V

La noche de agosto en que Rosalind estaba sentada en el porche de la casa de su padre en Willow Springs, Walter Sayers volvía a casa desde la fábrica a orillas del río hasta el jardín de su esposa. Cuando la familia terminó de cenar, Walter salió a caminar por el jardín con sus dos hijos, pero estos se cansaron pronto de su silencio, y volvieron a casa con su madre. El jardinero negro apareció por el camino y se detuvo en la puerta de la cocina para unirse al grupo. Walter se fue a sentar a un banco del jardín, oculto entre los arbustos. Encendió un cigarrillo, pero no se lo fumó. Una espiral de humo se iba desvaneciendo entre sus dedos.

Walter se quedó ahí sentado, inmóvil, con los ojos cerrados, intentando no pensar. Así se quedó un buen rato, envuelto en la penumbra, totalmente inmóvil, como una figura decorativa plantada en el jardín. Quería descansar. No estaba muerto, pero tampoco estaba vivo. Su cuerpo, normalmente activo y despierto, se había convertido en algo pasivo, apartado, sobre aquel banco, bajo los arbustos, sentado, esperando a ser rehabilitado.

Entrar en ese estado de letargo, mitad consciente, mitad inconsciente, era algo que no le ocurría a menudo. Tenía que resolver ciertas cuestiones con una mujer, pero la mujer se había marchado. Su proyecto de vida se había visto alterado. Ahora solo quería descansar. Había olvidado los detalles de su vida. No pensaba en la mujer, no quería pensar en ella. No podía necesitarla tanto, era ridículo. Se preguntó si alguna vez había sentido algo parecido por Cora, su esposa. Quizás sí. En esos momentos su mujer estaba a su lado, a unas pocas yardas. Ya casi era de noche, pero ahí seguía, trabajando con el jardinero, cavando sin parar, en algún lugar cercano, acariciando el suelo, viendo crecer las plantas.

Cuando los pensamientos que le invadían le daban un respiro y su mente descansaba como un lago de montaña en una tranquila tarde de verano, surgían nuevos pensamientos. —Quiero que seas mi amante —pero quiero que estés lejos. Aléjate un poco—. Las palabras corrían por su mente como el humo del cigarrillo corría entre sus dedos. ¿A quién se referían esas palabras, a Rosalind Wescott quizás? Ella llevaba ya tres días fuera. ¿Esperaba que no volviera nunca o se referían más bien a su esposa?

Su mujer alzó la voz. Jugando, uno de sus hijos había pisado una planta. —Si no tienes cuidado, tendré que prohibirte la entrada al jardín. —La mujer elevó el tono de voz y gritó: —¡Marian!—. A continuación, una criada salió de la casa y se llevó a los niños. Tomaron el camino de vuelta a casa con evidentes gestos de protesta. Poco después, volvieron a darle un beso a su madre. Hubo un primer momento de rechazo y luego aceptación. El beso significaba la aceptación de su destino —la obediencia—. —Oye, Walter, —gritó la madre. El hombre, sentado en su banco, no se dignó a contestar. En esos momentos, tres sapos empezaron a croar. —El beso significa aceptación. Cualquier contacto físico con otra persona significa aceptación—, pensó.

Las pequeñas voces que vivían en el interior de Walter Sayers empezaron a hablar aceleradamente. Le entraron ganas de cantar. Le habían dicho que tenía poca voz, que no tenía ningún futuro como cantante. Sin duda todo aquello era cierto, pero en esos momentos, en ese jardín bajo esa tranquila noche de verano, era el momento oportuno y el lugar adecuado para una voz de sus características. Sería como esa voz que vivía en su interior y que a veces le susurraba, cuando estaba tranquilo, relajado. Una noche, cuando salió con la mujer, Rosalind, cuando la llevó en su coche al campo, sintió exactamente lo mismo. Aparcó el coche en un campo y se quedaron ahí sentados un buen rato. Permanecieron mucho tiempo en silencio. Entonces, unas cuantas reses aparecieron por el lugar y se quedaron a su lado, sus siluetas se dibujaban en la noche. De repente, se sintió como un hombre nuevo en un mundo nuevo y le entraron ganas de cantar. Cantó una sola canción, varias veces, luego permaneció un rato sentado, en silencio, y después arrancó el coche y juntos salieron del campo por una puerta hacia la carretera. Por último, llevó a la chica hasta su casa.

