ME PUSE DE PIE CUANDO SE ACERCÓ. Vi que era un chacal bastante grande; sus ojos estaban clavados en los míos.

—Llegas pronto —le dije—. Sólo descansaba.

Se rio entre dientes.

—Mi único deseo es contemplar a un Príncipe de Ámbar —comentó la bestia—. Cualquier otra cosa la consideraría como una especie de premio.

De nuevo se rio entre dientes. Yo también.

—Entonces que tus ojos obtengan su festín. Decide cualquier otra cosa, y verás que he descansado lo suficiente.

—No, no —observó el chacal—. Yo soy un admirador de la Casa de Ámbar. Y también de la del Caos. La sangre real me atrae, Príncipe del Caos. Igual que el conflicto.

—Me atribuyes un título que desconozco. Mi relación con las Cortes del Caos es, principalmente, cuestión de genealogía.

—Pienso en las imágenes de Ámbar atravesando las sombras del Caos. Pienso en las olas del Caos bañando las imágenes de Ámbar. Y, sin embargo, en el corazón del orden que Ámbar representa, vive una familia caótica, así como la Casa del Caos es serena y plácida. Pero tenéis lazos que os unen, y también conflictos.

—En este momento —afirmé—, no me interesan las paradojas ni los juegos de palabras. Mi meta es llegar a las Cortes del Caos. ¿Conoces el camino?

—Sí —dijo el chacal—. En línea recta, no está muy lejos. Ven, te llevaré hasta el sendero que te conducirá allí.

Dio media vuelta y se alejó. Yo lo seguí.

—¿Voy muy deprisa? Pareces cansado.

—No. Sigue. Imagino que estará más allá de este valle, ¿verdad?

—Sí. Hay un túnel.

Lo seguí, a través de la arena, la grava y la tierra dura y reseca. Nada crecía en ella. Después de un rato, la niebla adquirió una tonalidad verdosa a la vez que se disipaba un poco… supuse que sería otro efecto óptico de ese cielo rayado.

Pasado un tiempo, grité:

—¿Cuánto falta?

—Poco —contestó—. ¿Te agotas? ¿Quieres que nos detengamos para que descanses?

Al hablar miró hacia atrás. La luz verde proporcionó a sus desagradables facciones un aire aún más espantoso. Sin embargo, necesitaba un guía; además, me pareció que íbamos por el buen camino, ya que estábamos subiendo por una colina.

—¿Hay agua por estos alrededores? —pregunté.

—No. Tendríamos que retroceder una distancia considerable.

—Olvídalo. No dispongo de tiempo.

Se encogió de hombros y se rio entre dientes, pero prosiguió la marcha. La niebla se aclaró un poco más, y vi que nos adentrábamos en una serie de colinas bajas. Me apoyé en el bastón y mantuve el ritmo.

Subimos de manera continua durante una media hora, y el suelo se hizo más rocoso y el ángulo de ascensión más empinado. Yo respiraba con dificultad.

—Espera —le dije—. Quiero descansar. Me pareció que dijiste que no faltaba mucho.

—Perdóname —pidió, deteniéndose— por mi chacalocentrismo. Consideré la distancia de acuerdo con mi propio ritmo natural. Sé que me equivoqué, pero casi hemos llegado. Está entre las rocas que ves ahí delante. ¿Por qué no descansamos allí?

—De acuerdo —repliqué, y continué la marcha.

Pronto llegamos a una pared de piedra al pie de una montaña. Nos abrimos paso entre los escombros rocosos que lo bordeaban y por fin alcanzamos una abertura que se adentraba en la oscuridad.

—Ahí tienes el camino —comentó el chacal—. Es completamente recto, y no hay ninguna bifurcación que te pueda desorientar. Atraviésalo, y que tengas buen viaje.

—Muy bien —contesté, y de momento me olvidé del descanso para encaminarme hacia el sendero—. Te lo agradezco.

—Ha sido un placer —me dijo desde algún lugar detrás mío.

Avancé varios pasos y algo crujió bajo mis pies, y traqueteó cuando lo aparté de una patada. Era un sonido difícil de olvidar. El suelo estaba repleto de huesos.

Escuché un ruido suave y rápido a mi espalda, y supe que no tendría tiempo para desenfundar a Grayswandir. Girando, alcé mi bastón ante mí y ataqué con él.

Esta maniobra bloqueó el salto de la bestia con un golpe en el hombro. Pero también me tiró de espaldas; en el suelo, rodé sobre los huesos. El impacto me había arrancado el bastón de las manos, y en el segundo que me brindó la caída de mi oponente, elegí sacar a Grayswandir en vez de recuperar el bastón.

