En el taxi, cruzando las calles calientes con edificios atestados, construidos con ladrillo y piedra oscura, Herzog, cogido a la correa colgante, tenía sus grandes ojos fijos en las vistas de Nueva York que desfilaban ante ellos. Las formas cuadradas eran vívidas, no inertes, y le daban la sensación de un movimiento fatal, casi íntimo. En cierto modo, sentíase formando parte de todo ello —las habitaciones vistas por las ventanas abiertas, las tiendas, los sótanos adivinados— y al mismo tiempo se daba cuenta del peligro que implicaban estas múltiples excitaciones. Pero aquello acabaría bien cuando pasara este exceso de estímulo. Tenía que calmar sus nervios galopantes, apagar su fuego interior. Anhelaba llegar al Atlántico: la arena, el sabor salobre, la terapia del agua fría. Sabía que después de bañarse en el mar pensaría mejor y más claro. Su madre creía en la buena influencia de los baños. Pero había muerto tan joven. Él no podía permitirse morir todavía. Sus hijos lo necesitaban. Tenía el deber de vivir. Estar sano, vivir, y ocuparse de los chicos. Por eso escapaba ahora de la ciudad recalentada. Escapaba de todas las cargas, de todas las cuestiones prácticas, y también de Ramona. A veces necesitaba uno esconderse en algún rincón lejano, como un animal. Aunque ignoraba qué le esperaba, aparte del tren que le impondría el reposo (no se puede correr en un tren) a través de Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, hasta Woods Hole, su razonamiento era sensato. Las playas sientan bien a los locos con tal de que no estén demasiado locos. Él se hallaba en el punto medio. En la maleta que tenía bajo sus pies llevaba las alegres prendas que había comprado. Y ¿dónde estaba el sombrero de paja con la cinta rojiblanca? Lo llevaba puesto.

Pero, en seguida, mientras el asiento del taxi se calentaba con el sol, se dio cuenta de que su irritado espíritu funcionaba de nuevo y que iba a escribir nuevas cartas. Querido Smithers, comenzó. El otro día, almorzando —esos almuerzos burocráticos me horrorizan, se me paraliza el trasero y la sangre se me llena de adrenalina; ¡este corazón mío! Por más que trato de guardar la compostura, se me paraliza la cara de puro aburrimiento, mi fantasía salpica de sopa y de salsa a todos los comensales, y siento ganas de chillar o desmayarme—, nos pidieron que sugiriésemos ideas para nuevos cursos de conferencias y yo dije qué tal resultaría una serie de ellas sobre el matrimonio. Lo mismo podía haber dicho «sobre las pasas o las grosellas». Smithers ha tenido mucha suerte con lo que le ha correspondido. Se parece a Thomas E. Dewey. El mismo hueco entre los dientes delanteros, y los bigotes bien dibujados. Escucha, Smithers, tengo una buena idea para un nuevo curso. Vosotros, los hombres organizadores, tenéis que depender de gente como yo. Los que acuden a las clases nocturnas sólo buscan, ostensiblemente, la cultura. Su gran necesidad, su hambre espiritual, es de sentido común, de claridad, de verdad, aunque sólo sea un átomo de todo esto. La gente se muere —y no es metáfora— de la falta de algo real que llevarse a casa cuando termina la jornada. Sólo tienes que pensar en lo dispuestos que están a aceptar el mayor disparate. ¡Oh, Smithers, mi patilludo compañero! ¡Qué responsabilidad ha caído sobre nosotros en este vasto país nuestro! Piensa en lo que América podría significar para el mundo. Y luego mira lo que realmente representa. ¡Qué generaciones podría haber producido! Pero fíjate en nosotros… En ti, en mí… Lee el periódico si puedes resistirlo.

Pero el taxi pasó toda la calle 30a, y había en la esquina un estanco en el que Herzog había entrado hacía un año a comprar un cartón de Virginia Rounds para su suegra, Tennie, que vivía una manzana más allá. Recordó que debía entrar en una cabina telefónica para decirle que se marchaba. Estaba oscuro en la cabina. Querida Tennie. Quizá podamos charlar cuando vuelva de la playa. El mensaje que me mandaste por el abogado Simkin diciéndome que no comprendías por qué no iba ya a visitarte, es, por no decir más, un poco desconcertante. Es que tu vida ha sido dura. No tienes marido. Tennie y Pontritter estaban divorciados. El viejo empresario vivía en la calle 57a, donde tenía una escuela para actores, y Tennie ocupaba dos habitaciones en la 31a, que parecían un escenario y estaban llenas de recuerdos de los triunfos de su exesposo. Todos los carteles estaban dominados por su nombre:

PONTRITTER

DIRIGE OBRAS DE EUGENE O’NEILL Y CHEJOV

Aunque ya no eran marido y mujer, mantenían sus relaciones. Pontritter sacaba a Tennie de paseo en su Thunderbird. Asistían a los estrenos e iban a cenar juntos. Ella, mujer menuda de cincuenta y cinco años, era algo más alta que Pon. Pero él era de aspecto fuerte y dominante, y en su rostro moreno había una cierta fuerza e inteligencia. Le gustaban los trajes españoles y la última vez que lo vio Herzog llevaba unos pantalones de torero y alpargatas. En su tostada calva había aún unos ásperos pelos blancos aislados. Madeleine había heredado sus ojos.

Sin marido. Sin hija, escribió Herzog. Y empezó de nuevo: Querida Tennie. Fui a ver a Simkin para cierto asunto y me dijo: «Su suegra se siente herida en sus sentimientos».

Simkin, sentado en su despacho, ocupaba una enorme silla Sykes bajo enormes filas de libros jurídicos. Todo hombre nace para ser huérfano y para dejar huérfanos después de su muerte, pero de todos modos es un gran consuelo poderse sentar en una silla como aquella si se lo puede uno permitir. Simkin no estaba propiamente sentado allí, sino tumbado. Con su voluminoso trasero y sus pequeños muslos, la peluda y agresiva cabeza y las manos pequeñas y tímidas sujetándose la barriga, le habló a Herzog en un tono apagado y casi avergonzado. Le llamó «profesor», pero no en broma. Aunque Simkin era un abogado muy listo y muy rico, respetaba a Herzog. Sentía una debilidad por la gente de confuso talento, por las personas de impulsos morales como Moses. No tenía remedio. Era muy probable que viese en Moses un hombre aniñado y quejicoso que se esforzaba por mantener su dignidad. Se fijó en el libro que apoyaba Herzog en sus rodillas, ya que siempre llevaba un libro para leer en el metro o en el autobús. ¿De qué trataría el de aquel día? ¿De Simmel o de la religión? ¿De Teilhard de Chardin? ¿O acaso de Whitehead? Llevaba muchos años sin poder concentrarse verdaderamente. Sin embargo, allí estaba Simkin, bajo pero fornido, con sus cejas hirsutas enmarcándole los ojos, que le miraba con atención. La voz de éste era débil en la conversación, como apagada, pero cuando atendió la señal de su secretaria y puso en marcha el intercom, subió de volumen repentinamente. Dijo con voz alta y seria: —¿Diga?

—Le llama a usted el señor Dienstag.

—¿Quién? ¿Ese tío tonto? Estoy esperando esa prueba. Dígale que el demandante le dará una patada en el culo si no se la proporciona. ¡Más le valdrá traerla esta misma tarde! —Amplificado por el aparato, el tono de su voz resultaba oceánico. Luego cortó y dijo, con la suavidad de antes, a Moses—: ¡Ve, ve!, estos divorcios me tienen harto. ¡Qué situación! Cada vez se corrompen más estos asuntos. Hace diez años me creía capaz de hacerles frente a todos estos líos; me creía lo bastante mundano para llevarlos bien. Me las daba de realista y de cínico. Pero estaba equivocado. Son demasiados líos para mí. Este cretino del pedicuro, ¡qué ocurrencia casarse con ese demonio de mujer! Primero dijo ella que no quería hijos, luego los quiso tener y, en seguida, se volvió atrás. Y después, otra vez conque deseaba tener hijos. Al final, le tiró a la cara al marido el preservativo. Luego, fue al Banco y sacó treinta de los grandes del dinero que tenían en la cuenta indistinta del matrimonio. Acusó a su marido de haberla querido empujar ante un coche. Se peleó con su madre por un anillo, unas pieles, un pollo… Sabe Dios por cuántas cosas. Y al final, el marido le encontró unas cartas de otro tipo. —Simkin se frotó su astuta e imponente cabeza con sus manos pequeñas. Luego, enseñó sus dientes pequeños y regulares, duros como el hierro, como si fuese a sonreír, pero ese gesto sólo era preliminar para el suspiro que siguió de compasión por sí mismo. Y dijo—: Quiero que sepa usted, profesor, que Tennie se siente ofendida con el silencio de usted.

—Ya lo supongo. Pero aún no puedo decidirme a ir a verla.

—Es una mujer muy simpática. Pero ¡qué familia del demonio! Tennie me ha advertido que la avise cuando hable con usted.

—Ya.

—Tennie es muy buena persona…

Lo sé. Me hizo una bufanda de punto. Tardó un año. La recibí por correo hace un mes. Tengo que darle las gracias.

—Sí, buena idea. Ella no es enemiga suya.

Herzog estaba seguro de que Simkin le tenía aprecio. Pero como quiera que un hombre práctico y realista como Simkin tenía que practicar, siempre daba muestras de un poco de malicia para mantenerse en forma. Un tipo como Moses E. Herzog, un hombre mentalmente ambicioso pero nada práctico, y bastante arrogante, un individuo muy poca cosa al que le habían quitado la mujer en circunstancias muy divertidas (mucho más divertidas que en el caso del pedicuro, que parecía escandalizar a Simkin), este hombre resultaba irresistible para un Simkin, a quien le gustaba compadecer a la gente y, a la vez, burlarse de ella. Era un realista como Himmelstein. Hay muchos así y, por lo visto, yo los saco a la superficie. Pero lo que me revienta es su crueldad, no su realismo. Desde luego, Simkin estaba al tanto de todo lo referente al asunto de Madeleine y Gersbach, y lo que no supiera, se lo contarían sus amigos Pontritter y Tennie.

Tennie había llevado una vida bohemia durante treinta y cinco años, siempre detrás de su marido como si se hubiera casado con un tendero y no con un genio teatral. Y aún ahora, seguía siendo una mujer que actuaba como una hermana mayor muy cariñosa; y tenía largas piernas. Pero las piernas se le estropearon y el cabello teñido se le puso áspero y feo. Llevaba unas gafas en forma de mariposa y joyas «abstractas».

¿Y si fuera a verte?, se preguntó Herzog. Me sentaría en tu salita portándome como un buen chico y te soltaría todo lo malo que me ha hecho tu hija. Las mismas maldades que te ha hecho a ti Pontritter, y que le has perdonado. Le lleva toda la contabilidad, guarda sus discos y le lava los calcetines. La última vez que estuve allí, vi puestos a secar los calcetines sobre el radiador, en el cuarto de baño. Y me estuvo contando lo feliz que era ahora que estaba divorciada, libre para hacer todo lo que quería y desarrollar su personalidad. Lo siento por ti, Tennie.

Pero esa dominantona hija tuya, fue a tu piso con Valentín y te envió al parque zoológico con tu nietecita mientras ellos se revolcaban en la cama, en tu cama. Él con su cabello rojizo, revuelto, y ella, debajo, con sus ojos azules. ¿Y qué se supone que debo yo hacer ahora: ir a verte y hablar contigo de comedias y restaurantes? Tennie le hablaría de aquel sitio griego en la Décima Avenida. Ya le había hablado de él media docena de veces. «Un amigo (el propio Pontritter, su exmarido, aunque no lo nombrase) me llevó a comer al Marathon. Era algo completamente distinto. Ya sabes que los griegos preparan la carne muy bien, con especias muy ricas. Los griegos se dan muy buena vida. Es una cosa digna de verse esos hombres tan gordos quitándose los zapatos y poniéndose a bailar delante de todo el mundo». Tennie hablaba con una dulzura juvenil y afectuosamente, pues en el fondo le tenía una oscura afición. Sus dientes eran como los nuevos que le salen a un niño de siete años.

