Sono el teléfono: cinco, ocho, diez llamadas. Herzog se miró el reloj. El paso del tiempo le asombraba; así, ahora eran ya casi las seis. ¿Cómo había pasado el tiempo? El teléfono siguió sonando y su timbre parecía taladrarle. No quería cogerlo, pero, al fin y al cabo, tenía dos hijos —era un padre— y debía contestar. En efecto, descolgó y oyó la alegre voz de Ramona llamándole a una vida de placer por los vibrantes cables de Nueva York. Y no era un placer sencillo sino metafísico y trascendente, un placer que respondía al enigma de la existencia humana. Porque Ramona no era una mujer sensual, sino una teórica, casi una sacerdotisa con sus trajes españoles adaptados a las necesidades americanas, y sus flores, sus dientes preciosos, las mejillas coloradas y el cabello negro, espeso y excitante.
—¿Hola, Moses? ¿Qué número es ése?
—Aquí es el Socorro Armenio.
—¡Ah, Moses! ¡Eres tú!
—Soy el único hombre capaz de acordarse del Socorro Armenio.
—La última vez me dijiste que era el depósito de cadáveres. Se conoce que estás más optimista. Soy Ramona…
—Ya lo sé. —¿Quién más podía tener aquella voz que se iba elevando y que tenía un encanto extranjero?—. Eres la señora española.
—La navaja en la liga —dijo Ramona en castellano.
—Te aseguro, Ramona, que nunca me he sentido menos amenazado por los ladrones.
—Pareces muy alegre.
—Pues no he hablado con nadie en todo el día.
—Pensé llamarte el otro día, pero la tienda me ha tenido muy ocupada. ¿Dónde estabas ayer?
—¿Ayer? ¿Que dónde estaba yo…? Pues espérate un momento que lo piense…
—¿No estarías huyendo de mí?
¿Huir de la fragante, sexual y lista Ramona? Eso nunca. Ramona había pasado ya todas las etapas del desenfreno y lograba la seriedad del placer. Pues, ¿cuándo vamos a ser verdaderamente serios los seres civilizados?, preguntaba Kierkegaard. Sólo cuando hayamos conocido a fondo el infierno. El hedonismo y la frivolidad difundirán el infierno en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, Ramona no creía en pecado alguno, excepto en el pecado contra el cuerpo, el cual era para ella el verdadero y único templo del espíritu.
—Pero ayer estuviste fuera de la ciudad —dijo ella.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso me has hecho seguir por un detective privado?
—La señorita Schwartz te vio ayer en el Gran Central con una maleta en la mano.
—¿Quién? ¿Esa señorita Schwartz, tan bajita, la de tu tienda?
—Esa misma.
—Pues sí, pero es que no sabes… —Herzog no tenía ganas de hablar más de esto.
Ramona dijo:
—Quizá te ha dejado tirado en el tren alguna encantadora mujercita y has tenido que volver a tu Ramona.
—Pues… —empezó Herzog.
Desde luego, esta mujer tenía la facultad de hacerle feliz. Al pensar en Ramona, con su mirada trastornante y sus robustos pechos, sus piernas cortas, pero tan atractivas, su aire de Carmen, su continua seducción y la habilidad que tenía para derrotar a sus rivales, Herzog pensaba que los hechos le daban la razón.
—Bueno, hombre, por lo visto te escapabas, ¿no? —dijo.
—¿De qué iba a escaparme? Eres una mujer maravillosa, Ramona.
—Pues, hijo, no te entiendo. Creo que estás muy raro, Moses.
—Sí, creo que soy uno de los tipos más raros.
—Por mi parte, ya he renunciado a ser orgullosa y a exigir. La vida me ha enseñado a ser humilde.
Moses cerró los ojos y levantó las cejas. Conque así estamos.
—Quizá tú sientas una superioridad natural por tu educación.
—¡Mi educación! Si yo apenas sé nada…
—¿Cómo que no? Estás en el Who’s Who. En cambio, yo sólo soy una comerciante, una pequeña burguesa…
—Lo dices sin creerlo, Ramona.
—¿Y por qué quieres obligarme a perseguirte? Ya me doy cuenta de que te quieres escapar. Yo también he jugado a eso para darme la impresión de que valgo mucho. Pero a medida que se recobra la confianza en una misma, se comprende la fuerza elemental de los deseos sencillos.
Por favor, Ramona, quería decir Moses: eres encantadora, fragante, sexualmente apetitosa, deliciosa para tocarte… todo lo que quieras. Pero, por favor, déjate de sermones. Por amor de Dios, Ramona, cállate. Pero ella continuó, y Herzog, con el auricular en la mano, miraba al techo. Las arañas habían sometido a las molduras a un intenso cultivo como si fueran las orillas del Rhin.
Yo me he buscado estos discursos de Ramona por haberle contado la historia de mi vida y cómo me elevé desde unos orígenes humildes hasta el… completo desastre. Pero un hombre que ha cometido tantas equivocaciones en su vida no puede permitirse no hacer caso de las reprimendas de sus amigos. Amigos como Sandor o como Valentín, el megalomaníaco moral y profeta de Israel. Todos ellos esperan que uno debe escucharlos. Por lo menos, que le riñan a uno, ya es algo. Eso significa que no está uno solo.
Ramona hizo una pausa y Herzog dijo:
—Es cierto, me queda mucho que aprender.
Pero la verdad es que soy un hombre muy diligente. Me esfuerzo por perfeccionarme y es indudable que progreso. Espero que en mi lecho de muerte habré llegado ya a estar muy perfeccionado. Los buenos se mueren jóvenes. Y los muertos mayores que yo estarán orgullosos de mí… Me haré de la Y. M. C. A. de los inmortales. Pero ya, en las fechas que estamos, quizá me esté perdiendo la eternidad.
—¿Me escuchas? —dijo Ramona.
—Naturalmente.
—¿Qué acabo de decirte?
—Que tengo que cuidar más de mis instintos.
—Lo que te dije es que vinieras a cenar esta noche.
—Ah.
—¡Si yo fuera una de esas fulanas, no te perderías ni una de las palabras que te dijera!
—Pero, mujer, si precisamente iba a pedirte… que vinieras conmigo a un restaurante italiano. —Estaba inventando urgentemente porque, a veces, era cruelmente despistado.
—Ya he hecho la compra —dijo Ramona.
—Pero, no comprendo; si esa fisgona señorita Schwartz me vio tomar el tren en el Gran Central…
—¿Que por qué te esperaba? Es que me imaginé que tenías que ir a New Haven a pasar el día… a la biblioteca de Yale o a algún sitio así… por favor, ven a cenar conmigo. Si no vienes, tendré que cenar yo sola.
—Pero ¿dónde está tu tía?
Ramona tenía, viviendo con ella, a la hermana mayor de su padre.
—Ha ido a visitar a sus primos de Hartford.
—Ah, ya comprendo. —Pensó que la anciana tía Tamara debía de estar muy acostumbrada a emprender estos viajes con urgencia.
—Mi tía es muy comprensiva —dijo Ramona—. Además, tú le eres muy simpático.
Y la vieja tía cree que yo soy un buen partido. Además, hay que sacrificarse cuando se tiene una sobrinita divorciada y con una vida amorosa bastante agitada. Precisamente, antes de conocer a Herzog, Ramona había roto con el ayudante de un productor de televisión. Ese novio se llamaba George Hoberly y se había quedado muy afectado, casi histérico, cuando Ramona lo dejó. Y ella explicaba que la vieja tía Támara le tenía gran simpatía a Hoberly, que ésta le aconsejaba y consolaba lo mejor que podía hacerlo una vieja. Al mismo tiempo, sentía tanto entusiasmo por Herzog como la propia Ramona. Al pensar en la tía Támara, se dijo Moses que ahora podía comprender a la tía Zelda y esa pasión femenina por el secreto y el doble juego. Sin embargo, Herzog observaba que Ramona tenía un verdadero cariño a la familia y esto le parecía muy bien. Parecía querer mucho a su tía. Támara era hija de un oficial zarista polaco. Ramona decía de ella: «Es muy jeune fille russe», lo cual era una excelente descripción. Tía Támara era dócil, juvenil, sensible e impulsiva. Siempre que hablaba de papá y mamá, de sus maestros y del conservatorio se le llenaba de gozo su seco pecho. Parecía no haber decidido aún si satisfaría sus deseos de concertista contra los deseos de papá. Herzog, cuando la escuchaba, no podía enterarse de si había dado un recital de piano en la Salle Gaveau o bien quería darlo. Él les tomaba cariño fácilmente a las viejecitas de Europa oriental con el pelo teñido y absurdos camafeos.
—Bueno, entonces, ¿vienes o no? —dijo Ramona—. ¿Por qué eres tan difícil de pescar?
—No debería salir. Tengo mucho que hacer…; cartas que escribir.
—¿Qué cartas? Qué misterioso eres, hijo. ¿Cuáles son esas cartas tan importantes? ¿De negocios? Quizá deberías confiarte a mí, si efectivamente son asuntos de negocios. O a un abogado, si no te fías de mí. Pero, de todos modos, no puedes dejar de comer. ¿O quizá no comes cuando estás solo?
—Claro que sí.
—¿Entonces?
—¡Okay! —dijo Herzog—. Iré pronto. Llevaré una botella de vino.
—¡No, no! ¡No hagas eso, que yo tengo unas botellas en la nevera!
Se despidió, colgó y pensó que Ramona había dicho lo del vino con mucha energía. Quizás habría dado él la impresión de estar un poco mal de dinero o, a lo mejor, y ésta era una impresión que siempre producía ella, se había sentido obligada a protegerle. A veces se preguntaba si no pertenecería él a una clase de gente secretamente convencida de que tenía una especie de arreglo con el destino; esa gente, que, a cambio de su docilidad e ingenua bondad, se creen protegidos de las peores brutalidades de la vida. La boca de Herzog sonrió torcidamente al pensar en si no había decidido ya hace años hacer un trato con la vida —con una especie de ofrenda psíquica—, de dar su debilidad y timidez a cambio de un trato preferente. Esta clase de arreglos eran característicamente femeninos o infantiles. Pero, al abrir su bata de Hong Kong y mirarse su cuerpo desnudo, se convenció de que no era un niño. Y su casa de Ludeyville, que, por lo demás, era un desastre, le había servido para conservarse bien. La lucha con aquellas viejas ruinas le había fortalecido la musculatura. La finca, por lo menos, había hecho que su narcisismo le pudiese durar un poco más. Le había prolongado las fuerzas para llevarse a la cama una mujer de grandes caderas. Desde luego, a veces se portaba mejor que cuando era más joven.
Pero ¿por qué hablaba Ramona con tanta firmeza sobre el vino? Quizá temiese que Herzog fuera a presentarse en su casa llevando un Sauternes de California. No, no, lo que ocurría seguramente era que Ramona tenía fe en la potencia afrodisíaca de la marca que ella bebía. O quizás él diese, más de lo que él mismo creía, la impresión de ser «agarrado» y creyera ella que iba a llevarle un vino demasiado malo. Una última posibilidad era que ella quisiera rodearle de lujos.
Aunque se miró el reloj, Herzog, a pesar de su aire de eficacia y decisión, no se grabó la hora en la mente. Lo que observó, asomándose a la ventana para mirar por encima de los tejados y los muros, era que el cielo enrojecía. Se asombró de haber pasado todo un día garrapateando unas cuantas cartas y, ¡qué cartas tan ridículas e irritadas! ¡Qué frenético resentimiento expresaba en ellas! ¡Zelda! ¡Sandor! ¿Para qué tenía que escribirles? ¡Y también a Monseñor! Entre líneas de la carta de Herzog a Monseñor, éste vería el rostro de un loco razonador lo mismo que Moses estaba viendo los ladrillos de aquellos muros sobre el asfalto. La interminable repetición amenaza a la cordura.
Supongamos que llevo toda la razón y que Monseñor, por ejemplo, no la tiene en absoluto. Si tengo razón, el problema de la coherencia del mundo y toda la responsabilidad por él, será un asunto exclusivamente mío. No, ¿por qué he de cargar yo con eso? La Iglesia es de una comprensión universal. Y esto me parece una ilusión peligrosa, prusiana. Estar dispuesto a responder a todas las preguntas es un signo infalible de estupidez. ¿Acaso admitió alguna vez Valentín Gersbach ignorar algo? Era una especie de Goethe. Terminaba todas las frases, volvía a expresar completos los pensamientos de sus interlocutores y lo explicaba todo.
… Quiero que sepa usted, Monseñor, que no le escribo con el propósito de poner en evidencia a Madeleine ni de atacarle a usted. Herzog rompió la carta. No era verdad lo que decía. Lo cierto era que despreciaba a Monseñor y que deseaba asesinar a Madeleine. Sí, era muy capaz de matarla. Y sin embargo, aunque sacudido por una horrible rabia, podía también afeitarse y vestirse y ser un buen ciudadano dispuesto a pasar una noche de placer, bien arreglado y perfumado, con el rostro suavizado para recibir los besos de una apetitosa mujer. Pero él seguía complaciéndose en sus fantasías criminales. Lo que me impide hacerlo, pensaba Herzog, es la seguridad del castigo.
Tenía que acabar de arreglarse. Abandonó la mesa del despacho y la triste luz vespertina, y, quitándose la bata, entró en el cuarto de baño y soltó el agua. Bebió un poco, en la oscuridad del fresco cuarto recubierto de mosaicos. Nueva York tiene el agua más dulce del mundo si tenemos en cuenta que es una metrópoli. Empezó a enjabonarse la cara. Pensó que comería bien, porque Ramona era buena cocinera y sabía disponer una mesa. Habría velas, servilletas de lino y flores. Quizás estarían llevando ahora mismo las flores entre el tráfico nocturno. En el alféizar de la ventana del comedor de Ramona dormían las palomas. De vez en cuando se oían aleteos. En cuanto al menú, lo más probable era que en una noche como ésta preparase Ramona una vichysoisse, y luego camarones Arnaud, al estilo de Nueva Orleans. Espárragos. Un postre frío. ¿Quizá helado con pasas y sabor a ron? ¿Queso de Brie y bizcochos? Estaba calculando por el recuerdo de otras cenas en casa de Ramona. Y, por supuesto, café y coñac. Durante todo el tiempo de la cena, vendría música egipcia del fonógrafo colocado en la habitación de al lado. Mohammed Al Bakkar interpretando «Port Said» con cítaras, tambores y tamboriles. En aquella habitación había una alfombra china, y la lámpara verde daba una luz suave y profunda. También tenía allí Ramona flores frescas. Si yo tuviera que pasarme el día trabajando en una floristería, no querría seguir oliendo flores por la noche. Sobre la mesita del café, tenía libros de arte y revistas internacionales. París, Río de Janeiro, Roma, y otras grandes ciudades estaban representadas allí. También se exhibían los últimos regalos de los admiradores de Ramona. Herzog leía siempre las tarjetas de visita. ¿Para qué, si no, las dejaba allí? George Hoberly, para quien cocía camarones en la primavera anterior, le seguía mandando guantes, libros, entradas de teatro y gemelos. Podía uno seguir los impacientes paseos de George por Nueva York en busca de regalos con sólo fijarse en las etiquetas. Ramona decía que George no sabía lo que hacía. Herzog le compadecía.
La alfombra verde azulada, los arabescos moriscos, el amplio y confortable sofá-cama, la lámpara Tiffany de la que colgaban cristales como plumas, los profundos sillones junto a las ventanas, la vista de Broadway y de Columbus Circle. Y, después de cenar, cuando estuvieran ya instalados con el café y el coñac, Ramona le preguntaría si no quería quitarse los zapatos. ¿Por qué no? Un pie libre en una noche de verano, alegra el corazón. Y también, como había hecho tantas veces con él y con otros, le preguntaría por qué estaba tan abstraído y si pensaba acaso en sus hijos. Entonces, él diría… Ahora se estaba afeitando sin mirarse apenas en el espejo, tocándose la barba con las yemas de los dedos… Diría que ya no estaba tan preocupado por Marco. El chico tenía un gran carácter. Era uno de los mejores Herzog. Entonces Ramona le daría un sensato consejo sobre su hijita. ¿Y le diría Moses que la había abandonado en manos de aquellos psicópatas? ¿Podría ella poner en duda que eran unos psicópatas? ¿Querría volver a leer la carta de Geraldine, aquella horrible carta donde se contaba lo que hacían su exmujer y el otro? Desde luego, se enzarzarían en otra discusión sobre Madeleine, Zelda, Valentín Gersbach, Sandor Himmelstein, el Monseñor, el Dr. Edvig, Phoebe Gersbach… Y en contra de su voluntad, como un adicto que lucha por quitarse el vicio de la droga, le volvería a contar cómo le engañaban y explotaban y cómo le habían dejado sin sus ahorros, lleno de deudas, traicionado por su mujer, su amigo, el médico… Luego, metido ya de lleno en el relato de su propia historia, se daría cuenta de que no tenía derecho a contarla, a fastidiar a otra persona con sus desgracias y que era inútil pedir ayuda y justificación. Aún peor, no era limpio. (Por alguna razón, la palabra francesa le venía mejor, y por eso dijo «Immonde!», y aunque no le oía nadie, repitió en voz más alta: «C’est immonde!»). Sin embargo, Ramona le compadecería tiernamente. Aunque los heridos, por razones elementales, no son atractivos y suelen ponerse en ridículo, lo cierto es que ella le compadecía sinceramente. Sin embargo, en una época tan confusa espiritualmente, un hombre capaz de sentir como él sentía, podía aspirar a cierta distinción. Empezaba a ver que su especial clase de miopía para las cosas de la vida, su falta de realismo y su aparente ingenuidad, le daban una cierta categoría. Porque Ramona, sin duda alguna, quería siempre rodearlo de esplendor. Y con tal de que siguiera siendo un macho, le escucharía con ojos brillantes y con creciente simpatía. Sabía transformar las miserias de él en excitaciones sexuales y, éste era su mérito, encauzaba la pena de Herzog en una dirección útil. No puedo estar conforme con Hobbes en que en donde falta potencia no pueden tener los hombres placer (voluptas) en compañía sino molestia. Una gran cantidad de angustia. Para librarse de estas consideraciones teóricas, Herzog, una vez arreglado del todo y después de beberse cuatro o cinco vasitos de armagnac de la botella de cristal veneciana, sólo tenía ya que dedicarse a Ramona. Si tú me tratas bien, yo te trataré igual.
