Por fin, pudo abrazar a su hija, que le apretó las mejillas con sus manitas y le besó. Herzog tenía verdadera hambre de sentirla junto a sí, de respirar su fragancia infantil, de poder mirarle sus ojos negros, de tocarle el cabello y la piel. Estrechó su huesudo cuerpecillo, tartamudeando: «June, preciosa, ¡cuánto te he echado de menos!». Su felicidad le resultaba dolorosa. Y ella, con inocencia y con el puro o amoroso instinto de las niñitas, besó en los labios a su cansado y gastado padre, lleno de microbios.

Allí estaba también Asphalter, que había llevado a la niña, sonriente, pero un poco raro, sudándole la calva, y su nueva y variopinta barba parecía darle calor y molestarle. Se hallaban en la larga escalera gris del Museo de Ciencias, en el parque Jakson.

Entraban muchos niños que llegaban en autobuses, rebaños blanquinegros, pastoreados por sus padres y maestros. Las puertas de cristal con bordes de bronce relucían al abrirse y cerrarse, y todos aquellos cuerpecitos, oliendo a leche, benditas cabezas de todos los matices y formas, promesa del mundo futuro —pensaba el benévolo Herzog—, del bien y del mal futuros, salían y entraban a toda prisa.

—¡Mi June guapa! Papá te ha echado mucho de menos —repitió Herzog.

—¡Papá!

—Sabes, Luke —Herzog hablaba a borbotones y ponía una cara a la vez feliz y contraída—, Sandor Himmelstein me dijo que esta niña me olvidaría. Estaría pensando en los Himmelstein, que no son de fiar.

—¿Los Herzog están hechos de mejor barro? —dijo Asphalter, en tono interrogativo. Pero su intención era amable, cortés. Y añadió—: Bueno, nos podemos encontrar aquí mismo a las cuatro en punto.

—¿Sólo tres horas y media? ¡Qué mujer, qué manera de regatear el tiempo! En fin, muy bien, no reñiremos por eso. No quiero ya más conflictos con ella. Mañana será otro día.

¿Qué clase de educación le daba Madeleine a la niña? ¿Acaso iba a convertirla en otra belleza melancólica como Sarah Herzog, destinada a parir hijos que ignorasen el alma de ella y el Dios de su alma? ¿O encontraría la humanidad una nueva senda dejando anticuada (y él se alegraría mucho de ello) la manera de ser de él? ¿Abandonaba él a su niña en manos de aquella mujer para que la dejara convertirse en otra lujuriosa? En Nueva York, cuando pronunciaba una conferencia, le había dicho un joven jefe de empresa que se había levantado como movido por un resorte: «¡Profesor, el Arte es para los judíos!». Al ver ante él a esta niña fina y esbelta, pero violenta de ademanes, Herzog respondía ahora a aquella interrupción: «Pues solía ser la usura». Pensó que ése es el nuevo realismo.

—Luke, gracias, la niña y yo estaremos aquí a las cuatro. No te pases todo este tiempo preocupado, por favor.

Moses entró con la niña en el Museo para ver la incubación de los pollitos.

—¿Te mandó Marco una tarjeta, nena?

—Sí, del campamento.

—¿Sabes quién es Marco?

—Mi hermano. Es mayor que yo.

De modo que Madeleine, por muchas que fuesen sus locuras, no estaba tratando de apartar a la niña de los Herzog.

—¿Has entrado alguna vez en la mina de carbón que hay aquí en el Museo?

—Me dio miedo.

—Y los pollos, ¿te gusta verlos?

—Ya los he visto.

—¿No quieres volverlos a ver?

—Sí, sí, me gustan mucho. El tío Val me trajo a verlos la semana pasada.

—¿Conozco yo, hija, al tío Val?

—Oh, papá, ¡qué tonto eres! —y le hizo unas caricias en el cuello a su padre.

—¿Quién es?

—Es mi padrastro, papá. Lo sabes muy bien, tonto.

—¿Fue el que te dejó encerrada en el auto?

—Sí, ése.

—Y tú, ¿qué hiciste?

—Lloré, pero no mucho tiempo.

—¿Te gusta el tío Val?

—Sí, es muy divertido. Pone unas caras muy graciosas imitando a la gente. ¿Sabes tú poner caras graciosas?

—Tengo demasiada dignidad para hacer monadas.

—Pero tú sabes contar mejores historias.

—Creo que sí, bonita.

—Aquélla del chico y las estrellas. Ésa sí que era buena.

Herzog se alegró de que la nena recordase sus mejores historias infantiles. Asintió con la cabeza, mirándola con cariño y asombro, agradecido.

—¿Cuál, la del niño de las pecas?

—Sí, eran como el cielo.

—Es que cada peca era exactamente como una estrella y el niño las tenía todas: la Osa Mayor, la Osa Menor, Orión, los Gemelos, Betelgeuse, la Vía Láctea… Aquel niño tenía en la cara todas las estrellas, cada una en su verdadera posición.

—Pero tenía también una estrella que nadie conocía.

—Por eso lo llevaron a todos los astrónomos.

—Yo he visto a los astrónomos en la televisión, papá.

—Y los astrónomos dijeron: «¡Vaya, vaya; qué interesante coincidencia! Aquí tenemos un pequeño fenómeno».

—Más, más, cuéntame más.

—Por fin, llevaron al niño a que lo viera Hiram Shpitalnik, que era viejo, viejo, viejo, muy arrugadito y bajito, con una larga barba que le llegaba a los pies. Vivía en una sombrerera. El tatarabuelo Shpitalnik salió de su escondite con un telescopio y miró por él la cara de Rupert.

—¡Sí, sí, papá, el niño se llamaba Rupert!

—El pequeñito y viejísimo Shpitalnik hizo que sus abejas lo auparan para poder mirar bien por el telescopio y miró todo el tiempo que quiso y dijo que aquello que había en la cara del niño era una estrella de verdad, un descubrimiento importante. Precisamente, él había estado buscando aquella estrella sin encontrarla y… Mira, aquí están los pollos.

Colocó a la niña apoyada en la barandilla, a su izquierda, para que no fuera a rozarse con la pistola, que seguía envuelta en el rollo de rublos del bisabuelo. Aún los tenía en el bolsillo interior de la chaqueta, el de la derecha.

—Los pollitos son amarillos —dijo la niña.

—Aquí los tienen calentitos y relucientes. ¿Ves ese huevo que se mueve? El pollito está tratando de salir. Pronto aparecerá rompiendo la cascara con su piquito. Fíjate bien.

—Papá, ¿por qué no te afeitas ya en nuestra casa?

Tenía que endurecerse. No quería dejarse enternecer con aquella ingenua pregunta de June. Pues, si no se endurecía, ocurriría lo que el salvaje dijo del piano: «Le pegas unos mamporros y llora». Había que acabar con ese arte judío de las lágrimas. Herzog respondió con palabras mesuradas:

—Tengo la máquina de afeitar en otro sitio. ¿Qué dice Madeleine de eso?

—Dice que tú no quisiste vivir ya con nosotros.

Procuró que la niña no le notase su indignación:

—¿Eso dice? Bueno, debes saber que yo siempre quiero vivir contigo. Pero es que no puedo.

—¿Por qué?

—Pues, hija, porque soy un hombre y los hombres tienen que trabajar y andar por el mundo.

—El tío Val también trabaja. Escribe poemas y se los lee a mamá.

Herzog puso una cara regocijada.

—Espléndido, hija, espléndido. —De modo que Madeleine tenía que escuchar aquellas estupideces. El mal arte y el vicio mano a mano—. Muy bien, me alegro de saberlo.

—Se pone muy raro cuando los lee.

—¿Y no llora?

—Sí, claro, siempre.

El sentimiento y la brutalidad, paralelamente. Nunca el uno sin la otra, lo mismo que los fósiles y el petróleo. Esta noticia era estupenda. Qué felicidad oír esto.

June había inclinado la cabeza. Se llevó los puños a los ojos.

—¿Qué te pasa, nena?

—Mamá me dijo que no debía hablar del tío Val.

—¿Por qué?

—Dijo que te ibas a enfadar muchísimo si te hablaba de él.

—Tonta, ¿no ves que no me enfado? Si me estoy riendo como un loco. ¿No lo ves? Pero, en vista de eso, de acuerdo, no hablaremos de él. Prometido, ni una palabra.

Como padre experimentado, esperó prudentemente hasta que llegaron al auto para decir:

—¡Tengo unos regalos para ti ahí dentro!

—¡Ay, papá, qué bien! ¿Qué me has traído?

Con el fondo del vasto y sombrío Museo de Ciencias, June parecía tan luminosa, tan nueva (sus dientes de leche, sus salpicadas pecas, los ojazos muy abiertos por la expectación, y el frágil cuello) y Herzog pensó que esta niña heredaría este mundo de los grandes instrumentos, de los principios de física y de la ciencia aplicada. Tenía sobrado cerebro para merecerlo. Ya estaba Herzog lleno de orgullo, y veía en ella otra Madame Curie. Le entusiasmó el periscopio. En seguida empezó a manejarlo sentada en el auto. Pasado el puente del Outer Drive, se apearon del coche y pasearon por la orilla del lago. Él le dejó que se quitase los zapatos y se metiese en el agua hasta los tobillos. Después le secó los pies en los faldones de su camisa quitándole cuidadosamente la arena que se le había quedado entre los dedos. Le compró luego una caja de Criacker Jack que ella se comió sentada en la hierba. Los dientes de león habían florecido y eran un puro estallido de seda; el césped estaba mullido, no húmedo como en mayo ni seco y duro como en agosto, cuando el sol lo requemaba. La segadora mecánica describía círculos, afeitando las pendientes y soltando incesantes recortes verdes, que se esparcían como una rociada. Iluminada desde el sur, el agua era de un maravilloso y fresco azul; el cielo descansaba sobre el suave horizonte encendido, muy claro excepto hacia Gary, por donde las columnas de humo de las fábricas de acero manchaban el paisaje con sus humaredas bermejas y sulfúricas. Herzog pensó que, por entonces, las praderas de Ludeyville, que llevaban dos años sin cortar, debían de ser ya simples henares, y lo más probable sería que los cazadores y amantes locales estarían invadiéndolos de nuevo, rompiendo cristales de las ventanas y encendiendo hogueras.

—Quiero ir al Acuario, papá —dijo June—. Mamá dijo que me llevarías a verlo.

—¡Ah, dijo eso! Bueno, hija, vamos a verlo.