Sí, sí, se dijo Herzog. Tennie está en peor situación que yo. Divorciada a los cincuenta y cinco años, con ganas aún de enseñar las piernas, sin darse cuenta de que ya no las tiene como antes. Y diabética. Además, la menopausia. Para colmo, su hija la maneja a su antojo. Si, como medio defensivo, Tennie da muestras de un poquito de maldad de vez en cuando, de hipocresía y de astucia, ¿cómo puede uno reprochárselo? Por ejemplo, nos dio aquellos cubiertos de plata mexicana, o nos los prestó, pues a veces era un préstamo y, otras, un regalo de boda. Lo cierto es que ahora los reclama. Por eso mandó el recado, por medio de Simkin, sobre sus sentimientos heridos. Quería recuperar la plata. Si la gente se divorcia, allá ellos, pero ella no quiere perder su plata. No es que sea una cínica. Desea seguir manteniendo las relaciones afectuosas pero no quiere perder la plata. No es que sea una cínica, no. Tenemos aún la vajilla en el sótano de Pittsburg. Demasiado pesada para llevársela a Chicago. La devolveré, por supuesto. Nunca sé conservar las cosas de valor, la plata y el oro. Para mí, el dinero no es un medio. Pasa a través de mí. Soy yo el medio a través del cual circula el dinero: los impuestos, los seguros, el mantenimiento de los niños, los alquileres, lo que pago a los abogados… Todas estas estupideces tan dignas que hacemos, cuestan mucho dinero. Si me casara con Ramona, quizá viviera mejor.

El taxi estaba detenido por los camiones en el barrio de la ropa hecha. Los aparatos eléctricos hacían temblar toda la calle. Era como si estuviesen rasgando las telas, no cosiéndolas. La calle estaba como sumergida en esas oleadas de ruidos de motores. Por ella empujaba un negro un carro cargado con prendas de señora. Tenía una hermosa barba y tocaba una trompeta de juguete. Pero no se le podía oír.

El taxi se puso en marcha de nuevo pues el tráfico se había reanudado. «Por amor de Dios —dijo el taxista—, a ver si nos dejan de una vez». Dieron la vuelta en Park Avenue y Herzog agarró la rota manecilla de la portezuela. Pero no se abría. Mejor; si se hubiera abierto habría dejado entrar el polvo de los edificios que estaban echando abajo o construyendo. La Avenida estaba llena de camiones cargados de cemento y arena húmeda como polvo gris. Se oía un tremendo estruendo de volquetes y ruidos varios abajo; y arriba, el acero estructural, que subía interminablemente hacia la zona más fría y más delicadamente azul. Salían rayos anaranjados, como pajas de color, de las inmensas grúas. Pero abajo, en la calle, donde los autobuses vomitaban sus venenosos gases baratos y los automóviles se apretaban unos contra otros, no se podía respirar con tanto polvo y humazo, y el estruendo de la maquinaria… ¡Horrible! Herzog ansió hallarse en la playa, donde pudiera respirar. Debiera haber tomado el avión. Pero el último invierno se quedó harto de aviación, sobre todo de la línea polaca. Los aparatos eran viejos. Partió del aeropuerto de Varsovia en el asiento delantero de un viejo bimotor LOT, sujetándose el sombrero y apretando los pies delante. No había cinturones en los asientos para abrochárselos al despegar y al aterrizar. Las alas estaban dentadas. Además, había baches en el aeródromo. Volaron por entre amenazadoras nubes sobre los blancos bosques polacos, los campos, las fábricas, los ríos y un terreno que formaba diagramas blancos y marrones.

Además, unas buenas vacaciones deben comenzar con un recorrido en tren, como cuando él era niño, en Montreal. Toda la familia tomaba el tranvía hasta la Grand Trunk Station, con una cesta (de una madera frágil y astillada) llena de peras demasiado maduras, una ganga comprada por Jonah Herzog en el mercado de la calle Rachel, una fruta ya a punto para las abejas, medio pasada pero maravillosamente fragante. Y, ya en el tren, sobre la verde y gastada cubierta de los asientos, Herzog padre pelaba la fruta con su cuchillo ruso que tenía perlas engarzadas en el mango. La pelaba con eficacia europea, girando el cuchillo con maestría. Mientras, la locomotora chillaba y los vagones decrépitos empezaban a moverse. El sol y las traviesas dividían geométricamente la porquería. En los muros de la fábrica crecía la maleza. De las fábricas de cerveza llegaba el olor a malta.

El tren cruzaba el San Lorenzo. Moses pisaba el pedal y por el manchado tubo del water veía la espuma del río. Luego, se asomaba a la ventanilla. Brillaba el agua del río, que rodeaba con sus curvas a las grandes rocas para producir luego grandes cantidades de espuma en las cataratas de Lachine. En la otra playa estaba Caughnawaga, donde vivían los indios en cabañas elevadas sobre soportes. Luego venían los quemados campos del verano. Las ventanillas iban abiertas. El eco del tren era devuelto por la paja como una voz que saliera a través de una barba. La locomotora esparcía humo y hollín sobre las encendidas flores y los peludos capullos de la maleza.

Pero esto había sido cuarenta años antes. Ahora el tren estaba preparado para las grandes velocidades y era un tubo segmentado de brillante acero. No había ya peras, ni Willie, ni Shura, ni Hellen, ni mamá. Al salir del taxi, pensó en que su madre habría humedecido su pañuelo con saliva y le habría limpiado la cara. Pero de nada servían estos recuerdos tiernos; y se dirigió hacia la Grand Central llevando puesto su llamativo sombrero de paja. Ahora pertenecía a la generación madura, y disponía de su vida para hacer algo con ella, si es que podía. Pero no había olvidado el olor de la saliva de su madre, en el pañuelo, aquella mañana de verano en la rechoncha estación canadiense, con su negro hierro y su latón sublime. Todos los niños tienen mejillas sucias y todas las madres emplean su saliva para limpiárselas tiernamente. Estas cosas, o importan o bien no importan en absoluto. Dependerá del universo, de lo que éste sea en determinadas épocas. Y esos recuerdos tan intensos, son probablemente síntomas de desorden mental. Para Herzog, pensar continuamente en la muerte era un pecado. Conducid vuestro carro y vuestro arado sobre los huesos de los muertos.

***

Entre las multitudes de la Gran Estación Central, Herzog, a pesar de todos sus esfuerzos por hacer lo que había de hacerse, no acababa de portarse como un ser racional. Sentía que todo resbalaba con el subterráneo ruido de las locomotoras, el arrastrar de pies y los pasillos con luces como gotas de grasa en un caldo amarillo y la intensa fragancia sofocante del Nueva York subterráneo. Se le humedeció el cuello, y el sudor le bajaba de las axilas por las costillas mientras compraba el billete. Luego compró un ejemplar del Times y estuvo a punto de comprar una barra del Cadbury’s Caramello, pero se negó a sí mismo esta satisfacción porque pensó en el dinero que había gastado en la ropa nueva, la cual no le sentaría ya bien si engordaba por tomar caramelos. Si engordaba, sería como conceder la victoria al otro bando, que le vería rezumando grasa, con anchas caderas, saliente barriga y una respiración entrecortada. Tampoco le gustaría entonces a Ramona, y lo que a ésta le agradaba, le importaba muchísimo a él. Pensaba en serio casarse con ella, a pesar de que ahora, cuando compraba el billete, parecía estarlo haciendo todo para huir de ella. Pero esto lo hacía precisamente pensando en lo que le convendría más a Ramona, pues no había que olvidar que él no estaba para agradar a una mujer tal como se encontraba ahora: febril, estropeado, irritado, y ninguna moneda de diez centavos. Tendría que cambiar y no quería comprar caramelos ni chicle. Luego se propuso ponerle un telegrama, pero en seguida comprendió que daría la impresión de un hombre débil si lo hacía.

En el cargado andén de la estación, abrió el voluminoso Times —con sus hilachas de papel en los bordes— después de haber dejado la maleta a sus pies. Las carretillas eléctricas, de ruido apagado, circulaban por los andenes con sacas de correo, y Herzog se entretuvo leyendo los titulares de las noticias con un notable esfuerzo. Era como un caldo hostil de tinta negra Carrera espacial. Kruschev en Berlín advierte: Comité rayos X galácticos Phoumas. Vio a unos veinte pasos el suave rostro blanco de una mujer de aspecto independiente que llevaba un brillante sombrero de paja negro que daba a su cabeza profundidad, y sus ojos, incluso en aquella semioscuridad tachonada de señales luminosas, le llegaban con una fuerza que él nunca habría sospechado. Aquellos ojos podían ser azules, o verdes, o quizá grises… nunca lo sabría. Pero eran ojos de bruja, de eso estaba seguro. Expresaban una especie de arrogancia femenina que ejerció un inmediato poder sexual sobre él. Volvió a experimentarlo en aquel mismo momento: un rostro redondo, la clara mirada de unos pálidos ojos de corza, y un par de orgullosas piernas.

Tengo que escribir a la tía Zelda, decidió repentinamente. No deben creer que pueden prescindir de mí así como así y tomarme el pelo. Dobló el voluminoso periódico y se apresuró a subir al tren. La muchacha de los ojos de corza estaba en el otro andén, de modo que ¡si te he visto no me acuerdo! Él había subido al coche que iba a New Haven, y la puerta rojiza se cerró tras él con su sistema neumático, rígida y silbante. Dentro del coche, el aire estaba acondicionado, muy fresco. Era el primer pasajero, de modo que tenía todos los asientos a su disposición.

Se sentó en una posición encogida, y apretó la maleta contra su pecho. Era su mesa-despacho de viaje y escribió rápidamente en el block de notas encuadernado con un fino alambre en espiral. Querida Zelda: Naturalmente, tienes que ser leal a tu sobrina. Yo no soy más que uno de fuera, aunque tú y Herman dijisteis que era uno de la familia. Sí, a mi edad, era yo lo bastante blando para que me afectasen estas debilidades familiares, pues me había merecido lo que tenía. Me halagaba el afecto de Herman, debido a sus anteriores relaciones con los bajos fondos. Me invadía un feliz orgullo de que me consideraran uno de ellos. Eso significaba que mi turbia vida intelectual, de pobre soldado de la cultura, no había estropeado mi simpatía humana. No importaba que hubiera escrito un libro sobre los románticos. Un político de la organización democrática del condado de Cook que conocía a la gente de los sindicatos, a los hombres importantes de la justicia y la policía, a la Cosa Nostra, y a todos los maleantes, me seguía considerando como un hombre tratable, heimish, y se complacía en llevarme a las carreras y a los partidos de hockey. Pero la verdad es que Herman es aún más marginal para el Sindicato que el pobre Herzog respecto al mundo práctico y los dos se encuentran muy a gusto en un agradable ambiente heimish y les encantan los baños y el té rusos y tomar luego pescado ahumado y arenques. Y mientras, tener en casa a las mujeres conspirando.

Mientras fui el buen esposo de Mady, era una persona deliciosa. De pronto, porque a Madeleine se le antojó buscar por ahí su satisfacción, me convertí en un lunático. Previnieron a la policía contra mí e incluso llegaron a hablar de encerrarme en algún sitio de ésos. Sé que mi amigo y abogado de Mady, Sandor Himmelstein, llamó al Dr. Edvig para preguntarle si creía que yo estaba lo bastante loco para que me encerraran en Manteno o en Elgin. Tú, Zelda, le hiciste caso a Madeleine en cuanto a mi estado mental y lo mismo la creyeron otros.

Pero ya sabías lo que mi mujer se proponía, sabías por qué se marchó de Ludeyville y fue a Chicago, donde quería encontrar una colocación para Valentín Gersbach, y sabías que tuve un trabajo tremendo para encontrarle un piso al matrimonio Gersbach e incluso busqué el colegio que le convenía al pequeño Efraim Gersbach. El sentimiento que la gente —las mujeres— experimentan por un esposo engañado, debe de ser muy profundo y primitivo y ahora sé que ayudaste a tu sobrina para que Herman me llevara al partido de hockey.

Herzog no estaba enfadado con Herman; no creía que formase parte de la conspiración. Los Blackhawks contra los Maple-Leafs. El tío Herman, suave, decente, listo, y siempre limpio, con loafers negros y slacks, sin cinturón, llevaba su alto sombrero como un casco de bombero y, sobre el bolsillo de pecho de la camisa, una gárgola pequeñita bordada. Los jugadores se mezclaban en el campo de juego como un enjambre de avispas, veloces, forrados, amarillos, negros, rojos, chocando, alejándose raudos, girando como locos sobre el hielo. Sobre la pista se adensaba el humo del tabaco como una nube explosiva, de pólvora. Por los altavoces, la dirección rogaba a los espectadores que no arrojasen a la pista monedas que obstaculizasen a los patines. Herzog, que tenía ojeras, trataba de relajarse en compañía de Herman. Incluso ganó una de las apuestas deportivas y le invitó a Fritzl’s para tomar tarta. Allí estaban todos los grandes apellidos de Chicago. Y ¿qué estaría pensando el tío Herman? Supongamos que también sabía que Madeleine y Gersbach estaban juntos. A pesar del frío que hacía por el aire acondicionado, en el interior del vagón de New Haven, Herzog notó que le caía el sudor por la cara.