En aquella noche de verano, bajo la tranquilidad del jardín, Walter abrió los labios y se dispuso a cantar esa misma canción. Pensaba cantarla con los tres sapos que estaban ahí escondidos bajo las ramas de un árbol. Quería que su voz se elevara, que llegara hasta esas ramas, hasta los árboles, lejos del lugar donde su mujer y el jardinero estaban cavando.

Fue imposible. Su mujer se puso a hablar y a Walter, al escuchar el sonido de su voz, se le quitaron las ganas de cantar. ¿Por qué no había, como la otra mujer, permanecido en silencio?

Se puso a jugar a un pequeño juego. A veces, cuando se quedaba solo, le ocurría lo que le estaba ocurriendo en esos momentos. Su cuerpo se convertía en un árbol o en una planta. Por sus venas fluía la vida, sin obstáculos. Había soñado con ser cantante, pero, en momentos como esos, no le hubiera importado ser bailarín. Habría sido algo realmente increíble: balancearse como las copas de los árboles cuando sopla el viento, entregarse como se entrega la maleza a la influencia de las sombras pasajeras en un campo bañado por el sol, cambiando a cada instante de color, convirtiéndose en todo momento en algo nuevo, vivir en la vida y también en la muerte, sentirse vivo, no tener miedo a la vida, dejarla correr por el cuerpo, dejar fluir la sangre por el cuerpo, sin luchar, sin ofrecer resistencia, bailar.

Los hijos de Walter Sayers habían entrado a casa con Marian, la niñera. Apenas se veía, ya era tarde para que su mujer siguiera plantando en el jardín. Era el mes de agosto, la época más fértil del año para las granjas y los jardines, pero su mujer había olvidado lo que significaba la fertilidad. Ya estaba haciendo planes para el año siguiente. Apareció por el camino, seguida de su fiel jardinero. —Ahí vamos, a plantar fresas—, se escuchó decir. La suave voz del jardinero dio su aprobación. Era evidente que aquel joven vivía en su concepción del jardín. Su mente vivía para satisfacer sus deseos.

Los hijos que Walter Sayers había traído a este mundo a través del cuerpo de su mujer Cora se habían ido a la cama. Esos niños le conectaban al mundo, a la vida, a su mujer, al jardín donde estaba sentado, a la oficina a orillas del río.

No eran sus hijos. Lo supo de repente con bastante claridad. Sus hijos eran muy diferentes a aquellos niños. —Los hombres tienen hijos igual que las mujeres. Los hijos salen de sus cuerpos. Juegan—, pensó. Entonces le pareció que unos niños, nacidos de su imaginación, estaban en ese mismo instante jugando junto al banco donde estaba sentado. Seres vivos que vivían en su interior, pero que al mismo tiempo tenían la potestad de salir de su cuerpo, corrían por el jardín, se columpiaban en las ramas de los árboles, bailaban en la penumbra.

Su mente se detuvo pensando en la imagen de Rosalind Wescott. La mujer se había marchado a Iowa a visitar a su familia y había dejado una nota en la oficina diciendo que tardaría varios días en volver. Hacía tiempo que no mantenían la relación convencional entre jefe y empleada. Para mantener una relación así con un hombre o con una mujer hacía falta algo que claramente él no tenía.

En ese instante quería olvidarla. Walter notaba que algo luchaba en el interior de aquella mujer. Habían querido ser amantes, pero él se había negado. Habían hablado de ello. —Seamos sinceros —dijo—, no saldría bien. Lo único que conseguiríamos sería sumir nuestras vidas en una tristeza innecesaria.—

Había sido lo suficientemente honrado cediendo a la intensificación de su relación. —Si ella estuviera aquí ahora, en este jardín, conmigo, no pasaría nada. Podríamos ser amantes un día y olvidar que los hemos sido al día siguiente—, se dijo.

Su esposa apareció por el camino y se detuvo a poca distancia. Seguía hablando en voz baja, haciendo planes para otro año de jardinería. El jardinero no se separaba de ella, su silueta parecía una gran masa oscilante apoyada contra el follaje de un pequeño arbusto. Su mujer llevaba puesto un vestido blanco. Podía ver su silueta con total claridad. Bajo esa incierta luz, parecía más joven, casi una niña. Entonces levantó la mano y la posó suavemente sobre el tronco de un árbol. La mano parecía estar separada del cuerpo. Por la presión de su cuerpo, el árbol se tambaleó. Sus blancas manos se desplazaban suavemente en el espacio.

