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LA DECLARACIÓN

Costa de Somerset, 1837

Darius elegía estratégicamente su asiento en la iglesia cada domingo. Se sentaba cerca de ella, justo detrás a ser posible, para así poder embriagarse con el aroma que desprendía. Y sabía qué olor le envolvería, pues ya estaba familiarizado con su perfume. Flotaba hasta él aquella suave esencia a violetas que le excitaba y tranquilizaba a la vez. Mientras esperaba el instante en el que pudiera deleitarse hasta con el más pequeño recoveco de su cuerpo, se conformaba con el sencillo placer de inhalarla.

El cuello era su lugar favorito. Le gustaba mirar el punto en donde lo rozaban los mechones castaños que se habían escapado de su peinado. Aquello le llevaba a disfrutar de salvajes fantasías, con ella como principal protagonista, en las que la imaginaba con su pálida piel desnuda, solo cubierta por aquellas gloriosas ondas. Se veía a sí mismo peinándola y poniendo los labios en aquel sitio que quería saborear. Se recreaba en lo que supondría poseerla por completo. En lo suave y flexible que sería su cuerpo bajo el de él, duro y dominante, cuando se perdiera en su interior.

Desearla de esa manera no era nada nuevo; la anhelaba desde hacía mucho tiempo. Marianne suponía, para él, la perfección absoluta.

Pero a pesar de que Marianne era perfecta, su padre era idiota. El señor George era un hombre débil. Habiendo buscado consuelo en los licores tras la muerte de su esposa, había llevado a su familia al borde de la ruina con su inclinación por la bebida y los juegos de azar. Aunque, para sus planes, los pasos que daba aquel caballero eran bienvenidos. A pesar de que era un hombre muy paciente, creía que no tendría que esperar mucho más. Sería el padre de Marianne quien inclinara la balanza a su favor.

Marianne notó un hormigueo en la nuca y lo supo; él tenía los ojos clavados en ella otra vez. Miró a su alrededor en cuanto finalizó el servicio eclesiástico. Sí, sin lugar a dudas. Allí estaba, observándola fijamente, como si quisiera obligarla a que buscara sus oscuras pupilas.

Su padre le saludó con un educado gesto de cabeza.

—Buenos días, señor Rourke.

—Señor George. Señorita Marianne, está muy guapa hoy. —El señor Rourke fue amable con los dos, pero solo la miró a ella.

—Sí, señor, mi Marianne es muy guapa. Se parece a su madre, Dios la tenga en Su Gloria. —Se santiguó—. No encontrará muchacha más hermosa en toda la costa de Somerset —se jactó.

Ella se sintió tan mortificada que quiso esconderse bajo un banco de la iglesia. ¿Por qué decía su padre ese tipo de cosas? Aquella indisimulada artimaña para ofrecerla a un caballero rico como Darius Rourke era realmente impropia. Sintió que enrojecía.

—¡Papá, por favor! —Tiró del brazo de su padre para arrastrarlo lejos de allí, al tiempo que dirigía al señor Rourke una mirada de disculpa con la que pretendía comunicarle sin palabras lo mucho que lamentaba aquella grosería de su progenitor.

—¿Qué pasa, Marianne? ¿Acaso no puede querer un padre lo mejor para su hija? ¡Ese hombre te admira! Deberías alentarlo, muchacha. —Manifestaba su opinión casi a gritos mientras ella le alejaba del pequeño cementerio de la iglesia lo más rápido que podía. El señor Rourke tendría que estar sordo para no haberlo escuchado.

—¡Shhh, papá! —siseó. Se prometió a sí misma que no acudiría a la iglesia el domingo siguiente; no iba a poder sostener la mirada del señor Rourke después de una proclama tan bochornosa.

Sin embargo, algo la impulsó a darse la vuelta, sabiendo exactamente lo que le esperaba.

El señor Rourke no se había movido del sitio y la observaba. En el instante en que lo miró, él sonrió como si hubiera estado seguro en todo momento de que ella se daría la vuelta.

«¡Oh, Santo Dios! Acabaré en el infierno».