En el pasado marzo, cuando volví de Europa, me puse mal de los nervios y llegué a Chicago para ver si le ponía remedio y arreglaba un poco mis asuntos. Me hallaba, realmente, en un estado de atontamiento. En parte, debía de ser por el tiempo, que andaba revuelto. En Italia, estaban en plena primavera. Las palmeras de Turquía. En Galilea, las anémonas rojas por entre las piedras. Pero en Chicago, en marzo, hacía muy mal tiempo. Me esperaba Gersbach, que, por entonces, era aún buen amigo mío y me miraba compasivamente. Llevaba un chaquetón impermeable y chanclos negros, una gran bufanda, y tenía en brazos a Junie. Me abrazó. June me besó en la cara. Fuimos a la sala de espera y saqué los juguetes y vestiditos que había comprado y una cartera florentina para Valentín, así como cuentas de ámbar polacas para Phoebe Gersbach. Como era ya tarde y June tenía que acostarse, y nevaba cada vez más, Gersbach me llevó al Motel Surf. Decía que no había podido encontrarme habitación en el Windermere, más cerca de la casa, a unos diez minutos andando. Por la mañana había caído una nevada de unos veinticinco centímetros. El lago estaba muy cargado y lo iluminaba la blancura de la nieve en un horizonte cercano de gris oscuro tormentoso. Telefoneé a Madeleine, pero me colgó; llamé a Gersbach, que no estaba ya en su despacho de la radio; y al Dr. Edvig, pero éste no podía recibirme hasta el día siguiente. Herzog no quiso ver a su propia familia: su hermana, su madrastra… Fue a visitar a la tía Zelda.

Aquel día no se encontraba ni un taxi. Fue en autobús, helado, porque se había cambiado de ropa y los chanclos tenían una suela muy fina. Los Umschands vivían en un nuevo suburbio, allá en el quinto pino, aún más allá, pasado el Parque de Palos, al borde de las Reservas Forestales. Había dejado de nevar cuando él llegó allí, pero el viento era cortante y caían de las ramas unos copos que se habían quedado en ellas. La escarcha bordeaba los escaparates de las tiendas. En una de éstas, Herzog, que no era bebedor, compró una botella de Guckenheimer. Era temprano, pero él tenía ya la sangre fría. Y cuando habló con la tía Zelda, el aliento le olía a whisky.

—Te calentaré café. Debes de estar helado —dijo Zelda.

En la cocina de cobre esmaltado, las formas blancas y redondeadas de Zelda se movían por todos lados. El refrigerador parecía tener corazón, y el círculo de llamas de color genciana calentaba el cacharro con el café. Zelda se había arreglado la cara; llevaba unos pantalones dorados y unas zapatillas con tacones de plástico, transparentes. Se sentaron. Mirando a través de la mesa de cristal, Herzog pudo ver que la tía Zelda tenía las manos apretadas entre las rodillas. Era rubia pero sus pestañas eran más oscuras y cálidas, con una gruesa línea azul dibujada con un lápiz cosmético. Moses tomó al principio la mirada baja de ella como señal de acuerdo o simpatía; pero se dio cuenta de lo equivocado que estaba cuando le observó la nariz. En ésta se notaba la desconfianza. Por su manera de moverla comprendió que rechazaba cuanto él decía. Pero sabía muy bien que Zelda era una mujer descentrada; peor aún, temporalmente trastornada. Procuró reaccionar de su impresión. Mal abotonado, sin afeitar y con los ojos enrojecidos, tenía mal aspecto. Casi indecente. Le estaba contando a Zelda lo de su mujer pero enfocándolo exclusivamente desde su punto de vista.

—Sé que te ha puesto contra mí. Sí, Zelda, te ha envenenado el juicio.

—No, la verdad es que ella te respeta. Dejó de quererte, eso es todo. Ya se sabe: las mujeres se enamoran y luego dejan de estarlo.

—¿Amor? ¿Crees que Madeleine ha estado alguna vez enamorada de mí? Sabes muy bien que todo eso de los enamoramientos son historias burguesas.

—Estaba loca por ti. Sé muy bien que antes te adoraba, Moses.

—¡No, no! No me hagas ahora creer en semejante disparate. Sabes que no es verdad. Madeleine está enferma. Es una mujer que necesita cuidarse y por eso la cuidé yo.

—Reconozco que la has atendido bien —dijo Zelda—. Lo que es verdad, es verdad. Pero qué enfermedad…

—¡Ah! —dijo Herzog con dureza—. Veo que quieres poner los puntos sobre las íes.

Vio en esto la influencia de Madeleine, que siempre estaba hablando de la verdad. No podía soportar una mentira, suya o de los demás. Nada podía sacar de quicio a Madeleine mejor que una mentira. Y ahora veía que Zelda la imitaba; Zelda, con el cabello teñido y las líneas púrpuras de sus párpados, esa especie de orugas… ¡Oh!, pensó Herzog en el tren, las cosas que se ponen sobre sus carnes las mujeres. Y nosotros tenemos que mirarlas, escucharlas, prestarles mucha atención y hasta respirarlas. Y ahora Zelda, con su cara surcada por algunas arrugas, las suaves y poderosas aletas de su nariz dilatadas por la suspicacia, y fascinada por el aspecto que tenía Herzog —que era el suyo verdadero y no el que presentaba cuando estaba afable— le soltó su verdad.

¿Acaso no he procurado siempre ponerme a tu nivel? —le dijo—. No soy una de esas mujeres suburbanas incomprensivas.

—¿Te refieres a que Herman dice que conoce a Luigi Boscolla, el maleante?

—No finjas que no me comprendes…

Herzog no quería ofenderla. De pronto comprendió por qué hablaba así la tía Zelda. Madeleine la había convencido de que también ella era una mujer excepcional. Todo lo que se relacionaba con Madeleine, todo lo que entraba en el drama de su vida, se convertía en excepcional, en superdotado, en algo muy brillante. A él también le había ocurrido. Pero al ser despedido de la vida de Madeleine y enviado de nuevo a las tinieblas, se convirtió otra vez en un espectador. Comprendió que la tía Zelda hablaba como inspirada por una nueva visión de sí misma. Herzog le envidió esta relación con Madeleine.

—Mujer, ya sé que tú no eres como las demás de por aquí…

Tu cocina es diferente, tus lámparas italianas, tus alfombras, tus muebles provincianos franceses, tu Westinghouse, tu abrigo de visón, tu Club de Campo, tus actividades benéficas para la parálisis cerebral… todo es en ti diferente.

Estoy seguro de que fuiste sincera. Sí, no hubo en ti insinceridad. La verdadera insinceridad es difícil de encontrar.

—Madeleine y yo hemos sido siempre como hermanas —dijo Zelda—. La querría, hiciera lo que hiciese. Pero me alegra poder decir que ha estado tremenda, se ha portado como una persona verdaderamente seria.

—¡Bah, qué tontería!

—Sí, tan seria como tú o yo.

—Si te parece serio devolver un marido como una tarta o una toalla de baño cuando no gusta…

—Tú también tienes tus faltas. Estoy segura de que no me lo negarás.

—¿Cómo podría negarlo?

—Eres sombrío y siempre quieres imponer tu criterio. Le das muchas vueltas a todo.

—Eso es verdad.

—Demasiado exigente. Siempre tienes que salirte con la tuya. Madeleine dice que la agotabas a fuerza de pedirle ayuda.

—Todo eso es verdad. Además soy irascible, impaciente, estoy mal acostumbrado… ¿Algo más?

—Has sido implacable con las mujeres.

—Sí, desde que Madeleine me echó. Trato de recuperar el respeto a mí mismo.

—No te preocupaba eso mientras estuviste casado. —Y los labios de Zelda se apretaron.

Herzog sintió que se ruborizaba. Le apretaba el pecho una presión caliente y enfermiza. Sintió que le molestaba el corazón e inmediatamente se le humedeció la frente.

Murmuró:

—Ella me lo hizo todo muy difícil. Sexualmente.

—Bueno, como eres mayor… pero todo eso ha pasado ya —dijo Zelda—. Tu gran error fue enterrarte en el campo para terminar aquel proyecto que tenías: aquel estudio de no sé qué. No llegaste a hacer nada, ¿verdad?

—No —dijo Herzog.

—Entonces, ¿para qué todo aquello?

Herzog intentó explicarle de qué se trataba y que se suponía que su estudio hubiese aclarado un nuevo aspecto de la condición humana de nuestro tiempo mostrando cómo podía vivirse con una renovación de las relaciones humanas. Corrigiendo el último de los errores románticos sobre la unicidad del Ser; revisando la antigua ideología occidental faustiana; investigando el significado social de la Nada… Y aún más. Pero se contuvo porque ella no lo entendería y esto la ofendía siempre, sobre todo porque estaba convencida de que no era una vulgar hausfrau.

—Todo eso suena a cosa grande. Desde luego, debe de ser muy importante. Pero la cuestión es distinta: que fuiste un insensato al aislarte con tu mujer en los Berkshires sin nadie con quien hablar.

—Excepto Valentín Gersbach, y su mujer Phoebe.

—Es cierto, y eso fue lo malo. Sobre todo, estando en invierno. Deberías haber tenido más sentido común. Ella se sintió prisionera en aquella casa. Debió de ser terrible pasarse allí todo el tiempo lavando, cocinando o haciendo callar a la niña, porque, como ella dice, tú te ponías furioso si no atendía a todo. Sobre todo, cuando June lloraba, salías de tu cuarto gritando.

—Sí, me porté muy mal. Pero ése era precisamente uno de los problemas en que estaba trabajando: que aunque la gente sea ahora libre, la libertad no tiene contenido alguno. Es como una gran vaciedad llena de aullidos. Madeleine compartía mis preocupaciones intelectuales, por lo menos eso me figuraba yo, porque es una mujer aficionada al estudio.

—Dice que eras un dictador, un verdadero tirano. Eras muy dominante.

Herzog pensaba que había debido dar la impresión de una especie de monarca irritado por estar perdiendo su poder, como su padre, el principesco inmigrante que se había convertido en un contrabandista ineficaz. Y la vida era muy mala en Ludeyville, era terrible, tenía que reconocerlo. Pero ¿acaso no compramos la casa porque se le antojó a ella y nos mudamos también cuando ella lo quiso? ¿Y no lo arreglé todo, incluso para los Gersbach, para que pudiésemos marcharnos todos de los Berkshires?

—¿De qué más se queja? —dijo Herzog.

Zelda le observó un momento como para ver si era lo bastante resistente para soltárselo, y dijo:

—Eras egoísta.

Ah, ¡conque eso! Ya entendía por dónde iba. ¡La ejaculatio praecox! Se le había ensombrecido la mirada, y el corazón aceleró sus latidos. Dijo:

—Durante algún tiempo tuvimos alguna dificultad. Pero no en los dos años últimos. Y apenas me pasó nunca eso con las otras mujeres. —Eran éstas unas explicaciones humillantes. Zelda no iba a creerle y eso le dejaba en una situación suplicante, con una terrible desventaja. No podía invitarla al piso de arriba para hacerle una demostración ni presentar certificados de Wanda o de Zinka. (Al recordar, en el tren que aún no se había puesto en marcha, su angustioso interés de aquella ocasión para convencer a Zelda, acabó riéndose. Pero por fuera sólo apareció una pálida sonrisa en su rostro). ¡Qué malas eran, Madeleine, Zelda y tantas otras! Algunas mujeres no se preocupan del daño que pueden causarle a un hombre con esas cosas que dicen tan a la ligera. Según opinaba Zelda, una mujer tenía derecho a esperar de su marido ¡satisfacción erótica nocturna, seguridad, dinero, pieles, joyas, servicio doméstico, cortinas, vestidos, sombreros, salas de fiesta, y también Clubs de campo, automóviles y teatros!

—Ningún hombre puede satisfacer a una mujer que no le quiere —dijo Herzog.

—Bueno ¿es eso todo lo que tienes que decir?

Moses empezó a hablar pero tuvo la impresión de que iba a decir más tonterías. Se puso otra vez pálido y mantuvo cerrada la boca. Sentía un terrible dolor. Era éste tan malo que ya no podía vanagloriarse de su capacidad de sufrimiento como había hecho otras veces. Siguió callado y se oyó en algún sitio una máquina secadora funcionando.

—Moses —dijo Zelda—, quiero asegurarme de una cosa.

—Tú dirás…

Nuestras relaciones. —Ya no la estaba mirando a sus cejas pintadas y oscuras sino directamente a los ojos, brillantes y castaños. A Zelda se le tensaron las ventanillas de la nariz. Era simpático su rostro—. Quiero decir que aún somos amigos.

—Bueno… —dijo Moses—. Le tengo afecto a Herman. Y a ti.

—Yo soy amiga tuya. Y una persona de fiar.

Vio su rostro reflejado en la ventanilla del tren, y oyó claramente sus propias palabras: —Sí, por supuesto.

—¿Me crees, no?

—Naturalmente quiero creerte.

—Debes hacerlo. Además, todas tus cosas me interesan mucho. No pierdo de vista a la pequeña June.

—Te lo agradezco.