Sólo tuve tiempo para empuñar mi espada. Me encontraba aún de espaldas, con la punta de mi arma apuntando hacia mi izquierda, cuando el chacal se recobró y saltó otra vez. Le incrusté la empuñadura con todas mis fuerzas en la cara.

La vibración del golpe recorrió todo mi brazo hasta el hombro. La cabeza del chacal salió despedida hacia atrás y su cuerpo se retorció hacia mi izquierda. Inmediatamente, le apunté con mi espada, sujetando la empuñadura con las dos manos, y pude apoyarme en mi rodilla derecha antes de que gruñera y se lanzará de nuevo sobre mí.

Tan pronto como vi que estaba a mi alcance, apoyé todo el peso de mi cuerpo en la espada y lo atravesé. La solté rápidamente y me aparté de sus fauces mortales.

El chacal aulló y luchó en vano por incorporarse. Yo jadeaba. Sentí el bastón bajo mi cuerpo y lo recogí. Poniéndolo delante de mí, me arrastré hasta la pared de la cueva. Sin embargo, la bestia no volvió a incorporarse. Quedó tumbada donde cayera, debatiéndose entre los últimos estertores. En la difusa luz, vi que vomitaba. El olor resultó abrumador. Luego volvió sus ojos en mi dirección y permaneció inmóvil.

—Hubiera sido tan satisfactorio —comentó en voz baja— devorar a un Príncipe de Ámbar. Siempre me pregunté qué sabor tendría… la sangre real.

Entonces, cerró los ojos y dejó de respirar. Yo quedé allí, rodeado por el hedor.

Me puse de pie, con la espalda todavía contra la pared y el bastón como escudo ante mí, y lo contemplé. Pasó un buen rato antes de que me atreviera a sacarle la espada.

Una rápida búsqueda me indicó que no me encontraba en ningún túnel, sino en una cueva. Cuando salí, la niebla se había vuelto amarilla, y oscilaba bajo una brisa que provenía del otro extremo del valle.

Me apoyé contra la roca y pensé qué camino debía seguir. No había ningún sendero a la vista.

Finalmente, me decidí por el de la izquierda. Me pareció que por esa dirección el camino subía, y yo quería ascender a las montañas y dejar atrás esta niebla tan pronto como pudiera. El bastón me resultó muy útil. Mi oído estaba atento al ruido de algún arroyo, pero no escuché nada.

La subida fue trabajosa; pero la niebla se hizo más fina y cambió de color. Finalmente, vi que la ascensión me llevaría a una meseta. Y, por encima de esa cima, capté algunos destellos del cielo revuelto y multicolor.

Escuché varios truenos a mi espalda, pero aún no podía ver la disposición de la tormenta. Aceleré el paso, mas, pasados unos minutos, me mareé. Jadeando, me detuve y me senté en el suelo. Me invadió la sensación del fracaso. Aunque llegara a la cima de la meseta, tenía el presentimiento de que la tormenta pasaría con su enorme rugido por encima mío. Me froté los ojos con la palma de las manos. ¿Qué sentido tenía que continuara si no había ninguna posibilidad de éxito?

Una sombra se movió entre la niebla de color pistacho y cayó hacia mí. Alcé mi bastón, pero vi que sólo era Hugi. Frenando su descenso, aterrizó a mis pies.

—Corwin —comentó—, has recorrido una buena distancia.

—Pero tal vez no sea suficiente —dije—. Parece que la tormenta se acerca cada vez más.

—Me parece que sí. He estado meditando y me gustaría darte el beneficio de la…

—Si quieres beneficiarme de alguna manera —corté—, puedo indicarte lo que tienes que hacer.

—¿Qué?

—Vuela de regreso, y calcula la distancia a la que se encuentra la tormenta y la velocidad a la que se aproxima. Luego vuelve y dímelo.

Hugi saltó de una pata a la otra. Después dijo:

—De acuerdo —y emprendió el vuelo, aleteando hacia lo que a mí me pareció que era el noroeste.

Apoyándome en el bastón, me puse de pie. Lo mejor que podía hacer era continuar mi ascensión lo más rápido posible. De nuevo me sumergí en la Joya, y la fuerza me inundó como un súbito relámpago rojo.

Cuando subía por la pendiente, surgió una brisa húmeda de la dirección en la que había volado Hugi. Escuché otro trueno. Esta vez solo, sin ningún rugido o sacudida.

Aproveché la energía que tenía y subí unos quinientos metros rápida y eficientemente. Si iba a perder, mejor que fuera en la cima. Quería ver dónde me encontraba y si quedaba algún último recurso que pudiera intentar.

