fuerzas productivas músico-técnicas haya intentado contrarrestarlos.

En el seno de las unidades de producción de la industria del cine nacidas de una concurrencia improvisada, el espíritu y la técnica aparecen como extraños y su relación como una relación surgida de la más ciega arbitrariedad. Pero desde el punto de vista social mantienen un sinfín de relaciones, y si se contradicen mutuamente terminan por asimilarse e incluso por producirse recíprocamente. El desarrollo de la técnica afecta al espíritu en la misma medida en que éste afecta a la elección, la orientación y la inhibición de los procesos técnicos. Resulta tan imposible contraponer innovaciones técnicas a reformas de orden intelectual, cambios superficiales a cambios profundos, como comparar, proposiciones propuestas «prácticas» con propuestas «utópicas». En un sistema petrificado y estacionario, la idea más sensata puede parecer pretenciosa y los bruscos progresos de la técnica pueden acercarnos a la fantasía más desbordada.

Repitámoslo: la intervención de la música en el cine debe ser una consecuencia de motivaciones de tipo objetivo. En principio no hay que tratar de insertar en el film fragmentos musicales a cualquier precio, ni inducir determinados estados de ánimo mediante la música ni utilizar música de relleno o composiciones prefabricadas al principio y al final del film.

Después de haber mostrado detalladamente cómo el hecho de tener en cuenta la manipulación del público y los efectos a conseguir estropea la música de cine, deseamos dejar muy claro que no existe una contradicción simple entre las exigencias objetivas y el efecto producido sobre el público, y que en lo que el público espera del cine hay también una parte de verdad. De la misma forma que bajo la presión del monopolio, el público no se ha convertido en una simple caja registradora de los «hechos y números» de éste, sino que, por el contrario, bajo un manto de comportamientos estereotipados siguen sobreviviendo la resistencia y la espontaneidad, tampoco se pueden calificar de «malas» todas las exigencias del público y de «buenas» todas las opiniones del especialista. Por otra parte, la misma noción de especialista pertenece a ese mismo sistema que ha sometido el arte a la administración. La actitud respecto a la música de cine que aquí es objeto de crítica es precisamente la de «A la gente le gusta así, y si no todo esto no va a funcionar»; es decir, precisamente la actitud del especialista que considera al público como un «factor» y que siempre termina por engañarle. Someter la música de cine a unas exigencias objetivas equivaldría a representar los auténticos intereses del público frente a sus intereses manipulados, frente a los intereses de la clientela.

Así pues, hemos de admitir que el público experimenta la necesidad de que la música sea una antítesis de la imagen, una «fuente de motivaciones» de los procesos fotografiados. La industria tiene en cuenta esta necesidad legítima, pero abusando de la música para crear la ilusión de la inmediatez en aquello que nos es transmitido por mediación de la técnica. Esta función ideológica está tan próxima a la verdadera y auténtica, que resulta casi imposible enunciar un criterio abstracto que permita determinar cuándo la música desempeña un papel verdaderamente antitético o perjudicialmente sublimador. Asimismo, la necesidad del público engloba ambos aspectos: la digna exigencia de una música válida y la turbia necesidad de una evasión, y ninguna reacción aislada del público es susceptible de ser subsumida en una u otra categoría. El único método objetivo consiste en determinar en cada ocasión, a partir de la función y de la naturaleza de la música, hasta qué punto cumple ésta su cometido o hasta qué punto su humanidad se limita exclusivamente a disimular lo inhumano.

Más concretamente, señalemos que la música no ha de identificarse con el acontecimiento ni con su atmósfera, sino que puede distanciarse de él y referirse a la significación general. Pero esta referencia de la música a la significación general no es tampoco una panacea —porque precisamente ahí puede residir el engaño—. La corrección o incorrección de ambas actitudes depende del objeto con el que la música se identifique, y quizá depende en mayor medida de que esta identificación —por ejemplo con la desesperación de los personajes del film— se haya conseguido realmente o haya sido reemplazada por unos clichés que atemperen esta desesperación adaptándola al código de las emociones permitidas. Hay una cosa en la que se reconoce que el público tiene razón: lo que desde nuestro punto de vista ha sido designado como música «sin relación», para el público significa siempre aburrimiento. Sólo habría que añadir que actualmente casi todo lo que produce la industria de la cultura es objetivamente aburrido, pero que los consumidores, manipulados por la psicotécnica de los estudios, están desconectados de la conciencia del aburrimiento que experimentan.

