Acompañó a Ramona a la tienda después de desayunar. Ella llevaba un ajustado vestido rojo. Iban besándose y acariciándose en el taxi. Moses estaba muy contento y se reía mucho, diciéndose varias veces a sí mismo: «¡Es encantadora! Esta mujer me conviene». Se apearon en la avenida Lexington y se abrazaron en la acera (¿desde cuándo se portaban tan apasionadamente los hombres maduros en los sitios públicos?). El rojo de labios de Ramona había desaparecido ya y tenía la cara radiante, ardiendo y, mientras besaba a Moses, apretaba contra él sus pechos. El taxista y la señorita Schwartz, la ayudante de Ramona, contemplaban la escena. ¿Era quizás ésta la manera de vivir?, se preguntó Herzog. ¿Había ya tenido bastantes penas, había pagado su deuda al sufrimiento para haberse ganado ya el derecho a no preocuparse de lo que pudieran pensar los demás? Apretó más a Ramona y la sintió henchirse, como si le fuera a estallar el corazón en el cuerpo y el cuerpo en su vestido rojo tan ceñido. Ella le dio aún más besos perfumados. En la acera, ante el escaparate de la tienda de flores, había margaritas, lilas, pequeñas rosas, semilleros de tomates y pimientos para trasplantarlos, todo ello recién regado. También había una maceta perforada que dejaba un reguero de agua, la cual trazaba unas confusas formas en el cemento. A pesar de los autobuses, que emporcaban el aire con sus apestosos gases, Herzog percibía el fresco olor de la tierra y oía pasar a las mujeres que repiqueteaban el duro pavimento con sus tacones. Así, ante la diversión del taxista y el gesto de censura apenas contenido de la señorita Schwartz, que los miraba por entre las hojas, siguió besando la cara pintada y fragante de Ramona. Por la gran trinchera abierta de la avenida Lexington, los autobuses despedían veneno, pero las flores sobrevivían: rosas rojas, pálidas lilas. La pureza de las flores blancas, los tonos colorados, y todo ello cubierto por la fina capa dorada de la luz de Nueva York. Aquí, en la calle y hasta donde lo permitía su manera de ser y las circunstancias, Herzog probaba la vida que podría haber llevado de haber sido, simplemente, una criatura enamorada.

Pero en cuanto se halló de nuevo, esta vez solo, en el taxi, era de nuevo el inevitable Moses Elkanah Herzog. ¡Hay que verlo que soy, hay que ver! Mientras el taxi avanzaba, él pensaba: Me caigo una y otra vez sobre las espinas de la vida y sangro. Y luego, ¿qué hago? Pues caerme sobre las espinas de la vida y sangrar. ¿Y un poco después? Entonces me tumbo en la cama, y me tomo unas breves vacaciones pero no tardo en caer sobre esas mismas espinas y me complazco en el dolor o sufro en la alegría. ¡Vaya usted a saber en qué consiste la mezcla! Pero ¿hay en mí algún bien que dure? ¿Nada más hay entre el nacimiento y la muerte que lo que puedo sacar de esta perversidad, sólo un balance favorable de emociones desordenadas? ¿Ninguna libertad? ¿Sólo impulsos? Y ¿qué hay de todo el bien que guardo en el corazón; acaso nada significa éste? ¿Se trata sencillamente de un chiste? ¿O es una falsa esperanza que le hace a uno sentir la ilusión de que uno vale algo? De modo que sigo luchando conmigo mismo. Pero este bien de ahora no es falso. Sé que no lo es. Lo juro.

Estaba otra vez muy excitado. Le temblaban las manos cuando abrió la puerta de su piso. Tenía la convicción de que debía hacer algo, algo práctico y útil y que debía hacerlo en seguida. Su noche con Ramona le había dado nuevas energías, pero esta fuerza renovada hacía revivir sus miedos; y con los demás, el miedo de que podía venirse abajo. Estaba convencido de que estos sentimientos tan intensos podían acabar desorganizándolo irremediablemente.

Se quitó la chaqueta y los zapatos; se aflojó el cuello de la camisa y abrió las ventanas. La corriente de aire cálido, con el olor contaminado del puerto, levantó las sucias cortinas y agitó la persiana de la ventana. Esta corriente de aire lo calmó un poco. No, el bien de su corazón no le valía de mucho pues aquí estaba en su piso, de vuelta de una noche de amor, con el labio inferior dolorido de tantos mordiscos y besos, aquí estaba otra vez con sus cuarenta y siete años y con sus problemas menos resueltos que nunca, y ¿qué más podía presentar a su favor el Día del Juicio? Había tenido dos esposas, tenía dos hijos; había trabajado mucho en sus tareas de erudición y su vieja maleta estaba atestada, como un duro cocodrilo, con su manuscrito incompleto. Mientras él se dejaba ir, otros llegaron con las mismas ideas. Hacía dos años, en Broadway, un profesor de Berkeley llamado Mermelstein le había «pisado» el tema y todo lo que él pretendía decir, y había logrado lo mismo que él se proponía: sobrepasar y hacer polvo a todos los que trabajaban en lo mismo, dejándolos a todos atrás, como él mismo se había propuesto. Mermelstein era un hombre listo y un excelente erudito. Y debía de estar libre de todas las trabas personales que fastidiaban a Herzog, mereciendo así un lugar importante en la comunidad humana. En cambio él, Herzog, había cometido algún pecado contra su propio corazón, mientras se proponía encontrar una gran síntesis.

Lo que este país necesita es una buena síntesis de cinco centavos.

¡Qué catálogo de errores! Por ejemplo, sus luchas sexuales. En esto se había equivocado por completo. Fue a hacerse un poco de café y se ruborizó mientras medía el agua en la copa graduada. Porque estaba pensando que el individuo histérico es quien permite que sea polarizada su vida entre simples antítesis como fuerza-debilidad, potencia-impotencia, salud-enfermedad. Se siente desafiado pero es incapaz de luchar contra la injusticia social y, por demasiado débil, pelea contra las mujeres, contra los niños, contra sus «desgracias». Basta fijarse en un caso como el de George Hoberly, siempre gimoteante. Herzog lavó su anillo en el café de la taza. ¿Por qué se precipitaba Hoberly febrilmente a las tiendas de lujo de Nueva York para comprarle regalos íntimos a Ramona? Pues porque se sentía aplastado por el fracaso. Véase cómo un hombre somete toda su vida a alguna labor extremada, incluso mutilándose o matándose en la esfera que él elige. Ésta era antes la esfera política; ahora es la sexual. Quizás Hoberly estuviese convencido de que no había satisfecho a Ramona en la cama. Pero esto no parece una causa probable. Una mujer como Ramona no considera irremediable un trastorno del miembro, ni siquiera la ejaculatio praecox. Si acaso, estas humillaciones la harán reaccionar en algún sentido o la intrigarán haciendo brotar su generosidad. No; Ramona era muy humana. Lo que no quería en modo alguno era que ese tipo tan desesperado la cargase con todas sus debilidades. Es posible que un hombre como Hoberly quiera, al quedar destrozado, dar testimonio del fracaso de la existencia individual. Hoberly quiere demostrar que esas relaciones no pueden funcionar. Lleva el amor hasta el absurdo pretendiendo desacreditarlo para siempre. Y de ese modo sirve aún con mayor devoción a ese Leviathan de la organización. Pero había otra posibilidad: que un hombre en el que estallan necesidades no reconocidas, imperativos, deseos de actividad y de hermandad, a quien desespera su afán de realidad y de Dios, no pueda esperar y se arroje alocadamente sobre cualquier cosa que parezca una esperanza. Y Ramona, precisamente, parece una esperanza; ha elegido serlo. Y de esto sabía algo Herzog pues él mismo había dado a la gente la esperanza, algunas veces. Emitiendo un mensaje secreto: «Confía en mí». Esto era, probablemente, simple cuestión de instinto, de salud o de vitalidad. Lo que lleva a un hombre de mentira en mentira, o le induce a dar esperanza a otros, es precisamente su vitalidad. Me parece, pensaba Herzog, que lo que hago es inflamarme con mi drama, con el fracaso, la renuncia, la distorsión, inflamarme voluptuosamente, estéticamente, hasta lograr el climax sexual. Y este climax parece como una decisión y una respuesta a muchos problemas «más elevados». Mientras pueda yo confiar en Ramona en su papel de profetisa, de eso se trata. Ella ha leído a Marcuse, a N. O. Brown, a todos esos neofreudianos. Quiere hacerme creer que el cuerpo es un «hecho espiritual», el instrumento del pecado para el alma. Ramona es encantadora y adorable, incluso muy conmovedora, pero sus teorías son una peligrosa tentación. Sólo puede conducir a errores más «intelectuales».

Contempló cómo batía el café la rajada cúpula del filtro (movimiento comparable al de sus pensamientos contra su cráneo). Cuando estuvo lo bastante negro llenó la taza y aspiró su aroma. Decidió escribirle a Daisy diciéndole que visitaría a Marco el Día de los Padres pero sin manifestar debilidad alguna. ¡Ya estaba bien de debilidades! También decidió hablar con el abogado Simkin. Inmediatamente.

***

Debía de haber llamado a Simkin antes, pues conocía sus costumbres. El coloradote y gordo solterón, tan maquiavélico, vivía con su madre, su hermana viuda y varios sobrinos y sobrinas en el Central Park West. Su piso era lujoso pero él dormía en un catre militar en la más pequeña de las habitaciones. Sobre su mesilla de noche había una gran pila de libros de leyes y allí leía y preparaba sus casos, hasta altas horas de la noche. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con cuadros expresionistas abstractos sin enmarcar. A las seis de la mañana se levantaba e iba en su Thunderbird a un pequeño restaurante del East Side. Sabía de los sitios más auténticos: chinos, griegos, birmanos, las cuevas más sombrías de Nueva York. Herzog le había acompañado muchas veces. Después de un buen desayuno, Simkin se iba a su oficina y allí le gustaba tumbarse en el sofá negro Naugahyde, cubriéndose con la manta afghana que le había hecho su madre, y escuchaba música de Palestrina o Monteverdi mientras elaboraba sus estrategias legales y mercantiles. A las ocho o así se afeitaba sus grandes mejillas y hacia las nueve, después de haberle dejado instrucciones a su personal, salía para asistir a las subastas y visitar las exposiciones.

Herzog marcó el número y encontró a Simkin en su despacho. Al instante —era de ritual— Simkin empezó a quejarse. Era junio, el mes de las bodas, y dos jóvenes miembros de aquella firma de abogados estaban ausentes. Nada menos que de viaje de bodas. ¡Qué idiotas!

—Bueno, profesor —dijo— no le he visto desde hace mucho tiempo. ¿Qué se trae usted entre manos?

—En primer lugar, quiero preguntarle si me puede usted aconsejar. Después de todo, usted es amigo de la familia de Madeleine.

—Digamos, mejor, que me relaciono con ellos. A usted, en cambio, le tengo simpatía. Ningún Pontritter necesita mi simpatía, y menos que todos ellos, ésa arpía de Madeleine.

—Recomiéndeme usted otro abogado si no quiere encargarse de esto.