A medida que ascendía, mi visión del cielo se hizo cada vez más clara. Había cambiado considerablemente desde la última vez que lo contemplé. La mitad era de una negrura uniforme y la otra mitad la constituían masas de remolineantes colores. Y toda la cuenca celestial parecía rotar alrededor de un punto situado justo encima de mí. Esta visión me excitó, ya que era el cielo que yo buscaba, el cielo que me había cubierto aquella vez que viajé al Caos. Seguí subiendo. Quise pronunciar unas palabras de aliento, pero tenía la garganta demasiado seca.

Cuando me acercaba al borde de la altiplanicie, escuché un ruido de alas y repentinamente tuve a Hugi sobre el hombro.

—La tormenta está a punto de empaparte el trasero —me dijo—. Llegará en cualquier momento.

Seguí ascendiendo, hasta que alcancé la superficie llana y me arrastré sobre ella. Por un instante, me quedé inmóvil, respirando pesadamente. El viento debió mantener alejada a la niebla, ya que estaba en una meseta alta y lisa, desde la cual podía ver una gran distancia delante mío. Entonces percibí claramente los sonidos de la tormenta.

—No creo que cruces esta superficie —observó Hugi— sin que te mojes.

—Esta no es una tormenta normal —grazné—. Si lo fuera, daría las gracias por conseguir un poco de agua.

—Lo sé. Hablaba metafóricamente.

Bramé una vulgaridad y seguí andando.

Poco a poco, el paisaje que tenía ante mí se agrandó. El cielo todavía realizaba su frenética danza del velo, pero la luz que proyectaba era más que suficiente. Cuando llegué a una posición en la que estuve seguro de lo que había delante mío, me detuve y me hundí sobre el bastón.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hugi.

Yo no podía hablar. Con la mano le indiqué la enorme tierra baldía que comenzaba en algún punto justo debajo de la cima en la que me hallaba y que abarcaba unos sesenta kilómetros antes de verse cortada por otra cadena de montañas. Y, a la izquierda, muy lejos, se divisaba el camino negro.

—¿La tierra yerma? —inquirió—. Yo te podría haber dicho que estaba ahí. ¿Por qué no me lo preguntaste?

No estoy seguro del tiempo que permanecí así. Creo que deliré. Y en mitad del delirio, me pareció encontrar una respuesta, aunque algo en mi interior se rebeló. Finalmente, el ruido de la tormenta y Hugi me despertaron.

—No podré atravesar ese lugar —susurré—. No hay salida.

—Dices que has fracasado —indicó Hugi—. Pero eso no es cierto. En la lucha no existe el fracaso ni la victoria. Sigue siendo una ilusión del ego.

Lentamente, me puse de rodillas.

—No dije que fracasara.

—Comentaste que no podías continuar hasta tu meta.

Miré hacia atrás, y los relámpagos resplandecieron a medida que la tormenta subía por la montaña.

—Así es, no puedo seguir por ese camino. Pero si Papá falló, debo intentar algo que Brand quiso convencerme que sólo él podía hacer. Debo crear un nuevo Patrón, y he de hacerlo aquí mismo.

—¿Tú? ¿Crear un nuevo Patrón? ¿Si Oberon no tuvo éxito, cómo podrá hacerlo un hombre que apenas se tiene de pie? No, Corwin. La resignación es la mejor virtud que puedes cultivar.

Alcé la cabeza y apoyé el bastón en el suelo. Hugi se posó a su lado y yo lo contemplé.

—No quieres creer en ninguna de las cosas que te dije, ¿verdad? —le indiqué—. Pero no importa. El conflicto entre nuestros puntos de vista es insalvable. Yo veo el deseo como una identidad oculta y la lucha como su crecimiento. Tú, no —adelanté mis manos y las dejé reposando sobre las rodillas—. Si para ti la satisfacción más alta es la unión con el Absoluto, ¿entonces por qué no vuelas a reunirte con él en la forma del Caos constante que se aproxima? Si yo fracaso aquí, ese Caos se volverá Absoluto. En lo que a mí respecta, y mientras mi cuerpo respire, debo intentar alzar un Patrón que lo detenga. Hago esto porque soy lo que soy, y yo soy el hombre que pudo haber sido rey en Ámbar.

Hugi bajó la cabeza.

—Primero comerás carne de cuervo —comentó, y se rio entre dientes.

Rápidamente, extendí las manos y le arranqué la cabeza, lamentando no haber tenido tiempo de encender un fuego. Aunque con sus palabras él lo convirtiera en un sacrificio, era difícil determinar a quién le pertenecía la victoria moral, ya que, de todos modos, había planeado comérmelo.