El Falcon se había recalentado al sol. Herzog abrió las ventanillas para que se enfriase. Ahora tenía un número extraordinario de llaves y debía ordenarlas mejor en los bolsillos; si no, nunca encontraba la que necesitaba. Eran las llaves de su piso de Nueva York, la llave que le había dejado Ramona, una de su departamento de la Universidad y la llave del piso de Asphalter, así como varias de Ludeyville y otras.

—Debes sentarte en la parte de atrás, rica. Procura que no se te levante el vestido, porque así te protegerás contra el calor del plástico, que debe de estar ardiendo.

El aire del oeste era más seco que el del este. Los agudos sentidos de Herzog percibían esta diferencia. En aquellos días de casi-delirio y de pensamientos fugitivos e incontrolados, unas intensas corrientes intuitivas habían agudizado sus percepciones, o quizá proyectasen a su alrededor algo de sí mismo. Como si pintase a su entorno con la humedad y el color de su boca, su sangre, el hígado, los intestinos, los genitales… Por este procedimiento confuso y mezclado, percibía entrañablemente a Chicago, que le era familiar desde hacía treinta años. Y con los elementos de la ciudad, gracias a este arte peculiar de sus propios órganos, creaba su versión de ella. Allí donde los gruesos muros y las deformadas losas del pavimento en barriadas de los negros despedían sus malos olores. El Farther West, con sus industrias, la South Branch con sus apestosas alcantarillas y brillante con su capa de dorado fango; los corrales para el ganado, cerrados; los altos y rojos mataderos en triste decadencia; y la vulgaridad de los bungalows y los canijos parques; y grandes zonas comerciales; y los cementerios después de éstos: Waldheim, con sus tumbas para los Herzog pasados y presentes; las Reservas Forestales para los jinetes, sendas para los amantes, horribles asesinatos; aeropuertos, canteras, y, por último, campos de trigo. En todo esto, infinitas formas de actividad. La realidad. Moses debía ver la realidad. Quizá tenía la buena suerte de no tenerla que ver toda para así darse cuenta mejor de la que veía, para no quedarse dormido si intentaba abrazar a una realidad tan inmensa. Estar bien despierto y abarcar lo más posible, la conciencia penetrante y muy amplia, era su especialidad, su destino. Vigilancia. Si sacaba algún tiempo para llevar a su pequeña June a ver los peces, ya se las arreglaría para cumplir a su manera la misión de vigilar. Y este día era precisamente —hizo un esfuerzo para reconocerlo y admitirlo— como aquel otro del entierro de su padre. También entonces estaba el tiempo florido: rosas, magnolias… Moses, la noche anterior, había estado llorando mucho, pero había dormido. El aire despedía una turbadora fragancia y él había tenido unos sueños lujuriosos, malos, dolorosos y espléndidos, interrumpidos por el raro éxtasis de la polución nocturna. Es curioso cómo la muerte pone ante los encadenados instintos el aliguí de la libertad; y los hijos de Adán, signos de compasión, han de responder con sus cuerpos y almas a extrañas señales. Gran parte de mi existencia la he empleado esforzándome en vivir de acuerdo con ideas más coherentes. E incluso sé cuáles son esas ideas.

—Papá, tenemos que volvernos aquí. Sí, aquí es donde da siempre la vuelta el tío Val.

—Muy bien —dijo Herzog, y en el retrovisor pudo observar cuánto le había fastidiado a la niña darse cuenta de que otra vez había citado a Gersbach.

—Oye, hija, si dices algo del tío Val delante de mí, yo nunca iré a contarlo. Nunca te pregunto sobre él, pero tú no tienes que preocuparte si se te escapa nombrarlo. Es una tontería. Pero, si tú y yo tenemos algún secreto, no importa en absoluto.

—Yo sé muchos secretos —dijo la niña, que estaba detrás de él en el auto—. El tío Val es muy simpático.

—Claro que lo es.

—Pero a mí no me gusta porque no huele bien.

—¡Ja, ja, ja! Bueno, le compraremos un tarro de perfume y haremos que huela estupendamente.

Cuando subieron la escalera del Acuario, Moses llevaba a su hija de la mano y se sentía como el padre en cuya fuerza y buen juicio podía confiar la pequeña. Hacía mucho calor en el patio central del edificio. Daba el sol de lleno. El estanque, las lujuriantes plantas y el dulce aire tropical en que se movían los peces, obligaron a Moses a reaccionar para no reblandecerse. Tenía que conservar toda su energía.

—¿Qué quieres ver primero?

—Las tortugas grandotas.

Subieron y bajaron por las oscuras avenidas doradas y verdes.

—Este pez pequeñito, tan rápido, se llama el jumu-jumuu-eli-eli. Y éste, de movimientos vacilantes, es una raya que tiene dientes y lleva veneno en la cola. Estos otros son lampreas, que aprietan sobre otros peces esas bocas que tienen y chupan hasta que los matan. Ése que ves allí es el pez-arcoiris. En esta nave del acuario no hay tortugas, pero ¿qué es eso que hay allí? ¿Tiburones?

—Yo vi los delfines en Brookfield —dijo June—. Llevan gorras de marinero y tocan una campana. Saben bailar poniéndose sobre sus colas, y juegan al baloncesto.

Herzog se la llevó de allí. Estas salidas suyas con los niños, quizá porque estaban impregnadas de tanta emoción, resultaban siempre agotadoras. Con frecuencia, después de haber estado un día con Marco, Moses había tenido que ponerse una compresa sobre los ojos y tumbarse en la cama. Parecía su sino ser el padre al que «visitan» sus hijos o ser él quien los visita a ellos, aunque fuera sacándolos a pasear, era su maldición tener que ser como una aparición seguida de una rápida desaparición, en la vida de sus hijos. Pero tenía que vencer esa especial susceptibilidad suya al recibir a sus hijos para despedirlos en seguida. Para Moses E. Herzog, mientras abrazaba a su hija sin dejar de mirar, a través del verde acuoso, a los suaves tiburones colmilludos, esa emoción no era más que tiranía. Por primera vez tuvo una idea diferente sobre la manera como Alexander V. Herzog había organizado el entierro de Herzog padre. No hubo solemnidad religiosa alguna en la capilla. Los amigos de Shura, prosopopéyicos y tostados por el sol del golf, los banqueros y los presidentes de las sociedades, formaban un imponente muro de carne, tan llenos en los hombros, manos y mejillas como despoblados en la cabeza. Luego hubo el cortejo. El Ayuntamiento había enviado una escolta de motociclistas en reconocimiento de la importancia cívica de Shura Herzog. Los guardias iban delante tocando las sirenas apartando coches y camiones para que pasara el cortejo y para que no tuviera éste que respetar las señales de tráfico. Nadie llegó nunca a Waldheim con tal rapidez. Moses le dijo a su hermano Shura: «Mientras vivió, Papá tuvo a los guardias a su espalda, y ahora…». Helen, Willie y los cuatro niños, en la limousine, rieron bajito de su observación. Luego, cuando bajaban el ataúd y Moses y los otros lloraban, le dijo su hermano Shura: «No te portes como un maldito inmigrante». Desde luego, le hacía pasar malos ratos cuando estaba con sus amigos de golf y los presidentes de las sociedades. Quizá yo estuviese equivocado. El buen americano era él. Yo sigo llevando encima la polución europea y estoy infectado por sentimientos del Viejo Mundo, como el Amor, la Emoción Filial y todas esas viejas ilusiones soporíferas. —¡Ahí está la tortuga!— gritó June. La tortuga emergió de las profundidades del tanque de agua con su córneo escudo pectoral. La puntiaguda cabecita se movía perezosamente y sus ojos eran de una infinita indiferencia. Las aletas se movían muy despacio, dando contra el cristal. Las grandes escamas eran de un amarillo con pintas rojizas.

Para poder comparar, se acercaron luego a las tortugas del río Mississippi en el estanque central. Tenían los costados con rayas rojas y dormitaban sobre sus maderos o bien chapoteaban en compañía de unos silúridos en un fondo cubierto con helechos y salpicado de monedas que les tiraba la gente.

La niña estaba ya harta y lo mismo su padre.

—Creo que ahora iremos a que tomes un sandwich —dijo Moses—. Es hora de comer. —Salieron del aparcamiento con bastante cuidado. Herzog se dio cuenta después del cuidado que había puesto en la operación porque iba con la niña. Pero al salir el Falcon alquilado, no había contado con la larga curva del norte donde los vehículos tomaban velocidad. Un pequeño camión Volkswagen venía detrás de él. Tocó los frenos pensando disminuir la velocidad y dejar pasar al camión, pero los frenos eran demasiado nuevos y respondían exageradamente, de modo que el Falcon se detuvo en seco y el pequeño camión lo empujó por detrás contra un poste de teléfonos. June chilló y se agarró a los hombros de su padre, que, con el empellón, se había doblado hacia delante, contra el volante. ¡La niña!, pensó; pero no era por la niña por quien tenía que preocuparse. Por el grito de ésta sabía que no estaba herida; sólo asustada. En cambio, él estaba tumbado sobre el volante y se sentía muy débil, radicalmente débil. Se le enturbió la visión y comprendió que se estaba mareando por momentos. Oía los gritos de June, pero no se podía volver hacia ella. Se comunicó a sí mismo que se estaba muriendo, y se desmayó.

Lo tendieron en la hierba. Oyó una locomotora muy cerca. Tenía que ser del Illinois Central. Y luego parecía irse alejando. Al principio veía bailarle unas manchas en los ojos, pero se transformaron en seguida en motas iridiscentes. Se le habían enrollado los pantalones arriba y sintió que tenía mojados los muslos.

—¿Dónde está June? —preguntó—. ¿Dónde está mi hija?

Se incorporó y vio a su lado dos policías negros, que lo estaban mirando. Tenían en las manos su cartera, los rublos zaristas y, por supuesto, la pistola. Ya estaba listo. Cerró de nuevo los ojos. Le volvieron las náuseas cuando pensó en qué lío se había metido, pero preguntó otra vez por la niña:

—¿Está bien la pequeña?

—No le ha pasado nada.

—Ven aquí, June. —Se echó hacia adelante y la niña se lanzó a sus brazos. Mientras la tocaba y besaba la asustada carita de la nena, sintió un agudo dolor en el costado.

—No te preocupes, hija. Papá está descansando un momento, pero no es nada.

Pero June lo había visto tumbado en la hierba, perdido el conocimiento. Apenas habían pasado el nuevo edificio que había a continuación del Museo. Mientras los guardias le registraron los bolsillos, él permaneció inmóvil, desmayado y parecía muerto. La niña se había asustado mucho al ver a su padre tan pálido y tieso y él mismo se asustó al volver en sí, pues se sentía muy débil y raro. Al sentir que le picaban las raíces del cabello, creyó que éste se le había vuelto blanco de repente, como dicen que pasa en casos como éste. Los guardias le estaban concediendo unos momentos para que se repusiera. La luz azul del coche patrulla giraba lanzando destellos. El conductor del pequeño camión que había empujado al Falcon, miraba irritado a Herzog.

