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EL LAMENTO

Marianne y Darius prosiguieron así durante varias semanas, hasta que falleció el padre de Marianne. El señor George murió ahogado en su propio vómito mientras estaba inconsciente bajo el efecto de la bebida. Fue Darius quien se lo dijo a ella, quien la abrazó mientras lloraba con amargura. Viendo el desconsuelo de su esposa, agradeció que no hubiera sido ella quien lo encontrase muerto. Aquel dudoso honor recayó en la que hasta entonces había sido el ama de llaves del señor George, que le halló ya frío y rígido en la cama.

Marianne estaba muy afligida, por supuesto. No era para menos, el último miembro de su familia había fallecido en amargas circunstancia. Él sufrió por ella, deseando encontrar la manera de aliviar su dolor. A pesar de lo mucho que desaprobaba al señor George, era el padre de su esposa y ella le amaba. Marianne había compartido con él tiernos recuerdos de su infancia en los que su padre ocupaba un lugar especial.

Verla de luto ante las tumbas de sus padres le rompía el corazón. Era hermosa incluso sumida en el dolor. Vestida completamente de negro, los únicos puntos de color eran sus ojos azules y el crucifijo de perlas que él le había regalado; jamás olvidaría aquella imagen de Marianne.

Se dio cuenta de lo mucho que Marianne echaba de menos a su padre y comenzó a preocuparse. Le inquietaba sobre todo que ella no tuviera razones para necesitarle. No se olvidaba de cuáles habían sido las circunstancias de su matrimonio: ella se había sacrificado por salvar a su padre; era imposible olvidarlo. Pues bien, su padre ya no necesitaba que nadie le salvara; estaba muerto. Y, por eso, Marianne ya no precisaba de él.

Aunque no le necesitara, estaba ineludiblemente comprometida con él y jamás la dejaría partir. La mera idea era absurda. Ella era su preciosa Marianne, la quería más que a nada, era su amada esposa aunque era evidente que ella no correspondía a aquel sentimiento.

Que le amara nunca había formado parte del trato, pero, en cuestiones del corazón, las cosas rara vez ocurren como se planean. En realidad, la cuestión era muy sencilla; él amaba a Marianne y así se lo había dicho. Escuchar el mismo sentimiento de sus labios era su máximo deseo, pero las dos veces que él había confesado su amor solo había recibido en respuesta una dolorosa y aguda ausencia de palabras.

Sin embargo, no sabía qué podía hacer al respecto. Había enredado todo de tal manera que ahora era muy difícil desenmarañarlo y tenía la impresión de no ser más que un títere que daba botes colgado de una cuerda.

También rondaba por su cabeza la idea de que Marianne podía estar embarazada. Habían hecho el amor todos los días y jamás había estado indispuesta. Ni siquiera una vez. El temor a que ella pudiera sentirse resentida ante tal hecho era una reminiscencia de la actitud de su madre. Rezaba con fervor para que ella deseara a ese niño. Estaba seguro de que Marianne sería una madre cariñosa, no como la suya. Esa era una de las razones por las que se había fijado en ella.

Después del entierro, su esposa comenzó a tener pesadillas y se despertaba llorando por la noche. Él la abrazaba, le hablaba con cariño hasta que se volvía a dormir. Hablarle en italiano parecía tranquilizarla.

Ella no daba la sensación de recordar que lloraba por las noches, ni tampoco las cosas que decía, pero él escuchaba cada palabra mientras sostenía su tembloroso cuerpo contra el suyo, oyéndola llamar a alguien a quien había amado y perdido. Pronunciaba un nombre con angustia y pesar. El nombre que ella profería en la oscuridad era… Jonathan.

… La tormenta surgió de la nada, ¡Jonathan! Marianne corrió hasta el mar lo más rápido que permitían sus piernas. El martilleo de terror en el interior de su pecho sobrepasaba la necesidad de aspirar oxígeno de sus pulmones. El bote había volcado con el oleaje. Contó a los niños. ¡Solo había dos! ¿Y Jonathan? ¡Noooo! ¡No podía ser cierto! ¿Dónde está mi Jonathan? ¡Noooo! ¡Santo Dios! Lo siento…, lo siento…, lo siento mucho, Jonat…

—Shhh, Marianne, tienes una pesadilla. Cara, estoy aquí, contigo. —Notó los labios de Darius en la frente. Sus firmes manos acariciándole la espalda.