El señor Rourke era, como mínimo, diez años mayor que ella. Hombre tranquilo y pausado, poseía un aire de misterio que sugería un carácter intenso, aunque lo disimulaba bajo el caballeroso comportamiento que correspondía a un individuo de su posición. Parecía poseer una sutil superioridad cuando entablaba negociaciones con otra persona, algo que, aunque no era perceptible en lo que decía o hacía, se intuía claramente. Ella lo consideraba bien parecido. Sus marcados rasgos atraían a muchas mujeres. Alto y esbelto, llenaba a la perfección las hombreras de sus chaquetas de estilo europeo. La piel era un poco más bronceada de lo que solía ser la de los ingleses, con un matiz dorado que combinaba a la perfección con su pelo y ojos oscuros. Era, sin duda, muy guapo.

Pero, dejando a un lado cualquier atractivo masculino que poseyera, Darius Rourke no era para ella. Ningún hombre lo era.

No entendía por qué él se mostraba interesado en ella. Aunque su educación era todo lo respetable que se suponía en la hija de un caballero, su situación económica se había vuelto un tanto delicada durante los últimos años. Su dote había desaparecido hacía tiempo; su padre la había malgastado en alcohol y juegos de cartas. Se estremeció al pensar en la cantidad de deudas que habría contraído en sus correrías por la ciudad.

Y, aún así, cada vez que sus caminos se cruzaban, el señor Rourke mostraba una deferencia y cortesía exquisitas. Siempre se comportaba como un caballero, pero ella detectaba ciertas corrientes submarinas. Había algo en sus atenciones que la perturbaba mucho. Era como si él pudiera ver en su interior y leyera sus pensamientos. Cuando miraba en su dirección con aquellos brillantes ojos oscuros, se sentía expuesta y vulnerable; a punto de ser devorada… por él.

Su mirada era tan penetrante que incluso era posible que él fuera consciente de aquella necesidad suya. Después de un encuentro con él, acababa estremecida, jadeante y muy confusa.

El padre de Marianne tardó todavía un mes en sumirse en la ruina más absoluta. Aquello complació a Darius, pues ese hecho encajaba en sus planes como la última pieza en un puzle.

Había invitado a padre e hija a un picnic veraniego en su casa. Comerían al aire libre y recogerían fresas silvestres. La ocasión sería una oportunidad única. Habría más invitados, por supuesto; varios amigos y vecinos, como el señor Jeremy Greymont, los Rothvale, los Bleddington y los Carston.

Se sintió tan excitado ante el mero pensamiento de pasar tantas horas cerca de ella que controlar sus deseos se convirtió en todo un reto. Sí, la señorita Marianne George estaría en su casa ese mismo día y él era consciente de que la espera había terminado. Sin duda, ella pensaría que solo estaba acudiendo a un picnic, pero él tenía otros planes en mente para su Marianne.

«Sí, suya».

Su corazón se aceleró al pensarlo. Deseaba a Marianne y solo a ella, pues la consideraba perfecta, lo que impedía que pudiera fijarse en cualquier otra mujer. Ella le visitaba en sus sueños noche tras noche. Soñaba con poseerla, con reclamarla, con hacerle el amor. Se veía cubriéndola con su cuerpo, imaginaba lo que sería perderse en su interior… Aquellas fantasías se convertían siempre en escenas eróticas muy vívidas. Estaba tan obsesionado con ella que se veía asaltado por aquellos tórridos pensamientos incluso en pleno día.

Darius había regresado a Somerset seis meses antes, después de años de ausencia. Durante aquella larga separación había llegado a pensar que había logrado olvidarse de Marianne George, pero supo que se equivocaba en el momento en que volvió a verla.

Esperar a que creciera había resultado todo un sacrificio. La admiró durante años desde la distancia; Marianne siempre ocupaba un lugar en su mente, desde el que lo tentaba de manera despiadada. Ahora ella había madurado, convirtiéndose en una hermosa mujer que resultaba ser un buen partido para cualquier hombre, y estaba preparada para recibir una propuesta. Recordó su sedoso pelo oscuro, sus magníficos ojos azules y su exuberante figura… Pero no eran esas todas las razones por las que se sentía atraído por ella.

Para empezar, no se lanzaba sobre él como tantas otras señoritas. Marianne George era una mujer complicada y él estaba seguro de que comprendía cuál era la razón. Sí, esa joven poseía algo más que belleza, mucho más.

Estaba seguro de que en su interior ardía un fuego que esperaba ser liberado. Y sospechaba, además, que disfrutaría sometiéndose a él; que le atraería la idea de ser dominada. Para empezar, se había dado cuenta de que podía conseguir que clavara los ojos en él y que ella esperaba encontrar, sin duda, su mirada. La manera en que le observaba le fascinaba. Sus ojos ardían como brasas encendidas que estuvieran esperando a que una ráfaga de aire las convirtiera en una llama.