—Los abogados resultan caros. Usted no está nadando en dinero, creo yo.

Claro que no, pensó Herzog. Simkin siente curiosidad y le gustaría saber lo más posible de mi situación. ¿Acaso es que me siento ofendido? Ramona quiere que consulte con su abogado. Pero podría ligarme de nuevo a algo. Además, el abogado de Ramona querría proteger a ésta de mí.

—¿Cuándo está usted libre, Simkin? —preguntó Herzog.

—Escuche: elegí dos cuadros de un pintor yugoslavo… Pachích. Acaba de llegar del Brasil.

—¿Podemos comer juntos?

—Hoy no.

—Con media hora tendremos bastante.

—Podemos almorzar en Macario’s. Apuesto lo que quiera a que nunca ha oído usted hablar de ese sitio… Claro, estaba seguro de que no. —Le gritó a su secretaria—: Tráigame ese artículo donde Earl Wilson habla del restaurante de Macario’s. ¿Me ha oído usted, Tilly?

—¿Estará usted ocupado todo el día, Simkin?

—Tengo que ir a los tribunales. Esos abogados jóvenes que trabajan conmigo, con sus mujercitas recién estrenadas mientras yo tengo que luchar aquí solo contra el Molochha-movos. ¿Sabe usted lo que cobran en casa de Macario’s por servir spaghetti al burro? Adivínelo.

Herzog pensó que lo mejor era seguirle la corriente. Calculó un poco. Se frotó las cejas con el pulgar y el índice:

—¿Tres dólares con cincuenta?

—¿Ésa es la idea que tiene usted de los sitios caros? ¡Cinco dólares y cincuenta centavos!

—¡Dios mío! ¿Y qué ponen en ese plato para cobrar tanto?

—Está salpicado con polvo de oro, no con queso. En serio, Herzog, tengo que intervenir mañana en un juicio. Yo; yo mismo, porque ya le he dicho que no cuento estos días con mis jóvenes compañeros. Y ya sabe usted que detesto las salas de audiencia.

—Déjeme que le recoja en un taxi y que le lleve a donde tiene que ir.

—Pero es que he de esperar aquí, en la oficina, al cliente. Verá usted lo que vamos a hacer: si me queda tiempo luego… Pero me parece que está usted muy nervioso. Mi primo Wachsel está en la oficina del fiscal. Le hablaré de su caso de usted… Y, por lo pronto, mientras no llega ése que espero, ¿por qué no me va contando de qué se trata?

—Pues de mi hija.

—¿Quiere usted pleitear para conseguir su tutela?

—No es precisamente eso sino que estoy preocupado por ella. No sé cómo sigue la niña.

—Además de eso, supongo que querrá usted vengarse.

—Envío con regularidad el dinero para la madre y la niña, siempre pregunto por June y pido que me la dejen ver, pero nunca recibo ni una palabra de respuesta. Himmelstein, el abogado de Chicago, me dijo que no tengo ni la menor probabilidad de ganar un pleito sobre el derecho a la custodia. Pero es que no tengo idea alguna de cómo están cuidando y educando a la niña. Lo único que sé es que la encierran en el auto cuando les molesta. ¿Hasta qué serán capaces de llegar?

—¿Cree usted que Madeleine no es una buena madre?

—Claro que lo creo, pero no me decido a meterme entre la madre y la hija.

—¿Sigue viviendo Madeleine con ese tipo, aquel amigo de usted? —preguntó Simkin—. ¿Recuerda usted cuando se fue a Polonia el año pasado e hizo testamento? Nombró usted a ese hombre ejecutor testamentario y tutor de la niña.

—¿Hice yo eso?… Sí, ahora lo recuerdo. Sí, creo que sí.

Herzog oyó en el teléfono una tosecita significativa del abogado. Estaba claro que era una tos fingida. Pero ¿cómo echarle eso en cara? Al mismo Herzog le hacía gracia su fe sentimental en sus «mejores amigos» y no podía remediar el pensar en lo mucho que debía de haber contribuido a que Gersbach se divirtiese con su credulidad y buena fe. Herzog pensó que, evidentemente, él no estaba muy capacitado para velar por sus intereses; a diario demostraba su incompetencia en los asuntos materiales. ¡Qué estúpido!

—Me sorprendió mucho cuando le eligió usted como el hombre de su mayor confianza —dijo Simkin.

—¿Es que sabía usted algo?

—No, pero había algo en su aspecto, en su manera de vestir, en su vozarrón y su falso yiddish. Es un tremendo exhibicionista. No me gustaba la manera que tenía de hacerle a usted carantoñas. Incluso le besaba a usted, lo recuerdo…

—Eso era por su exuberante personalidad rusa…

Por supuesto; no estoy diciendo que sea exactamente un marica —dijo Simkin—. Pero ¿es seguro que Madeleine está liada con ese deslumbrante tutor? Por lo menos, podía usted investigar. ¿Por qué no contrata usted los servicios de algún investigador privado?

—¿Un detective? ¡Naturalmente, es una gran idea!

—¿Le parece a usted acertado?

—¡Claro que sí! ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí antes?

—Pero ¿tiene usted el dinero suficiente para eso? Ahora sale carísimo contar con un detective privado.

—Empezaré a trabajar de nuevo dentro de unos cuantos meses.

—Aun así, no sé si podrá… ¿Cuánto gana usted? —Simkin hablaba de lo que ganaba Herzog con un acento de tristeza. Pobres intelectuales, tan maltratados siempre. Parecía extrañarle que Herzog no se lamentase de su suerte. Pero Herzog seguía aceptando como normales los sueldos de la época de la Depresión.

—Puedo pedir dinero prestado.

—Los investigadores privados cuestan mucho. Se lo explicaré a usted. —Simkin hizo una pausa—. Las nuevas corporaciones han creado una nueva aristocracia bajo la presente estructura de impuestos. Los coches, los aviones, las suites de los hoteles, los restaurantes, los teatros, etc., están a unos precios que los hace prohibitivos para el hombre que gana poco. Eso ocurre también con el precio de la prostitución. Incluso con los médicos; ahora cuesta mucho más estar enfermo. En cuanto a las socaliñas de los seguros, los impuestos a los bienes inmobiliarios, etc., yo podría contarle a usted muchas cosas. Pero todo está ahora mucho mejor organizado. Las grandes compañías tienen su propio servicio secreto, espías científicos que roban a otras compañías secretos industriales. Por eso, los detectives ganan muchísimo para impedir esos robos o descubrir a los culpables, y cuando ustedes, los que ganan poco, quieren utilizarlos, se encuentran con una gente muy mal acostumbrada. Además, muchos chantajistas vulgares se llaman a sí mismos «investigador privado». Ahora, escúcheme, puedo darle a usted un buen consejo. ¿Lo quiere usted?

—Sí, diga. Pero… —Herzog vacilaba.

—¿Quiere usted decir «pero qué habrá ideado este hombre»? Escuche. Supongo que es usted la única persona en Nueva York que ignora las calumnias que me lanzó Madeleine. Y eso que yo era para ella como un tío suyo. La chica, viviendo siempre entre gente de teatro, era como una muñequita asustada. A mí me daba lástima Mady. Le regalaba muñecas, la llevaba al circo y, cuando luego ingresó en Radcliffe, pagué su ropa. Pero luego, cuando la convirtió al catolicismo ese Monseñor, intenté hablar con ella y me llamó hipócrita y bandido. Dijo que yo era un arribista y que me había aprovechado de las amistades de su padre para medrar. Que no era más que un ignorante judío. ¡Ignorante yo! Debería haber sabido que me dieron la medalla de oro en latín, en 1917. Muy bien. Pero luego, una primita mía, una muchachita epiléptica, que era inmadura, e inocente —parecía un ratoncito— y no podía cuidar de sí misma… más vale no entrar en detalles… fue insultada por Madeleine.

—¿Qué le hizo?

—Ésa es una larga historia.

—De modo —dijo Herzog— que ya no protege usted a Madeleine. Nunca me enteré de que hubiese dicho algo contra usted o su primita.

—Es posible que lo haya olvidado usted. Créame que me infirió heridas morales muy hondas. Pero, no se preocupe por eso. Yo soy un viejo acaparador de dinero y no pretendo tener derecho a la santidad, pero… En fin, así va el mundo de frenético. Quizás usted nunca se entere de estas cosas, ya que está absorto, profesor, en la Verdad, el Bien y lo Bello, como Herr Goethe.

—Bueno, Harvey, sé que no soy un realista. Me falta la energía necesaria para hacer todos los juicios que un hombre tiene que hilvanar si quiere ser realista. ¿Qué consejo iba usted a darme?

—Tenemos que pensar en algo ya que aún no viene mi apestoso cliente. Si realmente desea usted iniciar un proceso…

—Himmelstein me dijo que un Jurado me miraría mis pelos canos y esto le bastaría para dar un fallo contrario a mí. Quizá podría teñirme el cabello.

—Por lo pronto, cuente con un buen abogado de una de las grandes firmas. Evite que haya ante el Tribunal muchos judíos vociferantes. Dele a su pleito dignidad. Luego, hace usted que vayan a declarar los principales: Madeleine, Gersbach, la señora Gersbach; sí, que declaren bajo juramento. Basta con que sepan que cometerán perjurio si no dicen la verdad. Si el interrogatorio está bien llevado, estoy dispuesto a aconsejar al abogado que usted lleve y dirigir todo el proceso entre bastidores. No tendrá usted que teñirse ni un solo cabello.

Herzog secóse con la manga el sudor que le brotaba de la frente. De pronto tenía un terrible calor. Y al sudar, le salía también el perfume del cuerpo de Ramona que él había absorbido con el ejercicio del amor. Lo tenía mezclado a sus propios olores.

—¿Me sigue usted?

—Sí, le escucho, continúe —dijo Herzog.

—No tendrán más remedio que sincerarse y ellos mismos le harán a usted ganar. Le podemos preguntar a Gersbach cuándo empezó su asunto con Madeleine, cómo se las arregló para que usted lo llevase y lo colocara en el Medio Oeste… Porque fue usted quien le abrió camino allí, ¿no?

—Sí, le dieron la colocación por mí. Y les alquilé la casa. Incluso me ocupé de que les instalaran el aparato que deshace y elimina la basura. Medí las ventanas para que Phoebe decidiese si podía llevar de Massachusetts sus cortinas.

Simkin lanzó una de sus exclamaciones de asombro, y dijo:

—Bueno, pero ¿con qué mujer está viviendo ese Gersbach?

—Eso de verdad que no lo sé. Me gustaría poderle interrogar yo mismo. ¿Podría yo llevar el interrogatorio en el juicio?

—No es factible, pero el abogado puede hacer las preguntas que usted haya preparado. Podrá usted crucificar a ese inválido. Y, en cuanto a Madeleine, hasta ahora se ha salido siempre con la suya, y ni siquiera le entra en la cabeza que tenga usted derechos. ¡Se vendría abajo y se aplastaría!

—Muchas veces pienso que si ella se muriera, me devolverían a mi hija. Yo sería capaz de ver el cadáver de mi mujer sin piedad.

