7

EL MATRIMONIO

Darius miró a su alrededor e intentó concentrarse en el momento en que Marianne tomó la pluma y escribió su nombre de soltera por última vez en el certificado de matrimonio. Parecía tan serena como siempre, así que era difícil juzgar lo que estaba sintiendo. Sin embargo, era plenamente consciente de lo que estaba pensando él, y eso era algo que los involucraba a los dos y lo que harían en su cama.

La boda había sido organizada con sencillez y solo asistió la familia y algunos amigos. Marianne le pidió a Byrony que fuera su dama de honor mientras que él le preguntó a su primo Alexander Rourke, lord Verlaine, si podía ser su padrino. Tanto los Rothvale como los Carston les honraron con su presencia, así como muchos otros. Siendo él un miembro respetado de la comunidad, recibieron muchas felicitaciones y sinceras bienaventuranzas.

Estaba hecho. Se habían pronunciado los votos y firmado los documentos. Marianne le pertenecía en cuerpo y alma y tal certeza suponía un auténtico alivio. Ahora solo deseaba poder estar con ella a solas y deshacerse de todos aquellos molestos invitados. A pesar de los buenos deseos de los presentes, la quería para él solo y le suponía un enorme reto sonreír complaciente y tener paciencia.

—Señora Rourke, su belleza me obnubila. Confieso envidiar la buena suerte de mi primo —elogió Alex con sincera admiración—. Es además muy evidente, por la manera en que me mira, que Darius será un tipo posesivo en lo que a usted concierne.

—Gracias por honrarnos con su presencia, lord Verlaine. —Vio que ella agradecía el cumplido de Alex con las mejillas ruborizadas; le resultó tan deliciosa que se le hizo la boca agua.

—Primo, por lo que veo sigues siendo tan sagaz como molesto, pero certero como un rayo. Mi mujer es la belleza personificada y, sí, me siento muy posesivo respecto a ella. Así que voy a darte la razón en tus afirmaciones. —Tomó la mano de Marianne y se la llevó a los labios para besarla respetuosamente—. No puedo esperar a llegar más allá —susurró, mirándola directamente a los ojos sin importarle quién le veía.

—Es evidente, Darius. —Alex se rio entre dientes—. Se lee en ti como en un libro abierto. Me alegro por ambos y os deseo lo mejor en este matrimonio. Venid pronto a visitarme a Orangewood. ¿Cuándo pensáis ir a la ciudad? Estoy seguro de que la señora Rourke encontrará las tiendas de Londres de su agrado y podrá conocer a Gray. Mi hermano lamenta sinceramente no poder asistir al enlace. —Alex hizo una reverencia—. Tomad esto como una invitación, no aceptamos un no por respuesta —les recordó antes de alejarse.

Marianne abrazó después a Byrony. Se prometieron mantener el contacto a lo largo del verano. El padre de Byrony, lord Rothvale, también les felicitó.

—Eres un hombre afortunado, Rourke, os deseo la mayor felicidad. Quería decirte que, cuando por fin puedas alejarte un par de horas de tu flamante esposa, vengas a charlar conmigo; debemos retomar el tema de participar en el Parlamento. Sé que Verlaine, siendo pariente tuyo, te apoyaría. Aunque deberías obtener algunas firmas más. La Cámara de los Comunes necesita que buenos hombres, como tú, formen parte de…

—Sí, cariño —le interrumpió lady Rothvale con una sonrisa—, pero estoy segura de que el señor Rourke tiene otros intereses en este momento. —La mujer miró a Marianne—. Querida, eres una novia preciosa y hacéis una pareja estupenda. Supe que erais el uno para otro el día del picnic para recoger fresas silvestres. Estaba segura de que no pasaría mucho tiempo antes de que Marianne George llevara un nuevo apellido. El señor Rourke solo tenía ojos para ti ese día; todavía es así. Creo que él ha hecho una elección excelente.

—Gracias por asistir, milady —repuso Marianne con una máscara de misteriosa belleza, ocultando sus sentimientos, aunque él estaba seguro de que estos se agazapaban ardientes bajo la superficie de la piel.

Él estaba loco de deseo por ella. Quería conocer a la mujer que se ocultaba bajo aquel elegante y calmado exterior. Apenas podía esperar a observarla cuando se perdiera en el placer y alcanzara el éxtasis entre sus brazos mientras le hacía el amor, unir su piel a la de ella cuando estuviera sepultado en su interior.

«¿Cuánto más tiempo tendría que esperar?».

