VI

Al final de la calle donde vivían los Wescott en Willow Springs, había un campo de maíz. Cuando Rosalind era una niña, allí había una pradera y, más allá, un huerto.

Las tardes de verano, la niña iba allí de vez en cuando, a sentarse en la orilla de un arroyuelo que discurría hacia el este de Willow Creek, drenando de paso las tierras de los granjeros. El arroyo había formado una ligera depresión en la tierra, Rosalind se sentaba allí con la espalda apoyada contra un manzano. Casi tocaba el agua con sus pies descalzos. Su madre no le daba permiso para caminar descalza por las calles, pero cuando Rosalind llegaba al huerto lo primero que hacía era quitarse los zapatos. Tenía la deliciosa sensación de estar desnuda.

Cuando la niña levantaba la cabeza, podía ver el enorme cielo a través de las ramas. Una gran masa nubosa se descomponía en fragmentos y, poco después, esos fragmentos se volvían a juntar. El sol se escondía detrás de esa masa nubosa y grandes sombras grises se deslizaban en silencio sobre el rostro de los remotos campos. En esos momentos, todo su mundo, su infancia, el hogar de los Wescott, Melville Stoner sentado en su casa, los gritos de los niños que vivían en su calle, toda su existencia desaparecía por completo. Estar en ese lugar tan silencioso era como estar tumbada en su cama por la noche, pero, en cierto modo, allí todo era más dulce, más agradable. Allí no había ruidos oscuros como los de su casa y el aire que respiraba era más dulce, más limpio. La niña se había inventado un pequeño juego. En el huerto había manzanos retorcidos y a cada uno le había dado un nombre. Había una fantasía que le asustaba un poco, pero que, al mismo tiempo, era realmente agradable. Se imaginaba que por la noche, cuando estaba dormida, cuando todos los habitantes de Willow Springs estaban dormidos, los árboles salían de sus raíces y caminaban por el huerto. Las hierbas que crecían bajo los árboles, los arbustos de las vallas, todos ellos salían y corrían frenéticamente de un lado a otro. Bailaban alocadamente. Los árboles más viejos, como distinguidos ancianos, se reunían para conversar. Hablaban tambaleando sus cuerpos —hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás—. Los arbustos y las malas hierbas corrían alrededor de los matorrales. Los matorrales daban grandes saltos en el aire.

A veces, apoyada contra el árbol en las cálidas tardes de verano, la niña jugaba al juego del baile de la naturaleza hasta que se asustaba y tenía que dejarlo. En un campo vecino, había hombres cultivando maíz. Los pechos de los caballos y sus enormes hombros se abrían paso entre los campos. Alguna que otra vez, uno de los hombres alzaba la voz. —¡Oye, tú, Joe! ¡Ven aquí, Frank! —La viuda de las gallinas era propietaria de un perrillo lanudo que, de vez en cuando y sin razón aparente, se ponía a ladrar desaforadamente. El perro emitía de repente una serie de ladridos espasmódicos, desesperados, absurdos. Rosalind se aislaba. Cerraba los ojos y luchaba, intentando acceder a un lugar alejado de los sonidos humanos. No tardaba en cumplir su deseo. Un leve y suave sonido, parecido a un susurro, empezaba a escucharse en la lejanía. Ahora volvía su fantasía. Entre crujidos, los árboles empezaban a salir de sus raíces, moviéndose con gran majestuosidad. Ahora los arbustos y las malas hierbas llegaban corriendo, bailando frenéticamente, ahora las hierbas se ponían a saltar por los aires. Rosalind no tardaba en despertar de su mundo de fantasía. Era demasiado loco, demasiado alegre. Abría los ojos y se levantaba dando un salto. No había por qué asustarse. Los árboles seguían sólidamente enraizados, las malas hierbas y los arbustos habían vuelto a su sitio junto a la valla, los matorrales dormían en la tierra. Sentía que su padre, su madre, su hermano, todos sus conocidos no estarían de acuerdo viéndola allí, junto a ellos. Aquel mundo de fantasía era encantador, pero también un tanto perverso. Rosalind lo sabía. A veces perdía un poco la cabeza y recriminaba su propia actitud. Aquel mundo que vivía en sus fantasías debía desaparecer. Estaba un poco asustada. Un día, después de jugar a este juego, Rosalind se asustó tanto que se fue a llorar a la valla. Un granjero que estaba cultivando maíz se le acercó y detuvo sus caballos. —¿Qué te pasa?—, le preguntó bruscamente. La niña no podía decirle la verdad, tuvo que inventarse algo. —Me ha picado una abeja—, le dijo. El hombre se echó a reír. —Eso no es nada. Será mejor que no camines descalza—, le aconsejó.

El juego del baile de la naturaleza ocurrió en la infancia de Rosalind. Años después, tras graduarse en el instituto de Willow Springs y pasarse tres años esperando en la casa de los Wescott antes de marcharse a la ciudad, tuvo otras experiencias en el huerto. Luego se empezó a interesar por las novelas y a hablar con otras chicas de su edad. Aprendió cosas hasta ahora desconocidas. En el desván de la casa de su madre, había una cuna en la que habían dormido ella y su hermano cuando eran bebés. Un día, subió hasta allí y la encontró. La ropa de cama estaba guardada en un baúl. La sacó de allí y arregló la cuna para la llegada de un bebé. De pronto, sintió vergüenza. Su madre podía subir en cualquier momento y descubrir lo que estaba tramando. Guardó inmediatamente la ropa de cama en el baúl y bajó corriendo las escaleras, totalmente avergonzada.

¡Qué confusión! En otra ocasión, fue a visitar junto con otras chicas a una compañera que estaba a punto de casarse. En un momento dado, todas ellas subieron a una habitación para ver el ajuar de la novia, que estaba tendido sobre una cama. ¡Qué cosas tan bonitas! Las chicas se acercaron para observarlo de cerca, Rosalind también. Algunas chicas eran tímidas, otras no tanto. Una en particular, una chica delgada con poco pecho que tenía una voz muy fina y aguda y un rostro muy fino y anguloso, se puso a gritar de un modo extraño. —Qué bonito, qué bonito, qué bonito—, dijo repetidamente entre sollozos. Su voz no parecía humana. Más bien parecía el llanto de un animal herido, un animal del bosque, abandonado a su suerte. La chica cayó de rodillas junto a la cama y se puso a llorar con amargura. Al parecer, no podía soportar la idea de que su compañera se fuera a casar. —¡No lo hagas Mary, por favor, no lo hagas! ¡No te cases!—, le suplicó. Las otras chicas se rieron, pero Rosalind no pudo soportarlo. Se fue corriendo a casa.

