ME DESPERTÓ LA SENSACIÓN de una presencia. O tal vez fuera un ruido unido a esa presencia. Fuera lo que fuere, desperté con la certeza de que no estaba solo. Apreté con fuerza la empuñadura de Grayswandir y abrí los ojos. Por lo demás, me quedé inmóvil.

Una luz suave, como proyectada por la luna, entraba por la boca de la cueva. Había una figura, posiblemente humana, de pie justo en la entrada. La iluminación no me permitía distinguir si me miraba a mí o al exterior. Entonces dio un paso en mi dirección. En un segundo estuve de pie, apuntándole con la espada al pecho. Se detuvo.

—Paz —pronunció la voz de un hombre en Thari—. Sólo busco refugio de la tormenta. ¿Puedo compartir tu cueva?

—¿Qué tormenta? —pregunté.

A modo de respuesta, se escuchó el rugido de un trueno, seguido por una ráfaga de viento que transportó la fragancia de la lluvia.

—De acuerdo, hasta ahí es verdad —dije—. Ponte cómodo.

Se sentó, con la espalda contra la pared de la derecha de la cueva. Doblé la manta en forma de almohadón, y me senté enfrente suyo. Nos separaban unos cuatro metros. Busqué mi pipa y la llené, e intenté encenderla con una cerilla que llevaba conmigo desde la Tierra de sombra. Ardió, ahorrándome varias molestias. El aroma del tabaco, mezclado con la húmeda brisa, era agradable. Escuché los sonidos de la lluvia y contemplé la oscura silueta de mi compañero sin nombre. Pensé en los posibles peligros, pero no había sido la voz de Brand la que me habló.

—Esta no es una tormenta natural —comentó el otro.

—¿Oh? ¿Y eso?

—Primero, porque viene del norte. En esta época del año, nunca vienen del norte.

—Es así como se establecen los récords.

—Segundo, nunca vi que una tormenta se comportara de esta manera. La he visto avanzar todo el día… una línea continua, moviéndose lentamente, su frente como una lámina de cristal. Lanza tantos relámpagos que parece un insecto monstruoso con cientos de patas brillantes. Demasiado antinatural. Y, a su paso, todo se distorsionaba.

—Eso ocurre con la lluvia.

—No de esa manera. Todo parece cambiar de forma. Como si fluyera. Como si estuviera derritiendo al mundo… o aplastando su contenido.

Tuve un escalofrío. Había pensado que estaba lo suficientemente adelantado a las ondas oscuras que me podía permitir un descanso. Aunque quizá él estuviera equivocado, y sólo se tratara de una tormenta inusual. Pero no quería arriesgarme. Me puse de pie y me volví al fondo de la cueva. Silbé.

No obtuve respuesta. Avancé y tanteé en la oscuridad.

—¿Ocurre algo?

—Mi caballo no está.

—Tal vez salió de la cueva.

—Seguramente. Pero suponía que Star tendría más sentido común.

Me acerqué a la entrada, pero no vi nada. En un sólo instante quedé medio empapado. Volví a mi anterior posición al lado de la pared izquierda de la cueva.

—A mí me parece una tormenta corriente —comenté—. A veces son muy intensas en las montañas.

—¿Acaso conoces esta tierra mejor que yo?

—No, estoy de paso…, y será mejor que pronto continúe mi viaje.

Toqué la Joya. Lancé mi mente a su interior y la recorrí toda. Sentí la tormenta a mi alrededor y, frente a las rojas pulsaciones que correspondían al latir de mi corazón, le ordené que se alejara. Entonces me recliné contra la roca, encontré otra cerilla y encendí de nuevo mi pipa. Las fuerzas que acababa de manipular tardarían un rato en apartar un frente tormentoso de ese tamaño.

—No durará mucho —observé.

—¿Cómo lo sabes?

—Información privilegiada.

Se rio entre dientes.