Sí, no podía estar más seguro; una suave dominación sería bien recibida por su parte. Y, si eso era lo que Marianne necesitaba, él sería quien se lo daría. Le ofrecería todo aquello que ella deseara.

Marianne notó que le ardían las mejillas, pero solo podía imaginar el profundo color de su sonrojo. El señor Rourke estaba sentado a su derecha, sobre la hierba, y ella sabía que estaba mirándola fijamente porque sentía un fuerte hormigueo en el cuello. Eso no era nada nuevo. Llevaban semanas jugando a aquello, pero tenía que ponerle fin ese mismo día.

Lo miró de soslayo. Sus ojos oscuros brillaban con intensidad. Él le sonrió como si eso fuera lo que esperara, que ella desviara la vista hacia su figura. Por esa razón trataba de clavar los ojos en cualquier otro punto.

—Hace un día precioso, señor Rourke. Ha elegido muy bien el momento en que celebrar el picnic.

—Sí…, es maravilloso —repuso él, deslizando la mirada sobre ella.

Marianne tuvo la impresión de que no estaba refiriéndose al clima y se sintió un poco tonta. Sería mucho mejor que se mantuviera callada antes de que salieran por su boca más disparates.

—Me alegro muchísimo de que esté aquí, señorita Marianne. Espero que esta sea solo la primera de otras muchas visitas.

Ella meneó la cabeza.

—Oh, no creo que…

—¡Ha llegado el momento de que vayamos a recoger fresas silvestres! Son más dulces si se recolectan cuando el sol está en lo alto —anunció al grupo la señorita Byrony Everley.

Consideró que la interrupción de su más estimada amiga resultaba especialmente oportuna.

—¡Byrony! La fiesta es del señor Rourke y es él quien debe decidir —la amonestó su madre.

—No se preocupe, lady Rothvale —se apresuró a decir Rourke, levantándose de la hierba—. No me siento ofendido en absoluto, y considero que la sugerencia de la señorita Byrony es muy apropiada. —Luego su voz adquirió un tono más profundo y pronunció las palabras más despacio—. Odiaría que la dulzura de las fresas se viera desperdiciada —concluyó, mirándola fijamente a los labios.

«¡Oh, santo Dios!».

Ella tragó saliva al tiempo que pensaba que se encontraba en un buen lío.

—Sería una tragedia dejar que se perdiera ese dulzor. —Él le tendió la mano para ayudarla a levantarse—. ¿No cree?

No podía rechazarle, y menos delante de todo el mundo. El señor Rourke era su anfitrión y sería una grosería no aceptar su compañía. Tomó su mano y fue consciente de su cálido agarre. En realidad, era más que calidez… Su piel estaba ardiendo. Cuando él tiró de ella y la ayudó a ponerse en pie sin esfuerzo, notó que le llegaba a la altura de la barbilla.

No pudo evitar alzar la vista para volver a contemplar sus brillantes ojos castaños. ¿Qué demonios le pasaba? No quería ser objeto del interés del señor Rourke. Darius Rourke la ponía muy nerviosa. La miraba de una manera que la hacía olvidarse de que no podía aceptar sus atenciones. Supuso que cada vez estaba más cerca el momento en el que tendría que decírselo. Sin embargo, en ese instante tomó la cesta que él le ofreció y le observó mientras se apropiaba de otra para sí mismo. Antes de que supiera lo que pasaba, la estaba guiando por el camino, con los demás, y había enlazado su brazo con el de él.

«¡Soy estúpida!».

Darius se sentía en el cielo, o lo más cerca que llegaría a estar de alcanzarlo nunca. Había conseguido tener a Marianne solo para él durante un rato. Poco a poco la había ido apartando de los demás, dirigiéndola hacia donde él quería, con idea de que así podría relajarse un poco. No se engañaba. Sabía que se mostraba tensa con él y se daba cuenta de que para que sus planes funcionaran tenía que ganarse su confianza.

Marianne siempre le había resultado fascinante. Admiró sus elegantes manos, observando cómo apartaba a un lado las hojas verdes para buscar los frutos rojos, y notó que separaba los labios un poco cada vez que encontraba alguna fresa escondida. El placer de contemplarla mientras comía algunas de las frutas fue un punto álgido para su libido. Tenía una boca muy hermosa.