Este es solo un ejemplo de las cosas que le pasaban a Rosalind, pero hay muchos más. En otra ocasión, mientras caminaba por la calle, se cruzó con un joven que trabajaba en una tienda. Rosalind no lo conocía. Sin embargo, se imaginó que estaban casados, que era su marido. Ese tipo de pensamientos le hacía sentir vergüenza.

Sentía vergüenza por todo. Cuando volvía al huerto las tardes de verano, se apoyaba contra el manzano, se quitaba los zapatos y los calcetines, tal y como hacía cuando era niña, pero las fantasías de su infancia habían desaparecido, se habían ido para no volver.

Rosalind tenía una piel suave, pero su carne era firme y fuerte. Se alejó del árbol y se tumbó en el suelo. Apretó su cuerpo contra la hierba, contra esa tierra firme y dura. Le pareció que su mente, su imaginación, la vida que corría por sus venas, todo menos su vida física, había desaparecido. La tierra presionaba su cuerpo. Su cuerpo presionaba la tierra. Todo era oscuro. Estaba encarcelada. Presionaba los muros de su cárcel. La oscuridad y el silencio invadían la tierra. Sus dedos se agarraban a un puñado de hierbas, jugaban con las hierbas.

Se quedó inmóvil. Había algo que no tenía nada que ver ni con la tierra ni con los árboles ni con las nubes del cielo, había algo que parecía ir hacia ella, entrar en ella, algo parecido a la maravilla de la vida.

Ahí acabó la cosa. Abrió los ojos y vio el cielo abierto y los árboles inmóviles y en silencio. Volvió a sentarse, apoyando la espalda contra uno de los árboles. Empezaba a anochecer. Le aterrorizaba pensar que tenía que salir del huerto para volver a la casa de sus padres. Estaba cansada. Por culpa de ese cansancio, los demás pensaban en ella como una joven estúpida y aburrida. ¿Dónde estaba aquella maravilla de la vida? No estaba en su interior, tampoco en la tierra. Debía de estar ahí arriba, en el cielo. Estaba anocheciendo y empezaban a salir las estrellas. Quizás esa maravilla era algo que no existía en la tierra. Era algo que tenía que ver con Dios. Deseaba elevarse hasta los cielos, irse directamente a la casa del Señor, bañarse en su luz con los hombres y las mujeres que habían muerto y que habían dejado atrás la estupidez y la dureza de la tierra. Cuando pensaba en ellos no se sentía tan cansada y a veces salía del huerto caminando casi sin esfuerzo. Algo parecido a la gracia parecía haber entrado en su cuerpo.

***

Cuando Rosalind se fue de la casa de los Wescott y de Willow Springs, Iowa, sentía que la vida era algo esencialmente feo. En cierto modo, sentía odio por la vida y por la gente. En Chicago a veces era increíble lo feo que era el mundo. Intentaba quitarse de encima esa sensación, pero se aferraba a ella. Cuando caminaba por las abarrotadas calles, los edificios eran feos. Un mar de rostros flotaba ante ella. Eran los rostros de personas muertas. La aburrida muerte que vivía en ellos también vivía en ella. Ellos tampoco podían romper los muros que les impedían acceder a la maravilla de la vida. Después de todo, puede que esa maravilla ni siquiera existiera. Quizás era algo que solo existía en la imaginación. La vida era algo esencialmente sucio. Esa suciedad estaba en ella. Un día, mientras caminaba de noche por el puente de la calle Rush hasta su habitación del Barrio Norte, levantó la cabeza y vio el río de color verde intenso discurriendo hacia el interior desde el lago. A muy poca distancia, había una fábrica de jabón. Los humanos habían alterado el curso del río, haciéndolo fluir hacia el interior desde el lago. Alguien había decidido levantar una enorme fábrica de jabón cerca de la entrada del río a la ciudad, a la tierra de los hombres. Rosalind se detuvo y se quedó mirando el río. Hombres y mujeres, carros, automóviles pasaban ante ella a toda velocidad. Estaban sucios. Ella también. —Ni el agua de todo un océano ni millones de pastillas de jabón podrían limpiarme—, pensó. La suciedad de la vida parecía formar parte de su propio ser. Entonces le entró un casi irreprimible deseo de saltar del puente y caer al río. Su cuerpo tembló con violencia, agachó la cabeza, se quedó mirando la pasarela del puente, y se alejó de allí a gran velocidad.

***

Y ahora Rosalind, toda una mujer, había vuelto a la casa de los Wescott y allí estaba, cenando con su padre y su madre. A ninguno le apetecía comer la comida que había preparado la madre. Rosalind miró a su madre y se quedó pensando en las palabras de Melville Stoner.

—Si quisiera escribir, podría hacerlo. Me pondría a contar lo que piensa todo el mundo. Contaría algo que les sorprendiera, algo que les asustara un poco. Contaría lo que ha estado pensando usted esta misma tarde mientras caminábamos por la vía férrea. Contaría lo que ha estado pensando su madre al mismo tiempo y lo que le gustaría decirle.—

¿En qué había estado pensando la madre de Rosalind desde la inesperada llegada de su hija? ¿Qué piensan las madres sobre la vida que llevan sus hijas? ¿Tienen las madres algo realmente importante que decirles a sus hijas y, si lo tienen, cuándo es el mejor momento para decirlo?

Rosalind observó a su madre con detenimiento. Tenía un rostro pesado y flácido. Tenía ojos verdes, como Rosalind, pero los suyos no eran brillantes, transmitían cierta sensación de aburrimiento, parecían los ojos de una merluza expuesta sobre un bloque de hielo en el puesto de un mercado. A la chica le asustó un poco lo que vio en el rostro de su madre y se le hizo un nudo en la garganta. Hubo un momento embarazoso. Había cierta tensión en el ambiente y de repente todo el mundo se levantó de la mesa.

Rosalind se fue a la cocina a ayudar a su madre a fregar los platos y su padre se sentó al lado de la ventana a leer el periódico. La hija no quiso volver a mirar el rostro de su madre. —Tengo que ser fuerte si voy a hacer lo que quiero hacer—, pensó. Era extraño, en su imaginación, el rostro aguileño de Melville Stoner y el rostro cansado de Walter Sayers flotaban por encima de la cabeza de su madre. Los dos rostros se burlaban de ella. —Crees que puedes, pero no puedes. Te crees muy lista, pero no eres más que una ignorante—, parecía leer en sus labios.