—Gracias, milady —repuso educadamente él a la mujer—. No me queda más remedio que estar de acuerdo con usted sobre lo afortunada que fue mi elección. —Se obligó a no pensar en la maravillosa imagen de Marianne en flagrante delicto con él. En la expresión de su cara el día que habían montado a caballo. En la sorpresa, la pasión que mostró sobre la manta cuando la hizo alcanzar aquel primer clímax con los dedos. No podía olvidar lo suave que fue bajo sus manos y sería capaz de dar casi cualquier cosa para volver a vivir ese momento. ¡Santo Dios, moriría allí mismo, delante de todas esas personas, a causa de un ataque de lujuria por su esposa! ¿Cuánto tiempo más se quedarían? Una vez más, se obligó a seguir atendiendo a sus invitados. Antes de partir, los Rothvale les arrancaron la promesa de acudir pronto a cenar a su casa.

Sus vecinos se marcharon en medio de amables deseos y consejos. Ellos siguieron agradeciendo a sus invitados su asistencia con sonrisas y educadas palabras. Pero lo que él quería hacer realmente era arrastrar a Marianne a la habitación más cercana en la que hubiera una puerta con cerrojo y comenzar a disfrutar de la noche de bodas; sin embargo, no podía hacerlo. Tenía que mantener el decoro y permanecer pacientemente en su deliciosa compañía, más hambriento a cada minuto que pasaba.

El señor George fue el último en partir. A Dios gracias, en esa ocasión se había mantenido sobrio, pero la mirada esquiva que mostraban sus ojos le dijo que su suegro buscaría consuelo en una botella en cuanto atravesara la puerta.

Vio que el hombre miraba a su hija con lágrimas en los ojos.

—Eres el vivo retrato de tu madre, muchacha. Ella se habría mostrado gozosa en tal día como hoy. —Tomó las manos de Marianne con el cuerpo tenso—. Sé feliz con tu marido, Marianne. Quiere cuidarte. —Su suegro le miró antes de volver a clavar los ojos en Marianne. Una expresión de tristeza cubrió sus rasgos y pareció sumirse en sus recuerdos—. Desearía que tu madre estuviera aquí… y también tu… —El señor George se interrumpió de manera brusca, manteniendo la dignidad por una vez. Besó a Marianne en la frente, le saludó con un gesto de cabeza y se marchó.

El alivio que ambos sintieron fue casi palpable, aunque él sabía que era por razones muy diferentes. Imaginó que Marianne se sentía satisfecha al saber que había salvado a su padre de la ruina, algo que él estaba más que feliz de haber conseguido. Y se sentía aliviado porque su jugada había salido bien; había obtenido el premio. Ella le pertenecía. Su sueño estaba a punto de convertirse en realidad.

Darius se detuvo ante la puerta del dormitorio después de subir a la primera planta.

—Regresaré dentro de una hora. La que será tu doncella a partir de ahora te ayudará a prepararte —dijo con la voz ronca por las vívidas imágenes que sugerían sus palabras.

Marianne asintió con la cabeza y bajó la mirada sin poder evitarlo. Comprendía lo que él estaba diciendo; sabía para qué regresaría y por qué tenía que estar preparada. Darius tenía ahora derechos sobre ella e iba a ejercerlos sin titubear. Tenía el derecho de llevársela a la cama y hacerla su esposa en todos los aspectos.

—Mírame, Marianne. —Por alguna razón aquella orden la tranquilizó y cuando alzó la vista se encontró la sonrisa de Darius—. Me has hecho muy feliz. Quiero que lo sepas. Hoy has sido una novia preciosa; tu vestido era inigualable. Soy un hombre afortunado. ¿Sabes? A partir de ahora no seré solo el señor Rourke, ahora la gente añadirá algo más cada vez que se mencione mi nombre. Me conocerán como «el señor Rourke, ya sabes, el que tiene esa mujer tan guapa».

—¡Oh, Darius! —susurró ella, acercándose—. Es un cumplido precioso, pero no creo que sea cierto.

Él tomó sus manos con las suyas.

—Es absolutamente cierto. Eres preciosa y ahora me perteneces. —Se inclinó para besarla. Un suave roce en los labios y luego llevó sus palmas a la boca para besar primero una y luego la otra—. Dentro de una hora, Marianne… —Lo dijo misteriosamente, con los ojos brillantes por encima de las manos entrelazadas. Al momento, Darius se alejó, dándole tiempo para prepararse para él.