Los polis le habían cogido. Sus serias y silenciosas miradas le estaban comunicando que lo tenían ya entre sus manos y si esperaban aún era porque él seguía teniendo abrazada a su hija. Era demasiado pronto para ser duros con él. Y Herzog, tratando de ganar tiempo, aparentaba estar más mareado de lo que realmente se hallaba. Los guardias podían ser muy desagradables e incomprensivos. Los había visto actuar. Pero de eso hacía mucho tiempo. Quizá hubieran cambiado en tanto tiempo. Había un nuevo Comisario. El año anterior, a Herzog le correspondió el asiento de al lado de Orlando Wilson en la Conferencia de los Narcóticos. Se habían estrechado la mano. Desde luego, esto no tenía importancia alguna y, además, nada pondría más en contra suya a aquellos dos gigantescos guardias negros que darles a entender que él tenía influencia. Para ellos, aquello era tan sólo una parte de su deber diario, y con los rublos y la pistola que le habían encontrado, Herzog no podía esperar que lo fuesen a soltar por las buenas. Además, estaba el Falcon azul estrellado contra el poste. El tráfico seguía fluyendo y la carretera estaba llena de flamantes coches.

—¿Usted Moses? —dijo uno de los negros. Ya estaba; era el tono de fatal familiaridad que emplean los polis cuando ha perdido uno la inmunidad.

—Sí, yo soy Moses.

—¿Ésta es su nena?

—Sí, mi hijita.

—Más vale que se ponga usted el pañuelo en la cabeza. Tiene pequeña herida, Moses.

—¿Sí? —Esto explicaba el por qué le picaba la cabeza. Incapaz de encontrar su pañuelo, mejor dicho, el pedazo de paño de cocina, se quitó la corbata de seda y se envolvió con ella la cabeza de manera que el lado ancho le quedase sobre la parte superior—. Nada; no tiene importancia —dijo. La niña escondía su cabecita en su hombro—. Siéntate con papá, hija mía. Siéntate en la hierba a mi lado. A papá le duele un poco la cabeza. —La pequeña obedeció. Su docilidad, el cariño que le tenía, su compasión y ternura, le conmovían. Le puso una mano abierta en la espalda en un movimiento instintivo, como para protegerla. Sentado en la hierba y echado hacia adelante, se sujetaba la corbata a la cabeza.

—¿Tiene usted permiso para esta pistola, Moses? —preguntó uno de los negros y frunció sus grandes labios como esperando la respuesta. Mientras, con una uña, se cepillaba los pelillos de su bigote. El otro guardia hablaba con el conductor del Volkswagen, el cual estaba muy enfadado. De cara afilada y con la nariz aguileña y enrojecida, miraba a Moses irritado—: Supongo que le quitarán a ése el permiso de conducir, ¿no? —Moses pensó que si estaba en una mala situación era sólo por culpa de la pistola y el camionero quería aprovecharse de esta circunstancia. Advertido por esta indignación, Herzog prefirió adoptar una actitud prudente. El guardia volvió a preguntarle, tuteándolo ya:

—Te he preguntado, y te lo vuelvo a preguntar, Moses, si tienes permiso para esta pistola.

—No, señor, no lo tengo.

—Aquí hay dos balas. Arma cargada, Moses.

—Oficial ésa era la pistola de mi padre. Se murió, y ahora me la llevaba a Massachusetts. —Sus respuestas eran breves y daba muestras de la mayor paciencia de que era capaz. De todos modos, estaba seguro de que tendría que repetir la historia una y otra vez.

—¿Qué dinero es éste?

—No vale, oficial. Es como el dinero de los Confederados aquí en los Estados Unidos. Dinero para el teatro. Sólo un recuerdo.

Sin carecer de simpatía, la cara del guardia negro también expresaba un cansado escepticismo. Tenía los labios muy gruesos, y su boca gruesa y callada se abría en una especie de sonrisa. Los labios de Sono también ponían una expresión parecida a la de este negro cuando ella le preguntaba por las demás mujeres que hubo en su vida. Herzog, procurando darse plena cuenta de su situación lo más inteligentemente que podía, reconoció que se le había venido encima una gran responsabilidad y que tenía mucho miedo. Desde luego, había muchas cosas de que le podían incriminar pero era seguro que un guardia como éste no era el más indicado para clasificarlo. Incluso en una situación como ésta, seguramente había una cierta satisfacción en esta reflexión pues su humana tontería era muy tenaz. «Señor, que los ángeles alaben tu nombre. El hombre es un insensato, sí, un insensato. La locura y el pecado juegan estas malas pasadas…». A Herzog le dolía la cabeza y no podía recordar, ni aun alterándolos, más versículos. Se quitó la corbata de la cabeza. No tenía sentido dejársela puesta. Se le pegaría a la sangre y le arrancaría el coágulo. June apoyaba su cabeza en los muslos de su padre. Él le protegía del sol los ojos.

—Tenemos que anotar los datos de este accidente. —El guardia, con sus relucientes pantalones, se puso en cuclillas junto a Herzog. La culata de su pistola y su cartuchera en el cinturón, tenían muy diferente aspecto que el basto pistolón de Herzog padre y colgaban de su gorda y ancha cadera.

—No veo aquí el título de propiedad de este Falcon.

El pequeño automóvil estaba abollado por los dos extremos y el capot se había quedado abierto como la cascara de un mejillón. El motor no podía estar muy averiado. No se había derramado nada.

—Es alquilado —explicó Herzog—. Lo tomé en O’Hare. Los papeles están en el compartimiento de los guantes.

—Tenemos que apuntar aquí los datos. —El guardia abrió una carpeta y empezó a anotar en el grueso papel de un formulario con su lápiz amarillo.

—¿Qué velocidad llevaba el auto cuando salió de este aparcamiento?

—Iba como un caracol de despacio. A cinco u ocho millas por hora. Justamente, estaba saliendo.

—¿No viste, Moses, que se acercaba este hombre?

—No, la curva lo ocultaba. Lo supongo, no lo sé seguro. Pero él se lanzó encima cuando yo llegaba a la carretera. —Se inclinó hacia delante tratando de suavizar su dolor de costado. Estaba dispuesto a no hacerle ya caso a esta molestia. Dio unas palmaditas en la mejilla de June—. Por lo menos, ella no está herida. Menos mal —dijo.

—Yo la saqué por la ventanilla trasera. La puerta se atrancó. La saqué y está muy bien. —El negro del bigotillo frunció las cejas y parecía querer dejar bien claro que no tenía que darle explicaciones a Herzog (un hombre con una pistola cargada no merece explicaciones), pues era la posesión en que se hallaba de esa pistola con dos balas lo que justificaba los cargos contra él, no el accidente.

—Me habría saltado los sesos si le hubiese ocurrido algo a ella.

Al guardia que estaba en cuclillas, a juzgar por su silencio, nada le importaba lo que Moses pudiese haber hecho. Hablar de cualquier uso del revólver, aunque fuera contra sí mismo, no era lo más indicado en aquellas circunstancias. Pero Moses se hallaba aún algo mareado y atontado, y se veía a sí mismo como descendiendo en espiral durante los últimos días y luego, el choque, por no decir la desesperación, de este último golpe. La cabeza seguía dándole vueltas. Decidió terminar con estas tonterías pues, si no, iba a empeorar las cosas aún más. Se había precipitado a Chicago para proteger a su hija y había estado a punto de matarla en aquel idiota accidente. Había venido para acabar con la influencia de Gersbach y darle a su hija el beneficio de su propio ser —el hombre, el padre, etc…—, y lo único que había conseguido era estrellarse contra un poste. Para colmo, la criatura había visto cómo le sacaban y se desmayaba, se hería en la cabeza, y los guardias le quitaban los rublos y la pistola. No, ya no tenía utilidad alguna ese sistema suyo de emplear la debilidad, o la enfermedad, para defenderse durante toda su vida (alternando con la arrogancia); su método de conservar el equilibrio —el giroscopio de Herzog— no servía ya para nada. Parecía haber acabado ya con todo eso.

El conductor del camión Volkswagen, que vestía un mono verde, estaba dando su versión del accidente. Moses trataba de descifrar las letras que llevaba bordadas aquel hombre con hilo amarillo por encima de su bolsillo superior. (¿Era de la compañía del gas? No podía decirlo; y lo único de que estaba seguro era de que el hombre le estaba echando toda la culpa a él, desde luego). Era un tipo muy inventivo, de ingenio creador. Su relato se hacía más profundo a cada momento. Oh, la grandeza de la autojustificación, pensó Herzog. ¡Cómo inspiraba a estos mortales, incluso a los más brutos! Las arrugas del cuero cabelludo del camionero seguían una diferente pauta que las de su frente. Se podía averiguar por dónde había ido la línea de su cabellera cuando la hubiese tenido poblada. Ahora no le quedaban más que unos pelillos sueltos.

—Me salió por delante, cruzándose, por las buenas. ¿Porqué no le hacen ustedes la prueba del alcoholismo? Porque conducía como un borracho.

—Bueno, escucha, Harold, ¿qué velocidad llevabas tú?

—¿Yo? ¡Jesús! Iba muy por debajo del límite autorizado de velocidad en este sitio.

—Muchos de estos conductores de las grandes compañías, echan siempre la culpa a los coches particulares —dijo Herzog.

—Primero se atravesó, y luego echó el freno.

—Pues, amigo, le diste un buen golpe.

—Eso es verdad, pero yo creo que…

El mayor de los dos guardias, que había dado la razón a su compañero, señaló dos, tres, cinco veces con el extremo de su lápiz —que tenía fijada una gomita de borrar— antes de pronunciar otra palabra. Apuntaba a la carretera y quería que todos se fijasen en ella. (A Herzog le pareció estar viendo a los cerdos de Gadarene, multicolores y relucientes, a punto de arrojarse por el precipicio, pero que aún no se habían tirado).

—Me parece, Harold, que tú lo empujaste. Creo que él quiso dejarte paso. Pero frenó demasiado fuerte y tú le embestiste. Ya he visto en tu licencia que has cometido dos violaciones del reglamento del tráfico.

—Es cierto, y por eso he tenido tanto cuidado esta vez.

Dios haga que la indignación no te queme el cuero cabelludo, Harold. Esa rojez te sienta muy mal; parece el paladar de un perro.