—Pero Madeleine es una buena madre. Por ese lado, no tienes que preocuparte. No anda por ahí con otros hombres. Están siempre telefoneándola y siguiéndola. Bueno, es una belleza y, además de un tipo poco frecuente, porque es muy valiosa en todo. Allá en Hyde Park, en cuanto supieron todos lo del divorcio, te sorprendería cuántas llamadas tuvo.

—Supongo que serían buenos amigos míos.

—Si fuera una coqueta, tendría dónde escoger entre tantos hombres. Pero ya sabes lo seria que es. Y además, hay que reconocer que personas como Moses Herzog no se encuentran por los rincones. Con tu cerebro y tu atractivo, no eres fácil de sustituir. Por eso, Madeleine se pasa todo el tiempo en casa. Se pasa el tiempo pensando en lo que ha sido toda su vida. Y no hay, por ahora, ningún otro hombre. Sabes muy bien que puedes creerme.

Desde luego, si me considerabas peligroso, tu deber era mentir. Y sé muy bien que aquel día tenía el aspecto de una mala persona, con la cara hinchada y los ojos irritados y alocados. Sin embargo, la capacidad femenina de engaño es un tema muy profundo. Es una complicidad sexual, una conspiración. Os ponéis en seguida de acuerdo sobre la organización de la defensa de la mujer. He visto cómo fastidiabas implacablemente a Herman hasta hacerle comprar un coche nuevo y ya sabes qué talento tienes para obligar a un hombre a hacer lo que tú quieras. Creíste que yo querría matar a Mady y Valentín. Pero ¿por qué no fui, cuando me enteré, a la casa de empeño, y compré una pistola? Y, aún más fácil: mi padre dejó un revólver en su despacho. Aún está allí. Pero no soy un criminal, no lo llevo dentro de mí; al contrario, esas cosas me espantan. De todos modos, me di cuenta, Zelda, que te divertiste enormemente mintiendo y que tus mentiras te desbordaban el corazón.

En ese momento el tren salió del andén y entró en el túnel. Temporalmente, en la oscuridad, Herzog sostenía su pluma a cierta altura del papel. Fueron pasando las paredes del túnel. En los polvorientos nichos lucían las bombillas. Sin religión. Luego vino una larga pendiente, el tren salió del túnel y a la súbita luz del terraplén por encima de la zona pobre, por arriba de Park Avenue. En los Noventa brotaba el agua por una boca de riego que habían dejado abierta y los chiquillos, con los calzoncillos pegados a las carnes, saltaban y gritaban. Luego vino el Spanish Harlem, denso, oscuro, y caliente, y Queens lejos, hacia la derecha, un macizo «documento» de ladrillo, velado por el polvo atmosférico.

Herzog escribió: Nunca entenderé lo que quieren las mujeres. ¿Qué desean? Comen ensalada y beben sangre humana.

Sobre Long Island Sound, el aire se hizo más claro. El agua estaba a buen nivel, y era de un azul suave; la hierba brillaba, salpicada por flores silvestres, había mucho mirto entre las rocas y florecían los fresonales.

Ya conozco toda la divertida, sucia y perversa verdad acerca de Madeleine. Tengo mucho en qué pensar. Había terminado de escribir.

***

Pronto empezó de nuevo a escribir, con la misma gran rapidez, a un amigo de Chicago, Lucas Asphalter, zoólogo en la Universidad. ¿Qué te pasa? Suelo leer los párrafos relativos al «interés humano» pero sin esperar nunca que puedan referirse a un amigo mío. No puedes imaginar cómo me impresionó ver tu nombre en el «Post». ¿Te has vuelto loco? Sé que adorabas a ese mono tuyo y lamento que se te haya muerto. Pero, no sé cómo has tenido la ocurrencia de intentar revivirlo con la respiración «boca a boca». Sobre todo, teniendo en cuenta que Rocco se había muerto de tuberculosis y debía de estar acribillado por los microbios. Asphalter tenía una extraña afición a estos animales. Herzog sospechaba que su amigo pretendía humanizarlos. Aquel macaco, Rocco, no era una criatura divertida, sino obstinada y maniática, con una piel descolorida, como un viejo pariente judío vestido con ropa gastada. Pero, desde luego, si se estaba muriendo lentamente de tuberculosis, era natural que no tuviese un aspecto muy alegre. Asphalter, que era un hombre optimista e indiferente a las cosas prácticas, no un tipo académico característico, enseñaba anatomía comparada. Con gruesas suelas de crepé, llevaba una bata sucia y, desde su juventud, el pobre Luke estaba calvo. La súbita pérdida de su cabello le había dejado con sólo un mechón sobre la frente, absurdamente, el cual hacía más oscuros sus hermosos ojos, más salientes sus arqueadas cejas. Espero que no se haya tragado los bacilos de su mono Rocco. Dicen por ahí que vuelve la tuberculosis después de que la habíamos dado por vencida. Asphalter tenía cuarenta y cinco años y era soltero. Su padre había tenido una casa de putas. Y aunque durante un intervalo de diez o quince años no habían sido Asphalter y él amigos íntimos, descubrieron de pronto que tenían mucho en común. En realidad, había sido Asphalter el que le había hecho ver a Herzog lo que andaba buscando Madeleine y la parte que Gersbach había estado representando en la destrucción de su matrimonio.

—Me sabe mal decirte esto, Moses —dijo Asphalter, cuando estaban en su despacho—, pero eres víctima de un asqueroso lío.

Esto fue dos días después de aquella nevada de marzo. La ventana daba sobre el Cuadrilátero. Rocco, que tenía los ojos enfermos, estaba sentado en su silla de paja. Tenía muy mal aspecto: la piel, del color de los ajos estofados.

—No puedo soportar ver cómo te engañan —dijo Asphalter—. Prefiero contártelo… Verás, una de las muchachas que trabajan en el laboratorio hace de niñera de tu pequeña en sus ratos libres y me ha estado contando cosas sobre tu mujer.

—¿De qué se trata?

—Espera. También me ha hablado de Valentín Gersbach, que, por lo visto, siempre está allí, en la Avenida Harper.

—Sí, ya lo sé. Es la única persona en quien puedo confiar. Ha sido un amigo estupendo.

—Sí, ya sé, ya sé, ya sé —dijo Asphalter. Tenía la cara redonda y pecosa; sus ojos eran grandes, oscuros y fluidos, y ahora reflejaban, por afecto a Moses, una intensa amargura—. Ya lo sé. Valentín es un gran elemento para la vida social de Hyde Park, es decir, para lo poco que ha quedado de ella. No sé cómo nos las hemos arreglado antes sin él. Es tan animado, tan divertido con sus imitaciones escocesas y japonesas, con su voz áspera, que acaba con todas las conversaciones cuando él interviene. Está lleno de vida. ¡Sí, sí!, rebosa vida por todas partes. ¡Y como has sido tú quien lo ha traído aquí, todos creen que es tu amigo del alma! Él mismo lo proclama. Sólo que…

—¿Sólo que?

Tenso y tranquilo, Asphalter preguntó: —¿No lo sabes?— y se puso muy pálido.

—¿Qué he de saber?

—Como eres tan inteligente, di por cierto que lo sabías o, por lo menos, lo sospechabas.

Algo espantoso iba a caer sobre él. Herzog se preparó para el golpe:

—¿Te refieres a Madeleine? Por supuesto, comprendo que como es todavía una mujer joven, ha de tener algunos momentos de coquetería.

—No, no —dijo Asphalter—. No se trata de eso. —Lo soltó—. Es un asunto serio.

—Pero ¿con quién? —dijo Herzog. Se le alborotó toda la sangre que, también en masa, le dejó el cerebro vacío—. ¿Te refieres a Gersbach?

—Exacto. —Asphalter no controlaba ya los nervios de su cara; se le habían reblandecido con el dolor que sentía. Le temblaba la boca.

Herzog empezó a gritar: —¡No puedes hablar así! ¡No puedes decir eso!— y se quedó mirando a Lucas, furioso, profundamente ofendido. Pero un débil sentimiento de asco le fue invadiendo. Su cuerpo parecía encogérsele como si de pronto le hubieran extraído algo del interior. Estuvo a punto de perder el sentido.

—Ábrete el cuello —le dijo Asphalter—. Dios mío, ¿no irás a desmayarte, verdad? —Obligó a Herzog a bajar la cabeza—. Ponla entre las rodillas.

Pero Moses se resistió porque la cabeza se le había calentado ahora en aquella posición doblada en que le tenía Asphalter.

Y mientras, el mono, con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba con sus ojos enrojecidos y secos esparciendo en silencio su angustia. Es la muerte, pensó Herzog. El animal se estaba muriendo.

—¿Te sientes mejor? —dijo Asphalter.

—Abre una ventana. Estos sitios de la zoología, apestan.

—La ventana está abierta. Debes beber un poco de agua.

Tendió a Moses un vaso de papel. —Toma una de éstas —añadió tendiéndole unas píldoras—. Tómate primero ésta y luego la verde y la blanca. Es Prozina. No puedo sacar el algodón del frasco. Me tiemblan las manos.

Herzog rechazó las píldoras. —Luke… ¿es completamente cierto eso de Madeleine y Gersbach? —preguntó.

Intensamente nervioso, pálido, luego sofocado, mirándole fijamente con sus ojos oscuros en el rostro pecoso, le dijo Asphalter: —Por favor, ¿no irás a pensar que voy a inventar semejante cosa? Quizá no haya tenido el tacto suficiente pero suponía que ya tú tenías alguna idea… ¡Es absolutamente cierto! —Asphalter, que llevaba puesta su manchada bata de laboratorio, se lo había soltado con un gesto complicado y la expresión del que se ha metido en un lío desagradable. Le vino a decir que no hacía más que ponerle al tanto. Respiraba con trabajo, e insistió—: ¿Es posible que no supieras nada?

—No.

—Y ¿no te parece que la cosa tiene sentido? ¿No atas cabos ahora?

Herzog apoyó su peso sobre la mesa y entrelazó con fuerza los dedos. Fijó la mirada en los amentos colgantes, rojizos y violetas. Todo lo que podía esperar era no estallar, no morirse, seguir viviendo. —¿Quién te lo ha dicho? —preguntó.

—Geraldine.

—¿Quién?

—Jerry… Geraldine Portnoy. Creí que la conocías. Es la señorita que cuida de tu hija June. También trabaja ahí abajo, en el laboratorio.

—¿Y qué…?

—Estudia anatomía humana en la Escuela de Medicina, ahí a la vuelta. Salgo con ella. En realidad, la conoces; estuvo en una de tus clases. ¿Quieres hablar con ella?

—No —dijo Herzog violentamente.

—Pues te ha escrito una carta. Me la dio y dijo que te la entregara si me parecía bien.

—No puedo leerla ahora.

—Tómala —dijo Asphalter—. Quizá quieras leerla luego.

Herzog se metió el sobre en el bolsillo.

Sentado ahora en el blando asiento del tren, se preguntó, mientras sujetaba sobre las rodillas su maleta-escritorio, y alejándose del Estado de Nueva York a ciento trece km por hora, por qué no había llorado en el despacho de Asphalter. Tenía bastante facilidad para soltar las lágrimas, y no se cohibía ante Asphalter pues eran buenos y viejos amigos, de vidas bastante semejantes por su ambiente, costumbres y temperamentos. Pero cuando Asphalter levantó la tapa de los secretos y reveló la verdad, algo insoportable quedó flotando en el despacho desde donde se dominaba el Cuadrilátero; era como un olor, algo caliente y pegajoso; o más bien un raro hecho humano casi palpable. Las lágrimas de nada servían. La causa del dolor era demasiado perversa y extraña para todos los afectados. Por otra parte, también Gersbach tenía mucha facilidad para llorar y dar salida a sus emociones. Sus magnánimos ojos castaños enrojecidos, se humedecían frecuentemente con las lágrimas. Unos días antes, cuando Herzog descendió del tren en O’Hare y abrazó a su hijita, estaba allí Gersbach, fuerte y corpulento, y lloraba emocionado. De modo que, evidentemente —pensó Moses— en esta ocasión habrá soltado también sus lagrimitas pensando en mí. Hay momentos en que me repugna tener cara, nariz y labios, porque él también los tiene.

Ahora se fijaba en el mono Rocco; era indudable que la sombra de la muerte planeaba sobre el animal.

—¡Qué desagradable! —dijo Asphalter. Fumó un poco y luego dejó el cigarrillo. El cenicero estaba lleno de largas colillas; gastaba de dos a tres paquetes al día—. Tenemos que beber. Cenaremos juntos esta noche. Pienso llevar a Geraldine al Beachcomber. No la puedo acaparar, de modo que iremos los tres.