—¡Oh! Aquí hay una zarzamora de las grandes —murmuró ella.

Él salió de su ensimismamiento para mirar con atención la punzante planta, justo a la altura de su hombro.

—Las zarzamoras son tan salvajes como la maleza, brotan cada año en un lugar nuevo, así que no me sorprende. —Notó que se le habían soltado algunos mechones errantes del peinado y que una hoja se había enredado en su pelo, justo encima de la oreja.

«¡Delicioso!».

Quiso capturar el lóbulo con los labios, lamer aquel punto con la lengua y conocer de primera mano su sabor. ¿A qué sabría ella? Tuvo que concentrarse para decir algo coherente.

—Pero es demasiado pronto todavía para recolectar moras. El mejor momento será a finales de julio, es cuando su jugo resulta más dulce. Podemos volver entonces —le aseguró.

Ella se puso rígida y se giró hacia él con el ceño fruncido.

—Señor Rourke, no quiero que imagine que…

—Mis palabras son solo una invitación para recoger moras, señorita Marianne, y me gustaría que viniera si es lo que usted desea. Solo en ese caso —la tranquilizó con suavidad, desarmándola con su respuesta. Notó e intuyó, al instante, que ella había lamentado su comentario. Lo supo con la misma certeza que si pudiera ver dentro de su cabeza.

—Por supuesto. —Ella deslizó sus ojos azules sobre su figura—. Por favor, olvide mi observación.

«Es imposible que olvide nada relativo a ti».

Él estiró la mano, incapaz de contenerse. Iba a tocarla. Ella notó su intención y reaccionó dando un paso atrás, fuera de su alcance. La siguió hasta que arrancó con habilidad la pequeña hoja seca que se había quedado prendida en su cabello.

La puso ante sus ojos.

—Se le había enredado en el pelo, ¿ve?

—¡Ah! —La vio suspirar aliviada—. G-gracias, señor Rourke. Creo que será mejor que regresemos —sugirió ella con suavidad, bajando la mirada.

El deseo de llevarla detrás de los matorrales y besarla hasta hacerla perder el sentido se apoderó de su mente, pero la cordura salió victoriosa.

—Como desee. —Le ofreció el brazo. No habían dado ni un paso cuando se escuchó el sonido de la tela rasgándose.

—¡Oh, maldición! ¡Se me ha enganchado el vestido en el matorral! —Ella se giró y trató de apartar el tallo espinoso de su falda.

—¡Cuidado! No vaya a ser que…

—¡Ay! —gimió ella.

—… se pinche.

La cesta de Marianne cayó al suelo cuando ella apretó la mano herida con la otra.

—A ver, déjeme echar un vistazo. —Tomó su mano para inspeccionarla. Había una enorme espina casi enterrada en la yema del dedo índice, una invasora línea negra en la pálida piel—. No se preocupe, yo se la quitaré. Quédese quieta y apriete el dedo entre otros dos. —Ella siguió sus indicaciones a la perfección y apenas se estremeció cuando él arrancó la espina. Se formó una gota de sangre oscura en la punta del dedo.

No pudo evitarlo. Su mente y su cuerpo funcionaban como entidades independientes y reaccionó sin pensar conscientemente cómo se tomaría ella su gesto. Antes de poder impedirlo, se llevó el dedo a los labios y chupó la sangre. El sabor metálico se esparció por su lengua y soltó un gemido… que fue seguido por el jadeo de horror que ella emitió antes de retirar el dedo.

—¡Señor Rourke! —le regañó, mirándole con el ceño fruncido antes de inclinarse para recoger la cesta de fresas.

Él esbozó una sonrisa de oreja a oreja y se inclinó para ayudarla a recoger los frutos rojos.

—Lo siento, le aseguro que no soy un vampiro.

Ella le lanzó una penetrante mirada.

—No parece demasiado contrito. Estoy segura de que, si cambiamos la palabra por demonio, no haría ese comentario.

Ella parecía avergonzada y enfadada con él, y resultaba tan adorable que tuvo que contenerse para no abrazarla, estrecharla contra su cuerpo y apoderarse de su boca. Dado el humor de la joven, si hiciera tal cosa en ese momento solo se ganaría una bofetada.

—Fue solo para detener la hemorragia. Lamento mucho su herida —aseguró—. Ahora, si se queda quieta, intentaré desenredar ese tallo espinoso de su falda.