—Me parece que si no hubieras estado muy encima de su auto, no le habrías dado tan fuerte. Hubieras debido dar la vuelta y haberle cogido por la derecha. A ti hay que ponerte multa, Harold.

—Y a ti, Moses, hay que llevarte —dijo luego, dirigiéndose a Moses—. Debes dar cuenta de eso…

—¿De esta vieja pistola?

—Cargada…

—Bueno, eso no tiene importancia. No tengo antecedentes, nunca me han encerrado.

Esperaron a que Herzog se levantase. Mientras, el chófer del pequeño camión lo miraba furioso, frunciendo sus cejas pelirrojas, y, bajo aquella taladrante mirada, Herzog se puso en pie y recogió a su hija. Ésta dejó caer al suelo el sujetador del cabello al levantarse. Se le soltó el cabello, que cayó libre, sobre las mejillas, muy largo. Moses no se podía volver a agachar para buscar el clip de concha de tortuga. Se abrió del todo la portezuela del coche de la patrulla, aparcado en una cuesta, para que entrase. Ahora sabía ya por experiencia lo que era estar custodiado. Nadie había sido robado y nadie fue asesinado; sin embargo, Herzog sintió que se cernía sobre él la sombra densa y mortal de la detención. No podía librarse, sobre todo, de la autoacusación. Podía muy bien haber dejado aquel arma en la bolsa, que seguía utilizando, de la compañía aérea, y que se había quedado debajo del sofá en el piso de Asphalter. Cuando se puso la chaqueta aquella mañana y sintió el extraño bulto en el bolsillo de pecho de su chaqueta, podía haber acabado allí mismo con su quijotismo. Porque, para ser sinceros, había que reconocer que él no era un Quijote, ¿verdad? Un Quijote imitaba a los grandes modelos. Y él, ¿a qué modelos imitaba? Un Quijote era un cristiano, y Moses E. Herzog no era cristiano. Vivía en los post-quijotescos y post-copernicanos Estados Unidos, donde una mente evolucionando en plena libertad por el espacio, podía descubrir relaciones que ni siquiera podía prever un hombre del siglo XVII encerrado en su pequeño universo. En ello radicaba su ventaja de hombre del siglo XX. Sólo que ahora iban por la hierba hacia la giratoria lucecita azul. Había cogido el revólver (con un propósito tan intenso como difuso) porque él era el hijo de su padre. Estaba casi seguro de que Jonah Herzog, temeroso de la policía, de los impuestos, y de los matones, no podría huir de estos enemigos. Los antiguos Herzog, con sus almas, sus chales y barbas, nunca habrían tocado un revólver. Pero éstos eran hombres desaparecidos, arcaicos, y Jonah, por muy poco dinero, había comprado el arma. Moses, esta mañana, había pensado: «¡Demonios! ¿Por qué no?», y, abotonándose el bolsillo interior de la chaqueta, había subido al automóvil alquilado.

—¿Qué vamos a hacer con este Falcon? —le preguntó a uno de los guardias. Pero éstos le empujaron diciéndole—: No te preocupes, Moses. Ya cuidaremos del coche.

Y precisamente en aquellos momentos llegaba la grúa para llevarse el automóvil accidentado. También llevaba una luz azul giratoria.

—Por favor —dijo Moses—. Tengo que llevar a mi hija a su casa.

—No te preocupes, hombre. Con nosotros no pasa peligro.

—Es que tengo que devolverla a las cuatro.

—¡Qué ocurrencia… devolverla! Y ¿a quién? Bueno, de todos modos, no te preocupes, te quedan casi dos horas.

—Supongo que esto no durará más de una hora. Pero, les agradecería mucho que me permitiesen ocuparme primero de la niña.

—Anda, no te pares, Moses… —le insistió el mayor de los patrulleros con una tétrica amabilidad. Y le empujaba hacia el coche patrulla.

—Es que la pequeña no ha almorzado.

—Tú estás peor que ella.

—Bueno, vamos de una vez.

Moses se encogió de hombros y arrugó la corbata manchada de sangre tirándola luego a la carretera. El corte que se había hecho no tenía importancia; ya había dejado de sangrar. Ayudó a June a subir al auto y, cuando estuvo instalado en el recalentado asiento de plástico, se subió a su hija sobre sus muslos. ¿Es ésta, por casualidad, la realidad que buscabas, Herzog, con tanta seriedad? ¿Es esto hallarse al nivel de la gente vulgar, llevar una vida ordinaria? ¿No puedes decidir por ti mismo qué realidad es auténtica? Cualquier filósofo te dirá que está basada, como cualquier juicio racional, en las pruebas comunes. Pero aquella manera tan peculiar de hacerlo, era perversa. Aunque tan sólo era humana. Era lo de quemar la casa para asar al cerdo. Que es precisamente el procedimiento que sigue siempre la humanidad para asar los cerdos.

Le explicó a June: «Vamos a dar un paseo, querida». Ella asintió con la cabeza pero no habló ni una palabra. Tenía la cara sin lágrimas ya, pero sombría y esto era peor. Esa actitud hería a su padre. Como si no tuviese bastante con Madeleine y Gersbach, debía padecer por este amor a su hija, con estas caricias y besos, periscopios y angustiosas emociones. Y ella tenía que haberlo visto sangrando por la cabeza. Le molestaban los ojos y tuvo que cerrarlos y apretárselos con el pulgar y el índice. Los guardias cerraron las portezuelas con fuerza. El motor empezó a gruñir y el auto se puso suavemente en movimiento. Empezó a correr el seco y rico aire del verano, que olía a los gases de escape, lo cual agravó el mareo y las náuseas de Herzog. Cuando el automóvil abandonó la orilla del lago, Moses abrió los ojos sobre la fealdad de la calle 22.a. Reconoció la amarillenta fealdad de la calle 22.a y el familiar aspecto del Chicago veraniego. ¡Chicago! Moses olió el caliente hedor de los productos químicos y las tintas de la fábrica Donnelly.

June había visto cómo registraban los guardias los bolsillos de su padre. A su edad, esos detalles se graban hondamente. Y todo era muy bonito o, por el contrario, horrible. Herzog pensó que él, por su parte, tenía muy grabadas las cosas que sangraban o hedían. Se preguntó si su hija las percibiría con la misma intensidad. Por ejemplo, él no podía olvidar cómo mataban a los pollitos ni cuando sacaban a las gallinas de los gallineros, y tenía bien presentes la porquería y el serrín, el calor y el almizcle, y cuando degollaban a las aves y éstas quedaban con las cabezas colgando. Sí, aquello era en la calle Roy, cerca de la lavandería china donde agitaban los tickets de color bermellón en los que figuraban unos símbolos negros. Y aquello era cerca del camino —el corazón de Herzog empezó a latir fuerte; se sentía febril— donde le había asaltado un hombre una pegajosa noche de verano. El hombre le tapó la boca, poniéndose detrás de él. Le susurró algo mientras se bajaba los pantalones. Tenía los dientes podridos y la cara sin afeitar. Entre los muslos del chico aquella cosa horrible, sin piel, pasaba y volvía a pasar, adelante y atrás, adelante y atrás, hasta que se puso espumeante. Los perros de los patios traseros saltaban contra las vallas, ladraban y aullaban, mientras el maleante sujetaba a Moses apretándole por el interior del codo. Temía que aquel tipo lo matase. Podía estrangularlo. No tenía por qué saberlo pero se lo figuraba. Por eso se había quedado inmóvil. Por fin, el hombre se abrochó su guerrera y dijo: «Te voy a dar un níquel pero tengo que cambiar este dólar». Le enseñó el billete y le dijo que le esperase allí, sin moverse. Moses vio cómo se alejaba el hombre por el fango del sendero, inclinado, con su largo abrigo militar. Andaba rápidamente, aunque con pies doloridos. Sí, eran unos pies malos, malvados, recordaba Moses. Pero el hombre iba casi corriendo. Los perros habían cesado de ladrar y él esperó con miedo a moverse. Por último, se puso bien sus mojados pantalones y se marchó hacia su casa. Se sentó un poco en los escalones de la entrada y luego acudió a la cena familiar como si nada hubiera ocurrido. ¡Nada! Se lavó las manos en la pila de la cocina a la vez que Willie y se sentó a la mesa. Tomó la sopa como si tal cosa.

En fin, hay un famoso consejo, un gran consejo, a pesar de que está en alemán: hay que olvidar lo que no se puede soportar. Los fuertes pueden olvidar. Pero, sin duda, es imposible irse quitando de encima pesadillas, y Nietzsche tenía razón cuando hablaba de esto. Los blandos tienen que endurecerse.

Amo a mis hijos, soy mucho para ellos y les causo pesadillas. A esta niña la tuve de mi enemiga. Pero la quiero. Aún ahora, verla, oler su pelo, me hace temblar de puro amor. ¿No es misterioso cuánto quiero a esta hija de mi enemiga? Pero un hombre necesita la felicidad para sí mismo. No, porque el hombre puede resistir cualquier cantidad de tormento que le inflijan, el tormento que le llega en los recuerdos con sus males familiares y la desesperación. Y ésta es la historia no escrita del hombre, su nunca vista y negativa realización, su energía para actuar sin satisfacción para sí mismo con tal de que tenga algo de grande en el que su ser y todos los seres, puedan ser incluidos.

Pero todo esto tenía que terminar. Y con esto se refería a cosas como este viaje en el auto de la policía. Su idea filial (que en realidad era china), de llevar en un bolsillo un feo e inútil revólver. Odiar y estar en condiciones de hacer algo porque se odia. El odio es respeto por sí mismo. Si quiere usted ir por entre la gente con la cabeza erguida…

Ya estaba allí la calle South State. Allí los distribuidores de películas, que tenían en ella sus oficinas, solían colgar multicolores carteles anunciadores: Tom Mix arrojándose por un precipicio (no le pasaba nada). Ahora ésta es sólo una calle vacía donde venden artículos de vidrio para los bares.