—De acuerdo con algunas versiones, esta es la forma en que el mundo llega a su fin… según dicen, el comienzo es un frente tormentoso que surge del norte.

—Es cierto —dije—, y esta es la tormenta. Sin embargo, no hay que preocuparse. Acabará, de una u otra manera, muy pronto.

—Esa piedra que cuelga de tu pecho… emite luz.

—Sí.

—Bromeabas cuando comentaste que este era el fin, ¿verdad?

—No.

—Haces que recuerde aquel párrafo del Libro Sagrado: El Arcángel Corwin pasará ante la tormenta, y surgirán relámpagos de su pecho… ¿Por casualidad no te llamarás Corwin?

—¿Cómo sigue?

—«… Cuando se le pregunte a dónde se encamina, contestará, “Hasta el confín de la Tierra”, dirigiéndose allí sin saber qué enemigo le ayudará contra otro enemigo, ni en quién se posará el Cuerno».

—¿Eso es todo?

—Todo lo referente al Arcángel Corwin.

—En el pasado ya me encontré con este problema de las Escrituras. Te dicen lo suficiente para que te interese, pero nunca lo suficiente como para que te sirva en ese momento. Es como si el autor sintiera placer atormentándote. ¿Un enemigo contra otro? ¿El Cuerno? No tengo ni idea de lo que significa.

—¿Hacia dónde viajas?

—No muy lejos, a menos que encuentre a mi caballo.

Volví a la entrada de la cueva. La lluvia amainaba, y la noche emitía un resplandor como si una luna se escondiera detrás de las nubes hacia el oeste y otra hacia el este. Miré a ambos lados del camino y por la pendiente que bajaba al valle. No había ningún caballo a la vista. Regresé al interior. Justo cuando lo hacía, escuché el relincho de Star, que provenía desde una gran distancia en las profundidades.

Entonces le dije al extraño en la cueva:

—Debo irme. Puedes quedarte con la manta.

No sé si replicó algo, ya que en ese momento me metí bajo la llovizna, bajando a tientas por la pendiente. Otra vez impuse mi voluntad a través de la Joya, y la fina lluvia desapareció, y su lugar lo ocupó la niebla.

Las rocas estaban resbaladizas, pero recorrí la mitad del camino sin tropiezos. Entonces me detuve, respiré profundamente y observé mi entorno. Desde donde me encontraba, no podía asegurar la dirección exacta por la que vino el relincho de Star. La luz de la luna brillaba con un poco más de fuerza, y la visibilidad era mejor, pero no distinguí nada cuando inspeccioné el paisaje que se extendía ante mí. Escuché durante varios minutos.

De nuevo oí a Star… el sonido venía de abajo, a la izquierda, de un promontorio o saliente rocoso. Parecía haber cierto movimiento en las sombras de su base. Bajé todo lo rápido que me atreví.

Cuando llegué a terreno llano y me apresuré en la dirección del ruido, pasé por entre varios retazos de niebla que había a ras del suelo y que se movieron ligeramente por una brisa que provenía del oeste, enroscándose alrededor de mis tobillos como si fueran serpientes plateadas. Escuché una especie de crujido, como algo pesado que fuera empujado o rodara por una superficie rocosa. En ese momento, capté un destello de luz, en la parte inferior de la oscura masa a la que me aproximaba.

Acercándome, vi pequeñas formas con aspecto de hombres perfiladas en un rectángulo de luz, enfrascadas en mover un gran bloque de piedra. Débiles ecos de cascos contra la roca y otro relincho surgieron de esa dirección. Entonces, la piedra se movió, oscilando como la puerta de que seguramente se trataba. La zona iluminada se encogió hasta convertirse en una pequeña franja y desapareció con una gran estruendo una vez que todas las activas figuras se metieron en su interior.