Ahora Herzog tenía que pensar en algunos hechos extraños que había notado en Asphalter. Es posible que yo lo haya influido, tal vez haya transmitido mi emocionalismo. Se había metido a aquel peludo y melancólico mono, Rocco, en el corazón. ¿Cómo, si no, iba uno a explicarse su agitación emocional, que tomase en brazos al animal y le obligase a abrir los labios para transmitirle su respiración? Sospecho que Luke debe de estar muy mal. Tengo que pensar en él tal como es, con todas sus rarezas. Lo mejor que harías sería ponerte la prueba de tuberculina. No tenía ni idea de que tú… Herzog se interrumpió. Un camarero del coche-restaurante tocaba la campanilla para el almuerzo pero Herzog no tenía tiempo para comer. Precisamente se disponía a empezar otra carta.

Querido Profesor Byzhkovski, le agradezco las atenciones que tuvo conmigo en Varsovia. Debido al mal estado de mi salud, debo de haberle causado una mala impresión. Estuve sentado en su piso haciendo sombreros y barquitos de papel con el Trybuna Ludu mientras que él se esforzaba por mantener una conversación. El profesor, aquel hombre tan alto y fuerte, con unos nickers caseros de color arenoso, y una chaqueta Norfolk, debía de estar asombrado viéndome. Estoy seguro de que tiene un buen carácter. Inspiraba confianza. Su cara era gruesa pero bien formada, viril e inteligente. Yo seguía doblando los sombreritos de papel; por lo visto pensaba en mis hijos. La señora Byzhkovski me preguntó si quería mermelada con el té, inclinándose hospitalariamente hacia mí. Los muebles eran antiguos y estaban brillantes; eran de una época centroeuropea desaparecida, pero también está desapareciendo la época actual y quizá con mayor rapidez que las demás. Espero que me perdone usted. Ahora he tenido la oportunidad de leer su estudio sobre la ocupación americana de Alemania Occidental. Muchos de los hechos son desagradables. Pero el Presidente Truman nunca me consultó, ni tampoco McCloy. He de confesar que no he estudiado el problema alemán como debía. A mi juicio, ninguno de los gobiernos dice la verdad. También hay, en esa monografía de usted, una cuestión alemana oriental que ni siquiera ha tocado.

Me paseé en Hamburgo por el distrito del vicio. Me habían dicho que debía verlo. Algunas de las putas, con su ropa interior de encaje negro, llevaban botas militares alemanas y, cuando pasaba uno, llamaban su atención dando golpecitos en los cristales de las ventanas con látigos. Eran unas mujeres anchas y coloradas, que hacían muchos gestos y hablaban a gritos. Fue un día frío y sin alegría.

Querido señor, escribió Herzog. Ha tenido usted mucha paciencia con los gamberros de Bowery que entran en su iglesia, borrachos perdidos, y defecan en los bancos, rompen botellas vacías sobre las losas del cementerio y cometen aún más barbaridades. Me atrevo a sugerirle que, como puede usted ver Wall Street desde la puerta de su iglesia, podría usted preparar un panfleto para explicar que el Bowery le da mayor significado. Skid Row es la institución que sirve de contraste y por tanto es necesaria. Les hace pensar en Lázaro y en Dives. Si hubiera en América una pobreza hermosa, una especie de pobreza moral, esto resultaría subversivo; por tanto, debe ser una pobreza fea.

Hemos pensado demasiado poco en esto.

Y luego escribió: Departamento de Crédito, Marshall Field & Co. No soy ya responsable de las deudas de Madeleine P. Herzog. Desde el diez de marzo hemos dejado de ser marido y mujer. Así que no me envíen ustedes más cuentas. La última que me mandaron ustedes, me dejó impresionado: más de cuatrocientos dólares en total. Me refiero a las compras hechas por mi exmujer después de la separación. Desde luego, he debido escribir antes a lo que se llama el centro nervioso del Crédito. Pero ¿existe semejante cosa?, ¿dónde se encuentra? Es natural, pues durante algún tiempo no he estado para nada.

Querido profesor Hoyle, no creo entender bien cómo funciona la teoría Gold-Pore. Desde luego, me parece entender cómo llegan al centro de la tierra los metales más pesados: el hierro, el níquel, pero ¿qué ocurre con la concentración de metales más ligeros? Asimismo, cuando explica usted la formación de los planetas menores, incluida nuestra trágica Tierra, habla usted de materiales adhesivos que unen a los aglomerados de la materia precipitada

Las ruedas de los coches formaban abajo un tremendo ruido. Los bosques y los pastos se alejaban, desfilaban barreras enmohecidas y la brillante continuidad de los alambres y, a la derecha, el azul del Sound era más profundo e intenso que antes. Luego se veían los restos amontonados de los automóviles de desecho y las formas de los viejos molinos de New England con sus ventanillas austeras; aldeas, conventos; remolcadores moviéndose lentamente sobre el agua; y luego las plantaciones de pinos con el suelo lleno de agujas de un color rojizo. Así, pensó Herzog, reconociendo que su imaginación del universo era elemental, las novas estallan y hay mundos que surgen con los ejes magnéticos invisibles por medio de los cuales los cuerpos celestes se mantienen unos a otros en órbita. Los astrónomos presentan todo esto como si sacudiéramos los gases dentro de un frasco. Luego, cuando pasen muchos billones de años, años-luz, esta criatura infantil pero nada inocente, con un sombrero de paja en la cabeza y un corazón latiéndole dentro del pecho, esta criatura pura en parte, y malvada en otra, tratará de formarse su vacilante idea sobre tan magnífica telaraña.

Querido doctor Bhave, volvió a empezar, he leído su trabajo en el Observer y he pensado que me gustaría unirme a su movimiento. Mejor dicho, lo pensaba entonces. Siempre he deseado con mucha intensidad llevar una vida moral, útil y activa. Pero nunca he sabido por dónde empezar. Es muy difícil descubrir dónde se halla verdaderamente nuestro deber. Sin embargo, convencer a los dueños de las grandes fincas para que dejen algunas tierras a los campesinos que se encuentran en la miseria, me parece… Esos hombres oscuros que van a pie por la India. En esta visión, Herzog vio los ojos brillantes de aquellos hombres y la luz del espíritu que brotaba de ellos. Hay que empezar con las injusticias que son evidentes para todos y no con las grandes perspectivas históricas. Recientemente, vi Pather Panchali. Doy por cierto que conoce usted esa película, ya que se trata de la India rural. Dos cosas me afectaron en gran medida: la vieja que se comía las gachas con los dedos y que luego fue a tumbarse sobre la mala hierba y se murió allí; y la muerte de la joven cuando vinieron las lluvias. Herzog, casi solo en el local de la Quinta Avenida, lloró con la madre de la niña cuando empezó la histérica música de la muerte. Algún músico, con un instrumento musical nativo, imitaba los sollozos y producía un ruido mortal. También llovía en Nueva York, como en la India rural. Le dolía el corazón. También él tenía una hija, y su madre también había sido una pobre mujer. Él había dormido con sábanas hechas de sacos de harina.

Lo que él se proponía vagamente era ofrecer su casa y toda la finca de Ludeyville al movimiento Bhave. Pero ¿qué podía hacer Bhave con aquello? ¿Acaso enviar hindúes a los Berkshires? No sería justo obligarles a eso. De todos modos, la finca estaba hipotecada. Una donación como ésa, debía ser libre de cargas y para eso tendría que lograr otros ocho mil dólares. Y Bhave le haría con esto un gran favor pues el haber comprado aquella casa había sido su mayor equivocación. La había comprado en pleno sueño de felicidad y no era más que una casa ruinosa pero con grandes posibilidades en la tierra que la rodeaba: por sus enormes árboles y su gran jardín, que él se proponía rehacer en sus ratos libres… Aquella finca había estado abandonada durante muchos años. Los cazadores de patos y los amantes estaban acostumbrados a utilizarla; y cuando Herzog cercó la finca, los cazadores y los amantes al aire libre se burlaban de él. Alguien fue una noche y dejó un paño higiénico usado dentro de una fuente tapada que él tenía en su despacho. Precisamente, en aquel cacharro guardaba Herzog las notas para sus estudios románticos. Así lo recibieron los nativos. Una momentánea ráfaga de buen humor le pasó por la cara al recordar aquellas escenas mientras el tren cruzaba a gran velocidad los prados o por entre los soleados pinos. Supongamos que yo aceptase estos desafíos. Sería entonces Moses, el viejo judío de Ludeyville, con la barba blanca, cortaría la hierba con una segadora antigua, y comería marmotas.

Escribió a su primo Asher, que vivía en Beersheba: Te hablé de una vieja fotografía de tu padre con uniforme zarista. Le he pedido a mi hermana Hellen que me la busque. Asher había servido en el Ejército Rojo y lo habían herido. Ahora era un electro-soldador. Tenía un aire melancólico y grandes sienes. Fue con Moses a visitar el Mar Muerto. Aquello estaba sofocante. Se sentaron a la boca de una mina de sal para refrescarse. Asher dijo: —¿No tenías una foto de mi padre?

Querido señor Presidente, he escuchado su reciente mensaje, tan optimista, por la radio y pensé que, en lo referente a los impuestos, no hay base para justificar ese optimismo de usted. La nueva legislación es muy discriminatoria y muchos creen que sólo servirá para agravar los problemas del desempleo al acelerar la automatización. Esto significa que aún más pandillas de adolescentes dominarán las calles —donde escasean los policías— de las grandes ciudades. La superpoblación

Querido Doktor-Professor Heidegger. Quisiera saber qué intenta usted decir con la expresión «la caída en lo cotidiano». ¿Cuándo ocurrió esta caída? ¿Dónde estábamos cuando ocurrió?

Mr. Emmet Strawforth. Servicio de Salud Pública de los EE. UU., escribió: Le vi a usted en la televisión haciendo el ridículo. Y como hemos estudiado juntos (M. E. Herzog, 38) me siento autorizado a decirle lo que me parece su filosofía.

Herzog tachó lo anterior y esta vez dirigió la carta al New York Times. De nuevo ha expuesto un científico del Gobierno, esta vez el Dr. Emmet Strawforth, la filosofía del riesgo en la controversia sobre el «fallout», a la que se ha añadido ahora el problema de los pesticidas químicos, contaminación del agua superficial, etc. Me preocupan tanto los razonamientos sociales y éticos de los hombres de ciencia como esas otras formas de envenenamiento; lo que dice el Dr. Strawforth sobre Rachel Carson, o el Dr. Teller sobre los efectos genéticos de la radioactividad. Recientemente dijo el Dr. Teller que la nueva moda de los pantalones estrechos, al aumentar la temperatura del cuerpo puede afectar a las gónadas más que los residuos atómicos. Personas que fueron muy respetadas en su época suelen convertirse con frecuencia en peligrosos lunáticos. Por ejemplo, el mariscal Haig. Ahogó a cientos de miles de hombres en los fangales de Flandes. Lloyd George se vio obligado a aprobar esto porque Haig era uno de los más respetados dirigentes de la guerra. Esta gente se sale siempre con la suya. ¡Qué paradójico que un hombre que toma heroína sea condenado a veinte años por lo que se hace a sí mismo…! Ya comprenderán lo que quiero decir.

El Dr. Strawforth sostiene que debemos adoptar su Filosofía del Riesgo respecto a la radiactividad. Desde Hiroshima (y Mr. Truman llama a la gente «corazones sangrantes» cuando critican su decisión de Hiroshima), la vida en los países civilizados (ya que sobreviven gracias a un equilibrio de terror) se apoya sobre unos cimientos de puro riesgo. Así razona el Dr. Strawforth. Pero luego compara la vida humana con el riesgo del capital en el negocio. ¡Vaya una idea! Los grandes negocios no se exponen a riesgos, como ha demostrado una exhaustiva investigación. Y quisiera llamar la atención de usted sobre una de las profecías de Tocqueville. Creía que en las modernas democracias habría menos crímenes, y más vicio privado. Quizá debería haber dicho, mejor, menos crímenes privados y más crimen colectivo. Y gran parte de esta criminalidad colectiva u organizacional tiene precisamente el objetivo de reducir el riesgo. Ahora bien, ya sé que no hay manera de dominar los asuntos de este mundo con su población de más de 2000 millones de habitantes. Este número es en sí mismo una especie de milagro y deja anticuadas nuestras ideas prácticas. Pocos intelectuales han captado los principios sociales que hay detrás de esta transformación cuantitativa.