El padre de Rosalind empezó a preguntarse hasta cuándo iba a durar la visita de su hija. Después de cenar lo único que quería era salir de casa, irse a dar un paseo a la ciudad, y se sentía un poco culpable porque no quería ser descortés con su hija. Mientras las dos mujeres fregaban los platos en la cocina, se puso el sombrero y salió al patio trasero a cortar leña. Poco después, Rosalind salió a sentarse al porche. Aunque los platos estaban limpios y secos, su madre se quedaba una media hora más haciendo cosas en la cocina. Era una antigua costumbre. En la cocina su madre arreglaba, desarreglaba, volvía a arreglar, sacaba platos del armario y los volvía a guardar. Parecía abducida por la cocina. Parecían darle pánico las horas de espera antes de subir a su habitación, meterse en la cama y caer en el olvido del sueño.

Henry Wescott salió hasta la esquina de su casa y se encontró con su hija. Estaba un poco sorprendido. Sin razón aparente, se sintió algo incómodo. Se detuvo un instante a mirarla. Su cuerpo irradiaba vida. Había fuego en su mirada, en sus intensos ojos grises. Su cabello era rubio como el maíz. En esos momentos, su hija era una auténtica hija del maíz, un ser que debía ser amado apasionadamente por otro hijo del maíz —si en esas tierras hubiese habido un hijo con tanta vida como esta hija, hasta el maíz se echaría a un lado—. El padre esperaba salir de casa sin que nadie lo viera. —Me voy a dar una vuelta—, dijo con cierta timidez. Aun así, se quedó un rato más. La increíble belleza de su hija acababa de despertar algo que llevaba años durmiendo en su interior. Un pequeño incendio estalló entre las desgastadas vigas de la vieja casa que era su cuerpo. —Qué guapa estás, hija—, dijo un poco avergonzado. Entonces se dio la vuelta, fue hasta la puerta y salió a la calle.

Rosalind siguió a su padre hasta la puerta, lo vio caminar lentamente por la calle hasta desaparecer por la esquina. Se encontraba sumida en un estado de ánimo parecido al de su charla con Melville Stoner. ¿Sería posible que su padre se sintiera a veces como Melville Stoner? ¿Le conducía la soledad a la puerta de la demencia? ¿Deambulaba él también por la noche en busca de una belleza perdida, medio olvidada?

Cuando su padre desapareció por la esquina, Rosalind abrió la puerta y salió a la calle. —Me voy a sentar al árbol del huerto hasta que mi madre termine de arreglar la cocina—, pensó.

Henry Wescott caminó unas cuantas calles, llegó hasta la plaza, pasó frente a los tribunales, y entró en la ferretería de Emanuel Wilson. Allí se juntaba con otros dos o tres hombres. Se sentaba con ellos cada noche para no decir nada. Era un buen pretexto para escapar de su casa y de su esposa. Sus compañeros estaban ahí por esa misma razón. Se respiraba un compañerismo un tanto pervertido. Uno de los miembros del grupo, un hombre pequeñito que se dedicaba a pintar casas, seguía soltero y vivía con su madre. Aunque estaba a punto de cumplir los sesenta, su madre aún seguía viva. Aquello merecía cierta reflexión. Cuando el amigo pintor llegaba un poco tarde a su cotidiana cita, empezaban a correr rumores de todo tipo, especulaciones que durante un breve instante flotaban en el aire y después se asentaban como el polvo en una casa vacía. ¿Quién se ocupaba de las tareas domésticas, fregaba los platos, cocinaba, barría y hacía las camas, era él o de esas tareas se encargaba su anciana madre? Emanuel Wilson contó una historia que ya había contado otras veces. Había escuchado una historia similar en el pueblo de Ohio donde había pasado su juventud. En aquel pueblo vivía con su madre un hombre bastante mayor. Eran muy pobres y cuando llegaba el invierno no tenían mantas suficientes para resguardarse del frío. Se metían en la cama juntos. Era algo bastante inocente, como una madre que acuesta a su hijo.

Sentado en la ferretería escuchando a Emanuel Wilson contar la misma historia por vigésima vez, Henry Wescott se puso a pensar en su hija. Su belleza le hacía sentirse orgulloso, ligeramente superior a esos hombres, a sus compañeros. En la vida se había parado a pensar si su hija era una mujer guapa. ¿Por qué no había reparado antes en su belleza? ¿Por qué razón había dejado su apartamento de Chicago, junto al lago, para venir a pasar calor en Willow Springs? ¿Era verdad que había vuelto a casa porque quería pasar unos días con su padre y su madre? ¿Había algo más? Por un instante sintió vergüenza de su pobre cuerpo, de su desgastada ropa y de su mal afeitado rostro. Entonces notó cómo se extinguía el pequeño incendio que había estallado en su interior. En ese instante, entró por la puerta del local el amigo pintor, restableciéndose ese leve aroma a compañerismo al que tanto se aferraba.

En el huerto, Rosalind estaba sentada apoyada contra el árbol en el mismo lugar donde, en su infancia, jugaba al juego del baile de la naturaleza y donde, tras graduarse en el instituto de Willow Springs, intentaba derribar el muro que le impedía acceder a la vida. El sol ya se había puesto, las grises sombras de la noche se arrastraban por la hierba, alargando las sombras de los árboles. Hacía tiempo que nadie se ocupaba de aquel huerto y muchos de sus árboles estaban muertos, sin follaje. Las sombras de las ramas muertas parecían enormes brazos dejándose caer, intentando alcanzar la hierba gris. No corría el viento. Iba a ser una noche oscura, sin luna, una calurosa noche de las llanuras.