Ramona tenía mucha experiencia en esto de tratar caballeros. Los camarones, el vino, las flores, las luces, los perfumes, el ritual de desnudarse, la música egipcia… Herzog lamentaba que Ramona tuviera que vivir de ese modo pero también le halagaba. Ramona se asombraba de que una mujer pudiera encontrar defectos en Moses. Él le había confesado con frecuencia que sus relaciones con Madeleine habían sido un completo fracaso. Y quizás al dar suelta a sus irritados sentimientos contra Mady, dotase de mayor fuerza a su representación. Entonces Ramona se ponía severa:
—No sé… ¿no has pensado que podía tratarse de mí? —dijo—. Pobre Moses, para que estés convencido de que hablas seriamente de una mujer necesitas haberlo pasado muy mal con ella.
Moses se lavó la cara después del afeitado y se sopló los carrillos por las comisuras de la boca. Puso en marcha su pequeño transistor —que tenía en la estantería, sobre el lavabo— y oyó música de danza polaca. Se echó polvos en los pies. Luego cedió al impulso de bailar y saltar sobre los mojados baldosines. Una de las rarezas de la soledad es ponerse a bailar y a cantar de pronto y hacer cosas por el estilo. Moses bailó aquella música hasta que llegó la guía comercial polaca: «Ochynepynch-ochyne, Avenida Pynch, Flushing». Imitó al locutor mirándose en el reflejo marfileño del baño de mosaicos, o el water closet, como él le llamaba anacrónicamente. Estaba ya dispuesto a bailar a su manera otra polca cuando descubrió, jadeante, que le chorreaba el sudor por los costados abajo y que otro baile le obligaría a ducharse. No tenía tiempo ni paciencia para ello. Le reventaba tener luego que secarse.
Se puso unos calzoncillos, y calcetines limpios. Ramona censuraba su gusto para elegir zapatos. Cuando pasaban por delante del escaparate de la tienda Bally, en la Avenida Madison, le señalaba un par de botas españolas muy altas y le decía: «Eso es lo que te conviene». Sonriendo, levantaba la vista para encontrarse con la brillantez de los ojos de ella. Tenía unos dientes blancos maravillosos. Su nariz era pequeña, fina y bien dibujada, y sus ojos, color avellana. Tenía el cabello espeso e intensamente negro. Su rostro era más grueso y fuerte en la parte inferior. Un leve defecto, pensaba Herzog. Nada serio.
—¿Quieres que me vista como un bailarín de flamenco?
—Tenías que emplear un poco de imaginación en tu manera de vestir y subrayar algunos aspectos de tu personalidad.
Se podía pensar —y Herzog sonrió sin poderlo evitar— que él era un capital humano mal invertido. Quizá se sorprendiera Ramona cuando él le dio la razón. Sí, casi alegremente, estuvo de acuerdo con ella. La fuerza, la inteligencia, el sentimiento y las oportunidades, no los había sabido aprovechar. Lo que él no podía comprender, sin embargo, era que ese calzado español (que, por otra parte, atraía mucho sus gustos infantiles) le mejoraría el carácter. Y tenemos que mejorar. No hay más remedio.
Se puso los pantalones. No los italianos; no serían cómodos para después de cenar. Estrenó una de las nuevas camisas de popelín. Le fue quitando todos los alfileres. Después, se puso la chaqueta de Madras. Se inclinó para ver el puerto por la pequeña abertura de la ventana del cuarto de baño. Nada de particular. Sólo la impresión de golpear del agua sobre la isla atestada de edificios. Lo que estaba haciendo era un movimiento de orientación, como la mirada a su reloj de pulsera, que no le decía la hora. Luego se miró al espejo. ¿Qué aspecto tenía? ¡Tremendo, hijo, tienes un aire muy distinguido, Moses! ¡Despampanante! Experimentaba el apego de toda criatura humana por sí misma, el dulce instinto del yo, tan profundo y tan antiguo que quizá tenga un origen celular. Al respirar, se daba cuenta de que lo hacía, y en sus nervios más insignificantes sentía un agradable apetito. Querido profesor Haldane… no, ése no era el hombre adecuado para que se dirigiera a él Herzog en estos momentos. Querido Padre Teilhard de Chardin, he tratado de comprender sus ideas sobre el aspecto interno de los elementos. Esos órganos de los sentidos, aunque sean órganos sensoriales rudimentarios, no nacerían de moléculas que los mecanicistas llaman inertes. Quizás habría que considerar esto como una conciencia en desarrollo… ¿Acaso está relacionada la molécula de carbón con el pensamiento?
Su rostro afeitado, murmurando ante el espejo, tenía grandes ojeras. Está muy bien, pensó… A pesar de que no hay mucha luz, se ve que eres un hombre muy guapo. Todavía puedes pasar bastante tiempo conquistando mujeres. Conquistándolas a todas menos a esa bruja, Madeleine, cuya cara no se sabe si es hermosa o muy desagradable. Anda, pues, que Ramona te alimentará, te dará vino, te quitará los zapatos, te halagará, te besará, y te dará mordisquitos con sus lindos dientes. Luego abrirá la cama, apagará las luces, e irá a lo esencial…
Estaba medio elegante, medio fachoso. Siempre había sido ése su estilo. Así, si se anudaba la corbata con gran cuidado, tenía sueltos los cordones de los zapatos. Su hermano Shura, inmaculado con sus trajes hechos por los mejores sastres, con afeitados, pelados y manicura de Palmer House, le decía que su descuido era a propósito. En tiempos quizá fuese un desafío muchachil a las conveniencias, pero ahora ese descuido de las apariencias formaba ya parte de la comedia diaria de Moses E. Herzog. Ramona solía decirle: «No eres un verdadero y puritano americano. Para lo que tú tienes talento es para la sensualidad. Tu boca te traiciona». Y cuando le oía esto, Herzog no podía evitar ponerse los dedos sobre los labios. Pero luego se reía mucho. Sin embargo, le fastidiaba que ella no le reconociese como un verdadero americano. Eso le dolía. ¿Qué era él, pues, sino un norteamericano? En el servicio militar, sus compañeros también le consideraban como un extranjero. La gente de Chicago lo miraba siempre con suspicacia y le hacían preguntas esperando demostrar que no conocía la ciudad. Sin embargo, la mayoría procedían de los suburbios, y Moses conocía la ciudad mucho mejor que ellos, pero se las arreglaba para convertir este conocimiento suyo en un truco, y le decían: «Ah, te lo has aprendido de memoria. Eres un espía y el que conozcas tan bien Chicago lo demuestra. Eres uno de esos judíos tan listos. Debes reconocer, Moses, que te echaron sobre la ciudad con paracaídas, ¿verdad?». La verdad es que había sido oficial de comunicación y que lo habían licenciado por su asma. En las maniobras del golfo de México, la niebla lo fastidiaba tanto que era prácticamente un inútil. Pero toda la flota le oía gruñir: «¡Estamos perdidos!».
En Chicago —en 1934— tenía que dar clases con voz resonante, en la escuela superior McKinley, con textos de Emerson. Entonces no le faltaba voz. El logro principal de este mundo ha sido la creación de un hombre. La vida privada de un solo hombre representa una monarquía más ilustre que cualquier otro reino de la historia. Reconozcamos que nuestra vida, tal como la llevamos, es vulgar y mezquina… Por ahora no somos hombres hermosos y perfectos… La comunidad en que vivimos no soportará oír que todos los hombres han de estar dispuestos para el éxtasis o para una iluminación divina. El hecho de que Herzog hubiera perdido un barco y su tripulación cerca de Biloxi, no significaba que no se propusiera en serio aspirar a la belleza y a la perfección para toda la humanidad. Creía que sus credenciales americanas eran indiscutibles. Riéndose, pero también con dolor, recordó lo que le había dicho aquel suboficial de Alabama. «¿Dónde demonios aprendió usted a hablar inglés, en la escuela Berlitz?».
No, lo que Ramona quería decirle —y con ello intentaba halagarle— era que no había vivido como un americano vulgar. No; sus peculiaridades le habían marcado desde el principio. ¿Y acaso le daba esto algún valor o distinción social especial? De todos modos, tenía que vivir siendo un hombre distinto y por tanto podía muy bien poner en práctica esas peculiaridades que le hacían distinto a los demás.
Y, hablando de americanos vulgares, ¿qué clase de madre podría ser Ramona?
Querido McSiggins, leí su monografía titulada «Las ideas éticas de la comunidad mercantil americana». Interesante. Me habría gustado que profundizase usted más en la investigación de la hipocresía pública y privada del sistema mercantil americano. Desde luego, no se puede impedir que el norteamericano se atribuya todo el mérito que quiera. Gradualmente, en la filosofía del populismo, la bondad se ha convertido en algo tan al alcance de todos como el aire, o casi, algo así como un viaje en metro. Lo mejor para todos es que se las arreglen como puedan. A nadie le importa demasiado lo que le ocurre a nadie. Y todo eso del aspecto honrado que recomendaba Benjamin Franklin como una ventaja del mundo de los negocios, tiene un fondo calvinista. Hoy, a medida que desaparece la creencia en la condenación, se van afirmando sólidamente las apariencias dignas de confianza.
Querido general Eisenhower. Quizá tenga usted en su vida privada tiempo y afición para reflexionar sobre asuntos para los cuales, como jefe del Poder Ejecutivo, es evidente que no tenía usted tiempo. La presión de la Guerra Fría… la cual, para tanta gente, no fue más que una fase del histerismo político, y los viajes y discursos de Mr. Dulles, que, si al principio pudieron parecer actividades de un gran estadista luego resultaron de una inutilidad muy americana. Precisamente, estaba yo en la Galería de Prensa de la ONU el día en que habló usted sobre el peligro de equivocarse al precipitar la guerra nuclear… También estuve presente cuando Kruschev aporreó su pupitre con el zapato. En esas crisis, en una atmósfera semejante, era evidente que no había tiempo para las cuestiones más generales que me preocupaban… Del libro escrito por Mr. Hughes, y por la carta que usted le escribió expresando su preocupación por los «valores espirituales», comprendo que no le hago perder el tiempo al rogarle que se fije en el informe de su Comité de Objetivos Nacionales, que se publicó a finales de su Administración. No sé si las personas que nombró usted para constituir ese Comité eran las mejores para llevar a cabo esa tarea: grandes abogados, grandes jefes de empresa, en fin, el grupo que ahora se llama de los Estadistas Industriales. Mr. Hughes ha dicho que a usted le tenían aislado y protegido contra las opiniones deprimentes. Y quizá se pregunte usted ahora quién demonios es esta persona que le escribe —es decir, yo—, si soy un liberal, un hombre pensador, un corazón angustiado, o un perturbado cualquiera. Digamos que soy una persona sensata que cree en la utilidad del civismo. Las personas inteligentes sin influencia, suelen sentir un cierto desprecio por sí mismas, que es como un reflejo del desprecio que se tienen a sí mismos los que detentan el poder político-social, o que se figuran que lo tienen en sus manos. ¿Podrás expresarte con toda claridad y con pocas palabras? Todos sabemos que Eisenhower detesta los documentos largos y complicados. Una colección de declaraciones legales y útiles para inspirarnos en nuestra lucha contra el enemigo comunista, no es precisamente lo que necesitamos. El moderno ciudadano de una democracia podía dar un nuevo sentido a la antigua afirmación de Pascal (1623-1662) de que el hombre es una caña, pero una caña pensante. Sí, el hombre cree que piensa pero se siente como una caña inclinada por los méritos originales en el poder central. Con toda seguridad, no prestaría atención a esta frase. Herzog trató de expresarlo de otro modo. Tolstoi (1828-1910) dijo: «Los reyes son los esclavos de la historia». Mientras más arriba se encuentre uno en la escala del poder, más determinados están nuestros actos. Para Tolstoi, la libertad es enteramente personal. Será libre el hombre cuya condición sea simple, real y verídica. Ser libre es haberse librado de las limitaciones históricas. Por otra parte, Hegel (1770-1831) comprendió que la esencia de la vida humana se derivaba de la historia. La historia, la memoria, eso es lo que nos hace humanos; eso, y nuestro conocimiento de la muerte: «por el hombre llega la muerte». En efecto, el conocimiento de la muerte nos hace desear que nuestras vidas sean más largas a expensas de los demás. Y ésta es la raíz de la lucha por el poder. ¡Todo eso es un error!, pensó Herzog de buen humor ante su propia desesperación. Estoy pretendiendo aleccionar a tipos como Nehru, Churchill y ahora Ike, y por lo visto quiero darles un curso de Grandes Libros. Sin embargo, la finalidad es la libertad. Y la vida pública está acabando con nuestra vida privada. La nación fabrica géneros que no son, en modo alguno, esenciales para la vida humana pero que sí son vitales para la supervivencia política del país. Por otra parte, hay más «vida privada» que hace un siglo, cuando un día de trabajo duraba catorce horas. Todo lo cual es de la mayor importancia ya que se refiere a la invasión de la esfera privada (incluida la sexual) por técnicas de explotación y dominio. Todo esto le habría interesado mucho al trágico sucesor de Ike, pero no a éste. Ni a Lyndon. Sus Gobiernos no podrían funcionar sin intelectuales —físicos, estadísticos—, pero éstos se pierden en brazos de los grandes jefes industriales y multimillonarios. Kennedy tampoco iba a cambiar esta situación. Pero, por lo menos, reconoció en privado que existía.
Una nueva idea obsesionaba a Moses. Tenía que ofrecerle un resumen de sus puntos de vista a Harris Pulver, que había sido su «tutor» universitario en 1939 y que ahora era director de la revista Atlantic Civilization. Sí, el diminuto y nervioso Pulver, con sus tímidos ojos azules, tan llenos de alma, su dentadura destrozada y su perfil de momia de Gizeh (como se representan en la Historia Antigua de Robinson) y su cara tan colorada. Herzog le tenía gran devoción a este hombre. Escuche, Pulver, escribió, aquí va una idea maravillosa en que podría basarse un ensayo muy necesario sobre la «condición inspirada». ¿Cree usted en la trascendencia tanto hacia arriba como hacia abajo? (Esos términos vienen de Jean Wahl). ¿O bien diremos que la trascendencia es imposible? Todo ello implica el análisis histórico. Yo diría que hemos hecho una nueva historia utópica, un idilio, a fuerza de comparar el presente con un pasado imaginario, porque odiamos al mundo tal como es. Este odio del presente no ha sido bien comprendido. Pero ¿qué pasa con «la condición inspirada»? Se cree que ésta sólo puede conseguirse en un sentido negativo y se pretende conseguirla en la filosofía y la literatura así como en la experiencia sexual, o con ayuda de los narcóticos, o bien en el crimen «filosófico», «gratuito», y con horrores semejantes. (Nunca parece ocurrírseles a esos «criminales» que portarse decentemente con otro ser humano puede también ser «gratuito»). Algunos observadores inteligentes han señalado que el honor o respeto «espiritual» que antes se concedía a la justicia, el valor, la templanza, o la misericordia, ahora se puede conseguir de un modo negativo y grotesco. Muchas veces pienso que esto se debe probablemente al hecho de que gran parte de lo que se consideraba antes como un «valor», ha sido absorbido hoy por la técnica. Así, es «bueno» electrificar un área primitiva. La civilización e incluso la moralidad de nuestra época, va implícita en la transformación tecnológica. ¿Acaso no es bueno dar pan al hambriento y vestir al desnudo? Pero ¿no obedecemos también a Jesús al enviar maquinaria al Perú o a Sumatra? Hoy se puede hacer el bien fácilmente con máquinas de producción y transporte. ¿Puede competir con esto la virtud? Las nuevas técnicas son, en sí mismas, algo bien pensant y representan no sólo el racionalismo sino la benevolencia. Así, una inmensa masa de «bien pensantes» ha sido arrastrada hasta el nihilismo, el cual como es bien sabido, tiene raíces morales y cristianas y ofrece en sus más locos frenesíes, un racionalismo «constructivo». (Véase Polyani, Herzog, et al).
Los individuos románticos (un inmenso número de ellos), acusan a esta civilización de masas de obstruir la consecución de la belleza, la nobleza, la integridad y la intensidad. No quiero burlarme del término «romántico». El romanticismo conservó la «condición inspirada», y las enseñanzas poéticas, filosóficas y religiosas, las ideas más generosas de la humanidad durante las transformaciones mayores y más rápidas, la fase más acelerada de la transformación moderna científica y técnica.