En la práctica actual se planifica el efecto que se va a producir en el público, pero no la obra en sí. Esta relación debe invertirse: hay que planificar la obra sin hacer concesiones al efecto; solamente entonces el público recibirá lo que le corresponde. La auténtica planificación tiene dos aspectos fundamentales: la relación entre el film y la música y la forma de la propia música. Hoy en día la música imita el acontecer de la pantalla, la imagen, mientras que cuanto más ciegamente se intenta asimilar ambos medios de expresión, tanto más se separan. Lo que habría que hacer sería establecer entre ambos una fecunda tensión cuya medida fuese el contenido dramático, el desarrollo de una significación que contenga en sí misma la imagen, la palabra y la música como elementos netamente contrastados y, precisamente por eso, íntimamente relacionados entre sí.

El empleo inteligente de la música en el cine presupone un verdadero trabajo de equipo. Solamente se puede obtener una forma de cine inteligentemente organizada si el compositor coopera plenamente desde el principio de la fase de planificación, si formula sus propias ideas y se defiende contra toda pretensión extravagante o banal en vez de limitar sus funciones a las de la pura ejecución.

Si atendemos al estado en que actualmente se encuentra, la música debe alejarse del cine y, al mismo tiempo, aproximarse más a él. Debe estar más cercana en la medida en que debe ser algo más que un estímulo añadido según el esquema de «farsa con canciones y bailes», como si en cierta forma se tratase de un manjar adicional en una comida, de una «atracción» suplementaria; por el contrario, debe referirse en todo momento al sujeto, contribuyendo a su definición. Más alejada en el sentido de que no debe imitar automáticamente, pero sobre todo no debe disminuir, a través de la creación de «atmósfera», la distancia entre el espectador y la imagen, sino que, por el contrario, gracias al factor de inmediatez que ha de caracterizarla hasta en las realizaciones más objetivas, debe hacer más patente la mediatez y la distancia de la acción y la palabra fotografiadas e impedir la confusión entre la copia y la realidad, confusión que es tanto más peligrosa cuanto mayor sea la semejanza entre ambas.

La música de cine debe ser elevada al nivel técnico de la producción, y no sólo al de la reproducción. El contraste entre los procedimientos electrotécnicos modernos y los vestigios del más torpe romanticismo utilizado como sustancia musical, es grotesco. La música se parece hoy a esos muebles de peluche que ningún director se atrevería a presentar ante el público sin temor de incurrir en el ridículo. El cine ha alcanzado la fase del monopolio sin haber pasado por la fase de competencia. Esto se manifiesta en su música de una forma particularmente funesta. Para conferirle la más modesta calidad habría que recuperar de alguna forma el sistema de competencia, que en sí es muy discutible; habría que permitir el libre juego de las fuerzas, aunque en otras partes hace ya tiempo que es considerado como sumamente sospechoso.

La objeción principal de la industria del cine en contra de las innovaciones sustanciales es el resultado comercial, pretendida legitimación protocolaria de la voluntad del público. Bajo las actuales circunstancias resultaría ingenuo explicar a los potentados que lo que importa no es el dinero, sino el arte. Pero lo que se puede hacer es poner en duda la misma idea de «it’s non commercial». Para ello habría que argumentar que nunca se ha realizado seriamente y a gran escala la prueba en contrario: la tesis de «it’s non cominercial» ha llegado hasta el punto de impedir que se comprobase si realmente la otra música no era comercial o si lo que sucedía era precisamente lo contrario, es decir, que al acabar con el aburrimiento universal resultase incómoda, incluso en términos de éxito comercial, para los departamentos de la vieja escuela. Recordemos solamente la música de Edmund Meisel para El acorazado Potemkin. Meisel era un compositor de talento modesto, y su partitura no era ciertamente una obra de arte. Pero en cualquier caso era, para aquella época, «non commercial», había huido de los clichés neutralizantes y había conservado un cierto vigor, aunque susceptible de ser calificado de ligeramente grosero. Pero no se puede decir que su agresividad haya perjudicado el efecto producido sobre el público, antes al contrario, lo ha intensificado. También se ha visto que en los casos excepcionales en que se permitía que accediesen al film compositores verdaderamente serios, no se declaraba el pánico entre el público, aunque en parte esto obedecía al hecho de que el pánico se había apoderado previamente de los compositores, de forma que ya no se atrevían a arriesgar nada. Pero antes de que se realice en el seno de la gran industria y de su aparato de distribución un experimento a gran escala con una música verdaderamente audaz, compuesta por un artista y elaborada según un plan dramático, sin la reserva mental de que está exclusivamente destinada a los «intelectuales», la afirmación del carácter no comercial en el cine de una música decente y vanguardista carece por completo de sentido y no sirve más que para encubrir la pereza, la negligencia, la ignorancia de los privilegiados y el repugnante culto a lo mediocre.