La noche no tardaría en caer. Apenas podían verse ya las sombras en la hierba. Rosalind sintió que la muerte acechaba a su alrededor, en el huerto, en la ciudad. Entonces, volvieron nítidamente a su cabeza unas palabras pronunciadas por Walter Sayers. —Si alguna noche sales a pasear sola por el campo, intenta encomendarte a la noche, a la oscuridad, a las sombras de los árboles. Verás que esa experiencia, siempre y cuando te encomiendes con todo tu ser, te cuenta una historia sorprendente. Te darás cuenta de que al hombre blanco, aunque sea dueño de la tierra que pisamos desde hace ya varias generaciones y aunque haya construido ciudades por todas partes, extraído carbón del suelo, cubierto la tierra con vías férreas, con pueblos y ciudades, en realidad no le pertenece ni una sola pulgada de la tierra de este continente. Esta tierra sigue y seguirá perteneciendo a una raza prácticamente extinguida. Esta tierra le pertenece al piel roja, a la raza que aunque hoy haya prácticamente desaparecido, aún sigue siendo dueña del continente americano. Si su imaginación la ha poblado de fantasmas, de dioses y diablos, es porque en aquellos tiempos ellos amaban la tierra. Hay pruebas por todas partes, solo hay que fijarse un poco. Nosotros no les hemos dado a nuestras ciudades nombres bonitos porque no hemos sabido construir ciudades bonitas. Si por algún casual una ciudad americana tiene un nombre bonito es porque se lo hemos robado a esa otra raza, a la raza que siempre será dueña de la tierra en la que vivimos. Aquí no somos más que unos extraños. Si alguna noche sales a pasear sola por el campo, en cualquier parte de América, intenta encomendarte a la noche. Te darás cuenta de que la muerte únicamente acecha a la raza blanca, la de los conquistadores, y que la vida perdura en esos hombres y mujeres de piel roja que ya han desaparecido.

La mente de Rosalind no dejaba de pensar en los espíritus de aquellos dos hombres, Walter Sayers y Melville Stoner. Podía sentirlos. Era como si estuvieran a su lado, sentados junto a ella en el huerto. Estaba segura de que Melville Stoner había vuelto a su casa y que debía de estar ahí sentado esperando su llamada. ¿Qué querían de ella? ¿Se estaba enamorando de dos hombres a la vez, ambos mayores que ella? Las sombras de las ramas de los árboles formaban un manto en el huerto, un suave manto hecho con algún material delicado donde las pisadas de los hombres no hacían ningún ruido. Aquellos dos hombres estaban cada vez más cerca. Melville Stoner estaba justo detrás de ella y Walter Sayers estaba un poco más lejos, en la distancia. Su espíritu se iba arrastrando hacia ella. Esos dos hombres tenían una misión común. Venían a traerle la visión masculina de la vida, querían entregarle algo.

Rosalind se levantó y se quedó junto al árbol, temblando. ¡En qué estado se encontraba! ¿Hasta cuándo iba a durar? ¿Hacia qué conocimiento sobre la vida y la muerte se estaba dirigiendo? Había vuelto a casa por una sencilla razón. Amaba a Walter Sayers, quería entregarse, pero antes de hacerlo una voz le había dicho que tenía que volver a su ciudad para hablar con su madre. Pensó que iba a tener fuerzas para contarle lo que sentía. Solo tenía que contárselo y aceptar sus consejos. Si su madre entendía y era comprensiva, el desplazamiento no habría sido en vano. Si su madre no entendía, de todos modos habría pagado una antigua deuda, habría sido fiel a una antigua tradición tácita.

¿Qué querían de ella aquellos dos hombres? ¿Qué tenía que ver Melville Stoner con todo este asunto? Intentó alejar la imagen de aquel hombre de su mente. La imagen del otro hombre, Walter Sayers, era algo menos agresiva. Se aferró a ella.

Puso el brazo en el tronco del viejo manzano y posó su mejilla sobre su rugosa corteza. Estaba tan emocionada que le entraron ganas de frotarse las mejillas contra la corteza del árbol hasta sangrar, hasta que el dolor físico contrarrestara la tensión y el dolor que empezaba a sentir en su interior.

Desde que se había plantado maíz en la pradera entre el huerto y la calle, para volver a la ciudad Rosalind tenía que tomar un pequeño camino, arrastrarse por debajo de una alambrada y cruzar el patio de la viuda de las gallinas. En el huerto reinaba un profundo silencio. Cuando se arrastró bajo la alambrada y llegó al patio trasero de la viuda, Rosalind tuvo que abrirse paso por una estrecha abertura situada entre un gallinero y un granero pasando los dedos por unas rústicas tablas de madera.

La madre de Rosalind esperaba sentada en el porche de su casa. Melville Stoner estaba en la casa de al lado. Rosalind lo vio allí sentado y sintió un escalofrío. —Es como un ave carroñera. Se alimenta de muertos, de marchitos destellos de belleza, de sonidos apagados que escucha en la oscuridad de la noche—, pensó. Cuando llegó a la casa de los Wescott, Rosalind se tiró en el porche y cayó de espaldas, estirando los brazos. Su madre estaba sentada en la mecedora. En la esquina de la calle había una farola y la pequeña luz que penetraba por las ramas de los árboles iluminaba el rostro de la madre. Qué pálido y moribundo parecía. Su hija cerró los ojos. —No voy a poder. No tengo fuerzas—, pensó.

No tenía ninguna prisa en transmitir el mensaje que había venido a entregar. Aún faltaban un par de horas para que su padre volviera a casa. En otra casa, dos chicos que jugaban y corrían de habitación en habitación, dando portazos, gritando sin parar, rompieron el silencio que reinaba en la calle. Un bebé se puso a llorar y la voz de una mujer empezó a protestar. —¡Parad! ¡Os he dicho que paréis!—, gritó aquella voz. —¿No veis que el bebé se ha despertado por vuestra culpa? A ver cuánto tarda en volverse a dormir.—

Rosalind cerró los dedos y apretó los puños. —He venido hasta aquí para contarte algo. Me he enamorado de un hombre, pero no puedo casarme con él. Está casado y es bastante más mayor que yo. Tiene dos hijos. Le quiero y creo que él también me quiere —bueno, estoy segura—. Quiero corresponderle. Antes de que ocurra cualquier cosa, quería venir a contártelo, —dijo en voz baja, pero con total claridad. Se preguntó si Melville Stoner había podido escuchar su declaración.

No hubo respuesta. La mecedora en la que estaba sentada la madre de Rosalind había estado balanceándose lentamente, crujiendo ligeramente. El sonido continuó. En la otra casa, el bebé dejó de llorar. Rosalind acababa de decirle a su madre las palabras que llevaba intentando decirle desde su llegada. Se sintió aliviada y casi feliz. El silencio entre las dos mujeres se fue alargando. La mente de Rosalind se fue alejando. Esperaba algún tipo de reacción por parte de su madre, alguna palabra de condena. Quizás su madre no quería decir nada hasta que volviera su padre y le contara la historia. Le reprocharían su actitud, la echarían de casa. No tenía ninguna importancia.