Rosalind Wescott había ido a visitar a su familia para contarle a su madre lo que sentía. Su nota no mencionaba ese dato, pero Walter Sayers sabía que esa era la razón de su visita a la ciudad de Iowa. Lo que pretendía hacer era algo bastante extraño —hablar del amor, intentar explicar sus sentimientos a los demás.

Para Walter Sayers, el hombre que estaba sentado en silencio en el jardín, la noche era algo aparte. Solo los niños que vivían en su imaginación lo sabían. La noche era un ser vivo. Avanzaba hacia él, arropándole. —La noche es la hermana pequeña de la Muerte—, pensó.

Su mujer estaba muy cerca. Hablaba suavemente, en voz baja. Cuando el jardinero respondía a sus comentarios sobre el futuro del jardín, él también hablaba suavemente, en voz baja. Había música en la voz de aquel negro. Walter se puso a pensar en la vida de aquel hombre.

Antes de acabar en la casa de los Sayers, el joven negro se había metido en problemas. Cegado por la ambición, había escuchado las voces de la gente, las voces que impregnaban el aire de América, que irrumpían en las casas de América. Quería aprender, abrirse camino, ser alguien en la vida. Quería ser abogado.

¡Qué lejos estaba de su raza, de los negros de las selvas africanas! Quería ejercer la abogacía en una ciudad norteamericana. ¡Menuda idea!

Se metió en problemas. Tras obtener el título universitario, abrió un bufete de abogados. Una noche, salió a dar un paseo y el destino hizo que acabara en una calle donde una mujer, una mujer blanca, acababa de ser asesinada. Alguien lo vio caminando por la calle cerca del cadáver. El hermano de la señora Sayers, también abogado, se ocupó de su defensa y evitó que fuera condenado por asesinato. Después del juicio y de su absolución, el abogado le pidió a su hermana que emplease a aquel joven negro como jardinero. Pocas posibilidades tenía ya de ejercer su profesión en la ciudad. —Ha sufrido una experiencia terrible. Se ha escapado por los pelos—, le había dicho su hermano. Cora Sayers aceptó. Aquel negro estaba unido a ella, y a su jardín.

Esas dos personas estaban encadenadas, no cabía la menor duda. Quien se encadena a una persona se encadena también a sí mismo. Su mujer se despidió del joven y este se fue alejando por el camino que llevaba a la puerta de la cocina. Vivía en un cobertizo al pie del jardín. Allí tenía unos cuantos libros y un piano. Algunas noches se ponía a cantar. Estaba volviendo a su habitación. Por intentar abrirse camino en la vida había cortado los lazos con su propia raza.

Cora Sayers entró en la casa, Walter seguía sentado en su banco. Minutos después, por el camino volvió a aparecer, silenciosamente, el jardinero. Se detuvo junto al árbol donde minutos antes la mujer blanca había estado hablando con él. Puso su mano en el tronco del árbol, en el preciso lugar donde minutos antes ella había puesto su mano, y se alejó lentamente sin hacer ningún ruido.

Una hora después, en su cobertizo al pie del jardín, el jardinero se puso a cantar, suavemente. Era algo que solía hacer en mitad de la noche. Su vida había estado plagada de dificultades. Se había alejado de su gente, de esas mujeres cálidas vestidas con colores dorados a tono con la oscuridad de su piel, y había logrado ser aceptado en una universidad americana, había seguido los consejos de toda esa gente impertinente que quería elevar la raza negra, les había escuchado, se había unido a ellos, había intentado vivir el estilo de vida que le habían sugerido.