Cuando por fin llegué hasta esa masa rocosa, reinaba un silencio absoluto. Apoyé la oreja contra la piedra, mas no escuché nada. No me importaba quiénes fueran, pero se habían llevado mi caballo. Nunca me gustaron los ladrones de caballos, y en el pasado maté a unos cuantos. Y, en ese mismo momento, necesitaba a Star como nunca antes necesité a un caballo. Busqué con las manos, tratando de encontrar el borde de esa puerta de piedra.

Fue fácil trazar su contorno con la punta de los dedos. Probablemente, la encontré antes de lo que lo hubiera hecho a la luz del día, ya que con toda seguridad estaba planeada para fundirse con el entorno del promontorio, engañando fácilmente la vista. Una vez que descubrí dónde estaba, busqué una rendija de la que pudiera tirar. Me parecieron sus manipuladores seres pequeños, así que tanteé abajo.

Finalmente, descubrí el lugar idóneo. Tiré, pero se resistió. O ellos eran desproporcionadamente fuertes, o la puerta tenía un mecanismo oculto.

No importaba. Hay un tiempo para la sutileza y un tiempo para la fuerza bruta. Estaba enojado y tenía prisa, así que la decisión era clara.

Tiré de nuevo del bloque, tensando los músculos de los brazos, de mis hombros y de mi espalda, y deseé que Gérard estuviera cerca. La puerta crujió. Seguí tirando. Se movió un poco —unos dos centímetros— y se detuvo. Yo no me relajé, sino que aumenté el esfuerzo. Volvió a crujir.

Descansé un segundo mientras cambiaba el apoyo de mi peso y colocaba mi pie izquierdo contra la pared rocosa al lado del portal. Empujé con él a medida que retrocedía. Nuevamente crujió cuando se movió otros tres centímetros. Entonces se detuvo y no pude moverla.

La solté y me erguí, flexionando los brazos. Luego, apoyé mi hombro y empujé la puerta hasta que se cerró por completo. Tomé una bocanada de aire y la agarré otra vez.

Volví a colocar el pie izquierdo en el mismo lugar de antes. Esta vez nada de una presión gradual. Tiré con todas mis fuerzas.

Sonó un chasquido y un crujido desde dentro, y la puerta se abrió pesadamente unos quince centímetros. Parecía un poco más suelta, así que me incorporé e invertí mi posición —la espalda contra la pared—, hallando el suficiente espacio para empujar hacia afuera.

Esa vez la moví con más facilidad, pero no resistí la idea de colocar el pie contra su superficie, empujando de nuevo con toda mi fuerza. Se disparó los ciento ochenta grados y chocó contra la roca del otro lado con un ruido estrepitoso; se resquebrajó en varios sitios, se balanceó y cayó, golpeando el suelo con tal fuerza que quedó temblando y despidiendo más fragmentos al hacerlo.

Antes de que golpeara el suelo Grayswandir ya estaba en mi mano; me acuclillé y espié desde el borde.

Luz… Estaba iluminado más allá… Por pequeñas lámparas que colgaban de ganchos en la pared… Al lado de la escalera… Descendía… A un lugar más iluminado donde se escuchaban algunos ruidos… Como música…

No se veía a nadie. Hubiera creído que el escándalo llamaría la atención de alguien, pero la música continuó sonando. O el ruido —de alguna manera— no les había llegado, o lo ignoraron por completo. No importaba…

Me erguí y atravesé el umbral. Mi pie golpeó un objeto metálico. Lo cogí y lo examiné. Un cerrojo doblado. Habían trabado la puerta desde dentro. Lo tiré por encima de mi hombro y me dirigí a la escalera.

La música —violines y gaitas— se hizo más audible a medida que bajaba. Vi que, donde surgía la luz, era una especie de sala cuyo inicio estaba al pie de la escalera. Eran escalones pequeños y había muchos. Me olvidé del sigilo y salté hasta el rellano.