—Ellos, por su parte, tratan de asesinarlo a usted —dijo Simkin—. Desde luego, ya usted me entiende, es una manera de hablar. —Herzog comprendió que sus palabras sobre la imaginaria muerte de Madeleine habían excitado a Simkin y habían avivado su curiosidad por lo que él pudiera decirle. Quiere darme a entender que ahora mismo me siento yo capaz de asesinarlos a los dos. Pues, sinceramente, es verdad. Lo he ensayado mentalmente con una pistola, y una navaja; no he sentido horror ni culpabilidad. Nada en absoluto. Y antes no era capaz de imaginarme ese crimen. De modo que quizá sea capaz de matarlos. Pero no se lo diré a Harvey.

Simkin prosiguió:

—En el juicio, usted probará que esa pareja sostiene unas relaciones adúlteras —él sigue casado— y que su hijita, la de usted, está expuesta a esas vergonzosas escenas. En sí misma, la intimidad sexual no es condenatoria. Un tribunal de Illinois le dio la custodia de sus hijos a una fulana profesional porque, aparte de la vida que llevaba, había apartado siempre a sus criaturas de los lugares donde ella ejercía su profesión. Créame, los tribunales no esperan acabar con la revolución sexual de nuestra época.

Herzog escuchaba mientras miraba con gesto duro por la ventana. Trataba de aliviar los espasmos de su estómago y las extrañas sensaciones que le angustiaban el corazón. El teléfono parecía recoger el sonido rítmico, fino y rápido, de los latidos de su corazón. Quizá fuera sólo un reflejo nervioso de sus tímpanos. Era como si le temblasen las membranas.

—Comprenda usted —insistió Simkin— que todos los periódicos de Chicago hablarían del caso.

—Yo nada tengo que perder. Se puede decir que en Chicago me han olvidado. El escándalo perjudicaría a Gersbach; a mí no —dijo Herzog.

—¿Y de qué modo podría afectarle a él?

—Muy sencillo. Gersbach está en todos los sitios de Chicago y cultiva allí a todas las personas importantes: clérigos, profesores, periodistas, gentes de televisión, jueces federales, ilustres damas… Ahora organiza nuevas combinaciones en la tele. Por ejemplo, presenta en un mismo programa a Paul Tillich, Malcolm X y Hedda Hopper.

—Yo creía que ese tipo era un poeta y un locutor de radio. Ahora parece más bien uno de los mandamases de la TV.

—Es un poeta que comunica a las masas.

—No comprendo lo que se trae entre manos ese Gersbach.

—Yo se lo explicaré a usted. Es como un agente para la popularidad de los demás, un manager de las élites. Da la sensación, a las personas más diversas, de que tiene precisamente lo que ellos andan buscando para brillar y ser aún más conocidos. Él ofrece sutileza a los sutiles. Calor a los ardientes. Dureza a los duros. Hipocresía a los maleantes. Atrocidad a los atroces. Cualquier cosa que apetezca un corazón, él la tiene. Es un plasma emotivo que puede circular en cualquier sistema.

Simkin quedó encantado con esa inspirada oratoria. Herzog estaba seguro de ello. Incluso se daba cuenta de que el abogado le estaba «dando cuerda». Pero esta convicción no le desanimó. Y prosiguió:

—He procurado verlo como un tipo concreto y bien definido. ¿Es un Iván el Terrible? ¿O es un Rasputín? ¿O quizá podría ser algo así como el Cagliostro del pobre? ¿Es un político, un orador, un rapsoda? ¿Podría ser como un shaman siberiano? Por cierto, éstos suelen ser andróginos, maricas…

—¿Quiere usted decir que todos esos filósofos que se ha pasado usted tantos años estudiando quedan todos ellos anulados por un Valentín Gersbach? —dijo Simkin—. ¿Tantos años estudiando a Spinoza, a Hegel…?

—Me toma usted el pelo.

—Lo siento, Herzog, no es un buen chiste.

—No me importa. Además, yo no puedo responder por los filósofos. Quizá la filosofía del poder, Thomas Hobbes, pueda analizar a ese hombre. Pero cuando pienso en Valentín, en modo alguno pienso en la filosofía sino en los libros que yo me trazaba de muchacho, los libros donde se habla de las revoluciones francesa y rusa. Y en películas mudas como la Mme. Sans Gêne, de Gloria Swanson. O en Emil Jannings como general zarista. Veo las masas asaltando palacios e iglesias y saqueando Versalles, pateando en desiertos de crema o echándose el vino por las pecheras y vestidos de terciopelo púrpura, apoderándose de coronas, mitras y cruces…

Cuando hablaba así, Herzog lo sabía muy bien, se veía otra vez dominado por aquella fuerza excéntrica y peligrosa que otras veces se había apoderado de él. Ahora se sentía incapaz de contenerse y soltaba brillantes parrafadas. Pero le parecía que en cualquier momento podía oír un «crack» y saltar hecho pedazos. Tenía que interrumpir esto. Oía a Simkin riéndose bajito y sin parar y, probablemente, tendría la palma de una mano apoyada sobre su gordo pecho y le habrían salido unas arruguitas satíricas en torno a sus ojos y a sus peludas orejas.

—El resultado de la emancipación es la locura. Y la libertad ilimitada para elegir y representar una tremenda variedad de papeles, con una gran cantidad de energía en bruto…

Habló Simkin: —Estoy seguro de que usted no se identifica en serio con Versalles ni con el Kremlin ni, en general, con el Antiguo Régimen, ¿verdad?

—No, no, claro que no. Sólo son metáforas, y probablemente no son buenas. Sólo he querido dar a entender que Gersbach lo prueba todo. Por ejemplo, ya que me quitó mi mujer, ¿por qué tenía, además, que sufrir en lugar mío mi agonía? ¿Por qué hasta eso lo hacía mejor que yo? Y si es una figura excepcional de amante trágico, ¿para qué tiene además que hacerse pasar por el mejor de los padres y el más cariñoso de los maridos? Su esposa asegura que Valentín es un marido ideal. Su única queja era, cuando yo los trataba, que estaba encima de ella todas las noches sin faltar una, y ella, la pobrecilla, no podía estar siempre vibrando.

—¿A quién se quejaba?

—Pues a su mejor amiga, por supuesto. A Madeleine. ¿A qué otra persona iba a decirle semejantes intimidades? La verdad es que Valentín es un buen padre de familia junto con todo lo demás que es. Sólo él se daba cuenta de cómo debía de estar yo separado de mi hijita, y me escribía todas las semanas hablándome de ella. Estos informes eran muy fieles y puntuales. Emanaba de ellos un sincero cariño. Hasta que supe que era precisamente él quien me estaba causando el dolor del que él mismo me consolaba con sus cartas.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Lo busqué por todo Chicago. Por último, le envié un telegrama desde el aeropuerto del que me iba. Quería haberle dicho que lo mataría en cuanto le echara la vista encima. Pero la Western Union no acepta esa clase de mensajes. De modo que le telegrafié las palabras Dirt Enters At The Heart (El polvo penetra en el corazón), cuyas iniciales forman la palabra DEATH (Muerte).

—Estoy seguro de que esa amenaza lo sacó de quicio.

—No sé —siguió telefoneando Herzog sin sonreír—. Es supersticioso. Como dije, es un buen padre de familia. En su casa es el que hace todos los trabajos prácticos. Compra la ropa a los niños y va a Hillman’s para hacer otras adquisiciones. Lleva su bolsa de la compra. Además, es un deportista, y, según él mismo dice, fue campeón de boxeo cuando estudiaba en Oneonta, a pesar de su pierna de palo. Con los jugadores de pinacle, juega al pinacle; con los rabíes, es Martin Buber, y cuando está con los de la Sociedad de Madrigales de Hyde Park, canta madrigales.

—Bueno —dijo Simkin—, en resumen, es un psicópata en ciernes, jactancioso y exhibicionista. Un caso clínico. Es un tipo judío inconfundible. Uno de esos tipos alborotadores con una voz estentórea. Y ¿qué coche usa ese poeta promotor?

—Un Lincoln Continental.

—¡Vaya, vaya!

—Pero en cuanto cierra, de un golpe, la portezuela de su Continental, empieza a hablar como Carlos Marx. Le oí en el Auditorium. Hablaba ante un público de dos mil personas. Era un coloquio sobre el antisegregacionismo, y Gersbach estuvo atacando a la sociedad rica. Eso es lo que suele ocurrir. Si tiene usted un buen sueldo y un retiro asegurado y, por qué no, algún dinerito en acciones, ¿por qué no ser también muy avanzado en política? La gente ilustrada se apropia de lo mejor que puede hallar en los libros y se mete dentro de ellos lo mismo que algunos cangrejos se embellecen con las algas marinas. Y luego, Gersbach contaba con aquel público como de comerciantes y profesionales que sólo se preocupaban de sus asuntos y negocios pero que nada sabían de todo lo demás e iban a escuchar a los conferenciantes para aprender algo y les impresionaba oírles expresarse con fogosidad y confianza. Gersbach, agitando la cabeza como una llamarada, con una voz resonante como una bolera y la pierna de palo batiendo el suelo de madera, entusiasmaba a aquellas gentes… Para mí, ese hombre es una rareza, una cosa sorprendente, algo así como un niño mongólico cantando Aida. Pero para aquel público…

—Está usted perdiendo el tino, Herzog —le interrumpió Simkin—. ¿Por qué demonios empieza usted ahora a hablar de ópera? Tal como lo describe usted, veo claramente que ese tipo es una especie de actor, y, en cuanto a Madeleine, de sobra sé que es una actriz. Eso lo he comprobado desde hace mucho tiempo. Pero, tómelo con calma, amigo. No le conviene a usted exaltarse. Se come usted vivo.

Moses se había callado y cerró los ojos unos momentos. Luego dijo:

—Quizá sea cierto…

—Espere, Herzog, creo que ha llegado mi cliente.

—No se preocupe usted, no le entretendré más. Déme usted el número de su primo y ya le veré a usted luego.

—Sí, este asunto no puede demorarse.

—No; tengo que tomar una decisión hoy mismo.

—Bueno, procuraré sacar un poco de tiempo para que charlemos.

—Con quince minutos me basta —dijo Herzog—. Prepararé todas mis preguntas.

Mientras Herzog apuntaba el número de Wachsel, pensaba que quizá lo mejor que podía hacer era dejar de pedirle a la gente consejo y ayuda. Quizá cambiasen las cosas cuando él aprendiera a valerse por sí mismo. Volvió a copiar, más claramente esta vez, el número de Wachsel. Aún no había colgado, ni el abogado tampoco y oyó cómo le gritaba Simkin a su cliente.

Por fin, colgó. Se desabrochó la camisa y la dejó caer al suelo. Luego, dejó correr el agua del fregadero y se lavó. Cerró el grifo del agua caliente y notó cómo se enfriaba el agua del lavabo. Se la echó sobre la cabeza y el cuello. Sus intensos pensamientos y sentimientos le hacían temblar.