La doncella, Martha, la ayudó con eficiencia. Le echó una mano para quitarse el vestido de novia, de la seda azul más pálida que ella hubiera visto nunca. Mientras la joven preparaba la prenda para guardarla, ella pensó en su marido.

«Mi marido…».

Después de que Martha saliera de la habitación, tuvo tiempo para imaginar de cien formas distintas lo que ocurriría cuando Darius regresara. El encuentro al aire libre sobre la manta algunos días antes todavía seguía fresco en su mente. Él la había tocado y besado de muchas maneras. Le había proporcionado placer, le había hecho sentir gloriosas emociones que quería volver a vivir, pero también la había asustado.

Esa noche, Darius iba a hacer mucho más. Lo había dejado muy claro. Era el precio a pagar. Él se había casado con ella y salvado a su padre, a cambio podía disponer de su cuerpo de la manera que quisiera y cada vez que deseara. Y ella debería someterse a sus demandas.

«Sí, someterse a él».

Había aprendido que encontraba un gran placer en la sumisión. En conceder el poder a otro. En entregarse a la persona que ejercía autoridad sobre ella. Era sencillo, liberador. El acto de someterse la exoneraba de su pecado.

Darius exigiría mucho —era su manera de ser—, pero jamás le hacía sentir la impresión de que estaba haciendo algo desagradable. Era un hombre complicado y misterioso. No la obligaba a hacer nada, sino que conseguía que ella quisiera hacer lo que fuera. Había una gran diferencia entre ambas cuestiones.

Incluso sabiendo eso, la ansiedad que sentía creció inexorable hasta el punto de que se estremecía en la cama, mientras esperaba a que su flamante marido llegara y la hiciera su mujer a todos los efectos. Sin embargo, no sentía miedo de él, más bien estaba dominada por un cierto temor a lo desconocido. A veces él resultaba apabullante. E inevitable. Poderoso y necesario, las dos cosas a la vez. Quizá fuera por culpa de aquel poder que él no dudaba en esgrimir ante ella, mezclado con aquella rugiente necesidad que mostraba sin recato.

«¡Qué Dios la ayudara!».

Al entrar en el dormitorio, Darius se sintió conmovido ante la imagen de su mujer. Estaba sentada sobre sus talones cerca del borde de la cama. Con el pelo suelo, como a él le gustaba, esperándole.

«Está esperando que la posea».

Notó que ella se estremecía y la estampa hizo que le diera un vuelco el corazón. A pesar de lo mucho que la deseaba, no quería que le temiera. Deseaba que le necesitara, no que le tuviera miedo.

Ella alzó la mirada al oírlo entrar. Tenía las pupilas dilatadas, prueba irrefutable de lo inestable que estaba. Quiso acercarse con rapidez y tomarla entre sus brazos. El deseo de protegerla era casi incontenible, pero, en el momento en que él se movió, ella se irguió de golpe en la cama; parecía a punto de huir. Se detuvo en seco y arqueó una ceja.

—¿Marianne?

Ella jadeó con nerviosismo. La fina seda rosada del camisón se movió en sincronía con sus pechos cuando respiró.

¡Santo Cielo, ella era impresionante! La necesidad de acercarse a ella, de explorarla y tomar lo que era suyo se hizo más fuerte. Sin embargo, se recordó a sí mismo que debía ser precavido. No tenía intención de arrebatarle bruscamente la inocencia. Sabía que Marianne se tranquilizaría si él la tocaba y la envolvía entre sus brazos. Dio un paso adelante.

Ella retrocedió sobre el lecho; sus ojos mostraban ahora una expresión salvaje.

Se quedó paralizado ante sus jadeos.

«Marianne tiene miedo».

Ser consciente de que la había asustado le oprimió el corazón. A pesar de la intensidad de su deseo, odiaba asustarla. Sabía que tenía que ir con tiento. ¡Por Dios, no pensaba ponerse a perseguirla por el dormitorio! La relación entre ellos debía ser fluida, no así.

—¿Tienes miedo de mí, Marianne?

Ella negó con la cabeza, pero él no la creyó.

—¿Temes lo que va a ocurrir entre nosotros?

Percibió el suave jadeo que emitió antes de girar la cara.

—Presentas una bella imagen ahí sentada, en la cama, esperándome. Tengo la impresión de que llevo toda la vida anhelando este momento contigo.

Ella se puso más recta y él supo que bebía cada una de sus palabras.

—Ahora eres mi mujer y quiero estar contigo. Es como debe ser. Acércate a mí, Marianne.

Ella buscó sus ojos.