Cuando me volví y miré hacia el pasillo, contemplé una escena salida del sueño de un irlandés borracho. En una sala llena de humo e iluminada por las antorchas, hordas de gente de un metro de estatura, vestidos de verde y con las caras rojas, bailaban al son de la música o entrechocaban lo que parecían ser jarras de cerveza mientras pateaban el suelo, dándose palmadas entre ellos, riéndose y gritando. Enormes barriles estaban alineados contra una pared, y varios de los juerguistas hacían cola ante uno que tenía una espita. Un fuego enorme ardía en un agujero en el suelo en la parte más alejada de la habitación, el humo se escapaba por una grieta en la pared de piedra, por encima de un par de entradas que conducían Dios sabe dónde. Star estaba atado a una anilla en la pared al lado del agujero, y un fornido hombrecito con un mandil de cuero afilaba unos instrumentos de aspecto sospechoso.

Varias caras se volvieron en mi dirección; se escucharon gritos y la música se detuvo repentinamente. El silencio fue casi completo.

Alcé a Grayswandir en la posición de en garde, y señalé en dirección a Star. Por ese entonces todas las caras me miraban.

—He venido por mi caballo —dije—. O me lo traéis vosotros o voy yo a buscarlo. Con la segunda opción correrá mucha más sangre.

Lejos, a mi derecha, uno de los hombres, más grande y gris que la mayoría de los otros, se aclaró la garganta.

—Disculpadme —comenzó—, ¿pero cómo entrasteis aquí?

—Te hará falta una puerta nueva —comenté—. Ve a comprobarlo, si quieres y si ello puede marcar alguna diferencia… y quizás lo haga. Esperaré.

Me hice a un lado y apoyé la espalda contra la pared.

Él asintió.

—Eso haré.

Y salió a toda velocidad.

Sentí que la fuerza nacida de mi ira fluía en dos direcciones contradictorias desde la Joya. Una parte mía quería abrirse camino por la habitación cortando, cercenando y apuñalando, mientras que otra deseaba un arreglo más humano con aquella gente que era mucho más pequeña que yo; pero una tercera parte, tal vez la más sabia, sugirió que los hombrecitos quizá no fueran tan fáciles de vencer. Así que esperé hasta ver cómo reaccionaba su interlocutor ante mi proeza con la puerta.

Momentos más tarde, este retornó, evitándome todo lo que pudo.

—Traedle al hombre su caballo —indicó.

Un murmullo repentino se extendió por la sala. Bajé la espada.

—Mis disculpas —dijo el que había dado la orden—. No queremos ningún problema con gente como vos. Cazaremos en otra parte. Espero que no nos guardéis rencor.

El hombre con el mandil de cuero había soltado a Star y se dirigía en mi dirección. Los juerguistas se apartaron para darle paso por la habitación.

Suspiré.

—No lo tendré en cuenta, perdonaré y olvidaré —observé.

El hombrecito cogió una jarra de una mesa cercana y me la pasó. Al ver mi expresión, él mismo bebió de ella.

—Uníos con nosotros en un trago, ¿eh?

—¿Por qué no? —acepté, bebiéndomela como él hiciera con la otra que había cogido.

Lanzó un suave eructo y sonrió.

—Es un trago pequeño para alguien de vuestro tamaño —comentó después—. Permitid que os traiga otra, para el viaje.

Era una cerveza agradable, y yo estaba sediento después del esfuerzo realizado.

—De acuerdo.

Pidió más en el momento en que Star me era entregado.

—Podéis atar las riendas a este gancho de aquí —me indicó uno que había al lado de la puerta—, y estará a salvo y no estorbará.

Asentí y las sujeté cuando el carnicero retrocedió. Nadie me miraba ya. Llegó el barril de cerveza y el hombrecito llenó nuestras jarras. Uno de los violinistas comenzó una nueva melodía. Momentos después, otro se le unió.

—Sentaos un rato —sugirió mi anfitrión, y empujó un banco en mi dirección con el pie—. Mantened la espalda contra la pared si queréis. No habrá ningún truco.