Irguió su chorreante cabeza y se la secó con la toalla. Sacudió la cabeza para recobrar en lo posible la calma. Mientras lo hacía, pensó que esto de ir al cuarto de baño para rehacerse, era una de sus costumbres. Solía pensar que en este sitio se hallaba más seguro de sí mismo. Recordaba que, durante unas semanas, en Ludeyville, le pedía a Madeleine que se dejase hacer el amor en el suelo del cuarto de baño. Ella accedía pero Herzog se daba cuenta de que estaba furiosa cuando se tendía en el suelo de losetas. De aquello podrían haberse beneficiado mucho las relaciones entre ambos. En estas ocurrencias se emplea el poderoso intelecto humano cuando no tiene nada que hacer. Y ahora recordaba cómo caía la lluvia de noviembre sobre su casa, a medio pintar, de Ludeyville. Los cazadores disparaban en el bosque a los ciervos —bang, bang, bang—, regresando a casa cargados con los animales muertos. Mientras, Herzog sabía que su yacente esposa lo estaba maldiciendo de todo corazón. Él trataba de darle un aire cómico a su lujuria, para hacer ver lo absurdo que era aquel ejercicio erótico, la forma más condenable de lucha humana, esencia de la esclavitud.

Entonces, de pronto, recordó Moses algo completamente distinto que había ocurrido un mes después, en la casa de Gersbach en las afueras de Barrington. Gersbach estaba encendiendo las velas de la Chanukah para su hijito, Ephraim, farfullando la bendición hebrea y luego bailando con el chico. Ephraim estaba ya preparado para acostarse, y Valentín, vigoroso y saltarín, sin que su defecto físico le restase agilidad (ése era su gran atractivo: estar mutilado y no hacer caso alguno de este defecto, pues nunca se mostraba abatido por ser cojo). Bailaba, daba patadas, batía las manos, y movía la vistosa cabellera toscamente pelada por detrás. Saltaba y miraba a su hijito con fanática ternura. Sus ojos, oscuros y ardientes, lanzaban destellos. Cuando miraba así, parecía concentrársele en los ojos todo el color de su cara. Pude haber comprendido entonces, al ver las miradas que le dirigía Mady y su espontánea risa, mientras él jadeaba de entusiasmo… Era una mirada honda. Está enamorada de ese farsante. Y Herzog, pensando en esto, se llamó a sí mismo «grotesco», impulsivamente y con dolor.

***

Mientras se ponía la camisa, hizo planes para ver a su hijo el Día de los Padres. El autobús para Catskill salía del West Side a las siete de la tarde y hacía el viaje en menos de tres horas. Recordó que dos años antes había estado dando vueltas por el polvoriento campo de juego junto a otros padres y niños; recordó también las bastas tablas de los barracones, las cansadas cabras, los arbustos pelados, y los spaghetti servidos en platos de papel. Hacia la una estaría ya cansadísimo y el tiempo de espera hasta que llegaba el autobús resultaba pesado, pero debía hacer por Marco todo lo que dependiese de él. En cuanto a Daisy, esta visita suya le ahorraría hacer uno de los viajes. También ella había tenido dificultades, pues su vieja madre se había vuelto senil. Herzog lo sabía por varias fuentes y le afectaba que su exsuegra, tan guapa, dominantona y tan «mujer moderna» (era sufragista), con sus lentes y su abundante cabello cano, estuviese ya chocheando. A la vieja se le había metido en la cabeza que Moses se había divorciado de Daisy porque ésta era una fulana —se inventaba ella— con carnet amarillo y todo. Polina, completamente despistada, se había hecho rusa de nuevo. Había pasado cincuenta años en Zanesville, Ohio, cuando le suplicó a Daisy que «no fuese más con hombres». Daisy tuvo que oír esto todas las mañanas después de llevar el niño al colegio y cuando se disponía para salir a trabajar. Daisy era muy consciente y trabajadora, y con un gran sentido de la responsabilidad. Estaba empleada en el tinglado de los sondeos Gallup. Para que Marco tuviese una buena infancia, se esforzó para que la vida en la casa resultara alegre, pero ella no servía para eso, y los loros, las plantas, los peces dorados y las reproducciones llamativas de Braque y Klee —cuadros del Museo de Arte Moderno— parecían aumentar su tristeza. Tampoco logró vencer su pena con las costuras de las medias siempre en su sitio justo, su limpieza y el cuidado que ponía en arreglarse las cejas con el lápiz para dar a sus ojos una expresión más animada. De nada le servía arreglarse. Después de limpiar la jaula de los pájaros, de alimentar a éstos y regar las plantas, tenía aún que ocuparse de las manías de su anciana madre. Y Polina le rogaba incesantemente que renunciase a su «vida vergonzosa». Para ella, si Herzog se había divorciado, sólo pudo ser por eso. Primero se lo ordenaba. Pero luego le suplicaba humildemente. «Por favor, Daisy, te lo ruego, no vayas más con hombres». Y, por último, se arrodillaba —con gran dificultad— y se lo pedía de rodillas. Era una vieja de anchas caderas, con unas trenzas blancas colgándole, una cara alargada y fina y con mucha delicadeza femenina aún en sus facciones. Los lentes le colgaban de un cordón de seda. «No puedes seguir así, hija mía».

Daisy intentaba levantarla del suelo.

—Muy bien, mamá, te lo prometo.

—Sé que te esperan los hombres en la calle.

—No, no, mamá.

—Sí, hombres, lo sé muy bien. Ésta es una desgracia social de nuestra época. Tienes que dejar de hacer esas cosas. Si continúas así, tendrá que volver Moses.

—Muy bien, mamá, pero levántate. Mamá, te prometo que dejaré ese oficio.

—Hay otras maneras de ganarse la vida, hija mía. Por favor, Daisy, te suplico que dejes eso.

—Nunca más lo haré, mamá. Ven, siéntate aquí.

Temblorosa y torpe de movimientos, con sus deformadas caderas y débiles rodillas, Polina se levantaba del suelo y, guiada por su hija, se instalaba de nuevo en su silla.

—Los rechazaré a todos, mamá… —decía Daisy—. Ven, mamá, te pondré la televisión. ¿Quieres ver lo de cocina? ¿Dione Lucas o el Club del Desayuno?

El sol cruzaba las persianas. Las tembloteantes imágenes de la pequeña pantalla parecían amarillentas. Y la gris y gentil Polina, aquella vieja de rectos principios, se ponía a hacer punto delante de la televisión.

Iban a visitarla las vecinas. La prima Asya llegaba desde el Bronx de vez en cuando. Los jueves estaba allí la asistenta. Pero Polina, que tenía ya ochenta años, tuvo que ser recluida en un asilo de ancianos en Long Island. ¡Así terminan los más enérgicos caracteres!

Oh, Daisy, cuánto lamento que tu pobre madre…

Una desgracia tras otra, pensó Herzog. Le escocían sus mejillas después de afeitarse y se las frotó con loción para el afeitado, secándose luego los dedos en los faldones de su camisa. Se puso la corbata, la chaqueta y el sombrero y salió a toda prisa por las sombrías escaleras hasta la calle. El ascensor era demasiado lento. Pronto encontró un taxi. El chófer, un portorriqueño, se estaba arreglando su fino pelo negro con un peine de bolsillo.

Moses se dio cuenta entonces de que no se había puesto la corbata y lo hizo, cuando ya estuvo sentado en el asiento trasero del automóvil.

El taxista se volvió y lo observó descaradamente.

—¿A dónde vamos?

—A la Audiencia.

El taxi arrancó en dirección hacia Broadway. El taxista le observaba por el espejo retrovisor. Herzog se inclinó hacia delante y descifró el nombre que había sobre el taxímetro: «Teodoro Valdepeñas».

—Esta misma mañana a primera hora —dijo Valdepeñas— me pareció ver en la avenida Lexington un tipo vestido como usted, exactamente con esa misma clase de chaqueta, que no se despinta. Y el sombrero.

—¿Le vio usted la cara?

—No… la cara no se la vi. —El taxi recorría Broadway y se dirigía a buena velocidad hacia Wall Street.

—Y ¿en qué sitio de Lexington?

—Hacia los sesenta.

—¿Qué hacía ese tipo?

—Pues besaba a una fulana vestida de rojo. Por eso no pude verle la cara. ¡Amigo, cómo la besaba! ¿Era usted?

—Debo de haber sido yo.

—¿Qué me dice usted de eso? ¿Es casualidad o no es casualidad? —Valdepeñas dio unos golpecitos de entusiasmo con la palma de la mano izquierda sobre el volante—. Pues, sí, señor, es un caso entre millones de ellos. Subió a mi taxi un fulano de La Guardia y lo dejé en el setenta y dos de Lexington. Entonces le veo a usted comiéndose a besos a una fulana y, dos horas después, vuelve usted a tomar mi taxi.

—Eso es tan raro como pescar el pez que se tragó el anillo de la reina.

Valdepeñas se volvió levemente para observar a Herzog por encima del hombro.

—Pues aquella mujer estaba estupenda, sí, señor. ¿Era su esposa?

—No. No estoy casado. Y ella tampoco.

—Pues hace usted pero que muy bien, sí señor. Ya que está uno puesto en marcha, por qué pararse. Créame, yo nunca ando ya con jovencitas. A mí déme usted una mujer de treinta y cinco años. A esa edad empiezan ya a ser sensatas. Es el mejor género, se lo digo yo… ¿Adonde me dijo usted que iba?

—A los Tribunales.

—¿Es usted un abogado? ¿O acaso un poli?

—¿Cómo quiere usted que sea un policía llevando esta chaqueta?

—Hombre, los polis de la secreta se ponen lo que les gusta. Yo no me meto en cómo se arreglan. Allá cada uno. Escuche, el mes pasado me entusiasmé con una muchacha. Cuando llegó el momento, se tumbó en la cama y se puso a leer una revista y a mascar chicle. Me dijo: «Anda ya, hazme algo». Yo me enfadé. «Mira, rica, Teddy está aquí contigo. Sobran las revistas y el chicle». La chica dijo: «Muy bien, a ver si terminamos de una vez». ¿Qué le parece a usted? ¿Acaso es así como debe portarse una mujer con un hombre? Me enfadé y le reñí: «Escúchame bien, criatura, yo me doy prisa cuando llevo a los clientes en el cacharro pero aquí lo que quiero es mucha tranquilidad. Tendría que partirte los dientes por hablar así».

Herzog se rió ante aquella manera de hablar.

—De modo que hace usted muy bien escogiéndolas mayorcitas —dijo Valdepeñas—. Porque no es usted un chico.

—No, no lo soy.

—Una mujer de más de cuarenta años sabe apreciar esas cosas. —Detuvo el coche. Un tipo sin afeitar, de mandíbulas fuertes y arrogantes, esperaba con un trapo sucio en la mano para limpiar los parabrisas de los coches que pasaban, y luego tendía la mano en espera de una propina—. Mire usted cómo opera ése aquí —dijo Valdepeñas—. He visto cómo escupen en los coches esos vagos del Bowery. Que no se atreva a tocar mi taxi. ¡Aquí tengo algo con que romperte la cabeza! —le gritó.