—Ven aquí, Marianne, junto a tu marido. Quiero abrazarte y besarte. Ya lo he hecho antes y te gustó, te dio placer, ¿recuerdas? ¿No quieres volver a sentirlo, Marianne?

—Sí —susurró ella con un hilo de voz apenas audible.

—Entonces ven aquí. —Le tendió los brazos pero no dio un paso más. La victoria absoluta sería obligarla a llegar a él. Creía que estaba a punto de conseguir su objetivo, sin embargo, ella vacilaba.

—Ven aquí —la animó con los dedos.

La vio dar un paso.

Él sonrió.

—Eres perfecta, Marianne. Siempre haces lo que debes hacer, ¿verdad? —Siguió tendiéndole los brazos mientras hablaba con voz tierna y la observó dar otro tembloroso paso más.

Ella respondía a su llamada.

—No hay forma de retroceder, hermosa mía. Ven a mis brazos.

Se recreó en la lenta manera en que avanzó hacia él. En la imagen que ofrecía; el balanceo de sus pechos rozando contra la seda del camisón hizo que su pene palpitara. Quería tener esos senos en la boca. Quería recrearse en su perfección, sentir su peso contra la palma; succionarlos, lamerlos y besarlos mientras estaba sepultado profundamente en su interior.

Cuando ella estuvo lo suficientemente cerca, la rodeó con sus brazos y la apretó contra su cuerpo. Sus suaves curvas encajaban con su figura. Aquello era el paraíso. Aspiró su aroma a violetas sin dejar de abrazarla.

Ella recostó la cabeza en su tórax y suspiró de manera temblorosa.

—¿Ves? No ha sido tan difícil, ¿verdad? —comentó él—. Por fin estás aquí, entre mis brazos, donde está tu lugar. —Subió las manos para envolver su cara—. Mírame. Quieres hacerlo. Percibe cuánto te necesito, mi Marianne.

Ella alzó la cara. Ver sus ojos azules era una imagen estimulante; mostraban una perfecta rendición a su mandato. Un crudo deseo lo envolvió como una ola. Se preguntó si ella podría sentirlo emanando de cada poro de su cuerpo. Por fin ocurría, ella le pertenecía y podría llevar a cabo todos esos actos que había soñado hacer con ella. Ya no era necesario contenerse, ya no.

Inclinó la cabeza en busca de sus labios mientras llevaba la mano a la parte posterior de su cabeza para aproximarla a él. El fuego se avivó en el mismo momento en que sus bocas entraron en contacto y se estremeció hasta los huesos. La necesidad de penetrarla era un resonante grito en su cerebro. Debía acceder a ella de alguna manera. La que fuera. Su lengua se abrió paso entre los labios femeninos, imitando el movimiento que haría su erección al cabo de muy poco tiempo.

La deseaba con todo su ser. Quería llenarla, perderse profundamente en ella. Le había dicho con anterioridad lo que ocurriría y era lo que Marianne estaba esperando. Ella se mostraba nerviosa y cautelosa pero él la anhelaba, y la intensidad de su deseo casi le dominaba. Pero sacó fuerzas de flaqueza para controlar aquella rugiente lujuria. Necesitaba controlarse para no volver a asustarla. Estaba decidido a iniciarla con lenta ternura.

—Ven aquí. Siéntate. —La llevó a la cama donde se sentó con ella en el regazo, besándola profundamente hasta que alcanzó la posición adecuada. El dulce y tembloroso calor de su cuerpo resultaba embriagador contra el suyo. Ya antes tenía el miembro rígido, pero ahora latía de una manera dolorosa bajo la bata. Refrenarse suponía todo un reto, pero se obligó a ir despacio.

—¿Percibes lo duro que estoy, Marianne? Es por ti —jadeó, meciendo su pene contra ella.

La joven gimió en respuesta, estremeciéndose entre sus brazos.

—Shhh, está bien. Concéntrate en lo mucho que te gusta sentirme contra ti. —Llevó las manos a su espalda y la acarició por encima del camisón de seda. Notó que ella comenzaba a jadear y estremecerse.

—No tienes miedo de mí, Marianne. Sabes que jamás te haría daño. Siempre te protegeré y preservaré. Sabes que lo haré. —Se inclinó para lamerle el cuello sin dejar de friccionar su pene contra ella—. Voy a quitarte el camisón. Quiero ver cada parte de tu cuerpo. Besarte de pies a cabeza. Tú también quieres que lo haga, ¿verdad? Dime que es así.

—¡Sí!

—Dímelo. Dime las palabras, quiero oírlas en tus labios.

—Quiero que me beses por todas partes, Darius.