Rosalind siguió esperando. Al igual que Walter Sayers, sentado en el jardín, su mente parecía estar flotando. Su mente salió de su cuerpo, se alejó de su madre y llegó hasta el hombre al que amaba.

Una noche, otra de esas tranquilas noches de verano, Rosalind salió a dar una vuelta por el campo con Walter Sayers. No era la primera vez que hablaba con ella, que se dirigía a ella, ya lo había hecho muchas otras noches y durante largas horas en la oficina. En ella había encontrado a alguien con quien poder hablar, con quien querer hablar. ¡Cuántas puertas de la vida le había ayudado a abrir aquel hombre! Sus conversaciones eran interminables. En compañía de Rosalind, Walter se sentía aliviado, relajaba la tensión a la que se había acostumbrado su cuerpo. Le había contado su vida, su deseo de ser cantante y cómo había tenido que renunciar a ese sueño. —No es culpa de mi mujer ni de mis hijos—, le había dicho. —Ellos podrían haber vivido sin mí. El problema es que yo no habría podido vivir sin ellos. Estoy derrotado, soy un hombre derrotado, nací predestinado a la derrota y tengo que aferrarme a algo que justifique mi derrota. Ahora me doy cuenta. Les necesito. Nunca más intentaré volver a cantar, porque soy una persona que al menos tiene un mérito: conozco la derrota. Puedo aceptar la derrota.

Esas fueron sus palabras. Entonces, en aquella noche de verano mientras estaban sentados en el coche, Walter Sayers se puso a cantar. Había abierto la puerta de una granja y aparcado el coche en silencio en un camino de hierba que daba a una pradera. Tras apagar las luces del coche, unas cuantas reses aparecieron por el lugar y se quedaron ahí un rato.

Y entonces se puso a cantar, empezó suavemente, se fue animando y repitió la canción, una y otra vez. Rosalind estaba tan feliz que le entraron ganas de llorar. —Gracias a mí ahora puede cantar—, pensó con cierto orgullo. En ese instante sintió un profundo amor por aquel hombre, aunque quizás lo que sentía no era realmente amor. Era orgullo. Para ella, ese momento era un momento de gloria. Aquel hombre se había arrastrado hasta ella desde un lugar oscuro, desde la oscura cueva de la derrota. Ella le había tendido su mano y le había ayudado a superar sus miedos.

Rosalind seguía tumbada, a los pies de su madre, en el porche de la casa de los Wescott, intentando pensar, luchando por aclarar sus impulsos. Le acababa de contar a su madre que quería entregarse a un hombre, a Walter Sayers. Tras esa declaración, empezó a preguntarse si aquello era realmente cierto. Ella era una mujer, su madre era una mujer. ¿Qué opinaba su madre de todo aquello? ¿Qué consejos les daban las madres a sus hijas? ¿Qué quería realmente el elemento masculino de la vida? No lograba definir claramente sus propios deseos e impulsos. Quizás lo que quería era encontrar cierto compañerismo con otra mujer, con su madre. Qué bonito sería que las madres pudieran de repente cantarles a sus hijas, si de la oscuridad y el silencio pudieran surgir canciones.

Los hombres confundían a Rosalind, siempre la habían confundido. Esa misma noche, por ejemplo, su padre, por primera vez en muchos años, se había parado a observarla con detenimiento. Se había detenido ante ella mientras estaba sentada en el porche y había visto algo en sus ojos. Un incendio había estallado en sus cansados ojos como había ya estallado alguna vez en los ojos de Walter. ¿Iba a ser consumida por ese incendio? ¿El destino de las mujeres es ser consumidas por los hombres y el de los hombres ser consumidos por las mujeres?

En el huerto, una hora antes, había sentido que aquellos dos hombres, Melville Stoner y Walter Sayers, se le acercaban, caminaban en silencio por un suave manto hecho con las oscuras sombras de los árboles.

Ahora volvían hacia ella. En su mente, aquellos dos hombres se iban aproximando, estaban cada vez más cerca de ella, estaban llegando a su verdad interior. Un manto de silencio había caído sobre las calles de Willow Springs. ¿Era el silencio de la muerte? ¿Había muerto su madre? ¿Ese cuerpo sentado en la mecedora era el de su madre muerta?

La mecedora seguía crujiendo. De los dos hombres cuyos espíritus seguían dando vueltas a su alrededor, uno, Melville Stoner, era valiente y astuto. Estaba demasiado cerca, sabía demasiado sobre ella. No tenía miedo. El espíritu de Walter Sayers era misericordioso. Era amable, un hombre comprensivo. Rosalind empezó a sentir miedo de Melville Stoner. Estaba demasiado cerca, sabía demasiado sobre la faceta más oscura, más estúpida de su vida. Se dio la vuelta en la oscuridad y miró hacia la casa de Melville Stoner, recordando su infancia. El hombre estaba físicamente demasiado cerca. La tenue luz de la remota farola que había iluminado el rostro de su madre se deslizaba entre las ramas de los árboles y sobre las copas de los arbustos y pudo ver la tenue figura de Melville Stoner sentado en el porche de su casa. Deseó poder destruirlo con el pensamiento, aniquilarlo, hacerlo desaparecer. El hombre esperaba a que su madre se fuera a la cama y que ella subiera a su habitación para poder irrumpir en la habitación e invadir su privacidad. Su padre volvería a casa, arrastrando sus pies por la acera. Entraría a la casa de los Wescott por la puerta de atrás. No tardaría en bombear el cubo de agua, llevarlo a la casa y ponerlo en el recipiente junto al fregadero de la cocina. Luego iría a darle cuerda al reloj. Luego…

Rosalind no se alteraba con facilidad. La vida había adoptado la figura de Melville Stoner y se había apoderado de ella, la agarraba con fuerza. No podía escapar. El hombre no tardaría en irrumpir en la habitación para invadir sus secretos más íntimos. No tenía escapatoria. Imaginaba su risa burlona resonando en aquella silenciosa casa, aplastando los horribles sonidos de la vida diaria. No quería que eso pasara. La repentina muerte de Melville Stoner traería paz y tranquilidad. Deseó poder destruirlo con el pensamiento, destruir a todos los hombres. Quería estar cerca de su madre. Eso la salvaría de los hombres. Su madre tenía sin duda algo que decirle antes de acabar la noche, algo vivo, auténtico.

Rosalind expulsó la imagen de Melville Stoner de su mente. Era como si se hubiese levantado de la cama de su habitación, cogido al hombre de la mano y lo hubiera acompañado hasta la puerta. Lo había sacado de su habitación y había cerrado la puerta.