Pero ¿cuál es la filosofía de esta generación? No que Dios ha muerto. Eso ya ha dejado de decirse desde hace mucho tiempo. Quizá deba decirse ahora que la Muerte es Dios. La generación actual cree —éste es su gran pensamiento— que nada que sea fidedigno, vulnerable y frágil, puede durar ni tener verdadera fuerza. La Muerte espera estas cosas lo mismo que un suelo de cemento espera a una bombilla que está a punto de caerse. El brillante caparazón de cristal pierde con un estallido su pequeño vacío y eso es todo lo que pasa, aparte del ruido. Y así es como nos enseñamos unos a otros la metafísica. ¿Crees que la Historia es la historia de los corazones enamorados? ¡Qué idiota eres! Mira esos millones de muertos. ¿Acaso puedes sentir compasión por ellos? ¡Ni hablar! Son demasiados para que puedas sentirlo. Los quemamos, los enterramos. La Historia es historia de la crueldad, no del amor, como creen los blandos. Hemos tratado de averiguar quién es fuerte y admirable y hemos visto que nadie lo es. Sólo queda el practicismo. Si el viejo Dios existe, debe de ser un asesino. Y es que el dios verdadero es la Muerte. Así es y no hay que hacerse cobardes ilusiones. Herzog se «oía» a sí mismo pensar esto. Tenía las manos húmedas; soltó el brazo de June. Quizá lo que le hubiera hecho desmayarse no fuese el accidente sino la premonición de esos pensamientos. Sus náuseas eran sólo aprensión, excitación y la insoportable intensidad de esas ideas.

Se detuvo el coche. Como si hubiese ido a la comisaría en una lancha, Moses salió vacilante del vehículo, como mareado. Proudhom dice: «Dios es el mal». Pero después de buscar en las entrañas de la revolución mundial la foi nouvelle, ¿qué ocurre? La victoria de la muerte, no la de la racionalidad, no la de la fe racional. El gran poder resulta ser nuestra asesina imaginación, la humana imaginación, que empieza acusando a Dios de asesinato. En el fondo de todo este desastre se halla la actitud resentida del ser humano, y de esto ya no quiero saber más. Es más fácil dejar de existir que acusar a Dios. Mucho más sencillo. Y más limpio. Pero ¡basta ya!

Los guardias lo escoltaron —iba acompañado de la niña— hasta el ascensor, que parecía tener sitio para un escuadrón. Subieron con ellos dos hombres que iban detenidos y la pareja de guardias que los llevaba. Herzog sabía que esta Comisaría era un sitio horrible. Entraban y salían hombres armados. Como le ordenaron, siguió por el corredor al policía negro de las manazas y las anchas caderas. Los otros iban detrás de él. Necesitaría un abogado, y pensó, naturalmente, en Sandor Himmelstein. Se rió al pensar en lo que diría Sandor. El propio Sandor empleaba métodos policíacos y una «buena» psicología, lo mismo que en la Lubianka, lo mismo que en el mundo entero. Primero se portaba brutalmente y luego, cuando lograba los resultados que iba buscando, se podía permitir ser más amable.

Ahora lo habían llevado ante un sargento negro. Era un hombre de muchos años, muy arrugado. Era de un color amarillento oscuro, como de oro negro. Habló con los guardias que habían detenido a Herzog y luego miró la pistola, cogió las dos balas, murmuró unas preguntas al poli de los pantalones brillantes, y éste, para contestarle muy bajito, se inclinaba mucho sobre él.

—Bueno, usted —le dijo a Moses después de haberse puesto los lentes de estilo Ben Franklin con fina montura de oro. Cogió la pluma.

—Nombre.

—Herzog… Moses.

—¿La inicial de en medio?

—E. Elkanah.

—Dirección.

—No vivo en Chicago.

El sargento, con buena paciencia profesional, insistió:

—¿Dirección?

—Ludeyville, Mass., y New York City. Bueno, muy bien, Ludeyville, Massachusetts. Sin número de calle.

—¿Esta niña es hija suya?

—Sí, señor, es mi hijita June.

—¿Dónde vive la niña?

—Aquí, en la ciudad, con su madre, en la avenida Harper.

—¿Está usted divorciado?

—Sí, señor. Vine a ver a la niña.

—Bueno, Moses, está usted detenido. ¿No iría usted bebido? Diga la verdad. ¿No echó usted unos tragos hoy?

—Anoche sí bebí, pero he dormido bien esta noche. Hoy no he tomado ni una gota. ¿Quiere usted hacerme una prueba de alcoholismo?

—No será preciso. No hay acusación contra usted por infracción de los reglamentos del tráfico. Está usted detenido por llevar esta pistola.

Herzog le bajó a su hija el vestido.

—Es un recuerdo familiar. Lo mismo que ese dinero.

—¿Qué clase de dinero es éste?

—Es ruso, de la primera guerra mundial.

—Vacíese los bolsillos, Moses. Ponga aquí sus cosas para que las pueda revisar.

Sin protestar, Herzog depositó su dinero, blocks de notas, plumas, el pedazo de trapo de cocina que llevaba como pañuelo, el peine de bolsillo y el montón de llaves.

—Creo que lleva usted demasiadas llaves, Moses.

—Sí, señor, pero puede identificarlas todas ellas.

—Muy bien. No hay ley alguna contra las llaves si no se es ladrón.

—La única llave de Chicago es ésta con una señal roja. Es la del piso de mi amigo Asphalter. Estoy citado con él para las cuatro frente al Museo Rosenwald. Tengo que llevarle la niña a esa hora.

—Bueno, no son las cuatro todavía, y aún no puede usted ir a ninguna parte.

—Me gustaría telefonearle para advertirle que no podré ir a tiempo. No quiero hacerle esperar.

—Pero, Moses, ¿por qué no lleva usted la niña directamente a la madre?

—Verá usted… es que no nos hablamos. Hemos tenido demasiados líos.

—Me da la impresión de que le tiene usted miedo.

Esta observación molestó a Herzog. Estas palabras se proponían irritarlo. Pero ahora no se podía permitir enfadarse.

—No, señor, no es eso.

—Entonces, quizá sea ella la que le tiene miedo a usted.

—Convinimos que un amigo común recogería a la niña y me la traería. No he visto a esa mujer desde el otoño pasado.

—Muy bien, lo que vamos a hacer es llamar a su amigo y también a la mamá de la nena.

Herzog exclamó:

—¡No la llame usted!

—¿No? —El sargento le sonreía de un modo extraño y se relajó unos momentos en su silla como si ya le hubiera sacado lo que andaba buscando—. Pues sí, señor, la traeremos aquí y veremos lo que nos dice ella sobre usted. Si tiene quejas contra usted, la situación de usted será peor que sólo por llevar ilegalmente la pistola. Entonces, su caso será más grave.

—No hay nada que pueda ser castigado en mis relaciones con la que fue mi esposa. Y eso lo puede usted comprobar en los archivos, sin necesidad de hacerla venir aquí. Yo tengo que dar el dinero para la niña y nunca dejo de hacerlo en las fechas señaladas. Eso es todo lo que puede decirle a usted la señora Herzog.

—¿Dónde compró usted este revólver?

Era la insolencia natural de los polis. Ya estaba otra vez dándole vueltas al asunto de la pistola. Pero Herzog no perdió la calma.

—No lo compré. Pertenecía a mi padre. Y los rublos también.

—¿Es que es usted sentimental?

—Eso es. Soy un cabrón sentimental. Podemos llamarlo así.

—Y ¿se siente usted sentimental con estas cositas también? —y el viejo poli tocó, una tras otra, las dos balas—. Bueno, haremos esas llamadas telefónicas. Jim, apunta los nombres y los números de los teléfonos.

Hablaba a uno de los guardias que habían llevado a Herzog. Durante todo este interrogatorio se había quedado allí de pie pasándose el borde de una uña por los pelos del bigote y frunciendo los labios.

—Es mejor que coja usted mi agenda: ésta, la colorada. Y, por favor, no me la deje por ahí. Mi amigo se llama Asphalter.

—Y el otro apellido es Herzog —dijo el sargento—. En la avenida Harper, ¿no? —Moses asintió. Miraba los gruesos dedos que hojeaban las páginas de su agenda parisién forrada en cuero y llena de anotaciones garrapateadas y de manchas. Dijo:

—Me dejará usted en mal lugar si llama a la madre de la niña. —Realizaba el último intento para convencer al sargento—. ¿No sería igual para usted que mi amigo Asphalter viniese aquí?

—Sigue, Jim.

El negro señalaba las direcciones con lápiz rojo. Moses se esforzaba por darle a su mirada un aire natural, sin desconfianza ni súplica, es decir, procuraba que su actitud no revelase un excesivo interés personal. Recordaba que antes era él una de esas personas que confían en el poder de una mirada suplicante, la mirada que borra todas las diferencias de condición y con la que un ser humano abre su corazón a otra persona. El reconocimiento de la esencia por la esencia. Ahora se sonreía de esa ingenuidad. ¡Qué fantasías! Si intentase mirarle dulcemente a los ojos, el sargento le tiraría a la cara la agenda. De modo que era inevitable que Madeleine fuese allí. Bueno, pues que fuese. Quizá, después de todo, fuera eso lo que él deseaba, una oportunidad para hablar con ella. Serio y pálido, Herzog miraba fijamente al suelo. June cambió de postura en sus brazos, con lo que le rozó las costillas y le causó mucho dolor.

—Papá lamenta mucho todo esto, rica —dijo—. La próxima vez iremos a ver los delfines. Quizá nos hayan traído mala suerte los tiburones.

—Siéntese si quiere —le invitó el sargento—. Parece que tiene usted flojas las piernas, Moses.

—Me gustaría telefonear a mi hermano para que me mande un abogado. A no ser que no necesite un abogado. Porque si tengo que dejar una fianza…

—Desde luego, tiene usted que darla, pero aún no sé cuánto. Aquí hay muchos en el mismo caso. —E hizo un gesto que abarcaba a toda la gente que esperaba apoyada en la pared. Moses se volvió y los fue mirando. Cerca de él había dos hombres que, por su aspecto, se veía que era gente de medios.

Ya le habían visto el billete del avión, las llaves, las plumas, los rublos, los blocks y la cartera. El automóvil de su propiedad, que estaba accidentado en el Drive, le habría servido para la fianza. Pero ¿un coche alquilado? Y allí estaba él, que era un hombre de otro Estado, sucio y sin corbata. Nadie se fiaría de él para una fianza de unos centenares de dólares. Aunque, si no es más que eso, puedo solucionarlo yo sin fastidiar a Willie ni a Shura. Hay gente que siempre inspira confianza. Yo nunca fui de ésos. Y es por mis sentimientos. Un hombre con un corazón apasionado, no se puede confiar mucho en él. Si me pidieran que diera mi opinión sobre mí mismo, no lo haría de modo diferente.

Recordó cómo lo echaban del campo de juego cuando llegaba la pelota y él la fallaba porque estaba meditando sobre algo. Le gritaban: «¡Oye! ¡Dedos de manteca! ¿Estás contemplando las mariposas?». Aunque callado, también él participaba en la irrisión que él mismo producía.

Tenía abrazada a la niña y sentía cómo le latía el corazón aceleradamente a la pequeña. Rápida y débilmente.

—Vamos a ver, Moses, ¿por qué llevaba usted una pistola cargada?, ¿para matar a alguien?