—Claro que quieres, mi dulce Marianne.

Buscó el borde del camisón y lo alzó hasta su cabeza para quitárselo antes de dejarlo caer al suelo descuidadamente. La levantó de su regazo y tuvo que contener el aliento.

—¡Oh, Dios mío!

Marianne reposaba sobre la cama boca arriba, apoyada en los codos, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Él no podía hablar, solo tocarla, saborearla…, contemplarla. Un intenso deseo carnal le urgía a tenderla sobre las sábanas y poseerla de manera animal, pero se controló a duras penas.

No se dejaría llevar en esa ocasión. No quería lastimarla ni aterrorizarla… Era demasiado preciosa para él.

Comenzó a recorrerla arbitrariamente con las manos de pies a cabeza. Ahuecó los dedos sobre sus pechos, que alzó y juntó, evaluando su peso y suavidad.

—Eres un ángel; hermosa y suave. Me complaces de manera indescriptible. —Tomó un pezón entre dos dedos y observó su mohín cuando apretó. La empujó con su propio cuerpo para que se tendiera y comenzó a besarle la cálida piel que provocaba su deseo—. Quiero adorarlo con mi boca —le susurró al oído.

La escuchó gemir cuando lo capturó con los labios.

—¿Te gusta sentir aquí mi boca?

—Sí…

Buscó y cubrió el otro erguido pezón, frotando el extremo con la lengua y provocando más gemidos suaves. Incluso presa del deseo, ella seguía agitada e inquieta. Él sentía su ansiedad y sabía lo que necesitaba.

—Marianne, yo te ayudaré. Quiero que te sientas segura mientras hacemos el amor. Quieres que lo haga porque es lo que necesitas y yo siempre te doy lo que más anhelas, ¿verdad?

—Sí, es cierto, Darius.

—Voy a atarte las manos, Marianne. Quieres que te las ate. Y lo deseas porque sabes que te gustará cómo te hará sentir. Te sentirás a salvo, Marianne.

Tomó el cinturón de seda de su bata y anudó las dos muñecas juntas antes de asegurarlas al cabecero de la cama por encima de su cabeza. Se sintió satisfecho al notar que la atadura tenía el efecto de apaciguarla de inmediato. Percibió que perdía la rigidez y se ablandaba bajo sus manos. Al sentir su sumisión, comenzó a cubrirle los pechos de besos húmedos, succionando con fuerza algunos puntos que señaló con marcas de amor.

Llevó la lengua más abajo, dejando un cálido rastro hasta su ombligo, donde exploró la suave depresión con la punta de la lengua, que introdujo en la diminuta abertura. Ella se estremeció de pies a cabeza. Continuó su camino hasta el lugar que él deseaba por encima de todas las cosas.

—Separa las piernas. Quiero verte…, quiero saborearte.

Ella dejó caer la cara a un lado y a otro, negando impotente.

—No puedo hacer eso —jadeó entre dientes, sin dejar de agitar la cabeza.

—Claro que puedes… Vas a hacerlo, Marianne. —Alzó la mano y la obligó a mirarle otra vez—. Hazlo, abre las piernas.

Él se recostó a su lado y esperó.

—Serás igual de preciosa ahí, y quiero verte.

El silencio que reinaba en la estancia creció como un estruendo mientras él esperaba.

—Marianne, quieres hacerlo. Sé que quieres. Quieres mostrarte accesible para mí. Y vas a hacerlo… por mí.

Ella le miró y él le sostuvo la mirada. La estudió al detalle y, cuando vio que cambiaba la expresión de sus ojos, lo supo. Fue consciente de en qué momento cedió a él; se sometió a sus órdenes, se rindió. Él sintió que toda la sangre se le agolpaba en la cabeza, en el corazón, en el pene. En todo su cuerpo. Estaba a punto de volverse loco por el deseo que le provocaba esa mujer, el mismo que él esperaba enseñarle a ella.

Tener las muñecas atadas hacía que los pechos se irguieran orgullosos, que los pezones se ofrecieran como brotes apretados. La gravedad los inclinaba hacia el centro, separándolos levemente. Él la miro fijamente, esperando, anticipando, a punto de morir de deseo… Sintió que el rugido de su sangre, el palpitar de su corazón gritaban de tal forma que todo su cuerpo estaba concentrado en aquel anhelo esencial que ella provocaba. Tragó aire.

Ella comenzó a moverse lentamente… La vio doblar una rodilla y luego la otra. Por fin, abrió las piernas.

«¡Oh, santo Dios!».