La nueva música podría, en efecto, resultar «llamativa», pero solamente en un film fundamentalmente diferente y alejado de la estandarización. Precisamente en la empresa cinematográfica de nuestros días el argumento habitual de la industria de que la nueva música resulta invendible se desmiente a sí mismo: en la producción actual de films, la música interviene como elemento sustancial en tan pocas ocasiones, que su empleo rutinario hace prácticamente indiferente el que la música sea de tal o de cual tipo. Si el Espectador medio apenas presta atención a la música, es muy poco probable que tome conciencia de su grado de modernidad. Por supuesto que esto no pretende ser un argumento a favor de la inclusión de la música moderna en la empresa actual, sino precisamente lo contrario: sería excesivamente fácil la réplica de que —ya no importa qué tipo de música se emplee— podía prorrogarse tranquilamente el actual estado de cosas e incluso que la mera tolerancia por parte de la empresa hacia la música «radical» supondría automáticamente su deshonor. Pero en cualquier caso estas consideraciones contienen ya una confesión implícita de que no está demasiado lejos la idea de «veneno para taquilla» (poison for the box office). Y si se ha mantenido la opinión de que hay que introducir cuantas innovaciones sean posibles en el marco de lo establecido, innovaciones que podrían ser de provecho para el cine una vez que éste se modificase desde sus principios, esta exigencia se referirá a buen seguro a la experimentación de nuevos recursos y técnicas musicales, aunque éstos no puedan desempeñar por el momento su función propia y ni siquiera sean susceptibles de aparecer como tales.

Sea cual sea el material con que opere, la música cine debería ser específica, creada a partir de las condiciones particulares de cada realización, y no debería ser sacada del cuarto de los accesorios en el sentido literal o figurado del término. Si un director rueda un film sobre la resistencia de la población en uno de los países atropellados por Hitler, pondrá un exquisito cuidado en que los discos selectores de los teléfonos sean exactamente iguales a los que habitualmente se emplean en el país en cuestión y en que el Führer de las SS lleve exactamente el mismo uniforme que imaginaron los usurpadores en Alemania. Como esta forma de autenticidad vive a expensas de la auténtica credibilidad en el sentido social y político, resulta ridícula y repugnante. No obstante, la música de cine no ha alcanzado ni siquiera este nivel. No se pide que vaya emparejada en cierta forma con las representaciones más triviales del sujeto —y mucho menos que exprese cualquier realidad ideal—. Se practica como si el realizador que acabamos de mencionar vistiese a su hombre de las SS con un uniforme de guardacostas americano que tuviese precisamente a mano en ese momento. En este terreno, recurrir a lo que está más a mano se confunde con lo mejor.

Dicho de otra forma, la música de cine se ha quedado incluso por debajo de los estandard del make-up; que no valen para nada, sin que esta permanencia por debajo de lo peor le haya servido en lo más mínimo para representar algo mejor. Es posible que los enérgicos rostros de no importa qué héroes de guerrillas hollywoodianos sean falsos, pero resulta aún mucho más falso acompañarlos con una música de baile de máscaras de 1880. Antes de que pueda hablarse de una liberación de la música de cine tienen que haberse disipado esa atmósfera musical de la época de las diligencias. Por supuesto que esto no significa que para rehabilitarse la música haya de incurrir en todas las tonterías del positivismo de la imagen y que las bandas de las SS tengan que empezar a vociferar precisamente la última canción de moda entre los nazis, aunque esta fidelidad hubiese contribuido a elevar el nivel intelectual del film de Chaplin sobre Hitler. Pero solamente cuando la música dé muestras de un exacto conocimiento de cada secuencia por separado y de la toma en consideración de la función particular de ésta, solamente entonces podrá esperarse una mejora de la música del cine. La exigencia más importante dentro del actual estado de cosas es la ruptura del automatismo de las asociaciones, que consiste en que para una secuencia dada se recurre siempre al mismo tipo de música ya familiar según el esquema «let’s have some…»[1]. Si consigue sustraerse a esta coacción, hasta la música más infame será mejor que otra más hábil que se someta a ella.