Nuestra civilización es burguesa. Y no uso ese término en su sentido marxista. ¡Repámpanos! En los vocabularios modernos del arte y de la religión, lo burgués es considerar que el universo fue hecho para que pudiésemos disfrutar de él sin peligro y para darnos comodidad y ayuda. La luz viaja a la velocidad de un cuarto de millón de millas por segundo, de modo que podemos ver para peinarnos o para leer en el periódico que el jamón está hoy más barato que ayer. De Tocqueville consideraba el impulso humano hacia el bienestar como uno de los impulsos más fuertes de una sociedad democrática. No le podemos echar en cara que no supiera valorar el poder destructivo que engendra ese mismo impulso. ¡Debes de estar loco para escribirle al Times de ese modo! Hay millones de amargados tipos volterianos cuyas almas rebosan de sátira irritada y que andan siempre buscando la palabra más afilada y venenosa. Eres tonto: deberías mandar un poema en vez de esas fantasías científicas. ¿Por qué has de tener tú más razón con tu despiste que ellos con su organización? Viajas en sus trenes, ¿no? El despiste nunca construyó un ferrocarril. Anda, escribe un poema y contágiales tu amargura. Suelen publicar poemitas para rellenar la página editorial. Sin embargo, continuó escribiendo la carta. Nietzsche, Whitehead y John Dewey escribieron sobre la cuestión del riesgo… Dewey nos dice que la humanidad desconfía de su propia naturaleza y trata de hallar su estabilidad más allá o más arriba en la religión o la filosofía. Para él, el pasado suele significar con frecuencia lo erróneo. Pero Moses se contuvo. Trató de concentrarse. ¿Qué era lo más importante? Pues que había gente capaz de destruir a la humanidad, gente loca y arrogante y encima había que pedirles que no lo hicieran. Era necesario vencer a los enemigos de la vida. Que cada hombre examine su corazón. Por ejemplo, yo mismo, si no me sometiera a una gran transformación de mi corazón, no me fiaría de mí mismo si ocupase un cargo de autoridad. ¿Amo a la humanidad? ¿La amo lo bastante para no destrozarla si estuviera en posición de mandarla al infierno? Vistámonos todos con nuestros sudarios y marchemos sobre Washington y Moscú. Tendámonos en medio de los caminos los hombres, las mujeres y los niños y gritemos: ¡que continúe la vida; quizá no la merezcamos, pero que continúe!

En toda comunidad hay una clase de gente profundamente peligrosa para los demás. Y no me refiero a los criminales. Para ellos tenemos castigos. Me refiero a los dirigentes, a los jefes. Porque, invariablemente, la gente más peligrosa es la que trata de tener el poder en sus manos. Y mientras, hirviendo de indignación, los bienpensantes ciudadanos se retuercen el corazón porque nada pueden hacer para cambiar las cosas.

Sr. Director: Estamos condenados a ser los esclavos de los que disponen del poder para destruirnos. No me estoy refiriendo ya a Strawforth. Nos conocimos de estudiantes. Jugábamos al ping-pong en el Club Reynolds. Tenía una cara blanca de culo, con unos cuantos lunares. Clicketi-clack sobre la mesa verde. No creo que su cociente de inteligencia fuera muy alto, aunque quizá lo fuese, pero trabajaba mucho en las matemáticas y la química. Yo, mientras, andaba mariposeando por ahí. Como los saltamontes en la canción favorita de mi Junie.

Moses, que acababa de recordar el sonsonete de la canción infantil, empezó a hacer muecas. Se le arrugó con ternura la cara al pensar en sus hijos. ¡Qué bien entienden los niños lo que es el amor! Marco entraba ya en la edad del silencio y la reserva ante su padre, pero Junie era exactamente como antes había sido Marco. Para peinarse, solía ponerse de pie sobre los muslos de su padre sentado, hasta dejárselos dormidos. Él la abrazaba con ansia paternal, mientras la respiración de la niña, sobre la cara de él, conmovía sus más profundos sentimientos.

Un día estaba empujando el cochecito de la niña por el Midway y saludaba a estudiantes y profesores con un toque al borde de su sombrero de terciopelo verde, un verde más intenso que el de los prados y colinas de alrededor. La chica se parecía mucho a su papá, o por lo menos así lo pensaba él. Herzog le sonreía y se le formaban grandes arrugas en la cara. Sus ojos oscuros no dejaban de mirarla mientras recitaba los versos infantiles:

Había una vieja muy vieja

que voló en una canasta

diecisiete veces

más allá de la luna.

—Más, más —gritaba la niña.

Y nadie podía decir

a dónde iba la vieja

pues debajo de su brazo

llevaba una escoba.

—Más, más.

El cálido viento del lago llevaba a Moses hacia el oeste, más allá de los grises edificios góticos. Había conseguido por lo menos quedarse con la niña mientras la madre y su amante se desnudaban en algún dormitorio de algún sitio. Y si incluso en aquellos abrazos de lujuria y traición tenían de su parte la vida y la naturaleza, él podía quedarse a un lado con toda calma.

El revisor (uno al estilo antiguo, con la cara gris) le cogió a Herzog el billete de la cinta del sombrero. Cuando lo picó, parecía estar diciendo algo. Quizá el sombrero de paja de Herzog le recordase sus buenos tiempos. Pero Herzog no le atendía porque estaba terminando la carta. Aunque Strawforth fuera un rey de los filósofos, ¿íbamos a darle el poder para que interviniera en los cimientos genéticos de la vida y pudiera envenenar la atmósfera y las aguas de la tierra? Sé que es de tontos el indignarse. Pero

***

El revisor puso el billete taladrado bajo el metal con el número del asiento y se marchó, dejando a Moses ocupado en escribir sobre la maleta. Podría haberse ido al coche-Club, por supuesto, ya que allí había mesas, pero tendría que beber algo y hablar con la gente. Además, le quedaba por escribir una de las principales cartas, la que había de dirigir al Dr. Edvig, el psiquiatra de Chicago.

Así, Edvig, escribió Herzog, ¡resulta que también usted es un fresco! ¡Qué patético! Pero ésta no era manera adecuada de empezar una carta. Volvió a comenzar. Mi querido Edvig, tengo noticias que comunicarle. Desde luego, así estaba mucho mejor, pero precisamente, lo que fastidiaba en Edvig era que se comportaba como si fuera el único que lo sabía todo. Este tranquilo anglo-celta protestante nórdico, el doctor Edvig, con su barbita gris y su cabello alborotado, lucía unas gafas redondas, limpias, y muy brillantes. Reconozco que fui a verle a usted cuando estaba deshecho. Madeleine me había impuesto como condición forzosa para seguir juntos que me sometiera a un tratamiento psiquiátrico. Recordará usted que ella dijo que yo estaba en un peligroso estado mental. Me dejaron elegir mi propio psiquiatra. Y naturalmente, me decidí por uno que no había escrito sobre Barth, Tillich, Brunner, etc. Especialmente porque Madeleine, aunque judía, había pasado por una fase cristiana como conversa católica y yo esperaba que usted, doctor, me ayudara a comprenderla. En cambio, se puso usted de parte de ella y es innegable que se interesó usted más al saber que era muy guapa y que tenía una mente brillante, aunque no muy sana, y que era religiosa hasta el tuétano. De modo que ella y Gersbach concibieron y planearon todos los pasos que yo di. Se figuraban que un reductor de cabezas —al estilo de esos indios— podía aliviarme, yo que era un enfermo, muy neurótico y quizá sin esperanzas de curación. Y además, la curación me tendría ocupado, absorto en mi propio caso. Madeleine tenía así la seguridad de que cuatro tardes a la semana sabría dónde estaba yo: en el diván del psiquiatra, y ellos podían quedarse tan tranquilos en la cama. El día en que fui a verle a usted me encontraba casi a punto del ataque de nervios. Hacía un tiempo muy malo, empezaba a nevar y dentro del autobús hacía un calor tremendo. Desde luego, la nieve no me refrescó el corazón. La calle estaba alfombrada con hojas amarillas. Recuerdo aquella mujer de edad con su sombrero verde, de un verde suave, que le envolvía la cabeza en suaves pliegues. Pero, después de todo, no lo pasé tan mal aquel día porque Edvig me dijo que no estaba chiflado. Sencillamente, era un reactivo-depresivo. Nada más.

—Pero Madeleine dice que estoy loco, que yo…

Ansioso y temblando como un azogado, el espíritu torturado le deformaba las facciones y le hacía atragantarse. Pero le animó la amabilidad de la barbuda sonrisa de Edvig. Hizo todo lo que pudo para distraer al doctor y apartarle de su caso pero sólo consiguió que éste le dijera que los depresivos tienden a constituir frenéticas relaciones y a ponerse histéricos cuando se sienten amenazados con una pérdida o ven ya cortada una relación que para ellos es fundamental.

—Y desde luego —dijo el doctor— por lo que me cuenta usted, no ha dejado de tener alguna culpa. Además, me da la impresión, cuando su mujer me habla, de que se siente ofendida. ¿Cuándo abandonó nuestra religión?

—No estoy seguro. Creo que hace mucho tiempo. Pero el último Miércoles de Ceniza se sometió a la imposición de la ceniza en la frente. Le dije: «Madeleine, creí que habías dejado de ser católica. Pero ¿no es ceniza lo que veo entre tus ojos?», y ella me respondió: «No sé de qué me hablas». Trató de que pareciera que yo sufría una de mis ilusiones o algo así. Pero no había tal ilusión. Era, sencillamente, una mancha en la frente. Puedo jurar que le quedaba la mitad de la ceniza. Pero su actitud parecía decir que un judío como yo no podía darse cuenta de esas cosas.

Herzog veía que Edvig estaba fascinado por todo lo que él decía de Madeleine. Movía la cabeza afirmativamente a cada frase de él, como diciéndole que comprendía y se daba golpecitos en su bien peinada barba. Le brillaban los lentes. —¿Cree usted que es una cristiana de verdad?

Sólo sé que ella me cree un fariseo. Así lo dice siempre.

—¿Ah? —fue el conciso comentario de Edvig.

—Ah, ¿qué? —dijo Moses—. ¿Acaso está usted de acuerdo con ella?

—¿Cómo puedo estarlo? Apenas los conozco a ustedes. Pero ¿qué opina usted de lo que le he preguntado?

—¿Cree usted que hay algún cristiano en el siglo XX que tenga el derecho de hablar de los fariseos judíos? Desde un punto de vista judío, como usted sabe muy bien, ése no ha sido uno de nuestros mejores períodos.

—Pero ¿cree usted que su esposa tiene una verdadera actitud cristiana?

—Creo que tiene un punto de vista casero sobre el otro mundo. —Herzog estaba sentado muy derecho en su silla y daba quizás a sus palabras un tono engreído.-No estoy de acuerdo con Nietzsche en que Jesús hizo enfermar al mundo entero infestándolo con su moralidad de esclavo. Pero lo cierto es que el propio Nietzsche tenía un punto de vista cristiano de la historia pues siempre veía el momento presente como una crisis, como alguna caída desde la grandeza clásica, como una corrupción o mal del que había que salvarse. A eso lo llamo yo cristiano. Y Madeleine piensa así, desde luego. En cierto modo, muchos de nosotros también. Creemos que hemos de curarnos de los efectos de algún veneno, que necesitamos ser salvados, rescatados. Madeleine necesita un salvador, y es evidente que no me considera a mí como su salvador.

Por lo visto, éstas eran las cosas que Edvig esperaba oírle a Moses. Encogiéndose de hombros y sonriendo, lo apuntaba todo como material analítico y parecía muy satisfecho. Era un hombre suave y agradable. Sus gafas, anticuadas, con una montura rosada o más bien incolora, le daban un aire humilde, pensativo y muy médico.

Gradualmente —y en verdad, aún no sé cómo ocurrió— Madeleine se convirtió en la principal figura del análisis y lo dominó todo como me dominaba a mí. Desde luego, también lo dominaba a usted, Edvig. Empecé a notar la impaciencia que tenía usted por verla. Y, basándose en que en este caso había hechos insólitos, dijo usted que tenía que hablar con ella. Luego, tuvo unas discusiones sobre religión con Madeleine. Y por último, acabó tratándola también como paciente. Dijo usted que podía comprender perfectamente por qué mi mujer me había fascinado. Y yo respondí: «¡Ya le dije que era extraordinaria! Es de lo más brillante y atractiva. ¡Tiene un atractivo tremendo!». De modo que, por fin, se enteró usted de que yo había perdido la cabeza por ella (por lo menos, esto dicen) y que por lo menos no había sido por una mujer corriente. En cuanto a Mady, enriqueció su experiencia engañándole a usted. Y se hizo aún más profunda. Y como estaba doctorándose por entonces en historia religiosa rusa (eso creo), las sesiones que tenía con usted, a veinticinco dólares cada una, se convirtieron durante varios meses en un curso de conferencias sobre la cristiandad oriental. Después de este tratamiento, Madeleine empezó a sentir síntomas extraños.

Al principio, acusó a Moses de haber contratado a un detective privado para vigilarla. Comenzó esta acusación con el leve acento británico que Herzog reconocía ya en ella como segura señal de trastorno: —Habría pensado —dijo— que tú eras demasiado listo para contratar a un tipo que todo el mundo puede ver lo que es.

—¿Contratar? —dijo Herzog—. ¿A quién he contratado yo?

—Me refiero a ese hombre espantoso, ese tipo que apesta, uno gordo con chaqueta sport. —Madeleine, absolutamente segura de sí misma, lo fulminó con una de sus más terribles miradas—. Te desafío a que lo niegues. Y la verdad es que mereces algo aún peor que el desprecio.