Su mente le jugó una mala pasada. En cuanto logró expulsar la imagen de Melville Stoner, Walter Sayers llamó a su puerta. Se imaginó en el coche con Walter aquella noche de verano. Él se puso a cantar. Los suaves y anchos hocicos de las reses se acercaban cada vez más.

A Rosalind su mente le dio un respiro. Decidió descansar y esperar, esperar la respuesta de su madre. Estando con ella, Walter Sayers había logrado romper su largo silencio y ya faltaba poco para romper el eterno silencio que se había instalado entre la madre y su hija.

El cantante que ya no quería cantar lo había vuelto a hacer gracias a ella. La canción era la verdadera nota de la vida, representaba el triunfo de la vida sobre la muerte.

¡Qué consuelo había sentido escuchando cantar a Walter Sayers! ¡Cómo le corría la vida por sus venas! ¡Qué viva se había sentido de pronto! En ese momento decidió definitivamente, finalmente, que quería acercarse a aquel hombre, que quería compartir con él la intimidad física —encontrar en esa expresión física con él lo que en su canción él había encontrado con ella.

Expresando físicamente su amor por aquel hombre, Rosalind podría encontrar la maravilla de la vida, la misma con la que había soñado cuando solo era una niña torpe y tosca y se tumbaba en la hierba del huerto. A través del cuerpo del cantante podría acercarse, tocar la maravilla de la vida. —No me importaría sacrificar todo lo que tengo para que eso ocurriera—, pensó.

¡Qué tranquila era ahora la noche! ¡Ahora entendía la vida mucho mejor! Walter Sayers había cantado en el campo en presencia de las reses una canción en una lengua desconocida, pero ahora lo entendía todo, incluso el significado de palabras extrañas.

La canción trataba sobre la vida y la muerte. ¿Sobre qué más se puede cantar? El repentino conocimiento del contenido de la canción no había salido de su propia mente. El espíritu de Walter estaba cada vez más cerca. Había logrado espantar el espíritu burlón de Melville Stoner. Cuántas cosas había hecho la mente de Walter Sayers por la mente de la mujer que empezaba a abrirse a la vida. Ahora el espíritu le estaba explicando el significado de la canción. La letra de la canción, cada palabra, parecía flotar por aquella silenciosa calle de la ciudad de Iowa. Las palabras describían el sol poniéndose entre las nubes de humo de una ciudad y las gaviotas llegando desde un lago para flotar sobre la ciudad.

Las gaviotas están ahora sobrevolando el río. El río tenía un color verde intenso. Ella, Rosalind Wescott, estaba en el puente en el corazón de la ciudad y acababa de convencerse de lo asquerosa y fea que era la vida. Estaba a punto de tirarse al río, de desaparecer en su intento por purificarse.

No tenía importancia. Los pájaros emitían unos gritos agudos. Aquellos gritos se parecían a la voz de Melville Stoner. Giraban, daban vueltas en el aire. Ya faltaba poco, iba a tirarse al río y después las aves caerían en picado en una imponente curva. Su cuerpo iba a desaparecer, arrastrado por la corriente, hasta su descomposición, pero lo que estaba realmente vivo en su interior se elevaría con los pájaros, en esa larga, imponente línea dibujada por el vuelo de los pájaros.

Rosalind seguía tumbada, inmóvil, en el porche de la casa de su madre. En el aire que flotaba sobre la ciudad dormida, enterrada a gran profundidad bajo todos los pueblos y ciudades, la vida seguía cantando. La melodía de la vida podía encontrarse en el zumbido de las abejas, en la llamada de los tres sapos, en las gargantas de los negros que trabajaban en los campos de algodón, en una barca, en el río.

La canción era una orden. Repetía una y otra vez la historia de la vida y de la muerte, la vida eternamente derrotada por la muerte, la muerte eternamente derrotada por la vida.

***

La madre de Rosalind rompió su eterno silencio y su hija intentó alejarse del espíritu de la canción que había empezado a sonar en su interior.

El sol poniéndose sobre la ciudad,

la vida derrotada por la muerte,

la muerte derrotada por la vida.

Las chimeneas de las fábricas se convierten en lápices de luz.

La vida derrotada por la muerte,

la muerte derrotada por la vida.

La mecedora de la madre de Rosalind seguía crujiendo. De sus blancos labios las palabras salieron con dificultad. Algún día la vida tenía que ponerle a prueba. Hoy era el día. Ella siempre había sido una mujer derrotada. Ahora debía triunfar en la persona de Rosalind, la hija que había nacido de sus entrañas. La madre tenía que dejarle claro a su hija cuál era el destino de todas las mujeres. Las chicas crecen soñando, esperando, creyendo. Los hombres habían tramado una conspiración. Inventaban palabras, escribían libros y cantaban canciones sobre eso que llaman amor. Las muchachas picaban el anzuelo. Se casaban o tenían relaciones con los hombres antes del matrimonio. En la noche de bodas se producía un asalto brutal, y la mujer intentaba salvarse como buenamente podía. Se encerraba en sí misma, cada vez más. La madre de Rosalind se había pasado la vida escondiéndose en su propia casa, en la cocina de su casa. Con los años y tras la llegada de los hijos, su marido le había exigido cada vez menos. Ahora todo volvía a empezar. Su hija iba a sufrir esa misma experiencia, la experiencia que le había arruinado la vida.

Estaba orgullosa de Rosalind, la hija que se había abierto al mundo, labrándose su propio camino. Su hija se vestía con cierto estilo, caminaba con cierto estilo. Su hija era una mujer orgullosa, íntegra, triunfante. No necesitaba a ningún hombre.

—Por Dios, Rosalind, no lo hagas, no lo hagas, —susurraba una y otra vez.

¡Cuánto hubiera dado por que Rosalind no se mezclara con hombres! Ella también había sido una joven orgullosa, íntegra. ¿Quién le iba a decir que algún día se convertiría en esa mujer gorda, vieja y fea? Llevaba toda su vida de casada encerrada en su casa, en la cocina de su casa, pero, a su manera, había observado, sabía la suerte que corrían las mujeres. A ella nunca le había faltado nada, su marido era bueno para los negocios y siempre había traído dinero a casa. Era un hombre tranquilo, lento, parco en palabras, pero, a su manera, era igual que todos los hombres de Willow Springs. Los hombres trabajaban para ganar dinero, tragaban grandes cantidades de comida y al final del día volvían a casa con sus mujeres.