Lo hice, y él rodeó la mesa y se sentó enfrente mío, con el barril entre nosotros. Era agradable descansar unos minutos, olvidándome del viaje, y beber la cerveza negra mientras escuchaba una bonita melodía.

—No me disculparé otra vez —dijo mi acompañante—, ni tampoco daré ninguna explicación. Los dos sabemos que no hubo malentendido. Pero vos tenéis el derecho a vuestro lado, como claramente se ve. —Sonrió e hizo un guiño—. No nos moriremos de hambre. Simplemente, no celebraremos un festín esta noche. Es una bonita joya la que lleváis. ¿Qué es?

—Simplemente una piedra —comenté.

La danza comenzó otra vez. Las voces se hicieron más altas. Acabé mi cerveza y él llenó de nuevo la jarra. El fuego ondulaba. El frío de la noche desapareció de mis huesos.

—Bonito sitio el que tenéis aquí —observé.

—Oh, sí que lo es. Es nuestro refugio desde tiempos inmemoriales. ¿Os gustaría que os lo mostrara?

—Gracias, pero no.

—No pensé que lo desearais, pero era mi deber de anfitrión ofrecéroslo. Si lo queréis, también seréis bienvenido si os unís a la danza.

Sacudí la cabeza y me reí. El pensamiento de dar vueltas en este lugar me trajo imágenes sacadas de Swift.

—Gracias de todos modos.

Sacó una pipa de arcilla y comenzó a llenarla. Yo limpié la mía e hice lo mismo. Parecía como si todo el peligro hubiera quedado atrás. Mi anfitrión era un hombrecito bastante simpático, y los otros, mientras bailaban y daban patadas al suelo, ofrecían el aspecto de ser totalmente inofensivos.

Sin embargo… Había escuchado historias de otro lugar, muy, muy lejos de aquí… Te despertabas por la mañana, desnudo y tirado en algún campo, sin ningún rastro que indicara la presencia de este sitio… Lo recordé, pero…

Unos pocos tragos no serían peligrosos. Este calor me sentaba bien, y el sonido de las gaitas y los violines me relajaban después del esfuerzo mental de la cabalgada. Me recliné contra la silla y fumé. Contemplé a los bailarines.

El hombrecito hablaba y hablaba. Todos los demás me ignoraban. Bien. Me estaba contando un relato fantástico que hablaba de caballeros y guerras y tesoros. Aunque apenas le presté atención, me adormeció; incluso me reí un poco.

En mi interior, esa otra parte mía que es más desagradable y sabia, me advirtió: Basta, Corwin, ya te has quedado el tiempo suficiente. Es el momento de que te largues…

Mas, como por arte de magia, vi que mi jarra nuevamente estaba llena. La cogí y bebí un trago. Uno más… uno más no me hará nada.

No, dijo mi otro yo, ¿no ves que se está conjurando un hechizo a tu alrededor?

No creí que ningún enano me pudiera cansar bebiendo. Aunque me encontraba agotado, y apenas había comido. Tal vez sería prudente…

Me di cuenta de que cabeceaba. Puse la pipa sobre la mesa. Cada vez que parpadeaba, me costaba más trabajo abrir los ojos. Hacía un calor agradable, y mis cansados músculos tenían ese toque justo de insensibilidad.

Dos veces me desperté cuando iba a dejar caer la cabeza sobre mi pecho. Recordé mi misión, mi seguridad personal, a Star… Murmuré algo… aún estaba despierto detrás de los párpados cerrados. Sería tan agradable permanecer de esa manera medio minuto más…

La voz del hombrecito bajó de tono hasta que se convirtió en un zumbido monótono. No tenía importancia lo que decía…

Star relinchó.

Rápidamente, me erguí en la silla, con los ojos completamente abiertos, y el espectáculo que vi desterró el sopor de mi mente.