—Claro que no. Y, por favor, sargento, no me gusta que la niña oiga esas cosas.

—Recuerde que es usted quien ha dado lugar a todo esto, no yo. De modo que, ¿deseaba usted asustara alguien? ¿O le tiene usted rabia a alguna persona?

—No, sargento. Sólo me proponía utilizar como pisapapeles esa vieja pistola de papá. Se me olvidó quitarle las balas. No se me ocurrió porque no estoy acostumbrado a manejar armas. ¿Me permite usted hacer una llamada telefónica?

—Calma, calma. Por ahora, siéntese ahí tranquilamente mientras me ocupo de otras cosas. Tiene usted que esperar a que llegue la mamá de la niña.

—¿Puede mandar a comprar un bote de leche para mi hija?

—Dele aquí a Jim el dinero. Él la irá a buscar.

—June, ¿la quieres con una pajita? —La niña asintió con la cabeza y Herzog dijo—: Sí, por favor, con una pajita.

—Papá.

—Dime, June.

—No me has contado lo del más-más, que es muy gracioso.

Estuvo unos instantes sin recordar de qué se trataba. Por fin, cayó en ello:

—Ah, ¿te refieres a aquel club de Nueva York donde todos los socios son lo más que hay en cada cosa?

—Sí, ése es el cuento.

Estaba sentada entre sus rodillas en la silla. Él procuró hacerle más sitio.

—Pues, verás. En esa sociedad todos los que pertenecen a ella tienen que ser lo más, lo mejor, en cada actividad o de cada tipo físico. Por ejemplo, hay el calvo de más pelo y el peludo más calvo.

—Y la más gorda de las mujeres delgadas.

—Sí, y también la más delgada de las gordas. El enano más alto y el gigante más bajo. Todos los tipos humanos entran en la asociación. El más débil de los hombres fuertes y el más fuerte de los hombres débiles. El más tonto de los listos y el más listo de los tontos. El más estúpido de los sabios y el más sabio de los ignorantes. También hay en ese club gente como los acróbatas lisiados y las bellezas feas.

—Y ¿qué hacen, papá?

—Pues, los sábados por la noche dan unas cenas con baile. Luego celebran un concurso.

—Sí, para poderlos distinguir.

—Exactamente. Y si eres capaz de distinguir el más peludo de los calvos del más calvo de los peludos, ganas un premio.

Bendita, ¡cómo disfrutaba con las tonterías que le decía su padre! Sí, tenía que distraerla. June apoyó la cabeza sobre su hombro y le sonrió, con cara de mareada, enseñándole los dientecitos.

La habitación estaba muy cargada, pues la tenían completamente cerrada y había mucha gente. Herzog tuvo que enterarse del caso de los dos hombres que habían subido en el ascensor con él. Una pareja de policías de la Secreta daban testimonio. Pronto comprendió Herzog que eran de la Brigada del Vicio. Habían llevado también una mujer. Herzog no se había fijado antes en ella, si es que estaba también allí. ¿Una prostituta? Sí, evidentemente, a pesar de su aire respetable de clase media. Olvidando sus propias preocupaciones, Herzog se puso a escuchar con todo interés. Uno de los policías de la Secreta estaba diciendo:

—Se estaban atizando en la habitación de esta mujer.

—Tómate la leche, hija mía —dijo Herzog—. ¿Está bien fría? Tómatela tranquilamente, querida.

—¿Usted los oyó desde el pasillo? —preguntó el sargento—. Y ¿de qué se trata?

—Pues de que este hombre estaba gritando a propósito de un par de zarcillos.

—¿Qué zarcillos? ¿Ésos que lleva ahora la mujer? ¿De dónde los había sacado usted?

—Oiga, señor, los pendientes eran míos. Se los había comprado precisamente a este hombre.

—Claro, sería a plazos y no se los pagaba usted.

—Él se los cobraba bien.

—Ah, ya comprendo —dijo el sargento—. Se los estaba cobrando en especie.

—Pero lo que pasó —explicó uno de los policías de la Secreta— es que se llevó a casa de la mujer a este otro individuo, y cuando estuvo con ella, el otro quiso que le dieran a él los diez dólares del trato para irse cobrando los pendientes porque ella se los debía. Pero ella se negó a entregarle el dinero que acababa de ganar.

—¡Sargento! —exclamó el segundo hombre—. Yo no sé nada de esto. No soy de Chicago.

Era de la ciudad de Nínive. Tenía espesas cejas. Moses lo miraba con interés y, de vez en cuando, procuraba desviar hacia otros temas la atención de su hijita. La mujer, a pesar de los chafarinones de su pintura, le resultaba extrañamente familiar. Sí, a pesar de aquel verde esmeralda en torno a los ojos, el pelo llamativamente teñido, y de su nariz orgullosa… Estaba deseando hacerle una pregunta, pero no se atrevía. ¿Había asistido de pequeña al Instituto MacKinley? ¡Había cantado en el Club Glee! ¡Yo también estaba en aquel Instituto! ¿No te acuerdas de mí? ¿No te acuerdas de Herzog, que pronunció el discurso de fin de curso de nuestra clase, y hablé de Emerson?

—Papá, la leche no sube.

—Es que has masticado la paja, June.

—Tenemos que irnos, sargento —dijo el hombre que había vendido la joya a la fulana—. Tenemos gente esperándonos en casa.

¡Las que esperaban eran las esposas!, pensó Herzog. Siempre esperan las esposas.

—¿Ustedes dos son parientes? —preguntó el sargento.

El que había vendido la joya, respondió:

—Es mi cuñado, que ha venido de Louisville a visitarnos.

Las esposas, una de ellas hermana de aquel hombre, esperaban. Y también él, Herzog, estaba esperando, anticipadamente mareado sólo con pensar que vendría su exesposa. Pero ¿sería efectivamente esta mujerona la Carlota que cantaba en el Glee Club aquella «adaptación» de Wagner intitulada «Una vez más, con gusto»? No, era imposible. Cuando la miraba uno ahora, tenía que preguntarse cómo habría alguien a quien se le apeteciese darle un achuchón a una mujer como ella. Pero Herzog sabía muy bien por qué. Había que ver aquellos tremendos pechos muy juntos y las piernas de venas muy salientes. Los pechos parecían haber sido lavados y dejados sin planchar. Y aquella mirada de arenque, y su bocaza… Pero Herzog sabía por qué una de estas mujeres podía atraer. La explicación era muy sencilla: porque hacían cosas sucias, eso era todo. Porque dominaban una sabiduría lujuriosa.

***

Entró rápida, diciendo: «¿Dónde está mi hija…?». Entonces vio a June sentada sobre las piernas de Herzog y cruzó ligera la habitación hasta allí.

—¡Ven aquí, hija! ¡Ven en seguida con tu madre! —Le quitó el recipiente de la leche y lo tiró a un lado. Inmediatamente, tomó en brazos a la pequeña. Herzog sentía latirle la sangre con violencia en los tímpanos, y notaba una gran presión en la parte de atrás de la cabeza. Era necesario que Madeleine le viese pero la mirada de ésta parecía por completo ausente, como si Herzog no estuviera allí. Se apartó fríamente de él y preguntó—: ¿Está la niña bien? —Sin dirigirse a nadie en particular. Estuvo tocando a su hija, con manos nerviosas, para convencerse de que no le había ocurrido nada. El sargento hizo una señal a Herzog. Él se acercó, y Mady y él se pusieron, enfrentándose, cada uno a un lado de la mesa del sargento.

Madeleine llevaba un vestido azul claro y el cabello le caía suelto por detrás. La palabra propia para descifrar su actitud era dominante. Al entrar, había venido repiqueteando los tacones de modo claramente audible en el bullicio de la sala. Herzog le miró fijamente los ojos azules, su perfil bizantino, los labios pequeños y la barbilla que presionaba sobre la carne de debajo. Estaba muy colorada, lo cual era en ella señal de que su conciencia funcionaba activamente. A él le pareció descubrir en el rostro de su exmujer un incipiente embastecimiento. Ojalá no se equivocase. En efecto, deseaba que algo de la bastedad y grosería de Gersbach se le «pegase» a ella. ¿Por qué no podía ser esto posible? Y observó también que, sin duda alguna, a Madeleine se le había puesto más ancho el trasero. Se imaginó que los apretones y sobos de él eran la causa de ello. Era un fenómeno conyugal natural… o más bien, erótico.

—Señora, ¿es éste el padre de la niña?

Madeleine seguía negándose a reconocer su presencia.

—Sí —dijo por fin—. Me divorcié de él. No hace mucho tiempo.

—¿Vive él en Massachusetts?

—No sé dónde vive. No es asunto mío.

A Herzog le producía admiración la perfección del dominio de sí misma que tenía Madeleine. Nunca vacilaba. Cuando había recogido el recipiente de cartón de la leche, supo en seguida dónde tenía que tirarlo a pesar de que sólo llevaba un momento allí. Ni un instante de duda. Y seguro que ya habría hecho un inventario completo de los objetos que había en la mesa del sargento incluyendo los rublos y, por supuesto, la pistola. Nunca la había visto pero pudo identificar en seguida las llaves por la anilla del llavero y se habría dado cuenta de que la pistola pertenecía a Herzog. ¡Este conocía tan bien sus modales, su estilo patricio, el tic de la nariz, la alocada mirada clara y orgullosa! Al interrogarla el sargento, Moses, incapaz de contener sus asociaciones de ideas, se preguntó si aún seguiría emanando de ella aquel olor a secreciones femeninas… la íntima suciedad que la caracterizaba. Nunca volverían a ejercer su poder sobre él aquella agridulce fragancia de ella, sus llameantes ojos azules, sus pinchantes miradas, ni la boquita siempre dispuesta al placer. Sin embargo, sólo con mirarla, le entraba dolor de cabeza. Le latía rápida aunque regularmente el pulso en las sienes, como los émbolos de una máquina. La estaba viendo con una claridad intensa: la suavidad de sus pechos, muy a la vista por el descote cuadrado del vestido, la finura de las piernas, el matiz indio de la piel de éstas. La cara, sobre todo la frente, la tenía demasiado tirante para su gusto. Y en ella radicaba todo el peso de su severidad. Tenía lo que los franceses llaman le front bombé. Lo que se desarrollaba tras ella era absolutamente indescifrable. ¿Lo ves, Moses? No nos conocemos el uno al otro. Incluso aquel Gersbach, llamémosle como queramos, charlatán, psicópata, con sus ojos ardientes y sus bastas mejillas, también es incognoscible. Y, por lo visto, a mí tampoco me conocen. Pero cuando a un hombre se le hacen toda clase de trastadas, los malvados que lo fastidian dan por cierto que conocen muy bien a ese hombre. Cuando me dejan tirado como una basura, es porque creen conocerme a fondo. ¡Estos dos me conocían! Y estoy de acuerdo con Spinoza (espero que no le molestará) en que pedirle lo imposible a cualquier ser humano, ejercer el poder donde no puede ser ejercido, es tiranía. Perdónenme, por tanto, señora y caballero, pero me niego a aceptar el concepto que tienen ustedes de mí. Ah, esta Madeleine es una extraña persona capaz de ser tan orgullosa pero, a la vez, tan poco limpia —tan hermosa y, al mismo tiempo, desfigurada por la rabia—, una mente tan mezclada de diamante puro y de basto cristal… Pero, en fin, tenéis que dejarme a un lado… excepto en lo que se refiere a June. Por lo demás, estoy dispuesto a dejarles a ustedes el campo libre en cuanto pueda retirarme. Adiós a todos.