—¿Darius? —Se despertó con rapidez, sudorosa y presa del pánico, temblando entre sus brazos.

—Sí, cariño. Todo está bien. Estabas soñando… otra vez.

Se relajó en sus brazos antes de darse cuenta de la realidad.

—Lamento mucho haberte molestado, Darius. No sé qué me pasa.

—Creo que estás triste y que añoras a los que has amado y perdido.

—Es posible que tengas razón, Darius.

—¿Y a Jonathan? ¿Le echas de menos también? —Su voz era baja y seca.

—¿Qué sabes tú de Jonathan?

—Es el nombre que gritas en sueños, Marianne. Le amabas.

—Muchísimo. Amé muchísimo a Jonathan. Era mi luz…

—Entiendo… Marianne, estás triste por él —susurró él.

—Es cierto, Darius.

Marianne comenzó a dar largos paseos junto a la costa. Lo hacía cuando Darius estaba ocupado, pues sabía que no le gustaría que lo hiciera. Le había hecho jurar que no pasearía sola, y era plenamente consciente de que con su desobediencia rompía la promesa que le había realizado.

Aquel día, de hecho, era muy parecido a la fecha en que había hecho tal promesa. El clima era el típico de finales de verano; en teoría suave, pero susceptible de cambiar en cualquier momento. Marianne había salido a caminar junto a los acantilados, dejando a los perros en casa. Necesitaba estar sola.

Aquel era uno de sus lugares favoritos. De pie sobre las rocas, casi podía imaginar que se encontraba en una isla diminuta con las espumeantes olas rompiendo a sus pies. Desde esa ventajosa posición, podía escudriñar la línea del horizonte en el océano y llamarlo. Él estaba allí, en alguna parte. Ese era el lugar al que acudía cuando quería recordarle. Aquella sonrisa. Una amplia y encantadora sonrisa. Unos ojos y un cabello iguales a los de ella.

Estaba tan perdida en sus pensamientos que no se dio cuenta del tamaño de una de las olas. Rompió en la cornisa de piedra, despidiendo una ráfaga vertical de agua que cayó justo sobre ella. El propio tamaño de la ola, de varios metros, combinado con el ímpetu del agua, la derribó con fuerza. Sus pies perdieron apoyo y se tambaleó peligrosamente cerca del borde.

Su vestido, ahora empapado, pesaba muchísimo más y la empujó hacia abajo. Por suerte se topó con un cúmulo de rocas, resbaladizas por el musgo, o se habría caído. ¡Se quedó a tan solo unos centímetros de acabar en el agua que rugía enfurecida! Si hubiera llegado a ocurrir, el peso de su ropa la habría arrastrado al fondo. Se habría ahogado. Supo que corría un serio peligro, que estaba a punto de aceptarlo resignadamente como si fuera su destino.

«Acabarás en el mar… Como él…».

Pero entonces pensó en Darius y lo que tenía que decirle. Mientras estaba allí, al borde del acantilado sintiendo la fría rociada del agua, sufrió un cambio. La emoción, la voluntad y la necesidad de salvarse a cualquier precio la inundaron por completo. ¡Tenía motivos para vivir!

Se aferró con manos trémulas a las afiladas piedras que se hallaban por encima y comenzó a buscar frenéticamente hasta encontrar un punto al que asirse. La roca dentada le cortó la piel, pero siguió aferrada con ferocidad.

Tenía que hacerlo.

La adrenalina alimentaba su determinación y, poco a poco, centímetro a centímetro, se alzó a sí misma por encima de la roca.

Agotada por el esfuerzo, dio gracias a Dios y lamentó la despreocupación con la que se había comportado.

«¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, gracias, gracias!».

Se puso en pie muy despacio y evaluó el estado en el que se encontraba. Parecía que no había sufrido ningún daño irreparable. Había tenido suerte. Esperaba poder recuperarse de la experiencia antes de que Darius averiguara lo que había pasado. Recorrió el camino de vuelta a casa tan rápido como pudo.

Se preguntó cómo iba a explicar el estado de sus manos y las magulladuras que, sin duda, aparecerían en su piel.