Ahora vivía en aquel cobertizo al pie del jardín de los Sayers. Walter empezó a recordar pequeñas anécdotas que su mujer le había contado sobre aquel hombre. Su experiencia en el tribunal le había traumatizado y no se atrevía a salir del hogar de los Sayers. Tanto libro, tanta educación hicieron mella en su conciencia. Jamás podría volver con la gente de su raza. En Chicago, los negros vivían, en su gran mayoría, hacinados en unas cuantas calles del sur de la ciudad. —Quiero ser esclavo—, le había dicho a Cora Sayers. —Puede pagarme si lo estima conveniente, pero ese dinero no me será de ninguna utilidad. Quiero ser su esclavo. Sería feliz sabiendo que puedo quedarme aquí toda la vida.—

El joven negro cantó una canción en voz baja. Sonó como suena el suave viento acariciando la superficie de una laguna. Era una canción sin palabras, transmitida de generación en generación. En el Sur, en Alabama y Misisipi, los negros la cantaban cuando trabajaban en los campos de algodón a las orillas de los ríos. Ellos, a su vez, la habían aprendido de otros esclavos que habían trabajado en esos mismos campos y que habían muerto hacía mucho tiempo. Mucho antes de que existieran los campos de algodón, esa canción la cantaban en África los hombres negros que cruzaban los ríos en sus barcas. Jóvenes negros cruzaban los ríos y llegaban hasta una ciudad que pretendían atacar al amanecer. Cantaban la canción con cierta bravuconería. Se dirigía a las mujeres de la ciudad que iba a ser atacada. Era un canto amenazante y cariñoso a la vez. —Por la mañana mataremos a vuestros maridos, a vuestros hermanos y a vuestros amantes. Luego iremos a por vosotras. Os abrazaremos. Os haremos olvidar. Iremos hacia vosotras con nuestro amor y nuestra fuerza y os haremos olvidar—. Aquel era el significado de la canción.

A Walter Sayers le venían a la cabeza muchas otras cosas. En algunas ocasiones, cuando el negro cantaba y él estaba en su habitación en la parte superior de la casa, su esposa se le acercaba. En su habitación había dos camas. —¿Escuchas, Walter?—, le preguntaba. La mujer se levantaba de su cama para irse a sentar con su marido, a veces se acurrucaba entre sus brazos. Hace mucho tiempo, en los pueblos africanos, cuando la canción flotaba en el río, los hombres se preparaban para la batalla. La canción era un desafío, una burla. Esa tradición se había extinguido. El cobertizo del jardinero estaba al pie del jardín y Walter y su mujer dormían en su habitación. Era una canción triste, llena de nostalgia. Algo que estaba enterrado en la tierra a gran profundidad luchaba por salir. Cora Sayers lo sabía. Tocaba su fibra sensible. Su mano se acercaba y acariciaba el rostro, el cuerpo de su marido. Cuando escuchaba esa canción, a la mujer le entraban ganas de abrazarlo, de apoderarse de él.

La noche seguía su curso y en el jardín empezaba a hacer frío. El joven negro dejó de cantar. Walter Sayers se levantó y se dirigió hacia la casa, pero, en vez de entrar, salió por la puerta, llegó hasta la carretera y empezó a andar por las calles del suburbio hasta salir a campo abierto. Era una noche sin luna, pero las estrellas brillaban con intensidad. Aceleró un rato el paso, mirando hacia atrás, como si tuviera miedo de que alguien le estuviera siguiendo. Al llegar a un extenso prado ralentizó el paso. Tras caminar una hora, se detuvo y se sentó sobre la hierba seca. Por alguna razón, sabía que aquella noche no podía volver a su casa. A la mañana siguiente se presentaría en la oficina y esperaría la llegada de Rosalind. ¿Y después? No tenía ni la menor idea. —Tendré que inventarme alguna historia. Llamaré a Cora desde la oficina y me inventaré alguna excusa—, pensó. Era absurdo que él, un hombre adulto, no pudiera pasar la noche fuera, a la intemperie, sin necesidad de dar explicaciones. Estaba irritado, se levantó y siguió caminando. Bajo las estrellas, en aquella noche cálida en las extensas llanuras, su irritación no tardó en desaparecer. Entonces se puso a cantar suavemente, pero no cantó la misma canción que había repetido una y otra vez la noche en que estaba sentado en el coche con Rosalind cuando aparecieron las reses. Era la canción del jardinero, la canción de los guerreros negros que la esclavitud había suavizado y teñido de tristeza. En labios de Walter Sayers aquella melodía perdió gran parte de su tristeza. Siguió caminando con cierta alegría. La canción que salía de sus labios era una burla, un desafío.