Los músicos seguían tocando, pero nadie bailaba ya. Todos los juerguistas avanzaban lentamente hacia mí. Cada uno tenía algo en la mano… una jarra, una porra, una espada. El del mandil de cuero blandía su enorme cuchillo de carnicero. Mi anfitrión había cogido un grueso palo que, cuando bebíamos, había estado apoyado contra la pared. Varios esgrimían diferentes trozos de muebles. Más enanos habían salido de las cuevas que había al lado del agujero donde crepitaba el fuego, y llevaban piedras y garrotes. Toda la alegría se había desvanecido, y sus caras permanecían inexpresivas… algunos sonreían con odio.

La ira que sentí al principio se apoderó otra vez de mí, pero no fue ese calor blanco que antes controlé. Mirando a la horda que se aproximaba, no sentí ningún deseo de contenerla. La prudencia mitigó mis sentimientos. Tenía una misión que cumplir. No debería arriesgar mi cuello en este lugar si podía salir de aquí de otra manera. Mas estaba seguro de que esta vez con las palabras no se arreglaría la situación.

Respiré profundamente. Vi que se aprestaban a lanzarse al ataque, y, súbitamente, recordé a Brand y a Benedict en Tir-na Nog’th; y Brand ni siquiera había estado totalmente sintonizado con la Joya. Una vez más extraje fuerzas de ella y me preparé para lanzar su poder a mi alrededor. Pero primero tenía que controlar sus sistemas nerviosos.

No sabía con certeza cómo lo consiguió Brand, así que sólo me proyecté a través de la Joya, de la misma manera que cuando manipulo el clima. La música todavía sonaba, como si ese acto fuera una horrible continuación del baile de los enanos.

—Quedaos quietos —dije en voz alta, proyectando mi voluntad al mismo tiempo que me ponía de pie—. No os mováis. Convertíos en estatuas. Todos.

Sentí una fuerte palpitación dentro/sobre mi pecho. Noté cómo las fuerzas rojas salían al exterior, de la misma forma que en las ocasiones que usé la Joya.

Mis diminutos asaltantes se quedaron congelados en las poses en que estaban. Los más próximos permanecieron quietos, pero todavía se escuchaban algunos movimientos entre los de la retaguardia. Entonces, las gaitas soltaron una nota muy aguda y los violines dejaron de sonar. Aún no sabía si los había inmovilizado yo o si simplemente se detuvieron porque me había incorporado.

En ese momento percibí las poderosas ondas de fuerza que fluían a través de mí hacia afuera y rodeaban a mis atacantes en una matriz que se cerraba en torno a ellos. Sentí que quedaban atrapados en esa expresión de mi voluntad; hice que las riendas de Star se soltaran.

Manteniéndolos con una concentración tan pura como la que utilizo cuando atravieso la Sombra, conduje a Star hasta la puerta. Luego, me volví y eché un último vistazo al inmovilizado grupo mientras empujaba a Star delante mío para que subiera las escaleras. Cuando lo seguí, escuché atentamente, pero no capté ningún sonido que me indicara que se había reanudado la actividad ahí abajo.

Cuando salimos de la cueva, el amanecer ya comenzaba a iluminar el este. De manera extraña, cuando monté, escuché el sonido de los violines. Momentos después, las gaitas se unieron a la melodía. Era como si no importara en lo más mínimo si fracasaban o tenían éxito sus planes de atacarme; la fiesta continuaría.

Cuando me dirigía al sur, una figura pequeña me hizo señas desde el portal por el que salí momentos antes. Era el hombrecito con el que estuve bebiendo, su jefe. Tiré de las riendas para captar mejor sus palabras.

—¿Y hacia dónde os encamináis? —gritó.

¿Por qué no?

—¡Hasta los confines de la Tierra! —grité yo en respuesta.

Comenzó a danzar sobre su despedazada puerta.

—¡Qué os vaya bien, Corwin! —me deseó.

Me despedí con la mano. ¿Y, sinceramente, por qué no? A veces es tremendamente difícil distinguir al danzante de la danza.