En fin, Pulver, hay que convencerse de que vivir inspiradamente, conocer la verdad, ser libres, amarse los unos a los otros, consumar la existencia y enfrentarse a la muerte con una conciencia clara, no es ya un proyecto raro e irrealizable. Lo mismo que el maquinismo se ha atribuido la idea del bien, asila tecnología de la destrucción ha adquirido también un carácter metafísico. Las cuestiones prácticas se han convertido así en las postrimerías. La aniquilación no es ya una metáfora. El Bien y el Mal son reales. Por eso, la condición inspirada no es ya cosa de visionarios. No está reservada para los dioses, reyes, poetas y sacerdotes, sino que pertenece a la humanidad y a la existencia toda. Y por tanto…
Por tanto, los pensamientos de Herzog, como aquellas máquinas que había oído cuando iba en el taxi ayer, en el distrito de la ropa hecha, funcionaban incesantemente con una infinita energía eléctrica, cosiendo las telas con inagotable energía. Ahora, ya vestido y arreglado, pero aún sentado a la mesa escribiendo, apretados los dientes y con el sombrero de paja apretándole la frente, añadió: ¡La razón existe! ¡La razón…! Y terminó, con decisión: Todos deben cambiar su vida. ¡Cambiar!
Así, tengo mucho interés en que se convenzan ustedes de que yo, Moses E. Herzog, estoy cambiando. Quiero que sean ustedes testigos del milagro de su corazón cambiante y que vean cómo, al oír los ruidos del suburbio y contemplar las nubes de blanco polvo que se levantan en el aire sereno de Nueva York, se comunica con los poderosos de este mundo y lanza sus palabras de entendimiento y profecía a la vez que se dispone para pasar una tarde entretenida, con buen alimento, música, vino, conversación y relación sexual. Lo de la trascendencia o de la falta de trascendencia es otro asunto. El que sólo trabaja y no juega, se estropea la salud. Ike pescaba truchas y jugaba al golf; mis necesidades son diferentes. Lo erótico debe ser reconocido y admitido en el lugar que le corresponde, sobre todo en una sociedad emancipada que comprende la relación de las represiones sexuales con la enfermedad, la guerra, el dinero y el totalitarismo. Desde luego, tumbarse es útil y socialmente constructivo, un acto de ciudadanía. Por eso estoy yo ahora aquí, entre dos luces, con la chaqueta a rayas echada por los hombros y hartándome de sudar después de haberme lavado tan minuciosamente, después de haberme afeitado y empolvado mordiéndome nerviosamente el labio inferior como si anticipase lo que hará luego Ramona. Impotente para librarse del chiste hedonístico, de una civilización industrial mamut, sobre la delicadeza de los deseos espirituales, los elevados anhelos de un Herzog, su sufrimiento moral y su aspiración al bien y a la verdad. Durante todo ese tiempo, su corazón le dolía lamentablemente; le habría gustado sacudírselo o sacárselo del pecho y tirarlo al cubo de la basura. A Moses le humillaba la comedia del dolor de corazón, pero ¿acaso puede despertarle a uno el pensamiento de este sueño de la existencia? No, porque la confusión es aún mayor, y empieza otro sueño más complicado todavía, el sueño del intelecto, la ilusión de las explicaciones totales.
Había tenido una leve advertencia. Se la hizo la madre de Daisy, Polina, cuando él se encaprichó con su amiga japonesa Sono, y Polina, que era una vieja sufragista judía rusa (a sus cincuenta años, era una mujer de ideas modernas en Zanesville, Ohio; desde 1905 a 1935 el padre de Daisy condujo allí un camión con el que servía botellas de soda y agua de seltz. Ni Polina ni Daisy sabían entonces nada de Sono Oguki); ¡qué cantidad de líos con mujeres!, pensó Herzog. Una tras otra. ¿Acaso ha sido ésta mi verdadera carrera? Polina vino a visitarle, canosa y con anchas caderas, con su bolsa de labores, una persona elegante y decidida. Se presentó con una caja de Quaker Oats llena con strudel de manzana. Estaba estupendo. Pero Herzog se daba cuenta de que su afición al strudel era infantil y que con Polina tenía que hablar de cosas propias de adultos. Polina era una de esas mujeres tiesas y severas de su generación. Había sido muy guapa pero ahora estaba seca y tiesa, llevaba lentes octogonales con montura de oro y tenía ya unos pelillos blancos de vieja sobre el labio superior.
Hablaron en yiddish.
—¿Es que te vas a convertir en «ein Ausvurf… ausgelassen?» ¿En un perdido, en un disoluto? —La vieja era tolstoiana, puritana. Sin embargo, comía carne y era una tirana. Era frugal, árida, limpia, respetable y dominante. Pero nada había en el mundo tan dulce, suave y fragante como su strudel hecho con azúcar morena y manzanas verdes. Ponía en su cocinar una extraordinaria sensualidad. Y nunca le daba a Daisy la receta.
—Bueno, ¿por qué te metes en tantos líos? —siguió riñéndole Polina—. Primero una mujer, luego otra, después otra, sin parar… ¿Cuándo vas a hacerte una persona decente? No puedes abandonar a una esposa y un hijo para irte con esas mujeres… unas putas.
Nunca debí tener esas «explicaciones» con ella, pensó Moses. ¿Es que consideraba yo como una cuestión de honor dar continuamente explicaciones a todo el mundo sobre mis amoríos? Yo mismo no entendía cómo me ocurrían esas cosas, de modo que ¿cómo iba a explicárselo a nadie?
***
Sentado a la mesa, empezó a removerse, impaciente. Lo mejor que podía hacer era marcharse ya. Se le hacía tarde para la cita. Pero aún le faltaba algo que hacer. Cogió una nueva hoja de papel y escribió: Querida Sono.
Había regresado al Japón hacía ya mucho tiempo. ¿Cuándo fue? Mientras pensaba las fechas, levantó la vista y vio las nubes blancas que cubrían Wall Street y el puerto. No te censuro que vuelvas a tu tierra. Sono era una persona acomodada. Tenía una casa en el campo, además de la de la ciudad. Herzog había visto las fotografías en color: un paisaje campesino oriental con conejos, gallinas, cerditos y un manantial de agua caliente que proporcionaba el agua de los baños. Sono tenía un retrato del aldeano ciego que iba a darle masajes. A ella le entusiasmaban los masajes y tenía gran fe en sus buenos resultados. Había dado muchas veces masaje a Herzog y él a ella.
Tenías razón acerca de Madeleine, Sono. No debería haberme casado con ella. Tenía que haberme casado contigo.
Pero Sono ni siquiera aprendió el inglés. Durante dos años, Herzog y ella hablaron en francés, en petit nègre. Y ahora Herzog escribió: Ma chère, ma vie est devenue un cauchemar affreux. Si tu savais! Herzog había aprendido francés en la Escuela McKinley. Y se lo había enseñado una solterona muy fea, la señorita Miloradovich. Fue el curso donde aprendió más.
Sono solamente había visto a Madeleine una vez, pero a ella le bastaba. Me advirtió mientras estaba yo sentado en su sillón Morris partido. «Moso, no te fíes. Ten cuidado, Moso».
Tenía un tierno corazón, y Herzog sabía que si le escribía sobre la tristeza de su vida, la haría llorar. Serían unas lágrimas instantáneas. Sono empezaba a llorar súbitamente, sin los habituales preliminares occidentales. Sus negros ojos se elevaban de la superficie de sus mejillas de la misma manera como sus pechos surgían de la superficie de su cuerpo. No, no le escribiría ahora malas noticias, decidió. En cambio, se permitió imaginarla como estaría ahora (era por la mañana en el Japón), bañándose en su fuente, con su boquita abierta y cantando. Se bañaba con frecuencia y cantaba, mientras miraba hacia arriba y ponía los labios trémulos. Eran unas dulces y extrañas canciones que a veces parecían maullidos.
Durante los malos tiempos en que se estaba divorciando de Daisy, visitaba a Sono en el pisito que ésta tenía en el West Side. Ella abría inmediatamente el grifo de la pequeña bañera y le echaba luego las sales de baño Macy. Desabrochaba la camisa de Moses, le quitaba toda la ropa y cuando lo tenía ya metido («ahora está muy bien de temperatura») en el agua espumosa y perfumada, dejaba ella caer su ropa interior y se metía en el baño con él, cantando la música vertical que le gustaba tanto.
Chin-chin
te lavo la espalda
mi-Mo-so
De jovencita había vivido en París, y allí la sorprendió la guerra. Cuando entraron los americanos, estaba ella con pulmonía y aún no se había repuesto cuando la repatriaron por el ferrocarril transiberiano. Decía que ya no le importaba el Japón; el Occidente la había estropeado para la vida de Tokio, y su acaudalado padre la dejó que estudiara dibujo en Nueva York.
Le dijo a Herzog que no estaba segura de creer en Dios pero que, si él creía, ella también procuraría tener fe. Por otra parte, si él era comunista, también ella estaba dispuesta a serlo. Como ella decía: «Les Japonaises sont très fidèles. Elles ne sont pas comme les Américaines. Bah!». Pero las mujeres americanas le divertían. Visitaba con frecuencia a las damas baptistas que la habían garantizado ante el Departamento de Inmigración. Cuando ellas iban a su casa, les preparaba unas quisquillas o pescado crudo y les hacía la ceremonia del té. Cuando las señoras tardaban en marcharse, a veces esperaba Moses sentado en el escalón de la casa de enfrente. Sono, muy divertida —le entusiasmaban las intrigas (¡qué abismos los del secreto femenino!)—, se asomaba a la ventana y le hacía la señal convenida mientras fingía estar regando las macetas. Tenía unos minúsculos árboles Gingko y cactus en unos tarros de yogourt.
Su piso del West Side tenía tres habitaciones de altos techos. Por detrás crecía un árbol ailanthus, y una de las ventanas fronteras tenía un gigantesco acondicionador de aire que lo menos pesaba una tonelada. Llenaban el piso las gangas que ella encontraba en la calle Catorce: pantallas de bronce, lámparas de pie, cortinas de nylón, gran cantidad de flores de cera, objetos de hierro forjado, de alambre retorcido y de cristal. Sono iba constantemente de un lado a otro con los pies descalzos dejándose caer de vez en cuando sobre sus talones bruscamente. Cubría su adorable cuerpo de una manera absurda, con unos negligés que le llegaban sólo hasta la rodilla y que compraba en las gangas de los puestos próximos a la Séptima Avenida. Cada una de aquellas compras la hacía luchar con otras cazadoras de gangas. Llevándose una mano, con excitación, a su cuello tan suave, le contaba a Herzog, profiriendo grititos, lo que le había sucedido:
—Chéri! J’avais déjà choisi mon tablier. Cette femme s’est foncée sur moi. Uf! Elle était noire! Moooon Dieu! Et grande! Derrière immense. Immense poitrine. Et sans soutien-gorge. Tout à fait comme Niagara Falls. En chair noire. —Sono hinchaba las mejillas y se estrechaba ella misma con sus brazos como si se estuviera asfixiando. Hacía movimientos violentos con el vientre hacia adelante y el trasero hacia atrás.
—Y yo le decía —continuó, siempre en francés—. «No, no, señora. Yo aquí primero». Tenía los brazos así de gordos, como hinchados. ¡Y qué pecho! Había mucha gente mirando. «¡No!», le decía yo. «No, no señora». —Sono, orgullosamente, abría las aletas de la nariz y su mirada se cargaba de odio. Terminaba poniéndose las manos en las caderas como en desafío.
Cuando ya estaban en la cama, Herzog le tocó a Sono los párpados como si fuera a hacer con ella un experimento. Lo curioso era que aquellos párpados tan extraños, suaves y pálidos, conservaban la huella de los dedos durante un buen rato. Para decir la verdad, nunca lo he pasado tan bien como con ella. Pero me faltó la fuerza de voluntad necesaria para soportar tanto gozo. Y esto no era un chiste, como parecía, porque cuando un hombre siente que su pecho es como una jaula de donde han salido volando todos los pájaros negros y tétricos, se siente libre, experimenta una gozosa ligereza en el corazón… pero a la vez desea que le vuelvan otra vez sus buitres. Siente el deseo de estar de nuevo luchando como siempre. Echa de menos su excitación, sus aflicciones y sus pecados. En este salón de lujo oriental, en busca del placer que da la vida, resolvió Moses E. Herzog el enigma del cuerpo (curándose del fatal trastorno de la mundanidad, incompatible con la felicidad del mundo, esa plaga de Occidente, esa lepra mental). Parecía haber hallado su objetivo. Pero con frecuencia permanecía sentado, deprimido, en el sillón Morris. ¡Maldita tristeza! Pero a ella todo eso le parecía bien. Me veía con los ojos de su amor y me decía:
—Ah! T’es mélancolique; c’est très beau!
Y yo pensaba entonces que quizá la culpabilidad y la tristeza me hicieran parecer oriental. A ella le parecía beau cuando estaba triste. Y nada tiene de extraño que creyese que yo fuera un comunista. ¡El mundo tenía que amar a los amantes pero no a los teóricos! A éstos había que ponerlos de patitas en la calle. Señoras, ¡echen ustedes a esos tétricos hijos de tal! ¡Odiosa melancolía!
Las tres altas habitaciones de Sono en su pisito tenían su entrada tapada con cortinas de ocasión, como en el Extremo Oriente de las películas. Y cada habitación estaba dividida en otras por más cortinas. El más interior era el espacio donde estaba la cama, con sábanas de verde menta o de clorofila aguada, revueltas. La cama estaba siempre sin hacer, y todo en desorden. Después del baño, el cuerpo de Herzog estaba colorado. Después de secarlo y de echarle polvos de talco, Sono le ponía un kimono. Era él para esta mujer como un muñeco del Cáucaso, contento pero algo resistente. La tiesa tela del kimono le resultaba incómoda en los sobacos mientras se quedaba sentado en las almohadas. Sono le servía el té en sus mejores tazas. Y Herzog la escuchaba. Le contaba los últimos escándalos que había leído en la Prensa de Tokio. Una mujer había mutilado a su amante infiel y las partes que le faltaban al amante las encontraron en el obi de ella. El maquinista de un tren se había dormido y no había visto una señal, por lo que habían muerto ciento cincuenta y cuatro personas. El padre de Sono le había comprado a su concubina un Volkswagen y tenía que aparcar frente a la casa porque no le permitían que metiese el auto en el patio. Y Herzog pensaba: «¿Es posible que todas las tradiciones, renunciaciones, virtudes, joyas y obras maestras de la disciplina hebrea (retórica gran parte de ello pero que, sin duda, contiene hechos verdaderos) me hayan traído hasta estas sábanas verdes arrugadas, sobre este deformado colchón?». Y se preguntaba esto como si le importase a alguien lo que él estaba haciendo allí. Como si afectase de algún modo al destino del mundo. La verdad es que su presencia en el dormitorio de Sono era algo que sólo le concernía a él. Y aunque no le cambió la expresión ni movió ninguna de sus facciones, Herzog murmuró para sí: «Tengo derecho a esto». Muy bien, desde luego, los judíos eran unos extraños para el mundo desde hacía muchísimo tiempo y ahora sucedía lo contrario: el mundo se estaba convirtiendo para ellos en un extraño. Sono sacó una botella y salpicó con coñac el té que iba a tomarse Herzog. Después de beber ella unos sorbitos, dio un divertido gruñido. Luego, Sono sacó sus pergaminos. Unos comerciantes gozaban a unas delicadas muchachas que miraban a otra parte cómicamente mientras se entregaban. Moses y Sono estaban sentados sobre la cama, con las piernas cruzadas. Ella señalaba alguna cosa de los dibujos, guiñaba los ojos, daba grititos y ponía su redonda cara junto a la de él.
Siempre había algo friéndose o cociendo en la cocina, un lugar muy reducido que apestaba a pescado, salsa de soja, y hojas de té. Las cañerías dejaban de funcionar la mayor parte del tiempo. Siempre le pedía a Herzog que hablase con el administrador, un negro, que a ella no le hacía ningún caso. Sono tenía dos gatos y sus platillos de la comida estaban siempre sucios. Cuando Herzog estaba aún en el Metro, de camino hacia la casa de Sono, empezaba a percibir esos malos olores del piso. Le encogían el corazón. Deseaba violentamente a Sono, pero su deseo de no ir a su casa era igualmente violento. Incluso ahora sentía aquel deseo, le repugnaban los olores y le parecía estar acercándose a disgusto y con inmenso afán a casa de Sono. Temblaba cuando oía el timbre que él mismo había tocado. Ella abría la ancha puerta y le abrazaba. Tenía el rostro cuidadosamente maquillado y olía a almizcle. Los gatos intentaban escaparse. Sono los capturaba y luego exclamaba (siempre era lo mismo):
—¡Moso! ¡Acabo de volver a casa!