Al ver lo pálida que se había puesto, Herzog se dijo que debía tener cuidado y sobre todo no aludir al «estilo inglés» que le había notado. Le dijo:

—Pero, Mady, te equivocas.

—No hay equivocación que valga. Nunca creía que serías capaz de hacer una cosa como ésa.

—Pero, mujer, ¡si no sé de qué me hablas!

Madeleine empezó a levantar la voz, furiosa, y a temblar:

—¡Hijo de la gran…! No me trates con esa suavidad, que me conozco todos tus sucios trucos. —Y luego chilló—: ¡Esto se tiene que acabar! ¡No toleraré que me hagas seguir por un sabueso! —Aquellos maravillosos ojos se enrojecían con la furia.

—Pero, mujer, ¿para qué iba yo a hacerte seguir por nadie? No comprendo. ¿Qué podría proponerme descubrir?

—¡Ese hombre me ha seguido toda la tarde! —Con mucha frecuencia, tartamudeaba cuando estaba enfadada.-Esperé en el lavabo de las señoras, en Field’s, por lo menos media hora. Y, cuando salí, aquel hombre estaba aún allí. Luego, en el túnel del I. C… cuando yo estaba comprando unas flores…

—Quizá fuera, sencillamente, algún tipo que te seguía por que le gustabas. Nada tengo que ver con eso.

—¡Era un policía! —Apretaba los puños. Tenía los labios muy apretados, en una fina línea, y le temblaba todo el cuerpo—. Y esta tarde, cuando llegué a casa, estaba sentado en el porche de la casa de al lado.

Moses, pálido, dijo:

—Me lo enseñas, Mady, y ya le hablaré yo… No tienes más que decirme cuál es.

Edvig calificó esto de «episodio paranoico», y Herzog exclamó:

—¿De verdad? —Meditó un momento sobre lo que había dicho el médico y luego exclamó mirando al doctor con los ojos muy abiertos—: ¿De verdad cree usted que fue una ilusión? ¿Quiere darme a entender que Madeleine está trastornada? ¿Loca?

Edvig respondió, midiendo sus palabras: —Un incidente como éste no denota locura. Fue sencillamente lo que dije: un episodio paranoico.

—Pero lo cierto es que la enferma es ella. Está mucho más enferma de lo que yo pueda estar.

¡Pobre chica! Aquello había sido un episodio clínico. Verdaderamente, estaba mal de la cabeza. Moses sentía siempre mucha compasión por las personas enfermas, y le aseguró a Edvig: —Si realmente es como usted dice, tendré mucho cuidado al tratarla. He de cuidarla bien.

La caridad siempre será sospechosa de morbidez: sadomasoquismo, una especie de perversión… Todas las tendencias más elevadas o morales, se hallan bajo la sospecha de que quienes las tienen son unos sinvergüenzas. Son cosas que honramos con palabras muy viejas pero que traicionamos o negamos con todo nuestro ser. De todos modos, lo cierto es que Edvig no felicitó a Moses por sus buenos propósitos hacia Madeleine.

—Lo que he de hacer —dijo Edvig— es hacerle ver esa tendencia que padece.

Pero no pareció alterar a Madeleine que la previniesen profesionalmente contra sus ilusiones paranoicas. Aseguró que no le decían nada nuevo al advertirle que era anormal. La verdad es que tomó todo esto con gran calma. Y le dijo a Herzog: «De todos modos, no es como para preocuparse».

Aquello continuó. Durante una o dos semanas más, la camioneta de los almacenes Field estuvo trayendo casi diariamente alfombras, lámparas, vestidos, abrigos, cajas de cigarrillos, y joyas. Y Madeleine no podía recordar haber hecho estas compras. En diez días, había gastado mil doscientos dólares. Todos los artículos elegidos eran muy buenos y de excelente gusto; quedaba, por lo menos, la satisfacción de que habían sido elegidos con buen gusto. Aunque desequilibrada, Madeleine lo hacía todo con gran estilo. Al devolver todas las compras de su esposa, Herzog lo hacía con gran consideración hacia ella. Procuraba siempre no herir sus sentimientos. Edvig predijo que Madeleine nunca llegaría a ser una verdadera psicópata, pero que tendría esos «arrebatos» durante el resto de su vida. A Moses, las rarezas de su mujer lo ponían melancólico, pero quizá sus suspiros expresasen una cierta satisfacción. Era posible.

Los encargos en las tiendas acabaron. Madeleine volvió a interesarse por sus estudios. Pero una noche, cuando se hallaban los dos desnudos en la habitación desarreglada, y Herzog, levantando la sábana, hizo una observación sobre los viejos libros que estaban allí debajo (polvorientos tomos de una antigua enciclopedia rusa) esto fue demasiado para Madeleine. Empezó a chillar y se arrojó en la cama rasgando las sábanas y arrojando al suelo los libros. Luego, arañando las almohadas, dio un terrible grito. El colchón tenía una cubierta de plástico y Madeleine se dedicó a retorcerla mientras maldecía a su marido con gritos que luego se fueron haciendo inarticulados, hasta que le salió por las comisuras de la boca una extraña baba.

Herzog recogió del suelo la lámpara de pie, que Madeleine había derribado.

—Madeleine, ¿no crees que deberías tomar algo para curarte de… esto?

Cometió la tontería de tender una mano para acariciarla, esperando así calmarla. Ella se irguió furiosa y le asestó una bofetada, aunque demasiado torpemente para lastimarle. Luego se puso en pie de un salto y luchó con él, no al estilo femenino de aporrearle con los puños cerrados sino poniéndose en la actitud de un luchador callejero. Herzog se volvió y recibió en la espalda los golpes de Madeleine. Aquel desahogo era necesario. Madeleine era una enferma.

Quizás hiciese bien en no pegarle. Podía haber vuelto a ganarme su amor. Pero debo decirle a usted que mi debilidad durante aquellos días la ponía furiosa, como si lo que yo me estuviera proponiendo fuese vencerla en el juego religioso. Sé que discutió usted con ella sobre temas elevados, pero el menor intento mío de tratar con ella de esas ideas, la pone frenética. Me considera como un farsante, pues, en su mente paranoica, me desintegró en mis primitivos elementos. Pero me atrevo a sugerir que su actitud quizás hubiera cambiado si yo le hubiera dado una buena paliza. La paranoia quizá sea el estado mental normal en los salvajes. Y si mi alma, desplazada, experimentase estas elevadas emociones, no habría que atribuírmelas a mí; desde luego usted no me atribuiría el mérito con sus actitudes sobre las buenas intenciones. He leído lo que escribió usted sobre el realismo psicológico de Calvino. Espero que no le importe si le digo que su trabajo revela un concepto bajo y retorcido de la naturaleza humana. Así veo yo el freudismo protestante de usted.

Edvig había permanecido sentado tranquilamente mientras Herzog le explicaba aquel asalto en el dormitorio. Luego dijo: —¿Por qué supone usted que ocurrió aquello?

—Supongo que sería por los libros, porque lo interpretaría como una intromisión mía en sus estudios. Si digo que la casa está sucia y apesta, cree que estoy criticando su mente y obligándola a abandonar su mundo espiritual para hacerla dedicarse a las tareas caseras. Se siente herida en sus derechos como persona…

Las respuestas emotivas de Edvig no fueron satisfactorias. Cuando necesitaba una reacción sensible, Herzog tenía que lograrla de Valentín Gersbach. Por eso acabó confiándole a él sus preocupaciones. Pero primero, cuando entraba en casa de éste, tenía que enfrentarse con la frialdad (y él no podía comprenderlo) de Phoebe Gersbach, que salía a abrirle. Ésta se mostraba muy tirante, seca, siempre en actitud forzada. Desde luego, Phoebe sabía que su marido se acostaba con Madeleine. Y Phoebe sólo tenía un objetivo en esta vida: conservar a su esposo y proteger a su hijo. Al acudir a abrirle la puerta, se encontraba con el tonto, sensible y sufrido Herzog que iba a ver a su amigo.

Phoebe no era fuerte; su energía era limitada. Ya debía de haber perdido toda capacidad de ironía. Y en cuanto a la compasión, ¿de qué lo podía compadecer ella? No del adulterio, por supuesto, pues era demasiado corriente para que ninguno de los dos lo tomara en serio. Además, para ella, el que un hombre pudiera poseer el cuerpo de Madeleine no era precisamente una ganga. En cambio, podía haber compadecido la estúpida tozudez de Herzog. La absurda afición que tenía a transformar sus penas en altas categorías intelectuales; o, sencillamente, podía haberlo compadecido porque sufría. Pero, probablemente, a Phoebe sólo le quedaba algo de sentimiento para su propia vida. Moses estaba seguro de que ella le reprochaba en silencio que estuviera agravando las ambiciones de Valentín pues era Herzog quien le había presentado al Chicago Cultural: Gersbach, la figura pública; Gersbach, el poeta, el intelectual de la televisión, el conferenciante del Hadassah sobre Martin Buber…

—Val está en su habitación —dijo—. Perdóneme, pero tengo que preparar al niño.

Gersbach estaba ordenando los libros en los estantes. Con movimientos lentos y deliberados medía la madera, la pared y hacía rayas con un lápiz en el yeso. Con su cara gruesa, colorada, y juiciosa, su ancho pecho y su pierna artificial que le hacía ladearse cuando estaba de pie, se concentraba en la elección del sitio donde tenía que poner el enchufe mientras escuchaba el relato que le hacía Herzog sobre el extraño ataque de Madeleine.

—Nos disponíamos a acostarnos.

—¿Y qué?

Gersbach hizo un esfuerzo para no perder la paciencia.

—Estábamos ambos desnudos.

—¿No intentaste nada? —dijo Gersbach con severidad.

—¿Yo? No, hombre. Madeleine había construido una muralla de libros rusos en torno a ella. Vladimir de Kiev, Tijon, Zadonsky… ¡Y en mi cama! ¡No basta con que hayan perseguido a mis antepasados! Madeleine saca de la biblioteca los libros más raros, los que nadie ha leído desde hace cincuenta años. Las sábanas estaban llenas de bolitas de papel roto.

—¿Has vuelto a quejarte?

—Quizás, un poco. Había cáscaras de huevos, huesos de la carne, latas vacías, todo eso y más debajo de la mesa y del sofá… Es mal ejemplo para June.

—¡Ésa es tu equivocación! Madeleine no puede aguantar tu tono superior recriminatorio. Si esperas de mí que yo colabore para arreglar esto, tengo que decírtelo. Tú y ella —no es un secreto para nadie— sois las dos personas a las que quiero más. Por eso debo advertirte, chaver, que no debes hacer caso de las tonterías ni de los detalles estúpidos. Tienes que colocarte en un nivel más elevado y serio.

—Ya sé —dijo Herzog—. Ella está pasando por una larga crisis; parece como si se estuviera buscando a sí misma. Y reconozco que a veces le hablo en un tono inadecuado. Ya he consultado sobre esto con Edvig. Pero el domingo por la noche…

—¿Estás seguro de que no intentaste nada con ella?

—No. Precisamente lo habíamos hecho la noche anterior.

Gersbach estaba furioso. Miró a Moses con los ojos irritados y dijo:

—No te he preguntado eso. Mi pregunta se refería solamente a la noche del domingo. Tienes que aprenderte tu papel, maldita sea. Si no te pones a mi nivel, nada podré hacer por ti.

—¿Porqué tengo que ponerme a tu nivel? —preguntó Moses, que estaba asombrado de la vehemencia de las palabras y las miradas de Gersbach.

—No espero eso de ti. Eres demasiado evasivo.

Moses pensaba en esta acusación bajo la intensa mirada enrojecida de Gersbach. Tenía ojos de profeta, de Shofat, sí, de juez de Israel, de rey. Este Valentín era una persona misteriosa.

—Lo habíamos hecho la noche anterior. Pero en cuanto terminamos, encendió ella la luz, cogió uno de esos volúmenes polvorientos rusos, se lo apoyó en el pecho y empezó a leer. Ya en el momento de empezar yo a apartarme de ella, tendía sus manos en busca del libro. Ni un beso. Ninguna caricia después. Se le movía la nariz, de ese modo tan peculiar en ella.

Valentín sonrió levemente: —Quizá debierais dormir separados.

—Sí, podría dormir yo en la habitación de los niños. Pero June está muy inquieta, y de madrugada se levanta muchas veces. Me despierto y me la encuentro junto a mi cama. Con frecuencia viene orinada. La niña es ya una víctima del ambiente tirante de sus padres.

—Déjate de tonterías respecto a la niña. No la metas a ella en esto.

Herzog inclinó la cabeza. Se sentía a punto de llorar. Gersbach suspiró y anduvo lentamente a lo largo del muro, inclinándose y poniéndose derecho como un gondolero.

—Ya te expliqué la semana pasada… —dijo Valentín.

—Convendría que me lo dijeras de nuevo.