Sobre Broadway caía la pesada sombra del verano. Despachos de segunda mano y sillas giratorias, así como viejos archivadores verdes… se veían por las ventanas abiertas… Y penetraron por el Nueva York financiero, imponente y sin sol. Un poco más allá estaba Trinity Church. Herzog recordó que le había prometido a Marco llevarle a ver la tumba de Alexander Hamilton.

Valdepeñas hablaba aún cuando Herzog le pagó. Ya no escuchaba al taxista. Se despidieron como antiguos conocidos.

—Hasta que nos veamos otra vez, Valdepeñas.

Herzog se volvió para contemplar el edificio, tan grande y viejo, de los Tribunales. El viento formaba remolinos de polvo sobre las anchas escaleras. Al subir por ellas, Herzog encontró un ramito de violetas, que había tirado una mujer. Quizás una recién casada. Quedaba en las flores un poco de perfume que a él le hizo recordar a Massachusetts, a Ludeyville. Por entonces estarían ya abiertas las peonías y las celindas estarían fragantes. Madeleine solía echar en el water un desodorante de lilas. Estas violetas le olían ahora a lágrimas de mujer. Las tiró a un cubo de basura, con la esperanza de que no las hubiese arrojado antes una mano desengañada. Por la puerta giratoria, pasó al vestíbulo y buscó en el pequeño bolsillo de su camisa el papelito doblado donde tenía apuntado el número del teléfono de Wachsel. Aún era temprano para llamarle.

Sobrado de tiempo, Herzog vagó por los enormes y oscuros corredores del piso de arriba donde unas puertas giratorias acolchadas y con pequeñas ventanillas ovaladas daban paso a las salas de los tribunales. Miró por una de éstas: los anchos asientos de caoba parecían cómodos. Entró, quitándose respetuosamente el sombrero y haciendo una inclinación de cabeza al magistrado que no le hizo caso alguno. El juez, ancho y calvo, todo él voz resonante, apoyaba un puño cerrado sobre unos documentos. La sala, de adornado techo, era inmensa y las paredes sombrías. Cuando uno de los policías abría la puerta que había detrás del banquillo, se veían los barrotes de las celdas que había en la misma Audiencia. Herzog cruzó las piernas (con un cierto buen estilo, pues Herzog no dejaba de ser elegante ni siquiera cuando se rascaba) y miró con ojos sombríos, atento a lo que ocurría en la sala, ladeando levemente la cara al disponerse a escuchar, tendencia que había heredado de su madre.

Al principio no parecía estar ocurriendo en la sala nada interesante. Un pequeño grupo de abogados y clientes hablaban, como si nada tuviese mucha importancia, sobre los asuntos pendientes, y quedaban de acuerdo en los detalles. Elevando su voz, el magistrado interrumpió a los que hablaban.

—Un momento, por favor. ¿Dice usted que…?

—Dice que…

—Quiero oír lo que está diciendo este hombre… ¿De modo que decía usted…?

—No, señor, no he dicho nada.

—¿Qué ha querido usted decir antes? Abogado defensor, ¿qué ha pretendido decir su cliente?

—Mi cliente alega, señor, que es inocente.

—Yo no…

Señor Juez —dijo la voz de un negro, sin insistencia—, lo hizo él.

—… arrastró a ese hombre, borracho, en la avenida de St. Nicholas hasta el sótano… ¿cuál es la dirección exacta…? Con la intención de robarle. —Ésta era la voz de bajo del magistrado, leyendo, que dominaba los murmullos de la sala. Tenía un abierto acento neoyorquino.

Desde su sitio, en la parte de atrás de la reservada al público, Herzog distinguía ahora al acusado en aquel juicio. Era un negro con sucios pantalones marrones. Parecían temblarle las piernas con energía nerviosa. Parecía estar a punto de arrancar en una carrera. Estaba un poco arqueado, con sus anchos pantalones cacao, como a punto de lanzarse desde la línea de partida. Pero a unos tres metros de él estaban las brillantes barras de la celda. El demandante llevaba la cabeza vendada.

—¿Cuánto dinero tenía usted en los bolsillos?

—Sesenta y ocho centavos, señoría —dijo el vendado.

—Y ¿le obligó a usted a entrar en el sótano?

El acusado dijo: —No, señor.

—No le he preguntado a usted. Estése con la boca cerrada. —El magistrado estaba fastidiado.

El herido volvió la cabeza vendada. Herzog vio un rostro negro, seco, de anciano, y los ojos enrojecidos. —No, señor, es que me dijo que me daría de beber.

—¿Le conocía usted?

—No, señor, pero me dio de beber.

—Y ¿fue usted con este desconocido al sótano… en la dirección indicada? Alguacil, ¿dónde están esos papeles? ¿Qué ocurrió en ese sótano? —Estudió los papeles que le había pasado el alguacil.

—Ese hombre me pegó, señoría.

—¿Sin advertencia alguna? ¿Dónde se había situado? ¿Detrás de usted?

—No pude darme cuenta. Me empezó a brotar la sangre, que me tapó los ojos. No podía ver.

Las tensas piernas del acusado ansiaban la libertad. Estaban dispuestas a salir corriendo.

—Y ¿le quitó los sesenta y ocho centavos?

—Lo agarré y empecé a chillar. Entonces, me dio otro golpe.

—¿Con qué golpeó usted a este hombre? —preguntó el magistrado al acusado.

—Señoría —dijo el abogado—, mi cliente niega haberlo golpeado. Son conocidos. Habían estado bebiendo juntos.

El negro vendado, con la cara enmarcada por las vendas, labios muy gruesos y los ojos enrojecidos, se quedó mirando al abogado y dijo:

—No lo conozco de nada.

—Cualquiera de esos golpes podía haberlo matado —dijo el juez.

—Asalto con intento de robo —oyó Herzog. Y el juez añadió—: Por otra parte, doy por cierto que el demandante estaba borracho.

Es decir, el hombre vendado estaba bien empapado en whisky cuando se había caído encima del polvo de carbón. El criminal se preparó para salir de la sala. Sus pantalones voluminosos y ridículos encerraban la misma tensión de corredor reprimido. El policía que le acompañaba, parecía casi amable mientras lo acompañaba a la celda. Tenía la cara grasienta, como hinchada. Mantuvo la puerta abierta y lo hizo pasar dándole una palmadita en la espalda.

Un nuevo grupo se hallaba ante el juez. Un policía secreta testificaba: —A las siete treinta y ocho de la tarde, en un urinario de la Gran Central Station… este hombre (y aquí el nombre) se hallaba en el nivel inferior de «caballeros» y, de pie en el espacio adyacente, tendió la mano y la colocó sobre mi órgano sexual. Al mismo tiempo, dijo…— Este detective estaba especializado en lavabos masculinos y era una especie de cebo. Por la rapidez y tono experto del testimonio, se notaba que era rutinario. «Por tanto, lo detuve por ofensa pública a la moral». Antes de que el policía hubiese terminado de citar las ordenanzas por su correspondiente número, el juez iba diciendo: «¿Culpable… inocente?».

El acusado era un joven extranjero, alto —un alemán—, que llevaba una larga chaqueta de cuero muy apretada con un cinturón y la cabeza llena de rizos. Tenía colorada la frente. Resultó ser un interno de un hospital de Brooklyn. En este caso sorprendió el juez a Herzog, el cual lo había tomado por uno de esos bastos y vulgares magistrados políticos ignorantes y malhumorados, siempre dispuestos a convertirse en espectáculo para los desocupados del público (y esta vez, para Herzog, entre ellos). Pero, tirándose con las dos manos del cuello de su negra túnica, demostrando con este gesto —pensó Herzog— que deseaba que se callase el abogado del acusado, dijo:

—Es preferible que advierta usted a su cliente que, si se declara culpable, no volverá a practicar la Medicina en los Estados Unidos.

Aquella masa de carne que surgía de la abertura de la toga del magistrado, aquella cara casi sin ojos, o con ojos de ballena, era, al fin y al cabo, una cabeza, humana. La voz hueca e ignorante, era también una voz humana. No se destruye la carrera de un hombre porque haya cedido a un impulso en esa apestosa caverna bajo el Gran Central, esa cloaca de la ciudad donde ninguna mente humana puede hallarse segura de su estabilidad y donde unos policías tientan y atrapan a unos desgraciados. En su conversación con él sobre temas sexuales, el chófer Valdepeñas le había recordado que los policías andaban por ahí vestidos de mujer para atraer a pervertidos sexuales y detenerlos. Y si podían hacer esto, ¡vaya usted a saber de qué más serían capaces! Las facultades de invención de la policía… Herzog era decididamente contrario a este perverso desarrollo de la coacción legal. Las prácticas sexuales, fueran de la clase que fuesen, eran un asunto privado, con tal de que no afectasen al orden público, y sobre todo, que no se ejerciesen con niños. Esta excepción de los niños, era fundamental para Herzog. Nunca con niños. En eso había que ser inflexibles.

Mientras, observaba con la mayor atención. Proseguía el caso del médico interno y luego aparecieron ante el juez las personas implicadas en un intento de robo. El acusado era un muchacho de rostro curiosamente arrugado y si algunos de sus rasgos eran feminoides, otros en cambio resultaban lo bastante masculinos. Llevaba una camisa verde manchada. Su larga cabellera teñida era estropajosa y sucia. Tenía los ojos claros y redondos. Sonreía con una alegría vacía; no, peor que vacía. Su voz, cuando respondía a las preguntas, resultaba chillona, fría como el hielo, y afectadísima.

—¿Nombre?

—¿Qué nombre, señoría?

—El nombre que tiene usted.

—¿Mi nombre de chico o el de chica?

—Ah, ya comprendo… —El magistrado, dándose cuenta de lo que podía esperar de aquel caso, recorrió el público con una mirada. Escucha bien esto, que va a ser un espectáculo. Moses se inclinó hacia adelante.

—Bueno —dijo el juez—, ¿qué es usted, un muchacho o una chica?

—Depende de para qué me quieran. Unos necesitan un chico y otros una chica.

—¿Qué es lo que quieren?

—Sexo, señoría.

—Y ¿cuál es su nombre de muchacho?

—Aleck, señoría. Y también soy Alice, según los casos.

—¿Dónde trabaja usted?

Por la Tercera Avenida, en los bares. Sólo tengo que sentarme y esperar.

—¿Así se gana usted la vida?

—Es que soy una prostituta, su señoría.

El público, los policías y los abogados contenían la risa y al propio juez le divertía extraordinariamente aquella escena. Sólo había una persona que permanecía muy seria: una mujerona de fuertes brazos al aire, que estaba en pie.

—¿No le convendría a usted más para su asunto lavarse?

Con la porquería resulta mejor, juez. —La helada voz de soprano había respondido rápida y agudamente. El magistrado parecía muy satisfecho. Tendió sus grandes manos, juntando las palmas, y preguntó—: Bueno, ¿de qué se le acusa?

—Intento de atraco, con una pistola de juguete, en una tienda de la calle Catorce llamada Notions and Drygoods. Le dijo a la cajera que le entregase el dinero y ella lo golpeó y desarmó.

—¡Una pistola de juguete! ¿Dónde está la cajera?

Era la mujerona de los fuertes brazos. Su expresión era de una seriedad tan exagerada que resultaba cómica. Tenía la nariz respingona y la cabeza llena de ricitos canosos.