Desde luego, le faltaba aún la respiración. Había vuelto a casa hacía unos momentos y siempre hacía lo mismo: se daba unas tremendas prisas para demostrarle que llegaba a casa antes que él. ¿Por qué hacía aquello? Quizá para demostrarle que llevaba una vida muy activa e independiente; que no se estaba sentada esperándole. La alta puerta, con la parte superior curvada, se abría del todo y él entraba. Sono volvía a cerrarla con cerrojo y cadena (precauciones de una mujer que vive sola). Herzog, con el corazón latiéndole pero con gesto de circunstancias, miraba pálido y digno las cortinas siena, carmesí y verde, la chimenea tapada con los envoltorios de las últimas compras, y la mesa de dibujar donde ella hacía sus labores caseras y donde se subían los gatos. Aquel día, sonriéndose ante el gesto ansioso de Sono, sentóse en el sillón Morris.
—Mauvais temps, eh, chéri? —dijo a la vez que empezaba a acariciarlo. Le quitó sus malos zapatos mientras le contaba dónde había estado. Unas amables señoras de la Christian Science la habían invitado a un concierto en los Claustros. Luego había visto un programa doble en el Thalia (Danielle Darrieux, Simone Signoret, Jean Gabin y Harry Bow-wow). La Sociedad Nippon-América la había invitado al edificio de las Naciones Unidas, donde Sono entregó unas flores al Nizam de Hyderabad. Una misión comercial japonesa le había hecho conocer también a Nasser y Sukarno, al Secretario de Estado y al Presidente. Y aquella misma noche tenía que ir a un night-club con el Ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela. Moses había aprendido a no dudar de ella. Siempre le enseñaba alguna foto hecha en una sala de fiestas en la que aparecía ella con un vestido muy descotado. Tenía el autógrafo de Mendès-France en un menú. Nunca le pedía a Herzog que la llevase a Copacabana, lo cual constituía una buena muestra de respeto a su seriedad de intelectual. «T’es philosophe. Oh, mon philosophe, mon professeur d’amour. T’es très important. Je le sais». A él le ponía más alto que a los reyes y presidentes.
Cuando ponía a calentar el agua para el té, le contaba a Herzog, dando voces desde la cocina, todo lo que le había pasado durante el día. Por ejemplo, había visto un perro de tres patas por cuya culpa se había lanzado un camión contra un carrito de mano. Un taxista había querido darle un loro, pero ella no lo aceptó porque los gatos se lo hubieran comido. No podía aceptar semejante responsabilidad. Una pobre vieja —vieille mendiante— le pedía todos los días que le comprase el Times. Era lo único que le apetecía a aquella desgraciada.
Moses la miraba sonriente, pero suspicaz, reclinado en el sillón medio roto. Ya empezaba a disminuir la excitación que traía de la calle. Ni siquiera los olores eran ya tan desagradables como había esperado Herzog. Los gatos estaban menos celosos de él. Incluso se le acercaban para que los acariciase. Se había acostumbrado a aquellos maullidos siameses, más apasionados que los de los gatos americanos.
Entonces dijo Sono:
—Et cette blouse… combien j’ai payé? Dis-moi.
—Verás… Ahora mismo te lo diré… Te ha costado unos tres dólares.
—No, no —exclamó—. Sólo sesenta centavos.
—Imposible. ¡Pero si eso vale unos cinco dólares! Eres la reina de las gangas de Nueva York.
Halagada, Sono le guiñó un ojo y se puso a quitarle los calcetines. Le llevó el té y echó en éste dos grandes chorreones de Chivas Regal. Guardaba para él lo mejor de todo.
—Veux-tu omelette chéri-koko? As-tu faim?
Caía sobre el desolado Nueva York una lluvia muy fría. Cuando paseo ante las oficinas de las Northwest Orient Airlines, siempre me entran ganas de comprar un billete de avión para Tokio. Sono puso salsa de soja en los huevos. Herzog comió y bebió. Sono lo ponía todo muy salado. Herzog tomó una gran cantidad de té.
—Ahora nos bañamos otra vez —dijo ella desabrochándole a Herzog la camisa—. ¿Quieres?
Tés y baños. El vapor del agua hirviendo hacía que se desprendiera de la pared el papel que la adornaba. Debajo aparecía el estuco verde. La gran radio de la consola transmitía por su dorado altavoz música de Brahms. Los gatos jugaban con los pellejos de los camarones debajo de las sillas.
—Oui, je veux bien —dijo Herzog.
Sono abrió los grifos del baño. Herzog la oyó cantar mientras echaba en el baño las sales de lilas, y polvo para poner espumosa el agua.
Me pregunto quién estará frotándola ahora en el baño.
Sono no exigía grandes sacrificios. No quería que yo trabajase para ella, que le comprase cosas para el piso, que mantuviera hijos suyos, que acudiera con puntualidad a las comidas o que le mantuviese una buena cuenta en las tiendas de lujo. Sólo pedía que estuviese con ella de vez en cuando. Pero alguna gente está enemistada con las mejores cosas de la vida y las pervierte convirtiéndolas en sueños y fantasías. El francés-yiddish que hablábamos era divertido e inocente. Sono nunca me decía esas verdades deformadas y sucias mentiras a que estaba acostumbrado en mi propio idioma, y mis sencillas frases, puramente declarativas, no podían hacerle mucho daño. Algunos han renegado de Occidente en busca de esta sencillez que yo tenía en la misma ciudad de Nueva York.
No dejaba de haber durante el año algunos fastidios. A veces, Sono buscaba en el cuerpo de Herzog huellas de infidelidad. Estaba convencidísima de que hacer el amor adelgazaba a los hombres. «¡Ah! —solía decir—. Has adelgazado. Tu fais l’amour?». Él lo negaba, pero Sono movía la cabeza sin dejar de sonreír, aunque se le amargaba la expresión. Se resistía a creerle. Pero, por fin, lo perdonaba. Renovado su buen humor, metía a Herzog en el baño y entraba en el agua tras él. Cantaba o le daba cómicas órdenes en japonés militar. Pero ya estaban en paz y se bañaban. Ella le tendía los pies para que se los enjabonase. Luego, llenaba de agua un plato de plástico y se lo echaba por la cabeza. Soltaba el agua del baño y luego abría la ducha para limpiarlo y ambos se quedaban de pie, bajo la ducha, sonrientes: —Te vas a quedar muy limpito, cariño.
Sí, me tenía muy limpio. Divertido y, a la vez, con pena, Herzog lo recordaba todo.
Se secaban con toallas turcas compradas en la calle 14. Luego, Sono le ponía el kimono y, a la vez, le besaba el pecho. Él le besaba las palmas de las manos. Sono tenía tiernos y astutos los ojos, y había en ellos, algunas veces, unas pícaras lucecillas. Esta mujer sabía cómo aplicar su sensualidad y cómo aumentarla. Sentada en la cama, le servía allí mismo el té. Su concubina. Estaban sentados con las piernas cruzadas, sorbiendo el líquido de las tacitas y recreándose con los dibujos de los pergaminos. Tenían cerrada la puerta con cerrojo y el teléfono descolgado. Trémula, Sono le acercaba la cara y le rozaba la mejilla con sus gordezuelos labios. Se ayudaban el uno al otro a quitarse las prendas orientales, y ella, como siempre, decía en su francés:
—Doucement, chéri. Oh, lentement. Oh!
Y miraba, extraviada, al techo, hasta que él sólo le veía los blancos de los ojos.
Una vez me explicó qué estrella fugaz le había quitado una vez al Sol la Tierra y los planetas. Como si un perrillo fuera corriendo junto a unas matas y libertase de ellas a unos mundos que se hubieran enganchado en ellas. Entonces, en esos mundos surgía la vida y, de esa vida, almas como las nuestras. E incluso, decía Sono, criaturas más extrañas que nosotros. Me gustaba escucharla, pero no la comprendía bien. Yo sabía que por mí no regresaba a su Japón. Por mí, desobedecía a su padre. Su madre murió y Sono estuvo varias semanas sin decírmelo. De pronto, dijo: «No temo a la muerte. Pero tú me haces sufrir, Moso». Y es que no la había llamado en un mes. Había vuelto a tener pulmonía y nadie fue a verla. Estaba débil y pálida, lloraba y me dijo: «Sufro demasiado». Pero no le dejó que la consolase. Se había enterado de que Herzog veía a la señora Pontritter. Un día dijo: «Es mala, Moses. No estoy celosa. Sencillamente, haré el amor con otro. Me has abandonado, pero esa mujer tiene los ojos fríos, muy fríos».
Ahora, Herzog escribió: Sono, tenías razón. He pensado que te gustará que te lo diga. Sí, sus ojos son muy fríos. Sin embargo, son los ojos de ella y no puede remediarlo si los tiene fríos. Afortunadamente, Dios le dio un sustituto para ellos: un marido.
***
Desde luego, cuando un hombre revive en el recuerdo esas cosas, necesita algún consuelo. Una vez más, Herzog volvió a pensar en su visita a Ramona. Mientras estaba parado junto a la puerta, con la mano en el largo cerrojo de seguridad, pensando si lo echaría al salir, trató de recordar el título de una canción. ¿Era «Sólo un beso más»? No. Entonces, ¿«La maldición de un corazón dolorido»? Tampoco. Era «Bésame otra vez». Sí, eso era. Le sonaba a cosa muy divertida y se reía tanto que se hizo un lío con el complicado cerrojo cuando quiso prepararlo para poderlo cerrar bien desde fuera. Tenía que emplearlo para proteger sus bienes terrenales. Existen tres mil millones de seres humanos, cada uno de ellos con algunas posesiones, por pocas que sean, cada uno de ellos un microcosmos, por pobre que sea. Sí, cada hombre tiene un tesoro peculiar, algo suyo y distinto, aunque sea un mendigo. Hay un distante jardín donde crecen los objetos raros, y allí, en una deliciosa penumbra verde, pende, como un melocotón, el corazón de Moses E. Herzog.
Necesito esta salida como un agujero en la cabeza, para librarme de preocupaciones, pensó mientras le daba vueltas a la llave. De modo que, por fin, se marchaba. Se guardó la llave en el bolsillo y dio al botón del ascensor. Escuchó subir a éste, cuyos cables vibraban. Bajó en él tarareando «Bésame» y tratando de captar, como si fuera un frágil hilo que se le escapase, la razón de que estas viejas canciones le anduviesen ahora por la cabeza. Pero no daba con la causa evidente (que tenía el corazón pesado y que iba a que lo besaran). Pero quizás esa explicación, tan recóndita, no mereciese la pena. Se alegró de salir al aire libre y poder respirar a gusto. Secó con el pañuelo la banda sudada del sombrero de paja. Y es que hacía mucho calor. Pero ¿a quién se le ocurría llevar un sombrero como aquél en nuestra época? Sin ir más lejos, llevaba uno Lou Holtz, el viejo cómico de vaudeville, que cantaba: «Cogí un limón en el jardín del amor aunque digan que allí sólo hay melocotones». El rostro de Herzog volvió a animarse con una sonrisa. El Viejo Teatro Oriental de Chicago. Tres horas de buena diversión por cuatro cuartos.
Al llegar a la esquina de la calle se detuvo para ver trabajar a unos albañiles. Terminaba la tarde y los hombres que estaban derruyendo aquel edificio habían encendido un fuego para librarse de la madera podrida, y hacía un calor tremendo. La pintura y el barniz secos humeaban como incienso. El linóleo viejo ardía con ganas. Era un funeral de cosas exhaustas. Los camiones de seis ruedas cargaban con los derribos. El sol, que ahora se marchaba hacia Nueva Jersey y el Oeste, estaba rodeado por un deslumbrante halo de gases atmosféricos. Herzog observó que los transeúntes llevaban manchas rojas y que él también las tenía en los brazos y en el pecho. Cruzó la Séptima Avenida y entró en el Metro.
Libre ya de la asfixiante y polvorienta atmósfera de la calle, bajó las escaleras de prisa escuchando si llegaba un tren y repasando con la mano en el bolsillo el dinero suelto que llevaba. Olía a piedra, a orines, a moho y a lubricantes. Herzog sentía la presencia de una corriente de urgencia, de velocidad, de infinito deseo, quizá relacionada con los impulsos particulares suyos, su nerviosa corriente de vitalidad. ¿Pasión? ¿Quizás histeria? Ramona podría aliviarle con recursos sexuales. Respiró profundamente, inhalando el aire húmedo y mohoso una y otra vez. Dejaba que se le introdujera el aire lentamente, hacia abajo, aún más bajo, hasta la barriga. Lo repitió muchas veces hasta que se sintió mejor. Introdujo sus monedas por la ranura para el billete. Innumerables millones de pasajeros habían sacado brillo con sus caderas a la entrada giratoria. De esto nacía un sentimiento de comunión, de la humana hermandad en una de sus formas más vulgares. Pero Herzog pensó, mientras hacía girar el paso, que aquel símbolo era muy serio pues mientras más individuos se destruyeran mayor sería su aspiración a fundirse en la colectividad. Y el resultado sería aún peor porque estos individuos regresan a la masa agitados, fervientes por su fracaso. No vuelven como hermanos sino como degenerados. Y experimentan un ansia rabiosa del amor de la patata. Y entonces la divina imagen, ya tan borrosa, vacila y se descompone aún más. ¡Ésa es la verdadera cuestión! Y mientras miraba las vías, se repitió a sí mismo: ¡Sí, ésa es la cuestión más real!
Había pasado ya la hora punta. Los coches casi vacíos ofrecían escenas de reposo y paz mientras los conductores leían el periódico. Herzog dio una vuelta por el andén mirando los rasgados carteles donde los espontáneos habían dibujado toscamente cómicos genitales como cohetes, ridículos coitos, slogans y súplicas: Musulmanes, los blancos son nuestros enemigos. Que se vaya al diablo Goldwater. ¡Judíos!, y un cínico más listo había escrito: Si te muerden, pon el otro carrillo. Porquería, locura agresiva, plegarias e ingenio de la multitud. Obras menores de la Muerte. El término que estaba de moda para esto era trans-descendencia. Herzog fue examinando cuidadosamente esos escritos, haciendo una especie de gallup de la opinión pública. Daba por cierto que los desconocidos artistas eran adolescentes que desafiaban a la autoridad. La inmadurez era una nueva categoría política. Pensó en los problemas relacionados con la creciente emancipación mental de los incapaces para cualquier empleo. Eran preferibles los Beatles. Para entretenerse un poco más, Herzog fue observando los objetos que había en el andén. Un espejo estaba protegido con alambres de modo que sólo lo podía romper algún ingenioso maniático. Los bancos estaban sujetos con candados, y las máquinas tragaperras bien protegidas.