—Pues escúchame. Te lo volveré a decir. —La pena estropeaba mucho, como si la hiriese, el hermoso rostro de Herzog. Cualquiera a quien él hubiese lastimado con su orgullo podría sentirse ahora bien vengado al verle tan estropeado. El cambio que se había operado en su aspecto era casi ridículo. Y los sermones que Gersbach le dirigía eran tan espirituales, vehementes y vulgares que también resultaban ridículos. Eran como una parodia del deseo del intelectual por significados y cualidades más elevados. Moses estaba sentado junto a la ventana, al sol, escuchando.

—De una cosa puedes estar seguro, bruder —dijo Valentín—. En este asunto no tengo prejuicios. —Le gustaba emplear expresiones yiddish, aunque las empleaba mal. En cuanto a Herzog, su fondo yiddish era aristocrático, y por eso escuchaba con instintivo snobismo el acento vulgar de Gersbach, de carnicero, de trabajador del puerto, o algo así.

—Escucha, aunque fueses un criminal, aunque fueras lo peor del mundo, nada podría afectar a nuestra amistad. ¡Sabes muy bien que hablo en serio! No te guardo ningún rencor por las cosas que me has hecho.

Moses, asombrado de nuevo, dijo: —¿Y qué te he hecho yo?

—De eso, ni hablar. Hob es in drerd. Ya sé que Mady es una arpía. Y a lo mejor crees que nunca he tenido ganas de pegarle a Phoebe una patada en el culo. ¡Esa klippa! Pero ¡qué se le va a hacer, así es la naturaleza femenina! —Se sacudió su abundante melena, brutalmente trasquilada—. Sé muy bien que has cuidado a tu mujer durante algún tiempo. Pero ¿qué le vamos a hacer si tiene un padre inaguantable y una madre insoportable? De modo que no esperes ningún buen resultado de tus cuidados.

—Eso desde luego. Pero en un año me he gastado todo lo que heredé. Y ahora tenemos ese maldito rincón de Lake Park, oyendo toda la noche pasar los trenes. Las tuberías apestan. Toda la casa es una porquería y por todos lados hay libros rusos y la ropa sin lavar de los niños. Y allí estoy yo en medio de tanta porquería.

La arpía te está probando. Tú eres un profesor importante, te invitan a dar conferencias y tienes una correspondencia internacional. Por eso quiere tu mujer que reconozcas su importancia. Eres un ferimmter mensch.

Moses, como si se tratara de salvar su alma, tuvo que corregir este error en la lengua judía. Y dijo con calma: —Berimmter.

—Efe o be, ¿qué más da? Pero no se trata tanto de tu reputación como de tu egoísmo. Podrías ser un verdadero mensch. Lo tienes todo para serlo. Pero lo estás mandando todo a la porra. Es una pena que una persona que vale tanto como tú muera de amor. A estas alturas, ¡morirse de pena! ¡Eso no puede ser!

Tratar con Valentín era como hacerlo con un rey. Tenía garra. Podía haber estado agarrando un cetro. Era efectivamente un rey, un rey emotivo, y su reino era lo profundo de su corazón. Captaba todas las emociones que lo rodeaban como por derecho divino o espiritual. Y es que él podía sacarle más partido a esas emociones, y por eso se las apropiaba. Era un hombre grande, demasiado grande para andarse con rodeos; y precisamente a Herzog le chiflaba la grandeza, e incluso la grandeza de pacotilla, pero ¿era efectivamente tan falsa como parecía?

Salieron para ventilarse un poco con el aire fresco de invierno. Gersbach llevaba puesto su chaquetón forrado, con un gran cinturón, sin sombrero, exhalando vapor y batiendo la nieve con la pierna artificial. Moses llevaba hacia abajo el ala de su sombrero de terciopelo verde. Sus ojos no podían soportar el brillo de la nieve.

—Cuando perdí la pierna —dijo Gersbach— tenía yo siete años y estaba en Saratoga Springs detrás del hombre de los globos, que tocaba su pequeño fifel. Cuando tomé por el atajo entre los camiones, bajo los que me colaba, tuve mucha suerte de que me encontraran inmediatamente después de que una rueda me cortara la pierna. Envuelto en el abrigo del nombre que me sacó, me llevaron al hospital. Recuerdo que cuando llegué me sangraba la nariz. Me quedé solo en la habitación. —Moses escuchaba, muy pálido—. Me incliné —prosiguió Gersbach, como si contara un milagro—. Cayó en el suelo una gota de sangre y en ese momento vi a un ratoncito debajo de la cama que parecía contemplar mi gota de sangre. Se fue hacia atrás moviendo la cola y los bigotes. Recuerdo que la habitación estaba llena de la brillante luz del sol… —(hay tormentas hasta en el sol, pero aquí todo es pacífico y templado, pensó Moses)—. Allí, debajo de la cama, había un pequeño mundo. Luego me di cuenta de que no tenía la pierna.

Valentín habría negado que las lágrimas que mojaban sus ojos las derramase por él mismo. No; maldita sea, habría dicho. Él no lloraba por él mismo, sino por aquel niño pequeño. También Moses había contado cien veces historias de su infancia, de modo que no se podía quejar de que Gersbach repitiera las suyas. Cada hombre tiene un surtido de poemas vitales. Pero Gersbach casi siempre lloraba y resultaba extraño porque se le pegaban sus rizadas pestañas cobrizas. Era tierno, pero parecía duro con su rostro ancho y rudo y una barbilla decididamente brutal, y Moses reconocía que el hombre que había sufrido más era más especial y por eso Gersbach era tan distinto, pues su angustia bajo las ruedas del camión debía de haber sido más intensa que todo el sufrimiento que él mismo, Moses, había pasado. La cara atormentada de Gersbach se ponía como de piedra, puntuada por las cerdas de su barba roja. El labio inferior casi le desaparecía bajo el superior. ¡Y esa pena tan grande que parecía tener siempre bajo su aparente alegría! ¡Una pena fundida!

***

Dr. Edvig, escribió Herzog, usted opinaba, y lo repitió muchas veces, que Madeleine era de una profunda naturaleza religiosa. Cuando se convirtió, antes de casarnos, fui a la iglesia con ella más de una vez. Recuerdo claramente… En Nueva York

Insistió mucho. Una mañana, cuando Herzog la acompañó hasta la puerta de la iglesia en un taxi, Madeleine le dijo que entrara con ella. No tuvo más remedio. Ella le había dicho que no podría haber relación alguna entre ellos si él no respetaba su fe. —Pero es que yo no sé ni una palabra de estas cosas de iglesia— dijo Moses.

Madeleine se apeó del taxi y subió rápidamente las escaleras esperando que él la seguiría. Herzog pagó al chófer y corrió tras ella. Madeleine empujó la puerta oscilante con un hombro. Metió un dedo en la pila y se persignó como si lo hubiera estado haciendo toda su vida. Había aprendido aquello en las películas probablemente. Pero ¿de dónde le venía aquella mirada de angustia y de torturada perplejidad en su rostro? Madeleine, con su vestido gris con cuello de ardilla, y su sombrero de gran tamaño, izada en sus altos tacones. La siguió despacio y se subió las solapas del abrigo sal y pimienta, mientras con la otra mano sostenía su sombrero. El cuerpo de Madeleine se encogía en los pechos y hombros y se le había enrojecido la cara de tan excitada como estaba. Tenía recogido el cabello severamente bajo el sombrero, pero le salían mechones por debajo. La iglesia era un edificio nuevo, pequeño, frío, oscuro, con el barniz brillando en los bancos de roble y unas llamitas inmóviles en el altar.

Madeleine se arrodilló. Pero era más que una genuflexión. Era como si se hundiera, como si quisiera extender todo su ser por el suelo y aplastar el corazón en las tablas del suelo. Él se daba cuenta de ese impulso que sentía Madeleine. Tapándose la cara por ambos lados con el cuello levantado del abrigo, como un caballo con sus orejeras, se sentó en el mismo banco que ella. ¿Qué hacía él allí? Estaba casado, era padre y, sobre todo, era judío. ¿Qué hacía, pues, en una iglesia católica? Sono la campanilla. El sacerdote, rápido y seco, recitó su latín. En las respuestas, la voz clara y alta de Madeleine conducía a las demás. Se persignó. Hizo una genuflexión antes de salir. Y luego, cuando estuvieron ya en la calle de nuevo, su rostro recobró su color normal. Sonrió y dijo: —Vamos a algún sitio agradable para desayunar.

Moses le dijo al taxista que los llevara al Plaza.

—No estoy vestida para ir allí —dijo ella.

—En ese caso te llevaré a la Granja de Steinberg, pues yo también prefiero ese sitio.

Madeleine se estaba pintando los labios y ahuecándose la blusa y poniéndose mejor el sombrero. ¡Qué atractiva resultaba cuando quería! Tenía la cara alegre y redonda, de buen color, y el azul de sus ojos era claro. Resultaba tan distinta de cuando pasaba por las terribles rachas menstruales en que se le ponía mirada asesina. El conserje salió de su refugio rococó. Hacía mucho viento. Entraron en el vestíbulo. Pequeñas palmeras y alfombras rojas, muchos dorados, botones…

No acabo de comprender lo que entiende usted por «religioso». Una mujer religiosa puede descubrir que no está enamorada de su amante o de su esposo. Pero ¿y si odia al uno o al otro? ¿Y si está deseando continuamente que muera? ¿Y si lo desea con la mayor intensidad, incluso cuando están haciendo el amor? ¿Qué pasa si el hombre, en el coito, ve en ella ese deseo asesino en sus ojos azules como si fuera la plegaria inocente de una doncella? Escuche usted, Dr. Edvig, no soy tonto y muchas veces querría serlo. De poco sirve tener una mente compleja si no es uno un filósofo. No quiero decir que toda mujer religiosa tenga que ser adorable o una gatita santurrona. Pero me gustaría saber por qué decidió usted que Madeleine es profundamente religiosa.

No sé cómo me metí en una especie de concurso religioso. Usted, Madeleine, y Valentín Gersbach no hacían más que hablarme de religión, de modo que intenté probar cómo resultaría actuar con humildad. Como si esa pasividad idiota o esa cobardía o actitud masoquista fueran la verdadera humildad u obediencia y no una terrible decadencia. ¡Qué asco! ¡Oh, paciente Griselda Herzog! Cerré las contraventanas como si realizara un acto de amor, dejé a mi niña bien atendida, pagué el alquiler, el combustible, el teléfono y el seguro e hice mis maletas. En cuanto me marché, Madeleine —su santa, doctor—, envió mi retrato a los policías. Si alguna vez se me ocurría pisar el umbral de aquella casa para vera mi hija, Madeleine llamaría al coche de la patrulla. Tenía ya una orden de detención. Gersbach me llevó a la niña y me proporcionó consejos y consuelos religiosos. Me llevó libros (de Martin Buber). Me ordenó que los estudiara. Y yo, como en un trance nervioso, me tragué Yo y tú, Entre Dios y el hombre y La fe profética. Luego los comentamos.

Estoy seguro de que usted conoce las ideas de Buber. Está mal convertir a un hombre (un sujeto) en una cosa (un objeto). Por medio del diálogo espiritual, la relación Yo-Ello se convierte en una relación Yo-Tú. Llega Dios y penetra en el alma del hombre. Y los seres humanos entran y salen en las almas de los demás. A veces lo que hacen es entrar y salir en las camas de los demás. Puede uno sostener un diálogo con un hombre. Y a la vez, relacionarse íntimamente con su esposa. Le coge usted la mano al pobrecillo. Le mira a los ojos. Lo consuela. Y mientras tanto, se encarga usted de reformarle su vida. Incluso dependerá de usted decidir cuál va a ser su presupuesto durante los años venideros. Le quita usted su hija. Y para colmo, resulta que todo esto tiene que ver con los sentimientos religiosos. Por último, usted tiene que sufrir más que el otro, porque el mayor pecador es usted, que ha tenido que fastidiarse en todo. Recordará usted que me dijo lo injustificadas que eran mis sospechas hostiles de Gersbach. Incluso me hizo usted ver que eran síntomas paranoicos. ¿Sabía usted entonces que ese hombre era el amante de Madeleine? ¿Llegó a decírselo ella? No, porque, si no, no habría sido usted capaz de decirme esas cosas que ahora resultan tan cómicas. Y reconozcamos que Madeleine tenía muy buenas razones para temer que la siguiera un detective privado. En todo este asunto no ha habido neurosis en absoluto. Madeleine, también paciente de usted, le contó cuanto se le antojó. Usted no sabía ni palabra de lo que estaba ocurriendo ni lo sabe tampoco ahora. Ella le tenía cegado. Y se enamoró usted de ella, ¿verdad? Eso era precisamente lo que se proponía Madeleine. Quería que usted le ayudara a reventarme. Lo habría hecho de todos modos de algún modo, pero encontró en usted un instrumento muy útil. En cuanto a mí, yo era paciente de usted