La respiración de Marianne se aceleró mientras él llevaba a cabo la tarea. Le obedeció y se mantuvo inmóvil, pero su exuberante figura se estremecía con fuerza bajo las capas de tela. ¡Santo Dios! El sexo entre ellos sería… inmejorable. Se dijo a sí mismo que debía concentrarse en su meta. Y había llegado el momento de que ella conociera sus planes.

—Una vez que concluya el picnic, señorita Marianne, le he pedido a su padre que se queden un rato más. Tengo que discutir un asunto con él y me gustaría que usted también estuviera presente.

Ella asintió con la cabeza.

—Debemos regresar, señor Rourke. —Supo que ya no conseguiría nada más de ella…, por el momento.

—Por supuesto.

Marianne no volvió a hablar durante el resto de la fiesta. No le importó. Por ahora le bastaba con disfrutar de su cercanía.

—Aunque la cantidad a la que ascienden sus deudas es ruinosa, señor George, tengo una solución. Creo que la preferirá a acabar en la cárcel de deudores.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Rourke? —El señor George articulaba mal las palabras, seguramente por culpa de la cantidad de vino que había ingerido a lo largo del día.

—Quiero que me conceda la mano de Marianne. —La expresión de la joven fue de absoluta sorpresa ante la propuesta. Abrió los ojos como platos, separó los labios y emitió un jadeo ahogado. Perfecto—. Pagaré sus deudas, le pasaré una asignación y Marianne ocupará una posición respetable y cómoda como mi esposa.

—Por supuesto, señor Rourke. Tiene mi consentimiento. Marianne se casará con usted —convino ansiosamente el señor George.

—¡No! ¡Papá, no puedes hacerme esto! —Marianne le miró. Sus ojos despedían chispas azules—. Señor, no deseo casarme con usted. Decidí hace mucho tiempo que el matrimonio no entraba en mis planes. Su oferta es muy halagadora, pero no puedo aceptar.

«Cariño, tus emociones te traicionan. Te equivocas, yo tengo razón».

En aquel momento, con la espalda rígida, los ojos brillantes y las mejillas ruborizadas suponían una visión sin parangón. Sus pechos subían y bajaban con el ritmo de su respiración entrecortada; algunos mechones sueltos de su sedoso cabello ondulaban alrededor de su cara. Quiso apretar los labios contra su garganta y estrecharla contra su cuerpo. Ella podía insistir en que no deseaba casarse con él, pero no la creía. Solo tenía que hacerle ver la realidad, eso era todo. Podía conseguirlo. El arte de la persuasión era un don que poseía en abundancia. Supo por instinto que la mejor manera de llegar a ella era a través de su padre.

Bajó la voz para que sus palabras solo las escuchara ella.

—Señorita Marianne, ¿no resultaría un alivio deshacerse de sus problemas? ¿Permitir que sus preocupaciones y pesares estuvieran en otras manos? ¿En mis manos? No quiero que se sienta presionada para hacer algo que no quiere, pero mi oferta es sincera. Ha llegado el momento en que debo casarme y siento una profunda admiración por usted.

Permaneció en silencio mientras ella tragaba saliva, viendo cómo palpitaba su pulso en la base de la garganta.

—Creo que usted también es consciente de ello y sabe que es la mujer más adecuada para mí. Me encanta la manera en que se comporta…, su disposición. No es una mujer avariciosa.

Miró con desprecio al señor George.

—Sin embargo, es mi deber advertirla de que la deuda de su padre es importante. En cuestión de días les echarán de su casa y él será conducido a la cárcel de deudores. Pero usted no tiene por qué padecer tan horrible destino. Odio pensar en que pueda verse sometida a tan rudas condiciones porque, sí, Marianne, usted tendrá que acompañarle para cuidarlo. ¿Es eso lo que quiere? ¿Prefiere ir a prisión que casarse conmigo?

Él dejó caer las preguntas con suavidad, sabiendo perfectamente cómo apelar a su necesidad de guía en ese difícil momento.

—Creo que preferirá casarse conmigo, ¿verdad, Marianne?

—Señor, ¿por qué me hace esto? —Ella meneó la cabeza con incredulidad.

«Porque debes ser mía».

—Usted me agrada, Marianne. Es hermosa y elegante, conoce su deber. Siempre hace lo más adecuado en cada ocasión. Es una buena persona, incapaz de decepcionar a nadie.

Ella le miró. Silenciosa, solemne y absolutamente magnífica.

—No me decepcione, Marianne —susurró con suavidad.