Mentalmente, escribió una nota para Willie el Actor, el famoso ladrón de Bancos que estaba cumpliendo una condena de cadena perpetua. Querido Mr. Sutton. El estudio de las cerraduras… recursos mecánicos del genio yanqui… Empezó de nuevo: Sólo Houdini le era superior… Willie nunca llevaba pistola. En Queens empleó una vez una pistola de juguete. Disfrazado de repartidor de la Western Union, entró en el Banco y logró lo que se proponía. Era irresistible. Y no se trataba, en realidad, de que se hubiese apoderado del dinero sino de lo bien que resolvía los problemas de entrar y huir. Era estrecho de hombros, de mejillas hundidas, con un bigotito, ojos azules, y bolsas debajo de ellos. Willie se echaba en la cama a pensar en los Bancos, en su habitación de Brooklyn, fumándose un cigarrillo, con el sombrero puesto y sin quitarse sus zapatos puntiagudos. Tenía visiones de tejados desde los que se podía pasar a otros tejados, sistemas eléctricos de protección, sótanos, bóvedas. Todas las cerraduras se abrían al tocarlas él. Era genial en su especialidad. Tenía escondido en Flushing Meadows, en unas latas, todo su botín. Era ya muy rico y podía haberse retirado. Pero un día estaba dando un paseo y vio un Banco que suponía para él poner en práctica sus altas dotes de creación. Pero esa vez lo cogieron y encarcelaron. Planeó una gran fuga. Preparó un plan maestro con la utilización de cañerías, túneles improvisados bajo los muros, y todo lo demás. Estaba ya a punto de lograrlo. Ya veía las estrellas al salir del último túnel. Pero los guardas le esperaban cuando apareció a ras de tierra y volvieron a encerrarlo. Este gran artista de la escapatoria es uno de los más grandes del mundo. No es exagerado decir que tiene casi tantas facultades como Houdini. Idea: el poder y la perfección de todos los sistemas humanos deben ser continuamente probados y superados, aun a riesgo de perder la libertad, incluso la vida… Ahora está encerrado en la prisión para toda su vida. Dicen que tiene una buena colección de los Grandes Libros y que intercambia correspondencia con el Obispo Sheen…
Querido Dr. Shrodinger: En «¿Qué es la vida?», dice usted que en toda la Naturaleza, sólo el hombre vacila antes de causar daño. Como quiera que la destrucción es el gran método mediante el cual produce la Naturaleza nuevos tipos, el no querer causar dolor puede ser un deseo humano de impedir que se cumpla la ley natural… El tren se había detenido en la estación y estaban ya a punto de cerrar las puertas cuando Herzog reaccionó y entró en él corriendo. Se sujetó a una correa. El tren corría veloz ciudad arriba. Se vació y volvió a llenarse bajo la Times Square. Pero Herzog no lo aprovechó para sentarse. Pensó que luego era más difícil abrirse paso para salir. Bien, ¿por dónde íbamos? En las observaciones que hace usted sobre la entropía… es decir, cómo se mantiene el organismo contra la muerte o, como dice usted, contra el equilibrio termo dinámico… Por ser una organización inestable de materia, el cuerpo está siempre amenazando con abandonarnos. Se marcha. Y esto que digo es verdad; es el cuerpo el que desaparece y no nosotros, no yo. Mientras este organismo es capaz de conservar su propia forma y sacar lo que necesita de su ambiente, atrayendo una corriente negativa de utropía, o sea, el ser de otras cosas que él usa, devolviendo el residuo al mundo en una forma más simple. Estiércol. Desechos nitrogenados. Amoníaco. Pero la resistencia a causar dolor unida a la necesidad de devorar… el resultado es muy peculiar de la humanidad y consiste en admitir y negar, al mismo tiempo, los males. O sea, se lleva una vida humana y al mismo tiempo una vida inhumana. En realidad, se quiere tenerlo todo y se combinan todos los elementos con inmensa ambición. Morder, tragar y, al mismo tiempo compadecerse del alimento. Tener sentimientos y, a la vez, comportarse brutalmente. Se ha sugerido (¿y por qué no?), que nuestra resistencia a causar dolor es en realidad una forma extrema, una deliciosa forma de sensualidad y que aumentamos la lujuria inyectándole preocupación moral. De modo que así actuamos en dos direcciones contrarias a la vez. Sin embargo, no se pueden negar las realidades morales, le aseguró Herzog al mundo entero mientras tiraba de la correa del veloz coche para no perder el equilibrio. Y es tan seguro que existen esas realidades como las moleculares y atómicas. Sin embargo, en nuestros días ya es necesario estar preparados para las peores posibilidades. En cuanto a esto, no tenemos opción…
Ésta era su estación. Salió del tren y subió las escaleras. La puerta giratoria se revolvía tras él. Pasó rápido ante la cabina del cambio, donde estaba sentado un hombre bajo una luz del color del té cargado, y subió los dos tramos de escaleras. Al salir al aire libre, se detuvo para respirar profundamente. Encima de él, el cristal floreado, gris y con alambres, y las luces de Broadway en la penumbra con un despliegue casi tropical. Allá abajo corría el Hudson, denso como el mercurio. En lo alto de las antenas de radio de Nueva Jersey, unas luces rojas como pequeños corazones latían eléctricamente. En medio de la calle, en unos bancos, se veía a unos viejos: en las caras, en las cabezas, las intensas huellas de la edad; piernas gordas de las mujeres y ojos cargados de los hombres, bocas hundidas y profundas arrugas. Era la hora normal de los murciélagos (Ludeyville), o de los volanderos pedazos de papel (Nueva York) que le hacían pensar a Herzog en los murciélagos. Un globo perdido volaba, oscuro y rápido, en el crepúsculo anaranjado del Oeste. Herzog cruzó la calle dando un rodeo para evitar una humareda de pollos asados y de salchichas. Moses se entretenía como siempre fijándose en la gente de la calle, su espíritu teatral y sus intérpretes: los homosexuales en travesti, pintados con gran originalidad, las mujeres con pelucas, las lesbianas tan machorras que había que esperar a que pasaran y mirarlas por detrás para estar seguro de su sexo, y gente con el pelo teñido con todos los matices imaginables… En casi cada rostro que pasaba aparecían signos de una interpretación personal del destino. Los ojos daban muy diversas versiones metafísicas y completaban el cuadro las viejas que seguían incansables la senda del antiguo deber.
Herzog había visto varias veces a George Hoberly (que había sido el amigo de Ramona antes que él), siguiéndole con la vista desde uno u otro de aquellos portales. Era delgado, alto, más joven que Herzog y correctamente vestido con trajes de Madison Avenue. Llevaba gafas oscuras y su rostro era fino y triste. Ramona, elevando la voz al decir «nada», declaraba que no sentía nada más que piedad por él. Los dos intentos de suicidio de George le hicieron comprender probablemente la indiferencia que sentía por él. Moses había sabido por Madeleine que cuando una mujer deja a un hombre por su voluntad, es que está harta de él y dispuesta a eliminarlo por completo de su vida. Pero esta noche se le ocurrió pensar que, como Ramona ponía mucho interés en la manera de vestir de los hombres y trataba de influir en sus compras, era muy posible que Hoberly siguiera usando la ropa que ella le había aconsejado. Y George seguía teniendo cierto atractivo, como un reflejo de la felicidad y el amor que antes tuvo, lo mismo que el ratón sometido al llamado «experimento de la frustración». Incluso el que la llamase la policía y tener que salir corriendo hasta Bellevue de madrugada para acompañar a George después de un intento de suicidio de éste, le producía a Ramona un gran fastidio. Esto de los suicidios no está al alcance de cualquiera y hay que hacer algo más que aspirar un poquito de gas o cortarse las venas. Se acerca rápidamente el día —pensó Herzog— en que sólo la prueba de nuestra desesperación nos dará derecho a votar, en vez de tener que demostrar que poseemos medios económicos o que sabemos leer y escribir. Todo cambia, Herzog empezó a sentir una cierta impaciencia por ver a Hoberly, y ver de nuevo aquella cara minada por el sufrimiento, el insomnio, las noches de píldoras, tragos, y rezos, por verle de nuevo las gafas oscuras y su sombrero casi sin ala. Un caso grave de amor no correspondido. Lo que hoy se llama «dependencia histérica». A veces, Ramona hablaba de Hoberly con gran simpatía. Pero eso era antes. Decía que la había hecho llorar con una de las cartas con que acompañaba alguno de sus regalos. Seguía mandándole bolsos y perfumes y largos extractos de su diario íntimo. Incluso le mandó una gran cantidad de dinero, aunque ella entregó este dinero a tía Támara. Ésta abrió en el Banco una cuenta corriente a nombre de él. Así, por lo menos, este dinero le produciría un pequeño interés. Hoberly le tenía cariño a la vieja. Y también le era simpática a Moses.
Subió en el ascensor al piso decimoquinto. Llamó al timbre de Ramona y se abrió inmediatamente la puerta. Esta rapidez era otra atención más que tenía con él. Le esperaba Ramona con la puerta entreabierta pero con la cadena echada, pues no quería verse sorprendida con la llegada de un hombre distinto. Cuando vio a Moses, abrió del todo y le cogió de la mano tirando de él hacia ella. Le ofreció la cara para que la besara. Herzog la encontró muy caldeada y le llegó una oleada de su perfume. Llevaba una blusa de satén blanco cortada para sugerir un chal que la envolviese y realzara su busto. Estaba muy colorada; no necesitaba ponerse colorete.
—Me alegro de verte, Ramona. Estoy muy contento —dijo. La apretó contra su costado, descubriendo en sí mismo una súbita ansia, un impaciente afán de contacto. La besó.
—Así, ¿estás contento de verme?
—¡Sí, sí, desde luego!
Ramona sonrió y cerró la puerta echando de nuevo el cerrojo. Llevó a Herzog de la mano por el vestíbulo sin alfombra, donde sus tacones altos marcaban militarmente el paso. Esto le excitaba a Herzog.
—Ahora —dijo Ramona—, vamos a admirar a Moses, el elegante.
Se detuvieron ante el espejo, tan ornamental, de marco dorado.
—¡Vaya!, tienes un magnífico sombrero de paja. Y ¡qué chaqueta a rayas!
—¿Te parece bien?
—Claro que sí, hombre. Es una estupenda chaqueta. Con lo moreno que estás, pareces un indio.
—Pues podría hacerme del grupo Bhave.
—¿Qué es eso?
—Pues una gente que reparte grandes fincas entre los pobres. Yo quiero regalar Ludeyville.
—Antes de empezar a regalarlo todo, lo mejor es que me consultes. ¿Tomamos una copa? Si quieres, puedes lavarte mientras yo preparo la bebida.
—Me afeité antes de salir de casa.
—Pues vienes acalorado como si hubieras estado corriendo y se te ha ensuciado la cara.
Eso debía de ser del Metro. O quizá fuese de las fogatas en la casa que estaban echando abajo. —Sí, es verdad.
—Te daré una toalla, querido —dijo Ramona.
En el cuarto de baño, Herzog se dio la vuelta a la corbata dejándosela por detrás para que no se le metiese en el lavabo mientras se lavaba. Era un cuarto pequeño y lujoso con luz indirecta (una amabilidad para los rostros macilentos). El grifo, que era alargado, brillaba y el agua salió con fuerza. Herzog olió el jabón. Muguet. Sintió la frialdad del agua en las uñas. Recordó el antiguo ritual judío del agua para las uñas, y lo que manda el Haggadah: Rachatz! («Te lavarás»). También era obligatorio lavarse cuando se regresaba del cementerio (Beth Olam: La Mansión de la Multitud). Pero ¿para qué pensar ahora en cementerios y entierros?
Puso la cabeza debajo del grifo y lo dejó correr para echarse agua sobre los ojos cerrados, abriendo la boca con satisfacción. Debajo de los párpados le bailaban unos grandes discos de una brillantez iridiscente. En esos momentos, le estaba «escribiendo» una carta al filósofo Spinoza. Usted dijo que los pensamientos que no están ligados de un modo causal, fastidian. Me parece que eso es cierto. La asociación de ideas no controlada, cuando el intelecto está pasivo, es una especie de servidumbre. O, mejor dicho, entonces es posible cualquier forma de servidumbre. Quizá le interese a usted saber que en el siglo XX la asociación incontrolada es considerada como el medio de descubrir los secretos más profundos de la psique… Se dio cuenta de que, de nuevo, estaba «escribiendo» a los muertos. Actualizaba las sombras de los grandes filósofos. Pero, pensándolo bien, ¿por qué no se podía escribir a los muertos? Vivía con ellos tanto como con los vivos… quizá más; y, además, sus cartas a los vivos eran cada vez más mentales. Y, ¿qué era la muerte para lo inconsciente? Los sueños no la admitían. Convencido de que la razón puede ir progresando firmemente desde el desorden hasta la armonía y que la conquista del caos no hay que comenzarla de nuevo cada día… ¡Cómo desearía yo que fuese efectivamente así! ¡Ojalá fuera así!
En cuanto a su relación con los muertos, no estaba bien; porque Herzog estaba convencido de que había que dejar que los muertos enterrasen a sus propios muertos. Y que la vida sólo era tal vida cuando la comprendía uno tan claramente como la muerte. Herzog abrió la alacena de las medicinas, que era muy grande. En el viejo Nueva York construían en gran escala. Fascinado, fue mirando los tarros que tenía allí Ramona: una crema refrescante para la piel, una loción, antisudorífico Bonnie Belle… Y luego, aquello que le habían recetado, algo de color rojo que se tomaba dos veces al día cuando tenía mal el estómago. Lo olió; debía de tener belladona. También había píldoras para la menstruación dolorosa. De todos modos a él le parecía que Ramona no debía de tener trastornos de esa clase. A Madeleine, en cambio, tenía él que meterla a toda prisa en un taxi para llevarla a St. Vincent cuando empezaba a pedir casi a gritos una inyección de Demarol. Seguía Herzog su inspección. Estas tenacillas, que parecían unos pequeños fórceps, debían de ser para rizar las pestañas. Recordaban a las tenazas para los caracoles en los restaurantes franceses. Curioseó otras cosas. Apretó con el pie el pedal del water; el agua fluyó con fuerza, pero en silencio. Los waters de los pobres, en cambio, siempre hacían mucho ruido. Se puso un poco de brillantina en las puntas, secas, de sus cabellos. Desde luego, tenía la camisa húmeda de sudor, pero ella llevaba encima el suficiente perfume para los dos. Y ¿cómo estaba él, en resumidas cuentas? ¿Estaba guapo? Es inevitable que la belleza pase. La continuidad espacio-tiempo tiene sus exigencias y lo va deshaciendo a uno poquito a poco hasta que llega otra vez el vacío. Pero es preferible el vacío al tormento y al aburrimiento de un carácter incorregible que cae siempre en los mismos errores. Esos instantes de gracia y de dolor podían parecer eternos, de modo que si uno era capaz de captar la eternidad de los momentos dolorosos y darles un contenido diferente, lograría una revolución. Eh, ¿qué tal? ¡Vaya idea!
Liándose fuertemente la toalla en la mano, como un barbero, Herzog se secó la humedad de la raya del pelo y luego pensó que debía pesarse. Pero primero utilizó el water para aligerarse un poco de orines y se quitó los zapatos, sin agacharse, para pesarse mejor. Se subió a la báscula con un suspiro de viejo. Entre sus pies la aguja marcó más de 170 libras. Estaba recuperando el peso que perdió en Europa. Metió los pies en los zapatos, con cierta dificultad, doblando la parte de arriba de los contrafuertes, y volvió a la salita de Ramona, que era, a la vez, donde dormía. Le esperaba con dos vasos de Campari. Tenía un sabor dulciamargo y olía un poco a gas, pero todo el mundo lo bebía y Herzog también lo bebió. Ramona había helado los vasos en la nevera.
—¡Salud!
—¡Sdrutch! —dijo Herzog.
—Tienes la corbata colgando por detrás —le advirtió ella.
—¿Sí? —Se la puso bien—. Se me olvidan las cosas. Un día, en la Universidad, había ido yo a los servicios y, cuando regresé a la clase, llevaba los faldones de la chaqueta metidos en los pantalones. Me los había abrochado encima sin darme cuenta.
A Ramona le asombraba que Moses fuese capaz de contar semejante historia de sí mismo, y dijo:
—¡Qué horrible!
—No muy agradable, pero debió de resultar una liberación para los estudiantes ver así a su profesor. Éste es mortal. Además, la humillación no lo destruía. Y esta enseñanza debió de ser para ellos más valiosa que las lecciones. Una de las jovencitas me dijo después que yo era muy humano y que mi actitud había sido un alivio para todos…
—Lo divertido es de qué modo tan completo lo explicas todo. Eres muy divertido. —Le sonrió muy cariñosa, enseñando sus anchos dientes. Sus tiernos ojos oscuros, enriquecidos por unas líneas negras, le sonreían. Y añadió—: Pero aún resulta más divertido cómo te las das de duro y despreocupado.
—¿Por qué es divertido?
—Porque lo haces para darte importancia. Cuando dices esas cosas, no eres de verdad tú. —Volvió a llenar los vasos y se puso en pie para irse a la cocina—. Tengo que cuidar el arroz. Te pondré un poco de música egipcia para que sigas contento. —Le ceñía la cintura una buena correa de cuero. Se inclinó sobre el gramófono.
—La comida tiene un olor delicioso —dijo Herzog.
Mohammed al Bakkar y su banda empezaron con los tambores y los tamboriles, y luego siguieron con unos tremendos rebuznos de los instrumentos de viento salpicados del bang-bang de las cuerdas. Una vocecita afeminada empezó a cantar: «Mi Port Said…». Herzog, solo, miraba los libros y programas de teatro, revistas y fotos. Enmarcada en un marco de Tiffany, había una fotografía de Ramona cuando tenía unos siete años, una niña muy modosita recostada en un sofá, con la manita en una sien. Herzog recordaba esta pose, pues era la habitual, hacía una generación, para retratarse. Todos los niños parecían pequeños Einstein. Todos aparentaban poseer una prodigiosa sabiduría. Con zarcillos, un medallón y cierta sensualidad precoz que él recordaba muy bien en las niñas.
Empezó a dar campanadas el reloj de la tía Tamara. Herzog pasó a la otra salita, donde miró el rostro de vieja porcelana con largas arrugas doradas, como patillas de gato, y escuchó las finas y claras notas. Para tener un reloj como éste, había que llevar unas costumbres bien ordenadas y contar con una residencia permanente. Levantando la persiana de esta salita de gusto europeo, con sus cuadritos con vistas de Venecia y agradables cursilerías holandesas, podía ver el Empire State Building, el Hudson y la mitad de Nueva York, verde y plata, que empezaba a iluminarse eléctricamente. Pensativo, dejó caer la persiana. Se dijo que él también podía disfrutar de aquel tranquilo retiro, sólo con pedirlo. Entonces, ¿por qué no lo tenía? Pues porque lo que hoy pudiera ser un asilo de paz, mañana podía convertirse en un calabozo. Escuchando a Ramona, todo parecía muy sencillo. Decía que entendía mejor que el propio Moses las necesidades de éste. Ramona nunca vacilaba en expresarse con toda claridad y había algo de operístico y sin reserva, en algunas de las cosas que decía. Por ejemplo, que sus sentimientos por él eran hondos y maduros y que tenía enormes deseos de ayudarle. Dijo a Moses que era mucho mejor persona de lo que él mismo creía. Un hombre de gran espíritu, guapo (no podía evitar encogerse cuando la oía llamarle guapo), pero triste, incapaz de apoderarse de lo que deseaba verdaderamente su corazón. Un hombre tentado por Dios, y que anhelaba la paz, pero empeñado en huir de su salvación, aunque a menudo la tenía muy a mano. Este Herzog, este hombre de múltiples dones, había pasado parte de su vida soportando en su cama a una hembra de poco talento, frígida, de efectos castradores, y le había dado su nombre, haciendo de ella instrumento de creación, y Madeleine le había tratado con desprecio y crueldad, como si hubiese querido castigarlo por haberse rebajado y humillado, por haberse acostado con ella y traicionado así las promesas de su alma. Lo que él debía hacer —proseguía Ramona con su estilo operístico, sin avergonzarse de hablar con tanta fluencia, y Herzog le admiraba esta soltura— era pagar su deuda por los grandes dones que había recibido: su inteligencia, su atractivo, su educación, y quedarse libre para poder captar el sentido de la vida, no con la desintegración, pues en ella nunca lo encontraría, sino prosiguiendo humildemente pero, a la vez, con un profundo orgullo, sus importantes estudios. Ella, Ramona, intentaba enriquecer la vida de Moses y darle lo que él andaba buscando donde no podía encontrarlo. Y esto lo podría hacer con el arte de amar, decía ella, un arte de amar que era el de los sublimes perfeccionamientos del espíritu. Lo que él tenía que aprender con ella, mientras aún era tiempo, mientras aún poseía la fuerza viril y tenía intactas en lo sustancial sus facultades, era renovar el espíritu por medio de la carne (preciosa vasija en la que se hallaba el espíritu). Ramona —¡bendita fuera!— resultaba tan floreciente en esos sermones como lo estaba en su aspecto. ¡Qué oradora tan dulce era! Pero ¿dónde habíamos quedado? Ah, sí, en que tenía que continuar sus estudios y proponerse captar el sentido de la vida. Eso era lo fundamental. Cuando pensaba en que él, Herzog, había de poseer el sentido de la vida, se tapaba la cara con las manos para reírse.