—En fin, ¿la trata a usted mal? —Herzog que, a la vez que pensaba en sus cosas, había estado oyendo, como lejana música de fondo, lo que decía el sargento, le oyó ahora claramente hacer esta pregunta. Entonces le dijo secamente a Madeleine.

—Por favor, ten cuidado con lo que dices. No tengamos más dificultades de lo inevitable.

Ella no le hizo caso.

—Sí, me ha fastidiado mucho.

—¿La ha amenazado a usted? —preguntó el sargento.

Herzog esperaba, tenso, la respuesta de ella. Por otra parte, no debía temer pues ella había de ser prudente por la pensión que le pasaba, y Madeleine era una mujer de mucho sentido práctico, muy astuta. Pero la violencia de su odio era como para temer que lo echase todo a rodar.

—No, a mí directamente no. No le he visto desde octubre.

—Si a usted no, ¿a quién?

Estaba claro que Madeleine se proponía debilitar la posición de Moses. Sabía muy bien que sus relaciones íntimas con Gersbach podían permitirle a su exmarido llevarla ante los tribunales para quitarle la custodia de la niña. Pero se proponía audazmente sacar el mayor partido posible de la debilidad de él, de su idiotez.

—Su psiquiatra creyó oportuno advertirme.

—¿Que creyó oportuno advertirte? ¿De qué? —exclamó Herzog, indignado.

Ella seguía dirigiéndose sólo al sargento:

—Me dijo que estaba preocupado. Si quiere usted hablar con él, es el doctor Edvig. Consideró necesario advertirme…

—¡Edvig es un cerdo! ¡Es un insensato!

Madeleine estaba muy colorada; tenía la garganta como hinchada y de un color cuarzo rosa, curioso matiz que daba a sus ojos un tono especial. ¡Herzog sabía muy bien lo que eso significaba en ella: la felicidad! ¡Sí!, pensó Herzog, Madeleine lo estaba pasando bárbaramente. Le sacaba al error todo el partido posible.

—¿Reconoce usted este arma? —le preguntó el sargento a ella mientras daba delicadamente vueltas a la pistola en la palma de su mano, como si tuviera en ella un pez vivo, una perca, por ejemplo.

La radiante mirada de Madeleine se posó con deleite en el arma. El placer que reflejaba su expresión era más intenso que el de sus momentos de gozo sexual.

—Es de él, ¿verdad? —preguntó—. ¿Y también las balas? —Su mirada revelaba un verdadero gozo íntimo. En seguida apretó los labios.

—Tenía encima esta arma. ¿La conoce usted?

—No, pero no me sorprende que la llevase.

Moses miraba ahora a June. Ésta tenía otra vez la carita muy seria y fruncía el entrecejo.

—¿No ha presentado usted alguna denuncia contra este Herzog?

—No —dijo Mady—, no he llegado a hacerlo. —Respiró hondamente. Moses sabía qué significaba aquello. Madeleine se preparaba para lanzarse de cabeza a algo.

—Sargento —intervino Herzog—. Ya le dije a usted que no había ninguna denuncia presentada. Pregúntele a ella si le ha faltado alguna vez el cheque que he de darle todos los meses.

Madeleine dijo:

—He dado su fotografía a la policía de Hyde Park.

Moses, para advertirle que estaba llevando aquello demasiado lejos, exclamó:

—¡Madeleine!

—Cállese, Moses —le ordenó el sargento—. Y ¿para qué hizo usted eso, señora?

—Por si él rondaba la casa. Para tomar precauciones.

Herzog movió la cabeza, en parte para sí mismo. Hoy había cometido la clase de error que pertenecía a una época anterior. Aunque, desde luego, ya no solía caer en semejantes tonterías. Pero tenía que pagar por lo anterior. ¿Cuándo te harás, de una vez, un hombre sensato?, se preguntó, ¿cuándo llegará ese día?

—¿Acaso ha estado alguna vez fisgoneando alrededor de su casa, señora?

—Nunca se le ha visto por allí, pero estoy segura de que ha estado espiándome. Es muy celoso y arma muchos líos. Tiene un temperamento terrible.

—Pero ¿nunca ha firmado usted una queja contra él?

—No, pero confío en que se me protegerá contra cualquier clase de violencia.

Madeleine hablaba con voz aguda y seca, y Herzog observó cómo la miraba el sargento mientras ella hablaba como si por fin empezase a descubrir en aquella mujer su característica altanería. El hombre cogió de la mesa sus lentes de cristales en forma de tabletas. Luego dijo, con calma:

—Señora, no habrá ninguna clase de violencia.

Sí, pensó Herzog, el sargento está empezando a darse cuenta de la mujer que tiene delante. Entonces, intervino:

—Nunca he pensado utilizar esa pistola más que como pisapapeles.

Entonces, por primera vez, se dirigió Madeleine a Herzog señalando con un rígido índice las dos balas que estaban sobre la mesa:

—Una de ésas era para mí. ¡No lo niegues!

—¿Eso crees? No sé de dónde sacas semejante idea. Y ¿para quién era la otra bala?

Herzog había dicho esto con toda frialdad, en tono de gran calma. Estaba haciendo todo lo posible para sacar a la superficie la auténtica Madeleine, la Madeleine que él conocía. Ella empalideció al oír aquello y se le empezó a mover la nariz un poco. Empezaba a comprender que debía dominar la ferocidad de su mirada y su tic nervioso de la nariz. Poco a poco se le fueron empequeñeciendo los ojos y se fue acentuando su palidez. Él creía interpretar estos signos. Sencillamente, expresaban el intenso deseo de que él muriese. Sencillamente eso. Aquello era infinitamente más que un vulgar odio. Era un consciente voto por su no-existencia, pensó Herzog, y se preguntó si el sargento sería capaz de comprender esto.

—Bueno, ¿para quién crees que sería ese imaginario tiro?

Ella seguía callada y con el mismo aspecto.

—Señora —dijo el sargento—, por hoy ya hemos concluido. Puede usted marcharse y llevarse a la niña.

—Adiós, June —dijo Moses—. Ahora te vas a casa. Papá te verá pronto. Dame un besito en la mejilla. —Sintió los labios de su hija. Por encima de un hombro de su madre, que la llevaba en brazos, tocó a su padre, y él le dijo—: Dios te bendiga —y añadió, mientras Madeleine se la llevaba—: Volveré.

—Ahora voy a acabar con usted, Moses.

—¿Tengo que pagar la fianza? ¿Cuánto?

—Trescientos dólares. Pero dinero americano, no esta broma.

—Quisiera que me dejase usted telefonear.

Mientras el sargento le indicaba que cogiera de la mesa una de sus propias monedas, Moses pudo observar qué expresiva cara policíaca tenía aquel hombre. Quizá tuviese sangre india —puede que Cherokee u Osage— y un antepasado irlandés o quizá dos. La piel dorada y oscura de aquel viejo tenía profundas arrugas descendentes; su nariz austera y sus labios prominentes le daban un aire impasible, y en la cabeza unos abundantes ricillos canosos, muy pequeñitos, le daban un aire de dignidad. Sus rugosos dedos señalaron a la cabina telefónica.

Herzog, cansado, como vaciado de toda su personalidad, marcó el número de su hermano. Estaba agotado, pero no vencido. Por alguna razón, estaba convencido de haber obrado bien. Desde luego, se había metido en un lío y su hermano Will tendría que sacarlo de allí pagando la fianza. Sin embargo, no se sentía en absoluto vencido sino, por el contrario, como si se hubiera liberado de algo. Quizás estuviese demasiado cansado para desesperarse. Los melancólicos excesos de la fatiga, le daban una ligereza de corazón temporal, y en el fondo estaba casi alegre.

—¡Diga!

—¿Está en casa Will Herzog?

Se reconocieron mutuamente la voz.

—¡Mose! —dijo Will.

Herzog no pudo evitar que la voz de su hermano le emocionase. Sus más hondos sentimientos salieron de nuevo a la superficie al oír el antiguo tono, el nombre familiarmente acortado. Quería a Will, a Helen, incluso a Shura, aunque los millones de éste le hubiesen alejado. Moses rompió a sudar por el cuello en cuanto se encerró en la cabina.

—¿Dónde has estado, Mose? La vieja llamó anoche. Me dijo que habías ido a verla. Luego, no pude dormir. ¿Dónde estás?

—Elya —dijo Herzog empleando el nombre familiar de su hermano—, no te preocupes. No he hecho nada serio, pero estoy en la Comisaría núm. 11.

—¿Te han detenido?

—No ha sido más que un accidente de tráfico sin importancia. Pero me retienen aquí hasta que pague trescientos dólares de fianza y no traigo dinero.

—Por amor de Dios, Mose. Nadie te ha visto desde el verano pasado. Estábamos preocupadísimos. En seguida estoy ahí.

Esperó en la celda donde lo metieron con otros dos detenidos. Uno estaba borracho y dormía; tenía la ropa toda manchada. El otro era un muchacho negro que aún no tenía barba. Vestía un traje de color chillón y unos vistosos zapatos de caimán. Al entrar, Herzog dijo «hola» pero el chico prefirió no responder. Estaba hundido en su desgracia y desvió la mirada. A Moses le dio lástima. Se apoyó en los barrotes, esperando. Le bastaba apoyar la mejilla sobre las barras para darse cuenta de que se hallaba en el «lado malo» de ellas. Y allí estaban la taza del water, el camastro de metal y las moscas en el techo. Herzog pensó que aquella no era la esfera de sus pecados. Simplemente, pasaba por allí mientras seguía en las calles la sociedad americana con la que él solía vivir. Sentóse tranquilamente en el camastro. Pensó que, desde luego, se marcharía de Chicago inmediatamente y sólo regresaría cuando estuviese en condiciones de beneficiar a June, de servirle realmente para algo bueno en su vida. Ya no atisbaría más por las ventanas, ya no haría más estupideces como aquella noche ni más penosos encuentros como aquel último con Madeleine. El bullicio que llegaba de las celdas y corredores, los malos olores, la angustia de las caras de los detenidos, aquellos tipos, como este borracho dormido y con los pantalones empapados de orines.