Antes de casarse, la madre de Rosalind vivía en una granja con sus padres. Allí había observado los animales, había visto cómo el macho perseguía a la hembra, había visto su insistencia, su crueldad. Así era como se perpetuaba la vida. El día de su boda fue un verdadero suplicio. ¿Por qué se había casado? Intentó explicárselo a Rosalind. —Le vi por primera vez un sábado por la noche aquí mismo, en Main Street. Ese día había acompañado a mi padre a la ciudad; dos semanas después, me lo volví a encontrar en un baile, en el campo—, le dijo a su hija. Hablaba como alguien que ha recorrido un largo camino para poder entregar un mensaje de vital importancia. —Quería que me casara con él y acepté. Quería que me casara con él y acepté.—

Parecía no haberse recuperado de todo aquello. ¿Realmente no tenía nada más que decir sobre las relaciones entre hombres y mujeres? Llevaba toda su vida de casada encerrada en la casa de su marido, trabajando como trabajan los animales, lavando ropa sucia, fregando los platos, preparando la comida.

Había estado pensando, durante todos esos años no había dejado de pensar. La vida era una mentira, una terrible mentira.

Le había dado muchas vueltas a este asunto. En algún lugar había un mundo completamente diferente al suyo, un mundo paradisiaco donde no existía el matrimonio, un mundo apacible, asexual donde la humanidad vivía en un estado de absoluta felicidad. Por alguna razón desconocida, la humanidad había sido expulsada de aquel lugar y había sido condenada a vivir en la tierra. Ese era el castigo por haber cometido un pecado imperdonable, el pecado de la carne.

Ese pecado estaba en ella y en el hombre con quien se había casado. Había aceptado casarse. ¿Por qué? Los hombres y las mujeres estaban condenados a cometer el pecado que acababa destruyéndolos. A excepción de algunos seres sagrados, ningún hombre, ninguna mujer se libraban de aquel destino.

¡La mujer se había devanado los sesos! En su noche de bodas, su marido se llevó lo que quería, y después se quedó dormido. Ella no pudo conciliar el sueño. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana para mirar las estrellas. El cielo estaba tranquilo. Con qué elegancia se desplazaba la luna por el cielo. Las estrellas no pecaban. No se tocaban. Cada estrella era diferente a las demás, era algo sagrado, inviolable. En la Tierra, bajo las estrellas, todo estaba corrupto, mancillado: los árboles, las flores, las plantas, los animales de los campos, los hombres y las mujeres. Todos corruptos. Vivían por un instante y después empezaba la decadencia. Ella misma estaba cada vez más deteriorada. La vida no era más que una vulgar mentira. La vida seguía perpetuándose por culpa de eso que la gente llama amor. Lo cierto era que la vida nacía de un pecado, y solo podía perpetuarse mediante el pecado.

—El amor no existe. Esa palabra no es más que una vulgar mentira. El hombre del que hablas solo te quiere para pecar, —dijo. Entonces, se levantó bruscamente y volvió a la casa.

Rosalind escuchó a su madre desplazarse en la oscuridad. Cuando llegó a la puerta se quedó mirando a su hija tendida, tensa, esperando en el porche. La pasión del rechazo latía tan fuerte en ella que sintió que se asfixiaba. A la hija le pareció que en esos momentos su madre, esa mujer que estaba detrás de ella en la oscuridad, se había convertido en una araña gigante que luchaba por envolverla en una telaraña de oscuridad. —Los hombres les hacen daño a las mujeres —decía—, no lo pueden evitar. Esa es su naturaleza. El amor no existe. No es más que una vulgar mentira.

—La vida es algo sucio. Dejar que un hombre la toque ensucia a una mujer. —La madre de Rosalind dijo esas palabras en voz alta. Parecían salir desde lo más profundo de su ser. Tras esas palabras, la mujer desapareció en la oscuridad. Rosalind escuchó cómo subía lentamente las escaleras que llevaban a su habitación. Lloraba de forma extraña, como lloran las mujeres con sobrepeso, de manera entrecortada. Las fuertes pisadas que habían empezado a subir las escaleras se detuvieron y se hizo el silencio. La madre de Rosalind no había dicho nada de lo que tenía en mente. Todo lo que le quería decir a su hija lo tenía estudiado de antemano. ¿Por qué no pudo expresar lo que sentía? Seguía sin satisfacer la pasión del rechazo que corría por sus venas. —El amor no existe. La vida no es más que una vulgar mentira. Conduce al pecado, a la muerte, a la decadencia, —dijo en la oscuridad.

Algo extraño, casi misterioso, le ocurrió a Rosalind. La imagen de su madre se desvaneció en su mente y volvió a pensar en aquella compañera que estaba a punto de casarse y que había ido a visitar junto con otras amigas. Todas ellas subieron a una habitación para ver el vestido de la novia que estaba tendido sobre una cama. Una de sus compañeras, una chica delgada con poco pecho, cayó de rodillas. Se escuchó un grito. ¿Salía de la garganta de aquella chica o de aquella mujer cansada y derrotada que vivía en la casa de los Wescott? —No lo hagas. Rosalind, no lo hagas, —suplicaba entre sollozos la voz.

En la casa de los Wescott, al igual que en la calle y en el cielo estrellado que Rosalind veía ante sus ojos, se hizo el silencio. Se relajó e intentó volver a pensar. Había algo en equilibrio, algo que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. ¿Era simplemente el latido de su corazón? Su mente se quedó en blanco.

La canción que había salido de los labios de Walter Sayers seguía sonando en su interior.

La vida derrotada por la muerte,

la muerte derrotada por la vida.

Se sentó y se tapó la cabeza con las manos. —He venido a Willow Springs para ponerme a prueba. ¿Será la prueba de la vida y de la muerte?—, se preguntó. Su madre había subido las escaleras para irse a refugiar en la oscuridad de su habitación.

La canción siguió sonando en su interior.

La vida derrotada por la muerte,

la muerte derrotada por la vida.

¿Era la canción algo puramente masculino, la llamada del macho a la hembra, una mentira, como había dicho su madre? No sonaba a mentira. La canción había salido de los labios de un hombre, Walter, el hombre que había dejado para ir a visitar a su madre. Luego, Melville Stoner, otro hombre, se le había acercado. La canción de la vida y de la muerte también sonaba en su interior. ¿Cuándo la canción dejaba de sonar sobrevenía la muerte? ¿Era la muerte solo rechazo? La canción sonaba en el interior de Rosalind. ¡Qué confusión!