Pero —y al pensar esto volvía a ponerse serio— comprendía que era él quien provocaba esos discursos con su aspecto. ¿Por qué gemía Sono cuando le decía: «Oh, mon philosophe, mon professeur d’amour»? Pues porque Herzog se portaba como un filósofo a quien sólo le importaban las cosas más elevadas: la razón creadora, cómo devolver bien por mal, y toda la sabiduría de los viejos libros. Porque pensaba en las creencias y se preocupaba por ellas. (Ya que, sin éstas, la vida humana sólo es la materia prima de la transformación técnica, de la moda, del arte de gobernar, el comercio, la industria, la política, las finanzas, los experimentos, el automatismo, etc., etc. O sea, todo el inventario de desgracias que uno quisiera anular con la muerte. Sí, era cierto que Herzog parecía que actuaba como el filósofo de Sono).
Y, después de todo, ¿por qué estaba él aquí? Estaba aquí porque también Ramona lo tomaba en serio. Ella se creía capaz de restaurar el orden y la salud en la vida de él. Si Ramona hacía aquello, lo natural era que Herzog se casase con ella. Y la verdad era que llegaría a querer casarse con ella. Y sería esa unión realmente unificadora. Las mesas, las camas, la salita, el dinero, la ropa blanca y el automóvil, la cultura y el sexo, constituían una sola red. Por fin, todo tendría sentido, todo sería lo que ella pensaba que debía ser. La felicidad era un absurdo e incluso una idea dañina, si no abarcaba todo eso. Pero en este caso excepcional y afortunado, en el que cada uno de ellos había experimentado lo morboso en sus peores manifestaciones y salido indemne por una especie de milagro, por un instinto de supervivencia y delicia que era, desde luego, religioso —Ramona decía que no podía hablar de su vida más que en términos del cristianismo de la Magdalena—, era posible la felicidad que lo abarca todo. En tal caso, era un deber; y, por el contrario, era una cobardía negarse a deshacer las acusaciones contra la felicidad (o sea, que era una ilusión monstruosa y egoísta, un absurdo), y resultaba una cobardía no hacerlo; era como rendirse a la maldad y capitular ante el instinto de muerte. Allí estaba un hombre que sabía lo que era resucitar de entre los muertos, y ella, Ramona, conocía también la amargura de la muerte y de la nulidad. ¡Sí, también ella! Pero junto a Moses estaba experimentando una verdadera resurrección. Y aunque, cuando se acostaba con ella, Moses podía analizar la delicia sensual, ninguna sublimación podía estorbar a aquella felicidad erótica, a aquel conocimiento de la carne por otra carne.
Moses, sin intentar siquiera sonreír, escuchaba con toda seriedad. E inclinaba la cabeza. Parte de lo que hablaba ella eran temas universitarios corrientes o de libros de divulgación, y en parte era sencilla propaganda matrimonial, pero, por mucho que se pudiera pensar que Ramona estaba tratando de convencerlo, lo cierto es que cuanto decía era auténtico y sincero. A Herzog le era simpática aquella mujer y la escuchaba con gusto. Todo era en ella bastante real. Y él la respetaba. En el corazón de Ramona había suficiente autenticidad.
Cuando Herzog pensaba en este renacer dionisíaco, se burlaba de sí mismo. ¡Un príncipe del Renacimiento erótico con sus prendas de macho! Y ¿qué decir de los niños, sus hijos? ¿Qué tal les parecería tener una madrastra? Uno de ellos ya había tenido una, Madeleine. ¿Llevaría Ramona a June para que viera a Santa Claus?
—Ah, te has metido aquí —dijo Ramona—. A la tía Támara le halagaría ver que te interesa su museo zarista.
—Me gustan estas habitaciones puestas a lo antiguo —dijo Herzog.
—¿Verdad que resulta conmovedor? Por cierto, que a la vieja le eres muy simpático.
—Yo también le tengo afecto.
—Suele decir que tú alegras la casa.
—¡Que yo…! —Sonrió.
—¿Por qué no? Tienes una cara que inspira confianza. ¿Por qué te molesta que te digan eso?
—He tenido yo la culpa de que tu tía se haya tenido que marchar. Al venir yo aquí…
—Te equivocas, a ella le encanta irse por ahí. Se arregla, se pone el sombrero y se marcha encantada a la estación. Y además… —cambió el tono de Ramona— necesita huir de George Hoberly. Éste se ha convertido ahora en el problema de ella.
—Durante unos instantes, Ramona estuvo decaída.
—Lo lamento. ¿Os ha dado mucho quehacer últimamente?
—Pobre hombre… Me da mucha lástima. Bueno, Moses, vamos, que la cena está lista y quiero que abras la botella de vino. —En el comedor, le entregó la botella— Pouilly Fuissé, bien frío —y el sacacorchos francés. Con hábiles manos y firme decisión, y mientras se le ponía colorado el cuello con el esfuerzo, Moses descorchó la botella. Ramona había encendido las velas. La mesa estaba decorada con puntiagudos gladiolos rojos sobre una gran fuente. En el alféizar de la ventana, las palomas se movían y se arrullaban; pero no tardaban en inmovilizarse de nuevo.
—Déjame que te sirva el arroz —dijo Ramona. Tomó la fuente de China con el borde de cobalto (la incesante expansión del lujo en todas las capas sociales desde el siglo XV, observada por el famoso Sombart, inter alia). Pero Herzog tenía hambre y la cena estaba deliciosa. (Ya tendría tiempo de hacerse austero). Cuando probó la «remoulade» de camarones, se le saltaron las lágrimas. Lágrimas de un confuso y curioso origen.
—¡Estupendo! ¡Dios mío, qué bueno! —exclamó.
—¿Acaso no has comido en todo el día? —le preguntó Ramona.
—Desde luego, hace mucho tiempo que no veo comida como ésta. ¡Prosciutto y melón persa! ¿Qué es esto? Ensalada de berros. ¡Formidable!
A ella le agradaba mucho este entusiasmo. Dijo:
—Anda, come.
Después de los camarones y la ensalada, le ofreció queso y bizcochos empapados en agua fría, helado con sabor a ron, ciruelas de Georgia y uva. Luego, café y coñac. En la habitación contigua, Mohammed al Bakkar seguía cantando sus nasales e insinuantes canciones acompañado por los instrumentos de cuerda de su orquesta.
—¿Qué has hecho hoy? —le preguntó Ramona.
—¿Yo? Pues un poco de todo…
—¿Adonde fuiste en el tren? ¿Huías de mí?
—De ti, no. Pero, seguramente, huía…
—Creo que aún me tienes un poco de miedo, ¿verdad?
—No, eso no. Es que estaba hecho un lío. Quería ser prudente…
—Estás acostumbrado a las mujeres difíciles; a luchar. Quizá te guste que te traten mal.
—Todos los tesoros están guardados por dragones. Así es como se sabe si merecen la pena… ¿No te importa que me desabroche el cuello? Me parece que me aprieta en una arteria.
—Lo cierto es que volviste en seguida de tu viaje. ¿Fue quizá por mí?
Moses sintió la intensa tentación de mentirle, diciéndole: «Sí, Ramona, mi vida, he vuelto para estar contigo». La veracidad estricta podía resultar un padecimiento neurótico desagradable. Ramona contaba con la total simpatía de Moses; era una mujer de unos treinta y tantos años, a la que le había ido bien en el trabajo, que era independiente y podía permitirse el lujo de darles de comer así de bien a los caballeros amigos suyos. Pero en los tiempos en que vivimos, ¿cómo podía una mujer orientar su propio corazón para satisfacerse plenamente? En el Nueva York emancipado, el hombre y la mujer, pintorescamente ataviados como dos salvajes y pertenecientes a tribus hostiles, se enfrentan el uno a la otra. El hombre quiere engañar y luego zafarse con toda libertad. La estrategia de la mujer es desarmarlo y retenerlo. Y ésta es Ramona, una mujer que sabe cuidarse. Pero imaginemos lo que pasa cuando alguna jovencita, levantando hacia el cielo sus maquillados ojos, empieza a rezar: «Oh, Señor, no permitas que ningún hombre malo se aproveche de mí».
Además de lo cual, Herzog se dio cuenta de que comerse los camarones de Ramona, beberse su vino y sentarse luego en la salita para escuchar la lujuriosa música de Mohammed al Bakkar y sus especialistas de Port Said, sumergiéndose mientras en semejantes pensamientos, no era precisamente muy recomendable.
Pero, por lo menos, había algo que resultaba muy claro: buscar la propia realización en otro ser, en relaciones interpersonales, era un juego femenino. Y el hombre que va de mujer en mujer, aunque su corazón rebose de idealismo y de deseo de amor puro, ha entrado ya en los terrenos de la mujer. La caída de Napoleón hizo que los jovencitos ambiciosos llevaran su potencia al boudoir. Y allí empezaron a mandar las mujeres. Como Madeleine había hecho, como podía haber hecho fácilmente Wanda. Y Ramona, ¿qué? Herzog, que antes era un joven tonto y ahora, en cambio, era ya un tonto de bastante edad, al aceptar el plan de una vida privada (tolerado por las autoridades competentes) se convirtió en algo muy semejante a una concubina. Sono, con su mentalidad oriental, dejó esto muy claro. Herzog incluso había hecho chistes sobre esto con ella y había tratado de explicarle lo poco provechosas que le resultaban a él las visitas que le hacía. Je bêche, je sème, mais je ne récolte point. Era broma desde luego, era broma porque él nada tenía de concubina. Era un hombre difícil y agresivo. En cuanto a Sono, trataba de enseñarle cómo debía tratar un hombre a una mujer. El orgullo de pavo real, la lujuria del macho cabrío y la noble ira del león son la gloria de Dios y muestra de su sabiduría.
—No sé adonde ibas con tu maleta. Pero fueras adonde fueses, tu instinto fundamentalmente sano te hizo regresar. Tu instinto es más sabio que tú —dijo Ramona.
—Puede ser… —dijo Herzog—. Estoy pasando por un cambio de puntos de vista. Resulta que he estado trabajando para otros, para un cierto número de mujeres.
—Si puedes vencer ese puritanismo hebreo…
—Sí, y dejar de tener esta psicología de esclavo siempre en fuga…
—Es culpa tuya —dijo Ramona—. Siempre andas buscando mujeres dominantes. Trato de hacerte comprender que has encontrado en mí una mujer distinta.
—Ya lo sé —dijo Herzog— y tengo un gran concepto de ti.
—Creo que no me comprendes —insistió ella con un cierto resentimiento—. Hace un mes, aproximadamente, me dijiste que yo tenía montado una especie de circo sexual. ¡Como si fuese una acróbata!
—Pero, Ramona, si hablaba en broma… —dijo Herzog.
—Tu intención era recordarme que había tenido relaciones íntimas con demasiados hombres.
—¿Demasiados? No, Ramona. No lo creo así. Al contrario, me enorgullezco de que sigas conmigo.
—Esa idea de «seguir conmigo» te traiciona. Me irrita oírte decir eso.
—Ya sé. Quieres ponerme en un nivel más alto y despertar en mí el elemento órfico. Pero, si hemos de decir la verdad, he procurado siempre ser una persona mediocre. He cumplido con mi obligación, atendido a mis compromisos y esperado que me correspondan. Llegué a creerme que había llegado ya a un entendimiento secreto con la vida para ahorrarme lo peor. Una idea perfectamente burguesa. Y, de camino, me permitía el lujo de flirtear un poquito con lo trascendente.
—No es una cosa tan ordinaria casarse con una mujer como Madeleine o tener un amigo como Valentín Gersbach. De modo que no te hagas el hombre que ha llevado una vida vulgar.
Herzog estaba indignado, cada vez más, y trataba de calmarse. Desde luego, Ramona procuraba ser considerada y no decir cosas irreparables, pero él no había ido allí para eso. Además, estaba ya cansado de su propia obsesión. Y ella, por otra parte, también tenía muchas preocupaciones. El poeta ha dicho que la indignación es una especie de gozo, pero ¿lleva razón en esto? Hay momentos para hablar y momentos de callarse. Lo único verdaderamente interesante de todo aquel asunto era la íntima intención, por parte de Ramona, de insultarlo y el hecho de que estos insultos resultaban tan penetrantes y hechos a la medida. Es una cosa fascinante que el odio sea tan personal que casi resulte adorable. El cuchillo y la herida se duelen el uno del otro. Y, por supuesto, una gran parte de esto depende de la vulnerabilidad del atacado. Algunos lloran y otros aguantan el golpe en silencio. Con estos últimos puede escribirse la historia íntima de la humanidad.
Herzog se preguntó si sería capaz de guardarse para sí todo aquello esa noche. Esperaba que sí. Pero Ramona le estimulaba a veces a caer en ello. Era como si no sólo le hubiese invitado a cenar, sino también a cantar.
—Sinceramente, a mí, Madeleine y Valentín no me parecen una pareja mediocre —dijo Ramona.
—Pues yo nos veo a los tres, ellos dos y yo, como personajes de comedia —replicó Herzog—, y yo tengo el papel de hombre bueno. Por cierto, dicen por ahí que Gersbach me imita; mi manera de andar, mis expresiones. Es un segundo Herzog.
—Pero lo cierto es que convenció a Madeleine de que él era superior al original —dijo Ramona bajando los ojos. A la luz de las velas, Herzog observó una momentánea inquietud en la expresión de ella. Quizá pensara que había carecido de tacto.
—Creo que la mayor ambición de Madeleine —dijo Herzog— es enamorarse. Esto es lo más gracioso de ella. Además, su estilo aparatoso, sus grandes gestos, sus tics nerviosos… Pero hay que reconocer que la condenada es guapa. Le chifla ser el centro de la atención de la gente. Su gran momento es cuando entra donde hay mucha gente contoneándose, llevando su aparatoso abrigo de pieles, y tan maquillada. Y cuando empieza a expandir su encanto suele hacer como un movimiento así, con la palma de la mano derecha. Se le mueve un poquito la nariz como un timón y entonces se le va levantando una ceja…
—Como la describes, resulta adorable —dijo Ramona.
—Todos nosotros hemos vivido en un alto nivel. Excepto Phoebe, que no hacía más que pasar.
—¿Cómo es?
—Pues tiene unas facciones atractivas, pero su cara resulta demasiado seria. Tiene algo de enfermera-jefe.
—¿No le interesabas tú? —preguntó Ramona.
—… Su marido es un inválido. Claro que él sabe sacarle el máximo a su defecto, emocionalmente y, además, con sus sollozos y pamemas. Phoebe lo había comprado a bajo precio porque era un pobre mutilado; sí, en una fábrica. Si hubiera estado nuevo y perfecto, esa mujer nunca se lo habría llevado. Pero ella sabía cómo había sido «la pesca» y él también lo sabía; y lo sabíamos todos. Toda la gente culta conoce las leyes de la psicología. Era sólo un locutor de radio cojo, pero Phoebe lo tenía para ella sola, y ése era el asunto. Luego llegamos Madeleine y yo y empezó en Ludeyville una vida de gran excitación y regocijo.
—A ella debió de fastidiarle mucho cuando él empezó a imitarte.
—Sí, pero, si iban a ponerme los cuernos, lo mejor para mí era imponerme yo en cierto modo. Es lo que se llama «justicia poética». La piedad filosófica tiene estudiado el estilo que se debe emplear en esos casos.
—¿Cuándo te diste cuenta por primera vez? —preguntó Ramona.
—Cuando Mady empezó a quedarse fuera de Ludeyville. Algunas veces, se estaba unos días en Boston. Decía sólo que tenía que aislarse, quedarse sola algún tiempo para «pensar las cosas». Y se llevaba a la niña, que entonces era muy chiquita. Yo le pedía a Valentín que fuera a verla para convencerla.
—¿Fue entonces cuando empezó él a sermonearte?
Herzog trató de librarse de aquel rencor que el recuerdo había hecho brotar de nuevo. Pero quizá no pudiera dominarse.
—Todos me sermoneaban. Todos tenían algo que aconsejarme. Conservo las cartas que me escribía Madeleine desde Boston. También conservo cartas de Gersbach. Toda clase de documentos del abandono. Incluso guardo unas cartas que escribió Madeleine a su madre. Me las mandó ésta por correo.