Sentado lo más cómodamente que le permitía el dolor de sus costados, Herzog incluso tuvo ganas de reanudar sus apuntes. No eran muy coherentes ni lógicos pero le fluían con naturalidad. En realidad, siempre trabajaba así Moses E. Herzog y ahora escribía apoyándose en las rodillas, con viva impaciencia: Querido Edvig, anotó rápidamente, me dio usted una valiosa información al explicarme que las neurosis se gradúan por la incapacidad para tolerar las situaciones ambiguas. Acabo de leer, en los ojos de Madeleine, cierto veredicto: «Los cobardes no tienen derecho a la vida». Su trastorno es la superclaridad. Permítame usted sostener que sirvo ahora mucho más para las ambigüedades. Sin embargo, ahora puedo decir que me he librado de la principal ambigüedad que afecta a los intelectuales: y es que los individuos civilizados odian a esa civilización que hace posible sus vidas. Lo que les atrae es una imaginaria situación humana inventada por su propio genio y que para ellos es la única realidad humana verdadera. ¡Qué extraño! Pero la parte de toda sociedad mejor considerada y más inteligente suele ser precisamente la más desgraciada. Sin embargo, su función social es la ingratitud. ¡Y ahí tiene usted una ambigüedad…! Querida Ramona, te debo muchísimo. Me doy plena cuenta de ello. Aunque quizá no regrese inmediatamente a Nueva York, me propongo mantener el contacto contigo. ¡Dios mío! ¡Misericordia! ¡Dios mío…! «Rachaim olenu… Melek Maimis…». ¡Oh, tú, Rey de la Muerte y de la Vida!

***

Cuando salían de la Comisaría de policía, su hermano comentó:

—Lo curioso es que no pareces demasiado trastornado por todo eso que te pasó.

—No, Will, no lo estoy.

Por encima de ellos y de la cálida oscuridad de la tarde, surcaban el cielo las largas estelas doradas de los reactores; y la confusión de las luces, al norte de la Calle 12.a, subía y bajaba formando una masa pálida que parecía cerrar la calle.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Will.

—Muy bien —dijo Herzog—. ¿Qué aspecto tengo?

Su hermano dijo discretamente:

—No te vendría mal un poco de descanso. ¿Por qué no nos paramos para que te vea mi médico?

—No creo que sea necesario. Esta heridita de la cabeza me dejó de sangrar casi en seguida.

—Pero he notado que no has dejado de llevarte la mano al costado. Veo que te sigue doliendo. No seas loco, Mose.

Will era un hombre serio, que quería mucho a su hermano pero no alardeaba de ello, un hombre agudo y tranquilo, más bajo que él. Tenía más cabello y más negro que Moses. En una familia de seres apasionadamente expresivos, como Herzog padre y la tía Zipporah, Will contrastaba por su estilo más tranquilo, observador y reticente.

—¿Cómo sigue la familia, Will? ¿Y tus hijos?

—Estupendamente… Y tú, ¿cómo te ha ido?

—No juzgues por las apariencias, hermano. Me encuentro muy bien, créeme. ¿Recuerdas cuando nos perdimos en el lago Wandawegs? ¿Te acuerdas de cómo íbamos chapoteando y hundiéndonos en el fango, cortándonos los pies con aquellas cañas? Aquello sí que era peligroso. Pero lo mío de ahora no tiene importancia.

—¿Qué andabas haciendo con la pistola?

—Sabes muy bien que soy tan poco capaz de disparar contra alguien como lo era papá. Tú te llevaste la cadena del reloj, ¿no? Recordé que en el buró guardaba aquellos rublos y, de camino, cogí también el revólver. Eso es todo. Comprendo que no debí guardármelo. Fue una imprudencia y, por lo menos, debía haberle quitado las balas. Fue uno de esos impulsos tontos. En fin, más vale olvidarlo.

—Muy bien —dijo Will—, no quiero echarte eso en cara. No se trata de eso.

—Sí, ya sé a qué te refieres, Will. —Herzog tuvo que bajar la vista para controlarse mejor—. Estás preocupado por mí. Yo también te quiero.

—Sí, Mose, lo sé.

—No me he portado muy sensatamente. Comprendo que, desde tu punto de vista… Bueno, desde el punto de vista de cualquier persona sensata… Te llevé al despacho a Madeleine para que la vieras antes de casarme con ella. Comprendí que no te pareció bien. Pero te aseguro que yo tampoco creía que debía hacerla mi mujer. Y lo más notable es que a ella tampoco le parecía yo bien para marido.

—¿Entonces por qué os casasteis?

—Dios ata toda clase de cabos sueltos. ¿Quién sabe por qué? Dios no se preocupó por mi bienestar ni por mi valioso ego. Luego, gasté todo mi dinero en la casa de Ludeyville. Fue una locura.

—Eso, quizá no. Es una finca, al fin y al cabo. ¿Has intentado venderla? —Will tenía gran fe en los bienes inmuebles.

—¿A quién se la iba a vender? ¿Cómo me las iba a arreglar?

—Que la ofrezca un agente. Quizá vaya yo por allí y le eche un vistazo.

—Te lo agradeceré mucho, hermano —dijo Herzog—. Aunque creo que ningún comprador en sus cabales querrá ni tocarla.

—Entonces, Mose, déjame que llame al doctor Ramsberg para que te vea. Luego vienes a casa y cenas con nosotros. Será una alegría para todos nosotros.

—¿Cuándo podrás venir a Ludeyville?

—Tengo que ir a Boston la semana que viene. Luego, Muriel y yo vamos a hacer un viaje al Cabo.

—Pues podéis pasar por Ludeyville. Cae cerca del Turnpike. Me haréis un gran favor viniendo. Tengo que vender la casa.

—Cena con nosotros y hablaremos de todo.

—Will… no. No estoy preparado. Mírame. Estoy hecho un asco y les haré a todos en tu casa una pésima impresión. Les haré el efecto de un sucio corderito perdido. —Se rió—. No, Will, ya iré otro día, cuando me encuentre normal. Ahora parece como si acabara de llegar de trabajar en el campo. O como un sucio emigrante antes de haberse podido lavar. Lo mismo que nosotros cuando llegamos del Canadá a la vieja Estación de Baltimore y Ohio. ¿Te acuerdas, en el Michigan Central? Dios mío, ¡qué asquerosos íbamos!

William no compartía la afición de su hermano a los recuerdos de la infancia. Era ingeniero, contratista y constructor; una persona equilibrada y razonable, un hombre sensato al que apenaba ver a su hermano en tal estado. Tenía la cara acalorada e inquieta. Se sacó un pañuelo de un bolsillo de su bien cortado traje y se lo pasó por la frente, las mejillas, bajo sus grandes ojos característicos de los Herzog.

—Lo siento, Elya —dijo Moses, más tranquilo.

—Hombre…

—Déjame que me tranquilice un poco. Ya te veo preocupado por mí. Créeme que lamento alterarte, pero te aseguro que en realidad me encuentro muy bien.

—¿De verdad? —dijo Will mirando a su hermano con pena.

—Sí; puedes creerlo. Lo que pasa es que me ves en circunstancias muy desfavorables. Estoy sucio, con aire de atontado, acabado de salir bajo fianza… Pero todo será muy diferente en el Este la semana que viene. Te veré en Boston, si quieres. En cuanto me reponga un poco. Ahora, nada puedes hacer por mí… más que tratarme como a un niño. Y eso no está bien.

—Escucha, hermano —dijo Will—, no te estoy juzgando. No tienes que venir a casa conmigo, si eso te violenta. Aunque allí estarás siempre como en tu casa, en familia. De todos modos, ahí tengo el auto —y señaló su coche, que había dejado al otro lado de la calle. Era un Cadillac azul oscuro—. Lo que sí quiero es que vengas conmigo al médico. Quiero tener la tranquilidad de que no te ha pasado nada en el accidente. Luego puedes hacer lo que te parezca mejor.

—Muy bien; de acuerdo. Pero estoy seguro de que no me ha pasado nada.

De todos modos, no se sorprendió mucho cuando el médico le dijo que tenía una costilla rota.

—No ha afectado al pulmón —dijo el doctor—. Bastará que se quede usted seis semanas, o cosa así, con esparadrapo. En la cabeza necesita usted un par de puntos. No tiene usted más desperfectos, amigo. Y nada de ejercicios violentos en una temporada. Nada de levantar pesos, de manejar el hacha, o cosas así. Ya me ha dicho Will que es usted hombre de campo. ¿Tiene usted una finca en los Berkshires?

El médico, que tenía el cabello canoso echado hacia atrás y una mirada aguda, apretaba los labios para no sonreír.

—La finca está en malas condiciones. A muchas millas de la sinagoga más próxima —dijo Herzog.

—¡Vaya, veo que su hermano es un bromista! —exclamó el doctor Ramsberg. Will sonrió levemente. Al estilo de Herzog padre, el médico estaba cruzado de brazos y echaba todo el peso del cuerpo sobre un solo pie. Tenía la elegancia natural del viejo pero no sus excentricidades. No tenía tiempo suficiente para permitírselas, pensó Herzog, pues su trabajo se lo impedía. Las lámparas redondas y pequeñas de la habitación parecían girar. Y a Herzog le parecía estar girando con ellas mientras el médico le ponía los esparadrapos muy firmes sobre su pecho.

—Creo que a mi hermano le vendría bien un buen descanso —dijo Will—. ¿No le parece a usted, doctor?

—Sí, es verdad, parece estar muy agotado.

—Voy a pasarme una semana en Ludeyville —dijo Moses.

—Lo que usted necesita —dijo el médico— es meterse en la cama. Un reposo completo.

—Sí, sé que produzco mala impresión, pero en realidad reaccionaré en seguida.

—Sin embargo —intervino el hermano de Moses—, me preocupas.

Un bruto cariñoso. Un hombre sutil, mimado y cariñoso. Eso era Herzog. ¿Para qué sirve en este mundo? Su gran anhelo es servir. Pero ¿dónde lo necesitan? Que le enseñen el camino para que pueda hacer su sacrificio a la verdad, al orden, a la paz. ¡Qué misteriosa criatura este Herzog! Extrañamente adornado con olorosos esparadrapos, dejaba que su hermano Will le ayudara a ponerse la camisa.