—Soy yo, señoría, Marie Poont.

—¿Marie? Es usted una mujer valiente —dijo el juez—, y toma usted las decisiones con rapidez. Cuénteme lo que sucedió.

—Pues verá usted. Ése, metiéndose la mano en el bolsillo, hacía como si tuviera ahí una pistola de verdad, para asustarme, y me tendió un saco para que se lo llenara de dinero. —Un espíritu fuerte y sencillo, pensó Herzog—. En seguida comprendí que era un truco y que no tenía pistola de verdad.

—¿Qué hizo usted?

—En la tienda tenía a mano un bate de baseball, señoría. En la tienda se venden. Entonces cogí uno y le di un golpe en el brazo.

—¡Hizo usted muy bien! ¿Fue eso lo que ocurrió, Aleck?

—Sí, señor —respondió el marica con su voz clara y aguda. Herzog intentó adivinar el secreto de esta especie de alegría. Este Aleck parecía estarle devolviendo al mundo comedia por comedia, chiste por chiste. Con su pelo teñido, como de lana de cordero, y sus ojos redondos, con restos aún de maquillaje, los ajustados y provocativos pantalones y con algo ovejuno incluso en su vengativa alegría, era un actor ideal. Con su perversa fantasía, desafiaba a una mala realidad como si quisiera decirle al magistrado: «La autoridad de usted y mi degeneración vienen a ser una sola y misma cosa». Sí, debía de ser algo así, decidió Herzog. Sandor Himmelstein afirmaba con rabia que todo ser humano es una puta. Desde luego, el magistrado no se había ofrecido, al pie de la letra, a nadie, pero debía de haber hecho todo lo necesario, dentro de la estructura del poder, para que lo nombrasen juez. Y nada había en él que permitiese negar esas acusaciones. Su rostro revelaba una falta absoluta de ilusiones sin necesidad de hipocresía. En cambio, aquel teñido y perseguido Aleck, que también tenía sus ideas…

A este Aleck le perjudicaba su ficha de narcóticos. Era de esperar. Necesitaba el dinero para comprar sus dosis.

—Y eso fue lo que ocurrió, señoría —dijo Aleck—. Antes de empezar, estuve a punto de renunciar porque me asustó esta señora. Yo sabía muy bien que podía darme un disgusto. De todos modos, lo intenté.

Marie Poont sólo hablaba cuando la invitaban a ello. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante.

El juez dijo: —Aleck, le condeno a usted de cuatro a cinco años.

¡A la tumba, Aleck! ¿Qué te parece, Aleck? ¿Aprenderás a ser una persona seria? ¿Y qué podía esperar de un cambio de vida? Ahora volvía a la celda y se despidió con grandes alardes de amabilidad: —¡Adiós, adiós a todos; bai-bai! —con su voz chillona y helada. Le empujaron.

El magistrado movía la cabeza. Estos maricas, ¡qué gente! Sacó un pañuelo y se secó el sudor levantando la cara. En ella le dieron las luces de la sala. Sonreía. Marie Poont seguía esperando y él le dijo: —Gracias, señorita, puede usted marcharse.

Herzog descubrió que había estado sentado con las piernas elegantemente cruzadas, apoyado en el muslo el doblado borde ovalado de su sombrero, con su chaqueta a rayas abrochada y tirante por su posición forzada. Había estado contemplándolo todo con su mirada inteligente, agradable y simpática, y recordaba la cancioncilla: «Hay moscas en mí, hay moscas en ti, pero no hay moscas en Jesús». Éste, que parecía tan extraordinario y humano, quedaría fuera de la jurisdicción policíaca, inmune a todas las formas inferiores de sufrimiento y castigo. Herzog cambió de postura en el banco y se metió la mano en un bolsillo del pantalón. ¿Tendría una moneda para telefonear? Ya era hora de que llamase a Wachsel. Pero no pudo alcanzar las monedas (¿acaso estaba más gordo?) y se puso en pie. En cuanto estuvo de pie, se dio cuenta de que le pasaba algo. Sintió como si algo terrible, como una súbita inflamación, se le hubiera metido en la circulación de su sangre y le picase y quemase en las venas, en la cara, en el corazón. Sabía que se había puesto muy pálido y le latía violentamente la cabeza. Vio que el magistrado se quedaba mirándole, como si creyese que Herzog debía hacerle una inclinación de cabeza al salir de la sala… Pero él le volvió la espalda y salió a toda prisa al corredor, empujando las puertas basculantes. Se abrió el cuello de la camisa, después de luchar con el botón de su camisa nueva, que estaba muy sujeto. Le corría el sudor por la cara. Al acercarse a la ventana abierta, ancha y alta, respiró profundamente. Tenía una verja de metal en su base y, a través de ésta, pasaba una corriente de aire más fresco, y el polvo circulaba silenciosamente por los huecos de la persiana verdinegra. Algunos de los más queridos amigos de Herzog, por no citar su tío Arye, habían muerto al fallarles el corazón, y algunas veces había temido también Herzog que le diera un ataque. Pero no; en verdad, era muy sano y fuerte, y no… Pero ¿qué estaba diciendo? Terminó, sin embargo, la frase que había comenzado a pensar… no tenía esa buena suerte. Debía vivir. Había de cumplir su tarea en este mundo, fuera ésta la que fuese.

Disminuyó el ardor que había sentido en el pecho. Fue como si tragase un buche de veneno. Ahora comprendía que ese veneno lo llevaba dentro. Estaba convencido de ello. Pero ¿qué lo producía? ¿Debía suponer que algo, que se hallaba dentro de él, estaba antes bien y ahora se le había estropeado? ¿O se trataba de algo que originariamente era malo? ¿Acaso era su propia maldad? Haber visto a unas personas en manos de la Ley, le había desquiciado. La frente enrojecida del médico interno, las piernas temblorosas del negro, le habían producido una horrible impresión. Pero también le escamaba su propia reacción. Había gente, como Simkin, por ejemplo, o el Dr. Himmelstein, o el Dr. Edvig, que suponían que Herzog era muy simplón, que sus sentimientos eran más bien infantiles. Y que, por ello, no había tenido que sufrir la pérdida de ciertos sentimientos, lo mismo que al ganso favorito se le perdona la vida. Sí, ¡un ganso favorito! Eso era él. Simkin parecía tenerle la misma compasión que a aquella sobrina suya, que era epiléptica y a la que Madeleine, según decía él, había insultado. Qué lástima de jóvenes judías, pensó Herzog, educadas a base de piano y de labores de punto. Y hoy he venido aquí para entrar en contacto con un mundo diferente. Ése es, evidentemente, mi propósito.

He leído mi contrato pensando sólo en lo que me convenía. Pero, de las partes contratantes, sólo he sido la secundaria. Es evidente que sigo creyendo en Dios. Aunque nunca lo reconozco. Pero ¿qué otra cosa puede explicar mi conducta y mi vida? De modo que puedo reconocer cómo van las cosas aunque sólo sea porque, de otro modo, yo mismo no puedo ser explicado. Mi conducta implica que hay una barrera contra la cual he estado empujando desde el principio, toda mi vida, con la convicción de que es necesario seguir empujando, y también convencido de que, con ello, acabaré logrando algo. Quizá llegue un momento en que podré pasar. Siempre debo de haber tenido esa idea. ¿Es eso fe? ¿O es, simplemente, infantilismo, la espera de que será uno recompensado si realiza bien la tarea que le señalan? Si busca uno la explicación psicológica, infantil y clásicamente depresiva, de ello se trata. Pero Herzog no creía que la explicación más tímida era precisamente la más verdadera. Los impulsos más ansiosos, el amor, el apasionamiento que enferma a un hombre, ésa es la realidad. ¿Cuánto podré resistir esos empujones internos? El muro exterior de este cuerpo se vendrá abajo con esos empujones. Toda mi vida esforzándome por derribar esos límites y la fuerza de los anhelos reprimidos vuelve con toda su fuerza como el aguijón cargado de veneno. ¡El mal, el mal, el mal…! Era el amor característico, excitado o extático, que se convierte en el mal.

***

Era natural que estuviese dolorido. Aunque sólo fuese porque, a lo largo de su vida, les había pedido a tantas personas, empezando, naturalmente, por su madre, que le mintiesen. Las madres mienten a sus hijos porque éstos se lo piden a su manera. Pero quizá se hubiera dejado impresionar su madre por la honda melancolía, su propia melancolía, que veía en él. Eran los suyos los ojos de toda su familia, ojos luminosos. Y aunque recordaba con amor el triste rostro de su madre, no estaba seguro, ni mucho menos, de haber deseado alguna vez que esa pena se perpetuase. Sí, era la pena de toda una raza, la actitud de ésta respecto a la felicidad y a la muerte. Este sombrío caso humano, el de Herzog, este duro destino de sumisión al destino de ser humano, y este espléndido rostro suyo, tan sensible, llevaban grabadas las respuestas de los más finos nervios de su madre a la grandeza de la vida, rica en dolor y en muerte. Sí, era guapa, no se podía negar. Pero él, de niño, esperaba que eso cambiaría. Cuando llegamos a estar en mejores términos con la muerte, los seres humanos llevamos una expresión diferente. Cambiaremos de aspecto. Eso ocurrirá cuando nos hagamos a la idea.

Pero no hay que creer que ella mintiera siempre para que su hijo no sufriese. Herzog recordaba que una tarde, a última hora, lo llevó hasta la ventana de la fachada porque él le había hecho una pregunta sobre algo de la Biblia: cómo fue creado Adán del polvo del suelo. Yo tenía entonces seis o siete años. Y mi madre estaba a punto de darme la prueba de cómo había ocurrido aquello. Llevaba un vestido marrón y gris. Su cabello era espeso y negro, salpicado ya con mechones grises. Tenía algo que enseñarme por una ventana. La nieve de la calle reflejaba la luz, pero el día estaba oscuro. Las ventanas tenían unos marcos de color: ámbar, amarillo, rojo, e imperfecciones en los fríos cristales. Sarah Herzog abrió una mano y me dijo: «Fíjate bien, y sabrás de qué estaba hecho Adán». Frotó con un dedo la palma de esa mano, hasta que apareció algo que era oscuro sobre la piel de profundas arrugas, unas partículas que al niño le parecieron tierra. «¿Ves? Es verdad». Ahora, ya un hombre muy mayor, en el presente, parado ante un gran ventanal que no tenía colores y que parecía una fantástica vela fuera de la sala del Magistrado, Herzog hizo lo mismo que había hecho ella. Frotó, sonriente, en la palma de la mano, y algo como aquella cosa oscura fue apareciendo en ella. Permanecía ahora mirando a través de la verja metálica. Quizá mi madre me ofreciese esta prueba, en parte, por un espíritu de comedia. Es el ingenio que sólo se puede tener cuando se ve ya la muerte muy de cerca, cuando uno se da cuenta de lo que realmente es un ser humano.