—Pero ¿qué decía Madeleine? —preguntó Ramona.
—Le gusta mucho escribir cartas. Tiene un estilo como el de Lady Hester Stanhope. Primero, me decía que yo me parecía demasiado a su padre. Que cuando estábamos juntos en una habitación, yo me solía tragar todo el aire que había y no le dejaba ninguno a ella para respirar. Que yo era mandón, infantil, pesado con mis exigencias, sardónico, y una especie de matón psicosomático. Un asco de hombre.
—¿Dices «psicosomático»?
—Según ella, para dominarla, me las arreglaba para tener dolores de barriga y me salía con la mía poniéndome malo. Los tres me acusaban de estarme creando síntomas para fastidiarlos. Madeleine, Valentín y la mujer de éste. Madeleine me dio una conferencia especial sobre la única base válida para el matrimonio. Según ella, el matrimonio es una relación tierna consecuencia del sobrante de sentimientos; en fin, todo eso. Incluso me dio una conferencia especial sobre la mejor manera de efectuar el acto conyugal.
—Increíble —exclamó Ramona.
—Creo que me repetía lo que había aprendido de Gersbach.
—No tienes que sufrir contándomelo todo —dijo Ramona—. Estoy segura de que te hizo pasarlo muy mal.
—Mientras tanto, se suponía que yo había de seguir trabajando en lo mío y convertirme en el Lovejoy de mi generación. Pero mis propósitos eran muy distintos: cuanto más me aleccionaban Madeleine y Gersbach, más decidido estaba yo a llevar una vida tranquila y normal. Madeleine me acusaba de estar fingiendo esa calma para fastidiarla. Y me atribuía el propósito de quererla someter empleando una nueva táctica.
—¡Qué curioso! —exclamó Ramona—. Y ¿cuál se suponía que era tu plan maquiavélico?
—Ella decía que me había casado con ella para que me «salvase» y que ahora me proponía matarla a mi manera porque no hacía lo que yo quería. Insistía en que me quería, pero que no estaba dispuesta a hacer lo que yo pretendía de ella porque eso era demasiado fantástico, y que por ello se iba a Boston otra vez para meditar allí tranquilamente sobre todo lo nuestro y encontrar la manera de salvar nuestro matrimonio.
—Ya comprendo.
—Una semana después, poco más o menos, vino a casa Gersbach a recoger algunas cosas de Madeleine. Decía que ella le había telefoneado desde Boston. Necesitaba su ropa. Y dinero. Gersbach y yo dimos un largo paseo por el bosque. Era un día de principios de otoño, un día de buen sol, maravilloso… Se ponía uno melancólico. Yo ayudaba a Gersbach porque el terreno era difícil para su pata de palo…
—Ya me lo figuro con sus andares de gondolero, como tú me lo has descrito. Y ¿qué decía?
—Pues se lamentaba de que no podría soportar la tremenda tensión que era para él hallarse en medio de este terrible problema entre las dos personas a quienes quería más en el mundo. Repitió que Madeleine y yo éramos más importantes para él que su mujer y su hijo. Y que yo le estaba haciendo pedazos. Según decía, iba a perder la fe en todo por culpa mía.
Ramona se rió y Herzog también.
—Y luego, ¿qué pasó? —preguntó ella.
—¿Luego? —repitió Herzog. Recordó el temblor del enérgico rostro de Gersbach, siempre tan arrebolado, una cara que al principio parecía brutal, hasta que empezaba uno a darse cuenta de la sutileza y la hondura de sus sentimientos—. Luego volvimos a la casa y Gersbach hizo unos paquetes con las cosas de Madeleine. Y cogió lo principal que había venido a buscar: el diafragma de ella.
—¡No es posible! —exclamó Ramona.
—Puedes creerlo.
—Pero lo dices, Moses, como si te pareciese natural.
—Lo que acepto es que mi idiotez los animaba a un nivel más alto de perversidad.
—¿No le preguntaste a tu mujer qué significaba que mandase a buscar una cosa tan íntima por medio de ese hombre?
—Lo hice, desde luego, pero ella me respondió que yo no tenía ya derecho a preguntarle. Presentó mi interés como una bajeza. Luego le pregunté si Valentín era ya su amante.
—¿Y qué demonios te respondió? —La curiosidad de Ramona había llegado al máximo.
—Que yo no podía comprender todo lo que Gersbach le había dado; cuánto amor, cuánta comprensión. Yo insistí: «Pero lo cierto es que se ha llevado ese preservativo del botiquín del cuarto de baño». Y ella me replicó: «Sí, y él se está toda la noche acompañándonos a June y a mí cuando viene a Boston. Valentín es el hermano que nunca tuve. Eso es todo». Por supuesto, no quise aceptar esta explicación y ella insistió: «No seas disparatado, Moses. Ya sabes lo basto que es. No es mi tipo de hombre, en absoluto. Nuestra intimidad es de otra clase. Cuando utiliza el cuarto de baño de nuestro pisito de Boston, lo deja apestando. Conozco ya muy bien el olor de su porquería. ¡Eres capaz de pensar que puedo entregarme a un hombre cuya caca huele tan mal!». Ésa fue su respuesta.
—¡Es horrible, Moses! ¿De verdad te contestó eso? ¡Qué mujer tan rara! Sí, es rarísima.
—Pues todo eso te demuestra lo bien que nos conocemos ella y yo, Ramona. Madeleine no ha sido para mí sólo una esposa, sino toda una educación. A una persona buena, digna, llena de esperanza, diligente, racional y un poco infantil, como es Herzog, el cual considera la vida humana como un tema, lo mismo que cualquier otro tema de investigación, hay que darle una buena lección. Y, desde luego, todo aquél que tome en serio la dignidad, la anticuada dignidad individual, tiene que darse un buen tropezón más pronto o más tarde. Es posible que la dignidad fuese importada de Francia. Luis XIV. El teatro. El mando, la autoridad. La ira, el perdón. La majesté. Era una ambición plebeya y burguesa heredar eso. Y todo ello está ahora en los museos.
—Yo creía que Madeleine era tan digna… —dijo Ramona.
—No siempre. Y no olvides que Valentín tiene también una gran personalidad; y que la conciencia moderna tiene una verdadera necesidad de hacer saltar en pedazos sus propias posturas. Enseña la verdad del ser humano. Emporca todas las pretensiones y todas las ficciones. Un hombre como Gersbach puede ser alegre. Inocente. Sádico. Instintivo, yendo sin cesar de un lado a otro; abrazando a sus amigos… Un hombre un poco tonto y que se ríe de sus propias gracias. Pero también, a veces, profundo. Va por ahí exclamando: «¡Te quiero!», o «¡Esto es lo que yo creo!». Y mientras se siente movido por estas profundas creencias es capaz de robar a un ciego. Es capaz de crearse unas realidades que nadie puede comprender. Antes comprenderá un radioastrónomo lo que sucede en el espacio a diez billones de años luz que las extrañas justificaciones que se fabrica un Gersbach en su cabeza.
—Todo esto te pone demasiado alterado —le interrumpió Ramona—. Te aconsejo que los olvides a los dos. Dime, ¿cuánto tiempo duraron esas estupideces?
—Años. Sí, varios años. Poco después de lo que te he contado, Madeleine y yo volvimos a vivir juntos. Pero entonces ya me arreglaban la vida ellos dos, Madeleine y Gersbach. Yo, ni me enteraba. Ellos lo decidían todo: dónde teníamos que vivir, dónde trabajaría yo, incluso los alquileres que debía pagar. Lo notable es que decidían incluso cómo había yo de arreglar mis problemas mentales. Ellos dos me señalaban mi tarea diaria en las labores de la casa. Y cuando decidieron que debía ya marcharme, entre los dos arreglaron los detalles, es decir, el dinero que debía yo darles. Estoy seguro de que Valentín estaba convencido de que él cuidaba mis intereses. Creo que impidió a Madeleine que hiciese nada relacionado conmigo. Él está convencido de que es un hombre bueno y que uno puede confiar en él. Es comprensivo y ya se sabe que cuando uno comprende, sufre más. Se tienen mayores responsabilidades, y ya se sabe que cuando se tienen responsabilidades, se sufre más. La cosa estaba clara: yo no podía cuidar de mi esposa, la pobrecilla. Por eso se ocupaba él de ella. Yo no era la persona adecuada para educar a mi propia hija. Él, que era un gran amigo mío, estaba dispuesto a encargarse de ello. Por compasión y por grandeza de alma, Valentín estaba dispuesto a cargar con esas obligaciones. Incluso está de acuerdo conmigo en que Madeleine es una psicópata.
—¡No es posible! —exclamó Ramona.
—Puedes creerlo. Me decía Valentín: «¡Se me parte el corazón cuando pienso en lo chalada que está la pobre!».
—¡Qué pareja tan rara!
—¡Y tanto! —dijo Herzog.
—Moses, por favor, no hablemos más de eso. Me parece que hay en todo ello algo que está muy mal. Algo muy malo para nosotros. Ven…
—Aún no lo sabes todo. Por ejemplo, lo de la carta de Geraldine, diciendo que se portan muy mal con la niña.
—Ya sé. Me la leíste. Por favor, Moses, deja todo eso.
—Pero, mujer… Bueno, como quieras, vamos a dejarlo —dijo Herzog—. Te ayudaré a quitar la mesa.
—No hace falta, hombre.
—Fregaré los platos.
—No; no te dejaré fregar nada. Eres mi invitado. Lo que voy a hacer es ponerlos en el fregadero. Mañana los fregaré.
Herzog siguió pensando en lo suyo. Se dijo: «Prefiero aceptar como motivo, no lo que entiendo perfectamente sino lo que sólo entiendo en parte. Para mí, la absoluta claridad en las explicaciones, es una falsedad. Por lo pronto, de lo que estoy seguro es de que debo encargarme de June».
—No, no, Ramona, hay algo en el fregado que me calma. Por lo menos, me gusta hacerlo de vez en cuando. —Tapó el fregadero, echó el detergente en el agua y se remangó la camisa. Se negó a ponerse el delantal que le ofrecía Ramona. Le dijo—: No, no quiero delantal porque ya soy un veterano y no salpico.
Como hasta los dedos de Ramona eran sexuales, Herzog quería verla en las tareas domésticas. El paño de cocina resultaba completamente natural cuando ella lo manejaba y sus gestos al secar los vasos, los cubiertos y los platos, eran completamente naturales. Desde luego, no estaba haciéndose pasar por una hábil ama de casa. Era de verdad una mujer dispuesta. Herzog se había preguntado a veces si no sería la tía Támara la que preparaba la remoulade de camarones antes de marcharse. Pero era evidente que Ramona era la que hacía siempre las comidas.
—Debías pensar en tu futuro —dijo Ramona—. ¿Qué plan tienes para el año próximo?
—He de trabajar en algo.
—¿En qué?
—No he decidido aún si me quedaré cerca de mi hijo Marco, en el Este, o volveré a Chicago para estar cerca de June.
—Escucha, Moses, hay que ser prácticos. ¿Acaso consideras como cuestión de honor, o algo así, no pensar con claridad? ¿Qué sales ganando con sacrificarte? Ya deberías saber que no tiene cuenta sacrificarse. Ir a Chicago sería un error. Lo único que sacarías en limpio sería sufrir más.
—¿Estás de broma?
—Quizás y el sufrimiento es otra mala costumbre.
—En absoluto —dijo Herzog.
—No puedo imaginar una situación más masoquista. En Chicago, todos conocen ya tu situación. Te verías otra vez en el mismo lío: luchar, discutir, salir herido en tus sentimientos… Es demasiado humillante para un hombre como tú. ¿Qué sacarías en limpio? No te respetas a ti mismo lo bastante. ¿Quieres que te hagan trizas? ¿Es eso cuanto puedes ofrecerle a tu pequeña June?
—No, no. ¿Qué objeto tendría? Pero ¿es que puedo entregarles a esos dos mi niña? Ya leíste lo que contaba Geraldine. —Herzog se sabía de memoria esa carta.
—Sin embargo, no puedes quitarle la niña a la madre.
—Es mi hija. Es una Herzog. En cambio, para esos dos, incluso para la madre, es una extraña. Son tipos mentalmente ajenos a ella.
De nuevo estaba tenso. Ramona trató de sacarlo de su preocupación obsesiva.
—¿No me dijiste que tu amigo Gersbach se había convertido en una figura importante en Chicago?
—Sí, sí. Empezó en el programa cultural de la radio y ahora aparece en todas partes: en los comités, en los periódicos, da conferencias… Y también lecturas de sus poemas. Interviene en los templos. Se ha hecho miembro del Standard Club. Además, está incluso en la televisión. ¡Fantástico! Era tan provinciano que estaba convencido de que en Chicago sólo hay una estación. Y ahora se ha convertido en un hombre de última hora. Recorre la ciudad en su Lincoln Continental. Y lleva además una chaqueta de tweed de un color salmón de lo más llamativo.
—No debes pensar tanto en todo esto porque te trastorna —dijo Ramona—. Se te nota la excitación en los ojos.
—Gersbach alquiló un teatro. ¿Te lo conté?
—No.
—Pues vendió entradas para una lectura de sus poemas. Mi amigo Asphalter me lo contó. Cobró cinco dólares por las butacas de delante y tres dólares detrás. Cuando leyó un poema sobre su abuelo, que era un barrendero de las calles, se emocionó y lloró. Nadie se podía marchar. La sala estaba cerrada con llave.
Ramona no pudo contener la risa y contagió a Herzog. Éste soltó el agua del fregadero y retorció el estropajo. Fregó la pila. Ramona le dio una raja de limón para que se quitara el olor a pescado. Herzog se frotó las manos a la vez que exclamaba:
—¡Gersbach!
—Pero, escucha, hombre —le dijo Ramona, muy seria—. Tienes que dejar de preocuparte ya de todo eso y aplicarte a tu trabajo universitario.
—No sé. Tengo la impresión de que no me puedo quitar de encima lo que me ha ocurrido. ¿Qué he de hacer?
—Hablas así porque estás agitado. Pensarás de un modo muy distinto cuando te tranquilices.
—Quizá.
Ramona fue por delante hasta el dormitorio.
—¿Quieres más música de ésa, egipcia? Sienta muy bien. —Se acercó al tocadiscos—. Y ¿por qué no te quitas los zapatos, Moses? Sé que en este tiempo te los sueles quitar.
—Sí, me alivia los pies quitármelos. Mira, ya los tengo desatados.
La luna se había levantado sobre el río Hudson. Deformada por el cristal de la ventana y por el aire del verano, flotaba sobre la corriente del río. Debajo, los techos eran largas y pálidas figuras. Ramona volvió el disco y una mujer empezó a cantar con la música de la banda de Al Bakkar «Viens, viens dans mes bras, je te donne du chocolat». Sentada en el cojín junto a él Ramona le cogió una mano:
—Pero lo que quisieron hacerte creer, no es cierto.
—¿Qué quieres decir? —Esto era lo que él anhelaba oírle.
—Yo entiendo algo de hombres. En cuanto te vi, comprendí cuánto había en ti sin usar. Quiero decir, eróticamente. Incluso, sin tocar.
—A veces he sido un fracaso terrible. Un fracaso total.
—A algunos hombres habría que protegerlos… por la ley, si fuera necesario.
—¿Como los peces y la caza?
—Hablo en serio —dijo Ramona. Y Herzog se daba cuenta con toda claridad de lo amable que era ella con él. Le preocupaba que él sufriera. Sabía que sufría y en qué consistía este sufrimiento y le ofrecía el consuelo que él, evidentemente, había venido buscando—. Verás, es que ellos dos intentaban dejarte con la impresión de que estabas viejo y acabado. Pero deja que te explique una cosa. Un hombre viejo huele a viejo. Eso te lo puede decir cualquier mujer. Y cuando un viejo toma a una mujer en sus brazos, a ella le olerá a rancio y polvoriento, como ocurre con los trajes viejos que necesitan ventilarse. Si la mujer ha dejado que las cosas lleguen a ese punto y no quiere humillar al hombre cuando comprende que verdaderamente es ya viejo (en nuestros días la gente se disfraza muy bien y es difícil averiguarlo), lo más probable es que siga adelante y disimule. ¡Y eso es tan horrible! Pero, Moses, tú eres químicamente joven. —Ramona le pasó sus brazos desnudos en torno al cuello—. Tu piel tiene un olor delicioso… ¿Qué puede saber Madeleine de estas cosas? Ella no es más que una belleza empaquetada.
Herzog pensaba, sarcásticamente, hasta qué punto había complicado su vida que ahora —cuando envejecía, era vano, terriblemente narcisista y sufría sin la adecuada dignidad— buscaba consuelo en alguien que más bien lo necesitaba para sí que para dárselo a él. La había visto cuando estaba cansada, preocupada y débil, cuando tenía ojeras, cuando el pliegue de la falda le caía mal y tenía las manos frías, y también fríos los labios, tendida en su sofá, una mujer fatigada y bajita cuyo aliento tenía el ceniciento sabor del cansancio. Era la suya una historia de luchas y decepciones, una triste historia en cuya base estaban los sencillos hechos de la necesidad, de lo que una mujer necesita. Ella tiene la sensación de que yo estoy defendiendo a mi familia. Porque yo soy un tipo de los apegados a la familia y ella me quiere para la suya. Me atrae su idea de la conducta familiar. Ramona le estaba frotando los labios con los suyos. Se esforzaba por apartarlo (algo agresivamente) del odio y de una lucha fanática.