Íntimamente relacionada con esta última está la exigencia de no reconocer ninguna de las «reglas de experiencia» de la música de cine sin haberla sometido a un previo examen. Allí donde no existe una experiencia verdadera, es difícil que esté sometida a regla alguna. Y ni siquiera se puede hablar de desarrollo consecuente, progresivo y corrector de las prácticas habituales. Las reglas aprobadas no son más que las definiciones que limitan el horizonte musical de los departamentos. El martirio del compositor en su trabajo concreto consiste en tener que lidiar con ellas. Y no hay que hacerse ilusiones sobre la pretendida fuerza de la personalidad que tendría que imponerse a la industria cinematográfica. Pero a pesar de todo la situación del compositor frente al sano sentido común no es del todo desesperanzada. Existe cuando menos un terreno en el que la voluntad del filisteo y la del artista pueden medirse durante un corto trecho: es el terreno de lo técnico. Quien haya visto a una orquesta recalcitrante que tiene que interpretar una partitura audaz y moderna bajo la batuta de un director que le resulta antipático y sospechoso desde el punto de vista intelectual, una orquesta que tiene que luchar con sus propios prejuicios pero que le aplaude sin reservas desde el momento en que se da cuenta de que el director conoce la partitura con la misma precisión y que es capaz de reproducirla con la misma exactitud que si se tratase de una partitura tradicional y que, bajo su batuta, ésta cobra un sentido, quien haya victo esto sabe de qué lado están en el cine las posibilidades para un compositor intransigente. El dominio del material como tal tiene un determinado peso específico, aunque de acuerdo con su intención sea diametralmente opuesto a todo lo que la empresa tolera y fomenta. Esto se nota principalmente en los músicos de la orquesta, y en determinadas Circunstancias la confianza puede llegar a todos los niveles de la producción. El compositor responsable podrá afirmarse en contra de la rutina en el momento en que demuestre que sabe más que el practicón. Bien es verdad que el concepto de saber es muy difícil de definir de antemano: se refiere a una cierta familiaridad con los aspectos prácticos y perceptibles de la música y también a la facultad de «realizar». Claro está que esta competencia en el aspecto material que provoca la confianza puede degenerar muy rápidamente en estrechez profesional y finalmente en sometimiento a la rutina. Pero en ella reside la única posibilidad de imponer lo nuevo. Esta posibilidad queda reforzada por el hecho de que el músico avanzado dotado de espíritu crítico suele ser además en gran medida objetivamente el más competente, aunque también carezca a menudo de «sentido práctico». De ahí se deduce que el compositor está obligado a transformar en problemas técnicos todos sus juicios de orden estético y dramático por muy acusado que sea su carácter especulativo. Muchos aspectos de la tecnología de la obra de arte industrializada han cobrado una importancia exagerada o son pretenciosos, pero el compositor sólo podrá demostrar su superioridad si se mide con la tecnología y no a través de su abstracta y aristocrática negación. Si ofrece al productor o al director una serie de consideraciones de carácter general sobre la música buena y mala, moderna o reaccionaria, queda condenado a la impotencia, y tanto él como su causa serán objeto de escarnio. Pero si, en contra de la voluntad convencional de sus patronos, escribe una música que es más vigorosa de lo que éstos se habían imaginado y que posiblemente desempeña la función que éstos le habían asignado de una forma más exacta de lo que ellos esperaban, puede imponerse, y la más mínima brecha en la empresa es ya un paso para su superación.

Hay una exigencia fundamental que pone a prueba toda la sensibilidad del compositor: es que no escriba ninguna secuencia, ni siquiera una nota, que no tenga en cuenta el presupuesto técnico y social del cine, su carácter de reproducción de masas. No se debería escribir ninguna música para el cine que tuviese el carácter del único hic et nunc, y con ello el de lo no «reproducible» por su misma esencia, como la música pensada para su ejecución directa. Con otras palabras, la música de cine no debe convertirse en el instrumento de la pseudo-individualización[2]. Pero ahí residen las mayores —y casi insalvables— dificultades. En primer término parece que la música misma, en virtud de su origen y de sus peculiaridades, es inseparable del hic et nunc. El hecho de que la misma música aparezca en el mismo momento en diferentes lugares, especialmente si se acentúa el carácter privado del proceso, el humor del momento, por así decirlo, supone algo que es casi antimusical y que se manifiesta muy claramente en los conciertos filmados. En términos generales hay que plantear cuando menos la cuestión de si la tecnificación de la obra de arte no estará llevando incesantemente a la definitiva liquidación del arte[3].