Era la semana en que murió, también en invierno. Aquello ocurrió en Chicago, y Herzog tenía unos dieciséis años de edad, casi un jovencito ya. Fue en el West Side. Ella se estaba muriendo. Evidentemente, Moses no quería intervenir en las ceremonias. Era ya un librepensador. Ya conocía bien a Darwin, Haeckel y Spencer. Él y Zelig Koninski (¿qué habría sido de aquel joven dorado?), desdeñaban la biblioteca del barrio. Compraban gruesos libros de todas clases, por treinta y nueve centavos, en la librería Walgreen —El mundo como voluntad y como representación, La Decadencia de Occidente…— ¡Y tantas otras cosas! Herzog frunció las cejas en su esfuerzo por recordar. Papá trabajaba por las noches y dormía de día. Si lo despertaban se enfurecía. Pero poco a poco fue cambiando de trabajo y había instalado su oficina, con una mesa-despacho de ésas que tienen un cierre que se enrolla arriba. Se había hecho contratista y tenía su sector frente a la casa de putas de los negros, entre los trenes de carga. Se había afeitado el bigote. Entonces fue cuando mamá empezó a morirse. Yo estudiaba por las noches de invierno, en la cocina, La Decadencia de Occidente. La mesa camilla estaba cubierta por un hule.

Fue un tremendo mes de enero. Las calles estaban cubiertas con una fina capa de hielo como el acero. La nieve se reflejaba en el helado suelo de los patios traseros, donde caía la sombra de los toscos porches de madera. Bajo la cocina estaba el cuarto de los hornos. Un negro que tenía la barba llena de pedacitos de carbón, se encargaba de encender la calefacción y su delantal era un basto saco. La pala raspaba en el cemento y luego sonaba al chocar contra la boca del horno. Luego se llevaba las cenizas en viejas cestas que habían servido para los melocotones. Yo solía rozarme con las lavanderas allá abajo, en el cuarto de los lavaderos. Pero Spengler me fascinaba con su Decadencia de Occidente y me sumergía y casi me ahogaba en sus siniestras visiones oceánicas. Primero estaba la Antigüedad, por la que suspira toda la humanidad, ¡la bella Grecia! Luego la Era Mágica, y la Fáustica. Supe que yo, como judío, era un mago nato y que nosotros los magos habíamos tenido ya nuestra Edad de Oro, pasada para siempre. Por mucho que me esforzase, nunca comprendería al mundo cristiano ni al fáustico, que para siempre me serían ajenos. Disraeli creyó que podría comprender y dirigir a los ingleses, pero estaba totalmente equivocado. Lo mejor que podía yo hacer era resignarme y someterme al destino. Yo era judío y, por tanto, una reliquia, lo mismo que los lagartos son reliquias de una gran edad de reptiles. Vivimos en una época de agotamiento espiritual. Todos los antiguos sueños han sido ya soñados. Todo esto me irritaba; me hacía arder de indignación. Sí, yo también ardía como aquel horno del sótano, pero leía cada vez más, enfermo de tanta indignación.

Cuando levanté aquella noche la vista del denso texto y de su insidiosa pedantería y tenía ya el corazón infectado de ambición y corroído por los microbios de la venganza, entró mamá en la habitación. Había visto luz por debajo de mi puerta y había venido hasta allí cruzando toda la casa desde su habitación de enferma. Habían tenido que cortarle el cabello durante su enfermedad y eso daba un extraño aspecto a sus ojos. O, al contrario, lo cortos que tenía sus cabellos le hacía más fácil transmitirme sin palabras: Hijo mío, esto es la muerte.

Preferí no leer este texto en sus ojos.

—Vi la luz —me dijo—. ¿Qué estás haciendo tan tarde?

Pero los moribundos sólo disponen de determinadas horas para sus cosas. Sólo me compadeció, a mí que iba a ser en seguida su huérfano, y comprendió que yo era un gesticulador, un ambicioso, un tonto; la pobre pensaba que me gastaría la vista y las energías que debía reservar para un cierto día en que se me exigirían cuentas.

Pocos días después, cuando ya no podía hablar, aún intentaba consolar a Moses. Lo mismo que cuando, allá en Montreal, él sabía que su madre estaba ya sin respiración de tanto tirar del trineo y sin embargo no se levantaba para quitarle ese peso. Moses entró en su habitación cuando ya se estaba muriendo. Llevaba debajo del brazo sus libros de estudio y empezó a decirle algo. Ella se limitó a levantar las manos y enseñarle las uñas. Las tenía azules. Él se las miró fijamente y ella empezó a mover despacio la cabeza, arriba y abajo, como diciéndole: «Sí, Moses, me estoy muriendo ya». Se sentó en el borde de la cama. Ella le dio unos golpecitos en la mano. Lo hizo lo mejor que pudo, pues sus dedos habían perdido ya la flexibilidad. A él le pareció que, por debajo de las uñas, los dedos de su madre eran ya como el verde limo de las tumbas. ¡Había empezado ya a transformarse en tierra! Herzog no se atrevía a mirarla; escuchaba el deslizarse de los trineos de los chicos en la calle y los chirridos de las ruedas de los carros de los buhoneros en el duro hielo, los broncos pregones del vendedor de manzanas y el tintineo de su balanza de acero. El vapor murmuraba en el tubo de escape. Y la cortina estaba echada.

En el corredor, cerca de la sala donde había estado presenciando los juicios, se metió ambas manos en los bolsillos y se encogió de hombros. Los dientes le rechinaban. Siempre había sido un joven inexperto con la cabeza llena de libros. Luego pensó también en el entierro. ¡Cómo lloraba Willie en la capilla! Su hermano Willie, al fin y al cabo, era el sentimental de la familia. Pero… Moses movió la cabeza, para librarse de aquellos pensamientos. Mientras más pensaba, peor era su visión del pasado.

***

Esperó su turno en la cabina telefónica. El aparato, cuando por fin lo tuvo en la mano, estaba húmedo de tantas bocas y oídos como lo habían usado. Herzog marcó el número que Simkin le había dado. Wachsel dijo que Simkin no le había llamado, pero si Mr. Herzog tenía la amabilidad de ir allí y esperar, sería lo mejor. «No, gracias, volveré a telefonear», dijo Herzog. No servía para esperar en las oficinas. Nunca había sido capaz de esperar.

—¿No sabe usted si estará en otro lugar del edificio?

—Sí, sé que está aquí —dijo Wachsel—. Tengo idea de que va a defender una causa criminal. Quizá le vea en la sala… Espere usted. —Y Wachsel leyó una lista de números de salas donde podía estar Simkin.

Herzog apuntó unos cuantos números de éstos. Dijo:

—Daré una vuelta y miraré a ver si lo encuentro. En caso contrario, le llamaré a usted otra vez dentro de media hora, si no le importa.

—No, no; puede usted llamarme cuando quiera. ¡Estamos aquí todo el día! Por cierto, ¿por qué no lo busca usted en el piso octavo? Le será fácil dar con él porque al Pequeño Napoleón, con esa voz tan resonante que tiene, se le oye a través de los muros más gruesos.

En la primera sala donde entró, siguiendo aquellos consejos, había un juicio con jurado y mucho público en los brillantes bancos de madera. A los pocos minutos, había olvidado a Simkin por completo.

Una pareja joven, una mujer y el hombre con el que ella había estado viviendo en un hotel muy malo de las afueras, eran juzgados por haber asesinado al hijito de ella, de tres años. La mujer había tenido aquel niño de otro hombre, que la había abandonado, dijo el abogado en su presentación. Herzog observó lo viejos, canosos y arrugados que eran todos aquellos abogados, gente de otra generación y de un ambiente muy distinto al de los jóvenes abogados. Eran hombres tolerantes y vivían confortablemente. Los acusados podían ser fácilmente identificables por su atuendo y expresión abatida. El hombre llevaba una chaqueta, manchada y arrugada, con cierre de cremallera. Y ella, pelirroja, un vestido casero de tela marrón estampada. Ambos estaban sentados en una actitud de tontos y parecían impávidos ante los testimonios. Él tenía largas patillas rubias, como su bigote; y ella, pómulos pecosos, y los ojos hundidos.

La mujer procedía de Trenton y era inválida de nacimiento. Su padre era mecánico en un garaje. Ella había estudiado hasta el cuarto grado y tenía, como nivel de inteligencia, I. Q. 94. De pequeña la habían tenido abandonada; el preferido era un hermano suyo varón. Fea, triste, sin gracia, llevando una bota ortopédica, era delincuente desde muy joven. El abogado defensor —suave, simpático y atento— contaba la conmovedora historia de la muchacha, cuya versión escrita estaba sobre la mesa del juez. Había sido una muchacha siempre irritada e incontrolable, desde muy pequeña. Allí estaban los testimonios escritos que habían enviado sus profesores. También había informes médicos y psiquiátricos, y un informe neurológico sobre el cual tenía especial interés el abogado en llamar la atención de la Sala. Este documento demostraba que su cliente había sido diagnosticada por medio de un encefalograma, del que resultaba que sufría una lesión cerebral capaz de alterar radicalmente su conducta. Estaba comprobado que padecía unos violentos ataques epileptoides de rabia; se sabía que su resistencia a las emociones controladas por el lóbulo afectado era muy pequeña. Como quiera que era una pobre inválida, la habían molestado mucho, y los muchachos adolescentes habían abusado de ella sexualmente. Desde luego, su ficha en los Tribunales de Menores estaba muy recargada. Su madre la detestaba y se había negado a asistir al juicio diciendo: «Ésa no es mi hija. Nos lavamos las manos ante lo que pueda pasarle». A la acusada la dejó embarazada, a la edad de diecinueve años, un hombre casado que vivió con ella varios meses y que, al enterarse de que estaba así, la abandonó para volver con su mujer y sus hijos. La joven se había negado a entregar a su hijo para que lo adoptasen y vivió algún tiempo con él en Trenton y luego se trasladó a Flushing, donde trabajaba como cocinera para una familia, y también hacía la limpieza. Un fin de semana conoció al hombre que ahora estaba también acusado con ella y que entonces era portero de una casa de comidas de la avenida Columbus, y decidió irse a vivir con él al hotel Montcalme, de la calle 103. Herzog había pasado con frecuencia por aquel sitio. Se podía oler la miseria de aquel llamado «Hotel» desde la calle. Por las ventanas abiertas salía el olor a porquería: desperdicios, sucia ropa de cama, desinfectantes, matacucarachas… Moses sentía la boca seca y, para oír mejor, se inclinó hacia adelante.