Con la cabeza echada hacia atrás, Ramona respiraba rápidamente, con excitación y proponiéndose ya algo. Él se echó hacia atrás, sólo porque le cogió de sorpresa, cuando ella empezó a mordisquearle los labios. Ramona retuvo firmemente entre sus dientes el labio inferior de él, que sintió una oleada de excitación sexual. Estaba desabrochándole la camisa y le tocaba ya la piel. Se volvió sobre el cojín y se empezó a desabrochar la blusa por detrás, con la otra mano. Luego se abrazaron y él le dio unos golpecitos en el cabello. De la boca de Ramona brotaba el perfume de la barra de labios y el olor a carne. Pero, de pronto, interrumpieron los besos. Sonaba el teléfono.
—¡Qué fastidio, qué fastidio! —exclamó Ramona.
—¿Vas a contestar?
—No; es George Hoberly. Seguro. Debe de haberte visto llegar y quiere estropearnos las cosas. Pero no vamos a dejarle que nos…
—Desde luego que no —dijo Herzog.
Ramona se acercó al teléfono y lo desenchufó en su base.
—Ayer me hizo llorar otra vez —dijo.
—Lo último que he sabido es que te quería regalar un auto sport.
—Ahora está empeñado en llevarme a Europa. Es decir, quiere que yo le enseñe Europa.
—No sabía que ese hombre tenía tanto dinero.
—No lo tiene —dijo Ramona—. Ha de pedirlo prestado. En el plan que él quiere, alojándose en los grandes hoteles, le costaría por lo menos diez mil dólares.
—No sé lo que se propone.
—¿Qué quieres decir? —Ramona encontraba algo extraño en el tono de Herzog.
—Nada…, nada. Pero quizá crea él que tú tienes el dinero necesario para un viaje tan caro.
—El dinero nada tiene que ver con esto. En nuestras relaciones no hay nada de eso.
—Entonces, ¿qué hubo en esas relaciones? —insistió Herzog.
—Yo me figuré que quizá… —Sus ojos color avellana le dirigieron una extraña mirada; era un reproche—. ¿Quieres tomar esto en serio?
—¿Y qué hace ahí abajo, en la calle?
—No es culpa mía.
—Tenía mucho interés en ti y ha fracasado. Por eso, ahora se cree bajo una maldición y quiere matarse. Estaría mejor en su casa tomando cerveza y viendo a Perry Mason.
—Eres demasiado severo —dijo Ramona—. Quizás estés pensando que voy a dejarte por él y te sientas intranquilo. Quizá te creas culpable de haberlo desplazado y que eres el que lo sustituye a él.
Herzog, echado hacia atrás en el sillón, estuvo reflexionando. Por fin, dijo:
—Es posible. Y pienso que mientras en Nueva York soy yo el hombre que está en el piso, en Chicago me encontraría en la calle, como él.
—Hombre, tú no te pareces ni por asomo a George Hoberly —dijo Ramona con esa entonación musical que a él le gustaba tanto en ella. Cuando la voz le subía del pecho y cambiaba de tono en la garganta, le gustaba mucho a Herzog. Quizás otro hombre no reaccionase ante la intencionada sensualidad de esa voz, pero él sí—. Me compadezco de George. Por eso mismo, no han podido ser más que unas relaciones pasajeras. Pero tú, en cambio… Tú no eres de la clase de hombre de que una mujer se compadece. Desde luego, no eres débil, por muchos defectos que pudieras tener. Eres fuerte…
Herzog asintió con la cabeza. Una vez más le estaban soltando una conferencia. Y la verdad es que no le importaba. Era evidente que necesitaba que le diesen energía. Y ¿quién con más derecho para ello que una mujer que le daba cobijo en su casa, camarones, vino, música, flores, simpatía, le había hecho sitio —por decirlo así— en su alma, y por último le ofrecía su cuerpo? Tenemos que ayudarnos unos a otros. Este mundo irracional en que vivimos y donde la misericordia, la compasión, el corazón (aunque esté un poquito recubierto de egoísmo) son todo ello rarezas y son a menudo despreciados y repudiados por cada generación de escépticos. La misma razón y la lógica, le obligan a uno a arrodillarse y dar las gracias cada vez que se recibe una pequeña muestra de auténtica amabilidad. La música seguía sonando en el tocadiscos. Rodeada por las flores de verano e incluso por el lujo, bajo la suave luz verde de la lámpara, Ramona le hablaba con seriedad y él contemplaba cariñosamente su cálido rostro, cuyo color era el de la madurez. Más allá, el ardiente Nueva York, una noche iluminada que no necesitaba a la Luna. La alfombra oriental, con sus fluidos diseños, ayudaba a alimentar la esperanza de que podrían quedar resueltas grandes preocupaciones. Herzog pasaba suavemente los dedos por la suave y fresca carne del brazo de Ramona. Él tenía abierta la camisa y ella le veía la carne del pecho. Escuchaba sonriente a Ramona. Ésta tenía razón en mucho de lo que decía. Era una mujer lista, y aún mejor, una adorable mujer. Tenía un gran corazón. Y llevaba unas bragas de encaje negro. Esta vez no las había visto aún, pero sabía que las llevaba.
—Tienes una gran vitalidad —estaba diciendo ella ahora—. Y eres un hombre con una gran capacidad para amar. Pero debes procurar olvidar todas esas rencillas. Si no, acabarán contigo.
—Estoy convencido de que eso es verdad.
—Sé que piensas que teorizo demasiado. Pero también yo me he llevado muchos palos en esta vida: un matrimonio terrible y toda una sene de pésimas relaciones con hombres. Escucha, tienes que recobrar tus energías, y es un pecado que renuncies a ellas. Empieza usándolas de nuevo.
—Te comprendo.
—Quizá sea cuestión de biología —dijo Ramona—. Tienes una poderosa constitución. ¿Sabes lo que digo? La panadera me dijo ayer que se me notaba un gran cambio. Me lo veía en la cara, en el brillo de los ojos, según me dijo. Y añadió: «Señorita Donsell, debe usted de estar enamorada». Yo comprendí en seguida que te lo debía a ti.
—Sí, es verdad, pareces otra —dijo Moses.
—¿Más bonita?
—Encantadora —dijo Moses.
Ramona se ruborizó aún más intensamente. Luego le tomó una mano y él la introdujo por su descote mientras le miraba intensamente. Los ojos se le ponían fluidos. ¡Bendita mujer! ¡Qué placer le daba! Todo lo suyo le satisfacía: sus modos ruso-franco-argentino-judíos.
—Quítate tú también los zapatos —dijo él.
Ramona apagó todas las luces menos la lámpara verde junto a la cama. Murmuró:
—En seguida volveré. —Y cerró suavemente la puerta.
Lo de «en seguida» era una manera de hablar. Tardó mucho en sus preparativos. Herzog estaba ya acostumbrado a esperar, veía la necesidad de estos preparativos y no se impacientaba. Las reapariciones de Ramona eran siempre teatrales y merecía la pena esperar por ellas. Sin embargo, sabía que ella quería hacerle aprender algo y por ser en él tan fuerte el hábito de la enseñanza, Herzog esperaba aprender de ella. Pero ¿cómo podía describir esta lección? Podía empezar con su propio desorden interno e indómito o con el hecho de que él se estremecía. ¿Y por qué? Pues porque dejaba que todo el mundo presionase en él. ¿Por ejemplo? Por ejemplo, para enseñarle lo que significa ser un hombre. En una ciudad. En un siglo. En la masa. O bien, transformado por la ciencia. O bajo el poder organizado. Sujeto a tremendos controles o condicionado por la mecanización. Después del último fracaso de las esperanzas radicales. En una sociedad que no era una comunidad y devaluaba al individuo. Debido al poder múltiple del número, de la masa que quitaba toda importancia al ser. A la sociedad organizada que se gastaba miles de millones contra los enemigos extranjeros y era incapaz de pagar lo que valía el sostenimiento del orden en el interior del país. Que permitía el salvajismo y la barbarie en sus grandes ciudades. Al mismo tiempo, había que contar con la presión de los millones de seres humanos que han descubierto lo que puede lograrse con el esfuerzo y el pensamiento concertados. Lo mismo que los megatones de agua dan forma a los organismos del fondo del mar. O como las mareas pulen las piedras. O los vientos, cuando ahuecan los acantilados. La hermosa supermaquinaria que abre una nueva vida para la innumerable humanidad. ¿Cómo negarles el derecho a la existencia? ¿Cómo pedirles que trabajen y pasen hambre mientras uno disfruta tan ricamente de los deliciosos y anticuados Valores? Tú, sí, tú mismo eres un hijo de esta masa y un hermano de todos los demás. O, si no, un ingrato, un diletante, un idiota. Y ya que lo preguntas, Herzog —se dijo Herzog— así es como va todo. Por si fuera poco, ahí tienes un corazón herido y gasolina que te inunda los nervios. ¿Qué responde a todo esto Ramona? Lo que ella te aconseja, Herzog, es que recuperes la salud. Mens sana in corpore sano. De cualquier origen que sea, la tensión constitucional necesita del alivio sexual. Cualquiera que sea su edad, o su historia, condición, cultura o desarrollo en la vida, al hombre se le pone en erección su virilidad. Ésta es buena moneda, legal en todas partes. Reconocida por el Banco de Inglaterra. ¿Por qué le dolían ahora sus recuerdos? F. Nietzsche decía que las naturalezas fuertes son capaces de olvidar lo que no pueden dominar. Aunque también dijo que el semen reabsorbido era el gran combustible de la creatividad. Hay que alegrarse cuando los sifilíticos predican la castidad.
¡Ojalá pueda tener un cambio de corazón, un cambio de corazón, un verdadero cambio de corazón!
En eso no había manera de engañarse. Ramona quería que él se dejase ir hasta el extremo (pecca fortiter!). ¿Por qué era él tan pacato al practicar el amor? Él solía disculparse diciendo que después de los desengaños que había sufrido, ya podía darse por contento de poderlo hacer aunque fuera sólo como los misioneros protestantes. Ella replicaba que eso hacía de él una rareza en Nueva York. Y esa parquedad era siempre un problema para la mujer. Los hombres que parecían decentes, solían tener gustos muy especiales. Por su parte, Ramona estaba dispuesta a hacerle gozar como quiera que él prefiriese. Y Herzog replicaba que nunca lograría ella transformar un viejo arenque en un delfín. Era raro que Ramona se comportase como esas fulanas de las revistas atrevidas aunque justificase esta conducta alegando razones de lo más intelectual. Como era una mujer culta, le citaba a Cátulo y a los grandes poetas eróticos de todos los tiempos. Y, por si fuera poco, también a los clásicos de la psicología. Ahora estaba en el cuarto de baño preparándose alegremente, perfumándose y desnudándose. Quería gustarle. Herzog sólo tenía que expresar su contento; en cuanto ella supiera que le gustaba, se haría más sencilla en la manera de atraerlo. Y ¡cuánto se alegraría Ramona de cambiar en esto y no tenerlo que encandilar! ¡Cuánto la tranquilizaría si le dijese «Ramona, ¿para qué te pones así?»! Pero entonces, ¿tendría que casarme con ella?
La idea del matrimonio lo ponía nervioso, pero pensaba en ello con mucha insistencia. Ramona tenía buenos instintos; era práctica, capaz, y nunca había de herirlo. Por ejemplo, cuando una mujer dilapidaba el dinero de su marido —y en esto estaban de acuerdo todos los psiquiatras— era capaz de castrarlo. En el aspecto práctico, Herzog no podía soportar el desorden y la soledad del soltero. A él le gustaba tener limpias las camisas, planchados los pañuelos y los zapatos bien compuestos, en fin, todo lo que despreciaba Madeleine. La tía Támara quería que Ramona estuviera casada. En su mente debían de quedar algunas palabras yiddish: shiddach, tachliss… Podría ser un patriarca, y esto era lo que cualquier Herzog aspiraba a ser. El hombre de familia, padre, transmisor de vida, intermediario entre el pasado y el futuro, instrumento de la misteriosa creación, había pasado de moda. ¿Cómo era posible que los padres estuvieran anticuados? Sólo podían estar para las mujeres viriloides, las desgraciadas machorras. En cambio, Ramona, aunque muy apegada a la cultura y se interesaba mucho por los libros y artículos de él, doctor en Filosofía de la Universidad de Chicago, lo que deseaba era ser Frau Professor Herzog. Divertido, se imaginó cómo llegarían de etiqueta a las parties del Hotel Pierre, Ramona con largos guantes blancos y presentando a Moses con voz encantadora y alta: «Mi marido, el Profesor Herzog». Y también se veía a sí mismo; radiante de recién estrenado bienestar, nadando en dignidad, estaría muy amable con unos y otros. De vez en cuando se alisaría el cabello. ¡Qué gran pareja harían, ella con sus tics y él con los suyos! ¡Qué estupenda representación de vodevil! Ramona se vengaría de la gente que la había hecho de menos. ¿Y él? Pues también él tendría la satisfacción de ver fastidiados a sus enemigos. Yemach sh’mo. ¡Que sus nombres sean borrados! Cavaron un pozo ante mis pies. Esperaban que caería en él. ¡Oh, Señor, rómpeles los dientes de su boca!
Le brillaban los ojos; los tenía, y toda la cara, de una expresión intensa y sombría. Se quitó los pantalones y se desabrochó todos los botones de la camisa. Se preguntó qué diría Ramona si él le propusiera trabajar con ella en la tienda de flores. ¿Por qué no? Así tendría un mayor contacto con la vida y trataría a mucha gente nueva. Las privaciones a que le había sometido su aislamiento de erudito habían sido demasiado para un hombre de su temperamento. Había leído recientemente que algunas personas solitarias de Nueva York de las que viven encerradas en sus habitaciones, llamaban a la policía porque sentían una tremenda necesidad de no seguir solos: «¡Envíen un coche patrulla, por amor de Dios! Sálvenme, tóquenme. Vengan y enciérrenme con alguien. ¡Que venga alguien, por favor!».
Herzog no podría asegurar decididamente que no deseaba terminar el estudio que tenía entre manos. El capítulo sobre el «Moralismo romántico» le había salido bastante bien, pero se había quedado embarrancado en el intitulado «Rousseau, Kant y Hegel». ¿No le vendría bien convertirse en un florista? Era un negocio de precios astronómicos, pero eso no dependía de él. Se veía a sí mismo con pantalones a rayas y zapatos de piel de Suecia. Tendría que acostumbrarse al olor de los abonos y de las flores. Hacía unos treinta y tantos años, cuando Herzog se estaba muriendo de pulmonía y peritonitis, sufrió, para colmo, un envenenamiento al respirar unas rosas rojas. Se las había mandado Shura, que, probablemente, las había robado. Este hermano suyo trabajaba entonces en una floristería de la calle Peel. Herzog pensó que ya podía resistir el olor de las rosas, tan perniciosas y de tan fragante belleza. Parece mentira que haya que tener una gran resistencia para la intensidad de ese aroma y que le pueda matar a uno.
En ese momento apareció Ramona. Abrió la puerta de golpe y se quedó allí quieta para que él la pudiera admirar en el marco iluminado del cuarto de baño, con el fondo de mosaicos. Venía desnuda hasta las caderas, y muy perfumada.
—¿Te gusto, Moses?
—¡Ramona, claro! ¿Para qué tienes que preguntarme? Me encanta verte.
Mirando hacia abajo, Ramona se rió muy bajito. «Sí, ya veo que te gusto». Se echó hacia atrás el cabello al inclinarse para poder observar más de cerca el efecto que causaba en él su desnudez. Era evidente lo pronto que reaccionaba al ver sus pechos y sus caderas tan femeninas. Sus ojos, muy negros, miraban intensamente abiertos. Le cogió por una muñeca —tenía muy anchas las venas— y tiró de él hacia la cama.
—Moses, querido Moses. Dime que tú me perteneces como yo a ti. ¡Dímelo!
—Soy tuyo, Ramona.
—Sólo mío.
—Sólo.
—Gracias a Dios, Moses, que existe una persona como tú. Querido… ¡Oh, gracias a Dios!
***
Estaban ambos profundamente dormidos y Ramona completamente inmóvil. Herzog se despertó una vez; lo despertó un avión a chorro que iba a una velocidad increíble y a una enorme altura, pasando con un lancinante chillido. Sin estar completamente despierto, Herzog se echó abajo de la cama y se sentó pesadamente en un sillón de forro a rayas. Quería escribir otro de sus mensajes, éste quizás a George Hoberly. Pero cuando pasó el penetrante ruido del avión, también desapareció su propósito. Sus ojos se llenaron de noche, de la tranquila, inmóvil y caliente noche, la ciudad y sus luces. Recordó la foto de la niña pensativa, en la habitación de al lado. Por fuera de la ropa de la cama salía una pierna de Ramona. La cara interna del muslo, con su riqueza de piel suave, y sus leves ondulaciones de carne, era sexualmente fragante. La carnosa curva del empeine, era adorable. También tenía curvada la nariz. Los dedos de los pies, regordetes y muy juntos, descendían escalonadamente. Herzog la miraba sonriente y volvió a acostarse torpemente, medio dormido. Antes de dormirse le pasó una mano por su espeso cabello.