A esto hay que añadir que el propio cine consiste en reproducciones masivas de acontecimientos únicos y que remite forzosamente al compositor a situaciones de la vida individual cuya misma esencia es refractaria a esta reproducción masiva. No tiene sentido camuflar estas contradicciones, las más profundas con las que ha de enfrentarse la música: de cine, y que superan ampliamente los límites de la empresa actual; solamente cabe ponerlas en evidencia. Y si el compositor no puede soslayarlas deben integrarse en su música como un factor más. Si tiene que componer una música para un momento «único», y por este motivo ha de escribir una música en cierto modo «única», debería ser una música que, siendo única, pudiese aparecer al mismo tiempo en innumerables lugares, reproducible a voluntad, de una unicidad multiplicable. Esto suena bastante oscuro y es más un asunto de tacto que el objeto de una rígida prescripción, pero quien se haya ocupado de música de cine sabe perfectamente a qué experiencia nos referimos. Se trata de encontrar una música que, obedeciendo a un estímulo concreto, luego, en determinado sentido, a algo «único» —y ésta es la exigencia fundamental de una composición específica—, se guardase no obstante de sucumbir a la magia que resulta de la participación en algo único y que, sin diluirse en una ausencia total de contexto, se objetivizase a costa del atractivo de la presencia inmediata. Casi puede afirmarse que la más profunda exigencia de la música de cine es la «discreción»; no debe, en efecto, comportarse de manera indiscreta respecto a su objeto, disfrutar de su «intimidad» y sugerirla, sino que, por el contrario, debería atenuar lo vergonzoso de la intimidad que inevitablemente se desprende de todo film. Ésta es la forma actual del «gusto musical». A partir del mismo film se puede saber la dirección en la que se mueve. La representación de la partida de un barco y de la multitud en los muelles serán percibidas como más convenientes que un primer plano de un beso, y no por pudor, sino porque en la escena del barco la exigencia del hic et nunc, aunque sigue estando presente, no se plantea de la misma manera y no constituye el rasgo esencial de la imagen, como en la escena del abrazo de los enamorados. El compositor de música de cine, que a menudo se ve obligado a comportarse continuamente como los que se besan en público, debería tener en cuenta esta experiencia. El impulso, aparentemente superficial y civilizado, de componer preferentemente música para un levantamiento popular más que para un acontecimiento erótico, indica algo muy profundo. Si, como hemos oído, es cierto que un encargo hecho a Stravinsky por el cine fracasó porque puso como condición la de no tener que ilustrar ninguna escena de amor, representaría una seria confirmación de esta hipótesis.

La situación paradójica de la música de cine que al mismo tiempo está tecnificada e impregnada de un carácter único, conduce, si es realmente tan inevitable como parece, a una consecuencia que afecta a la actitud fundamental de la música. En tanto que «unicidad multiplicada», la música debe hacer sin cesar precisamente algo que no puede hacer. Y la música debe asumir esto si no quiere caer ciegamente en la contradicción. Con otras palabras, la música de cine no puede «tomarse a sí misma en serio» de la misma forma que la autónoma. Lo que se ha designado como subordinación a un fin y como la interrupción de toda posibilidad de evolución autónoma queda confirmado por las premisas fundamentales de la música de cine. Exagerando, podría afirmarse que toda música cinematográfica contiene en principio algo de chiste y que cae en la peor de las ingenuidades en el momento en que se toma a sí misma al pie de la letra.

No es casualidad que precisamente en las películas en que la idea de tecnificación está más imbricada con la función de la música —las películas de dibujos animados—, ésta se pase casi siempre a lo jocoso a través de los efectos de ruido. En los trabajos del «Film Music Proyect» resultó que casi todas las soluciones nuevas y exentas de convencionalismos estaban basadas en ideas que, como poco, estaban próximas al elemento de lo chistoso. Esto no debe inducir a confusiones. No se trata de que la música como tal sea de carácter chistoso; por el contrario, dispone de toda una gama de posibilidades expresivas. Tampoco se puede decir que la música se burle de los acontecimientos filmados o les añada las necesarias agudezas, aunque uno de los rasgos que se desprende de todo esto tienda inequívocamente al comentario jocoso. Lo «chistoso» consiste mucho más en la relación formal de la música con su objeto y con su función. Para tomar un caso del «Proyect», la música imita, por ejemplo, la prudencia. Desde un punto de vista literal, esto resulta imposible: la prudencia es un comportamiento humano demasiado definido como para que pueda ser expresado por la música con exactitud y como para que pueda distinguírsele de otros estados de ánimo semejantes sin tener que recurrir al concepto. La música lo sabe y se exagera a sí misma para lograr la asociación de lo que le está vedado, la prudencia. Precisamente con esto deja de tomarse al pie de la letra en su inmediatez; hace «en broma» lo que no podría hacer «en serio». Pero también con esto suspende al mismo tiempo la exigencia de inmediatez física del hic et nunc, que resultaría incompatible con su situación tecnológica. Distanciándose de sí misma se distancia también de su lugar y de su momento.