El perito médico había pasado a declarar como testigo. ¿Había visto el cadáver del niño? Sí. ¿Tenía que presentar un informe a la Sala? Sí. Dio la fecha y las circunstancias en que había reconocido al niño. Era un hombre carnoso, calvo y con una voz engolada. Tenía sus notas en ambas manos como un cantante. Era un testigo experto, profesional. Dijo que el niño había nacido normalmente constituido, pero que se había resentido de la escasa alimentación. Había en él indicios de raquitismo y tenía ya los dientes muy raros, pero que esto podía ser un síntoma de que la madre había tenido toxemia en el embarazo. ¿Había en el cuerpo del niño algunas señales insólitas visibles? Sí, parecía como si al niño le hubiesen apaleado ya a esa edad. ¿Una o repetidas veces? A su juicio, repetidamente. Tenía rasgado el cuero cabelludo. Y unos grandes cardenales en el trasero, en las piernas y en todo el cuerpo. ¿Dónde eran peores las señales de estas palizas? En la barriguita, y peor aún en la zona de los genitales, donde le habían pegado, al parecer, con algo capaz de rasgarle la piel, quizá una hebilla de metal o el tacón del zapato de una mujer. Y ¿qué anormalidades encontró usted en el interior del cuerpo?, siguió preguntando el fiscal. Había dos costillas rotas, una de ellas desde hacía más tiempo. La más reciente había afectado al pulmón. El hígado del niño estaba partido y la hemorragia causada por esto debió de constituir la causa inmediata de su muerte. También había una lesión cerebral. «Entonces, en su opinión, ¿la muerte del niño fue violenta?», preguntó el fiscal. «Ésa es mi opinión. Hubiera bastado con el daño causado al hígado».

Todo esto le pareció a Herzog excepcionalmente bajo de tono, como si le hubieran puesto sordina. Todos ellos —el abogado, la madre, el basto amigo de ésta, el juez, los testigos, el fiscal— se conducían con un gran control y mucha suavidad. ¿Acaso era esta calma inversamente proporcional al horror del crimen?, pensaba Herzog. El juez, los jurados, el abogado, el fiscal y los acusados, parecían tener secas las fuentes de la emoción. ¿Y él? ¿Cómo reaccionaba él? Pues allí estaba, sentado, oyéndolo todo y dándole vueltas a su duro sombrero de paja. Lo agarró con fuerza y se sintió asqueado. El borde dentado del ala le dejaba señales en los dedos.

Prestó juramento un testigo. Era un hombre de unos treinta y cinco años o así. Vestía un traje Oxford gris, de verano, con inconfundible corte de la avenida Madison. Su cara era redonda, carnosa, de grandes carrillos, pero su cabeza se elevaba poco por encima de las orejas y un corte de pelo a cepillo se la aplastaba aún más. Hacía unos gestos muy finos y, al sentarse, se tiró de las perneras de los pantalones para no arrugárselas, se estiró los puños de la camisa y se inclinaba hacia adelante para responder a las preguntas del abogado defensor y del fiscal, con una mesurada y grave cortesía, muy masculina. Tenía los ojos oscuros. Se identificó como comerciante en el ramo de persianas. Herzog había leído muchos anuncios de esta especialidad. El testigo vivía en Flushing. ¿Conocía a la mujer acusada? Se le pidió a ella que se pusiera en pie y lo hizo. Era bajita y tenía el cabello pelirrojo oscuro, rizado, los grandes ojos hundidos; la piel, pecosa; los labios, gruesos y pintados, muy sombríos.

Sí, el testigo la conocía. La mujer había vivido en casa de él durante ocho meses, pero no había estado exactamente como criada, no, pues era una pariente lejana de su esposa, que la compadecía y le dejó una habitación de la casa. Él le había preparado como un pequeño piso en el ático y aquella mujer pudo disponer así de un cuarto de baño para ella sola y acondicionamiento de aire. Él lo hacía por su mujer. Naturalmente, le pidieron que ayudase en los trabajos de la casa, pero ella se iba por ahí con frecuencia y les dejaba el niño, a veces durante varios días. ¿Supo él que ella hubiese maltratado al niño en alguna ocasión? Lo que sabía era que el niño nunca estaba limpio. Nadie quería nunca cogerlo en brazos porque se ponía uno hecho un asco. La esposa del testigo tuvo que curar varias veces al niño, pues la madre lo tenía abandonado. Éste era muy tranquilo y nada exigente, siempre deseando irse con la madre, el pobrecillo. Estaba siempre asustadito y olía muy mal. ¿Podría el testigo dar más datos sobre la actitud de la madre respecto al niño? Pues el testigo recordaba que un día habían ido en su automóvil a visitar a la abuela y se detuvieron en el restaurante de Howard Johnson. Todos encargaron lo que iban a comer. La acusada pidió un gran sandwich y, cuando se lo sirvieron, no le dio al niño absolutamente nada. Entonces él mismo, indignado, hizo comer al pequeño de lo que le habían servido a él.

¡Decididamente, no puedo comprender!, pensó Herzog cuando este hombre mesurado y caritativo regresó a su sitio con la cabeza baja y las mofletudas mejillas temblando de emoción. No puedo… Pero ésta es la dificultad con que tropieza la gente que pasa su vida estudiando a la humanidad y, por tanto, se figura que una vez que se ha descrito en los libros la crueldad, ya se ha terminado. Pero él sabía muy bien que los seres humanos no iban a vivir de tal manera que los Herzog de nuestra época pudieran comprenderlos.

No tuvo tiempo para seguir pensando en esto. Ya habían tomado juramento al testigo siguiente. Era el empleado del tugurio pomposamente llamado «Hotel» Montcalme. Un soltero de unos cincuenta años, de anchas arrugas, labios colgantes, cabello que parecía teñido, mejillas estropeadas y voz profunda y melancólica con un ritmo que caía al final de cada frase. Sí, las frases caían, caían, hasta que las últimas palabras se perdían en un desgranarse de sílabas. Al mirarle la piel, pensó Herzog: «Éste ha sido alcohólico». Además, había en su habla un cierto deje de marica. Dijo que no había perdido de vista a aquella «desgraciada pareja». Tenían alquilada una habitación. La mujer cobraba algo del Auxilio por ser coja. El hombre carecía de ocupación remunerada fija. Varias veces había ido la policía al Montcalme a preguntar por él. Pero ¿podía decir algo a la Sala sobre el trato que daban al niño? Lo primero que podía decir era que el pequeño berreaba a más y mejor. Los huéspedes se quejaban. Pero, cuando él investigaba, se encontraba con que el niño estaba encerrado en un armario. La explicación que le había dado el acusado era que lo metían allí por disciplina. Así aprendería a no dar la lata. Pero, hacia el final de su vida, el pequeño lloraba mucho menos. Sin embargo, el mismo día de su muerte, hubo mucho escándalo. El testigo oyó caer algo al suelo, y chillidos en el tercer piso. Tanto la madre como el niño estaban gritando. Alguien se divertía con el ascensor, de modo que él tuvo que subir a pie las escaleras. Llamó con los nudillos en la puerta de la habitación de los acusados, pero como la mujer estaba chillando tanto, no lo oía. De modo que el testigo abrió y entró. ¿Tenía que contar allí, delante de todos, lo que vio? Pues vio a la mujer con el niño en brazos. Creyó que ella lo estaba abrazando para que no se asustase. Pero entonces vio, con gran asombro, que ella arrojaba a la criatura contra la pared. Esto producía el ruido que le había llamado la atención abajo. ¿Había alguien más en la habitación? Sí, también estaba el otro acusado, tendido en la cama fumando. ¿Y seguía chillando el niño cuando él lo vio? No, la última vez que la mujer lo tiró contra la pared, se quedó tumbado en el suelo, inmóvil. ¿Les habló entonces el testigo? Dijo que le aterró la cara alocada de la mujer y que parecía tener la cara hinchada. La acusada se ponía muy colorada, roja y chillaba con todas sus fuerzas. Él se fijó en que daba patadas en el suelo con la pierna de la bota ortopédica y él se asustó mucho porque temió que le golpease en los ojos con los ganchos de la bota. Entonces salió de la habitación y llamó a la policía. Al poco tiempo, bajó el hombre y le explicó que aquella criatura era un niño-problema. La mujer no podía acostumbrarlo a pedir que lo pusieran a hacer pis y caca. Enloquecía a la madre porque siempre estaba hecho un asco. Y ¡toda la noche llorando! Estaban aún hablando, el hombre que ahora es el acusado, y él, cuando llegó la patrulla. ¿Y encontraron al niño? Sí, estaba ya muerto cuando llegaron los policías.

—¿Hay repreguntas? —dijo el juez. El abogado defensor hizo un gesto negativo con sus largos y pálidos dedos, y el juez decidió—: Bueno, entonces esto será todo.

Cuando la acusada se levantó, Herzog hizo lo mismo. Tenía que moverse, tenía que marcharse de allí. De nuevo hubo de preguntarse si se iría a poner malo. ¿O es que se le había metido dentro el terror del niño? De todos modos, se sintió agarrotado como si las válvulas de su corazón no funcionasen y la sangre estuviese volviendo a sus pulmones. Anduvo con paso rápido, pero pesado. Antes de salir, se volvió para ver la fina cabeza del juez, cuyos labios se movían silenciosamente mientras leía uno de los documentos.

Al llegar al corredor, se dijo a sí mismo: «Oh, Dios mío», y al intentar hablar notó en la boca un líquido ocre que tuvo que tragar. Tropezó con una mujer que se apoyaba en un bastón. Con cejas y cabello muy negros, aunque se veía que era vieja, le señaló hacia abajo con el bastón en vez de hablar. Herzog vio que la mujer llevaba una protección de yeso en el pie con un armazón de metal, y que tenía pintadas las uñas de los pies. Luego, tragándose la horrible saliva, dijo: «Lo siento». Tenía un fuerte y repulsivo dolor de cabeza, taladrante, insoportable. Sentía como si se hubiera acercado demasiado a un incendio y se hubiera chamuscado los pulmones. La mujer no parecía dispuesta a hablar, pero no le dejaba ir. Sus ojos, prominentes, severos, seguían reteniéndole allí con una mirada escrutadora y profunda, que parecía decirle que era un tonto. Silenciosamente. Qué tonto es este hombre. Moses, con el sombrero metido debajo del brazo, la chaqueta a rayas rojas, el cabello revuelto, los ojos hinchados, esperaba que ella se apartase y le dejase marchar. Por fin, la mujer, con toda su impedimenta —el bastón, el yeso, los ganchos—, se alejaba por el moteado pasillo y Herzog pudo concentrarse. Con toda su energía —mente y corazón— trató de obtener algo para el niño asesinado. Pero ¿qué? «Con toda su energía», nada podía sacar en limpio para ese niño que estaba ya bajo tierra. Lo único que experimentaba Herzog ahora eran sus sentimientos humanos, en los que nada útil encontraba. ¿Y si sintiese el impulso de llorar? ¿O de rezar? Se apretó la palma de una mano contra la de la otra. Y, ¿qué sentía? Nada, sino a sí mismo, a sus propias manos temblorosas y pinchazos en los ojos. ¿Qué había en la América post… postcristiana por lo que él pudiese rezar? ¿Acaso la Justicia… y la Misericordia? ¿Rezar para que desapareciese la monstruosidad de la vida, el sueño perverso que era la vida? Abrió la boca para aliviar la presión que sentía. Otra vez estaba retorcido, hecho un guiñapo, una y otra vez.

El niño chillaba, se aferraba con sus dos manitas a la joven que era su madre y que lo lanzaba una y otra vez contra la pared. Esa mujer tenía vello pelirrojo en las piernas. Y su amante, de gran mandíbula y vistosas patillas, contemplaba la escena desde la cama. Se acostaban para copular y se levantaban luego para matar. Algunos matan y luego lloran. Otros, ni tan siquiera eso.