Tras levantar la voz, la madre se había ido llorando a acostarse a su habitación. Poco después, Rosalind siguió sus pasos. Se tiró en la cama, con la ropa puesta. Las dos mujeres esperaban. Fuera, en la oscuridad, estaba sentado Melville Stoner, el hombre que parecía saber todo lo que había pasado entre la madre y su hija. Rosalind pensó en la ciudad, en el puente que estaba cerca de la fábrica y en las gaviotas que flotaban en el aire por encima del río. Deseó poder estar allí en ese mismo instante, subirse al puente. —No me importaría que mi cuerpo se lo llevara el río—, pensó. Se imaginó su rápida caída y la aún más rápida caída de las aves bajando desde el cielo. Las aves caían en picado para recoger la vida que estaba a punto de dejar caer, recogiéndola rápida y elegantemente. De eso trataba la canción que había cantado Walter.

***

Henry Wescott volvió a casa de la ferretería de Emanuel Wilson. Entró arrastrando los pies por la puerta de atrás y se dirigió hacia la bomba. El sonido chirriante de la bomba se escuchó en toda la casa. El padre entró a la cocina y puso el cubo de agua en el recipiente junto al fregadero. Se derramó un poco de agua. Se escuchó un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo.

Rosalind se levantó. El gélido cansancio que se había apoderado de ella había desaparecido. Había apartado las manos gélidas que la habían estado agarrando. Su maleta estaba en un armario, pero olvidó cogerla. Se quitó los zapatos a toda prisa y con ellos en la mano salió hacia el pasillo con los pies descalzos. En esos momentos, su padre estaba subiendo las escaleras. Pasó muy cerca de ella, tanto que Rosalind tuvo que retener la respiración presionando su cuerpo contra la pared del pasillo.

¡Con qué rapidez y claridad pensaba ahora su mente! El tren dirección este hacia Chicago pasaba por Willow Springs a las dos de la mañana. No quería esperar, prefería caminar ocho millas hasta la siguiente ciudad. Quería salir de la ciudad. Tener en qué ocuparse. —Tengo que marcharme—, pensó bajando las escaleras y saliendo, sin hacer ruido, de la casa.

Rosalind caminó hasta la acera y pasó por delante de la puerta de la casa de Melville Stoner. El hombre salió hasta la puerta para hablar con ella riendo burlonamente. —Sabía que iba a tener una nueva oportunidad de hablar con usted antes de que acabara la noche—, dijo inclinando la cabeza. Rosalind no estaba segura de si había escuchado la conversación que había tenido con su madre. No importaba. Ese hombre sabía exactamente lo que había dicho su madre, todo lo que la madre podía decir y todo lo que Rosalind podía decir o entender. Para Rosalind, esa sensación era tremendamente reconfortante. Ese hombre, Melville Stoner, había arrancado a la ciudad de Willow Springs de las garras de la muerte. No era necesario hablar. Con él había logrado alcanzar la comunión de la vida, algo que iba más allá de las palabras, más allá de la pasión.

Caminaron en silencio hasta las afueras de la ciudad. Entonces Melville Stoner levantó la mano. —¿Me acompaña?—, preguntó Rosalind, pero el hombre, riendo, negó con la cabeza. —No —le respondió—. Yo me quedo aquí. Ya no tengo edad para marcharme. Aquí me quedaré hasta mi muerte. Aquí me quedaré, con mis pensamientos.—

Melville Stoner se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, más allá del halo circular de luz que caía de la última farola de la calle, la calle que ahora se había convertido en una carretera de tierra que llevaba a la siguiente ciudad. Rosalind lo vio desaparecer y algo en su extraño modo de andar volvió a recordarle la imagen de un pájaro gigante. —Se parece a las gaviotas que flotan por encima del río en Chicago —pensó—. Su espíritu flota por encima de la ciudad de Willow Springs. Cuando la muerte en vida viene a visitar a los ciudadanos de esta ciudad, él cae en picado y, con su mente, les despoja de su belleza.—

Empezó a caminar lentamente por la carretera entre los campos de maíz. En la tranquila inmensidad de la noche se podía caminar en paz. Una suave brisa frotaba las hojas de maíz, pero no se escuchaban aquellos horribles sonidos humanos, los sonidos de quienes seguían físicamente en vida pero que en espíritu habían muerto, habían aceptado la muerte, creído solo en la muerte. Mientras el viento seguía frotando las hojas de maíz, se escuchó un ligero y suave sonido, como si algo estuviera naciendo, la vida física muerta se iba apartando, haciendo a un lado. Quizás en la tierra estaba naciendo una vida nueva.

Rosalind echó a correr. Se había desprendido de la ciudad de su padre y de su madre como un corredor se desprende de una prenda pesada e innecesaria. Le entraron ganas de quitarse la ropa que se interponía entre su cuerpo y la desnudez. Quería estar desnuda, volver a nacer. A dos millas de la ciudad, había un puente sobre Willow Creek. En esa época del año el arroyo estaba reseco, pero en la oscuridad lo imaginó caudaloso, con rápidas corrientes de agua, agua de un color verde intenso. Dejó de correr y se detuvo en el puente, respiraba con dificultad.

Instantes después, reanudó su carrera, caminando hasta volver a recobrar el aliento y después corriendo otra vez. Era un soplo de vida. No se preguntaba lo que iba a hacer, cómo iba a afrontar el problema que esperaba poder resolver con su visita a Willow Springs hablando con su madre. Corría. Ante sus ojos, la carretera de tierra venía hacia ella, saliendo de la oscuridad. Seguía corriendo, siempre hacia delante, dejando a su paso un suave rastro de luz. La oscuridad se iba abriendo a su paso. Se sentía feliz corriendo y con cada zancada se sentía cada vez más liberada. Una idea deliciosa le vino a la cabeza. Imaginaba que a cada paso que daba la luz bajo sus pies se iba haciendo cada vez más nítida. Era como si a la oscuridad le intimidara su presencia, como si se fuese haciendo a un lado, abriéndole paso. Se sentía fuerte, valiente. Se había convertido en un ser que irradiaba luz. Era una creadora de luz. A su paso, la oscuridad se asustaba y se alejaba en la distancia. Pensando en eso era capaz de correr sin tener que detenerse para descansar y deseó poder correr así toda la vida, por campos, por pueblos y ciudades, expulsando la oscuridad con su presencia.