Una parte de este elemento, de la autosupresión formal de la música que juega consigo misma, debería formar parte de toda composición destinada al cine como antídoto contra el peligro de la pseudo-individualización. La exigencia de la planificación universal conduce por sí misma, paso a paso, a estos «chistes funcionales». Al mismo tiempo no son en absoluto separables de la tecnificación. El hecho de que algo sea producido mecánicamente y que al mismo tiempo sea música tiene ya objetivamente algo de cómico. La música no consigue escapar a lo cómico involuntario más que asumiéndolo voluntariamente y convirtiéndolo en una condición de su comportamiento. La función formal de «chiste» equivale a la toma de conciencia de la música del hecho de que es transmitida, producida y reproducida por medios técnicos. En cierto sentido, toda idea musico-dramática productiva es, en el cine, una paradoja. Apenas es necesario insistir en que esta afinidad con el «chiste» refleja las tensiones inconscientes más profundas de la reacción suscitada por Ja música de cine[4].

En las condiciones actuales se puede también abordar desde otro punto de vista el «no tomarse a sí misma en serio» de la música. Y esta posibilidad parte de la opinión actualmente dominante del efecto a producir, que a pesar de ser muy discutible es hasta cierto punto reveladora. La música cinematográfica es una música que no se escucha con atención. Una vez que esto se ha aceptado de mejor o peor gana como postulado del trabajo de composición del que se sacará todo el provecho posible, la exigencia podría formularse así: escribir una música que, a pesar de que va a ser escuchada sin ninguna precisión ni atención, pueda sin embargo ser percibida correctamente en sus rasgos esenciales y como adecuada a su función sin que por ello haya de discurrir por los trillados caminos asociativos, que si bien facilitan la comprensión, excluyen toda tentativa inteligente de satisfacer correctamente la función musical. El compositor se vería enfrentado a una tarea completamente nueva en su género e inauguradora de perspectivas ciertamente curiosas: producir una cosa que tenga alguna validez y que, además, pueda ser captada incidentalmente sobre la marcha, por así decirlo. Esta exigencia estaría muy próxima a una música que se sometiese ella misma a la ironía. Porque la rápida comprensibilidad es extremadamente semejante a la agudeza. La buena música de cine tiene que desempeñar todo su cometido de una manera en cierto modo visible en la superficie, no le está permitido perderse en sí misma; todo —la construcción de conjunto, que le resulta aún más necesaria que a la música autónoma— debe convertirse en fenómeno, y cuanto más comunique a la imagen la dimensión de profundidad que a ésta le falta, tanto menos deberá desarrollarse ella misma en profundidad. Esto no debe ser interpretado en el sentido de una especie de «superficialidad» musical; por el contrario, esta forma de proceder es abiertamente opuesta a los procedimientos convencionales, superficiales, rápidos y fáciles, pero significa en cambió una tendencia de la música para dirigirse a los sentidos opuesta a toda interiorización o trascendencia de la música. Desde el punto de vista técnico, esto implica la primacía del movimiento y del color sobre la dimensión de profundidad musical en sentido estricto, sobre la armonía que domina precisamente la música cinematográfica convencional. La música debe centellear y chispear. Debería discurrir por sí misma con bastante rapidez, de forma que pudiese coincidir con la efímera audición a que obligan las imágenes, y no quedarse atrás replegada en sí misma. Los colores musicales son más rápidos y más fáciles de percibir que las armonías en la medida en que éstas no obedecen al esquema tonal y no son realmente percibidas en su carácter específico. Además, este centelleo y estos cambios abigarrados son los que resultan más fáciles de reconciliar con la tecnificación. En su tendencia a desaparecer inmediatamente, la música renuncia a esa exigencia que constituye en el cine su pecado capital inevitable: el de estar ahí.