21
Los dioses (como mínimo los que los hombres consideraban dioses verdaderos) contemplaban la batalla que se desarrollaba en la isla de Suivinari.
Una vez restablecido el equilibrio, habían hecho todo lo que les estaba permitido. La victoria o la derrota, la vida o la muerte, estaba en manos de los ocupantes de la isla.
Wilthur el Pardo estaba demasiado atareado para contemplar nada. Tras acrecentar su vitalidad con la de tantos muertos, ahora podía elegir entre dirigir a su Creación a sus defensas o a sí mismo.
Si se la quedaba él, sólo beneficiaría a su huida, e intuía que no lograría huir de la isla sin encontrar oposición.
Ya no mantenía comunicación con la Creación. Lástima que fuera tan obstinada, pero había creído necesario atribuirle ese grado de inteligencia para que viviera en el mar. Ahora, sin embargo, prescindía de él, por el orgullo de librar su propia batalla contra un enemigo disponible.
Wilthur confiaba en la victoria de su Creación. Fortalecida como él podía dejarla, su victoria era segura. Ahora bien, la única certeza era que así retrasaría a sus enemigos, tal vez a un alto precio. Por otra parte, si la Creación lograba la victoria con sus propias fuerzas, podía constituir una amenaza para él hasta que la metiera en cintura o los dioses se ocuparan de ella por sus propios motivos y en el momento que consideraran oportuno. Quizá con el retraso fuera suficiente.
Sin duda, tenía su utilidad. Con tiempo, volcaría en las demás defensas la vitalidad que acumulaba. Eran demasiado pocas para su tranquilidad, pero no debían serlo para detener a sus enemigos.
Los mensajes llovían sobre Pirvan como un aguacero tropical.
Tarothin había muerto. Eso no fue una sorpresa. Doloroso sí, pero no una sorpresa.
La última de las aves se había marchado. Igual que la última de las serpientes.
Todos los minotauros y los humanos que pretendían desembarcar lo habían conseguido o habían muerto en el intento.
El Humeante emitía vapor por las antiguas chimeneas secundarias y por otras nuevas.
La boca de la cueva por donde el grupo de Darin había entrado al Humeante se había desmoronado. Pirvan apenas logró mantener una expresión serena al oírlo. Hizo jurar al mensajero que guardaría silencio.
Los minotauros habían encontrado una cueva en la ladera del Humeante, tal vez la entrada de un pasadizo subterráneo que conducía a las entrañas de las montañas. Proseguían su avance por la superficie, pero Zeskuk y Lujimar se habían llevado un fuerte contingente de guerreros bajo tierra.
Un minotauro trajo este último mensaje, después de dirigirse a Fulvura. Ella lo remitió a Pirvan con un gesto imperioso que era casi un golpe. El mensajero se detuvo en seco; los seis compañeros de Fulvura lo traspasaron con la mirada; el mensajero obedeció. No había que temer nada de Fulvura, decidió Pirvan. ¿Pero qué hacían Zeskuk y Lujimar internándose en las tinieblas que ya podían haber engullido a Darin, Torvik y su compañía?
—Si los seguimos, acabaremos todos enterrados en la misma tumba —murmuró.
Una elocuente mirada de Haimya le indicó que había hablado en voz lo bastante alta para que lo oyera alguien más que ella. Pirvan sacudió la cabeza, lo cual no le ayudó. Bebió de su cantimplora, que estaba vacía cuando la dejó, pero eso sí le ayudó. Con la mente más clara y la garganta desatascada, llamó la atención de todos los que podían oírlo.
—Los minotauros dicen que existe una entrada a la montaña. Apresurémonos a reunirnos con ellos.
—No tanta prisa que nos desmayemos de calor —gritó alguien.
—La suficiente para poder ayudarlos si es necesario —gritó otro con acento karthayano.
Pirvan y Haimya intercambiaron una mirada. Ambos parecían preguntarse al unísono: ¿reportaría honor a los minotauros o los avergonzaría?
Carecía de importancia. Era una locura renunciar a la victoria. Además, los minotauros siempre eran orgullosos, pero casi nunca estúpidos.
Pirvan se abrió paso entre la multitud, en dirección a Fulvura, para pedirle consejo. Le parecía que habían brotado mensajeros del suelo, tantos que, si todos estuvieran armados, podrían haber luchado por una baronía de mediano tamaño. O, bajo el estandarte de su hijo, repelido a la Casa Dirivan hasta los bajos fondos, de los que nunca debieron dejarla salir. La última carta de Gerik no había inspirado confianza a Pirvan.
El caballero no llegó adonde estaba la guerrera minotauro. Fulvura profirió un grito de guerra, su portaestandarte se plantó ante la formación en cuña de los minotauros y los siete emprendieron la marcha. El avance humano fue, durante un rato, una carrera por dar alcance a la hermana de Zeskuk y sus guerreros.
Sir Darin empujó una roca que ni siquiera él habría esperado mover sin ayuda. El sudor le chorreaba por todo el cuerpo y las aristas de la roca le despellejaban las manos, hasta que otros acudieron en su ayuda. Aun así, todos jadeaban como si huyeran para salvar la vida antes de que la piedra se moviese. Estaban abriendo un nuevo pasadizo. Lo acabarían con independencia de cómo acabara la batalla de la superficie. Pero quizá no lo consiguieran a tiempo de hacer algo más que vengar a sus camaradas.
Darin pensó que debían dejar atrás algunos de los combatientes más bajos para que sirvieran de mensajeros.
—Busca a los más bajos de los que se han quedado —dijo, volviéndose hacia Rynthala—. Diles que crucen por el pasadizo superior cuanto antes. Necesitamos enviar y recibir mensajes.
Rynthala hizo un gesto de asentimiento y se alejó a toda prisa. Desde arriba, un coro de gritos rivalizó con un fuerte chapoteo. La Creación parecía no tener voz, pero Darin sintió el temblor de la roca mientras se arrojaba contra la orilla del lago en busca de su presa.
Un rumor procedente del techo se convirtió en un chirrido de roca contra roca. Les siguió un alarido humano de agonía. Un peñasco del tamaño de un hombre se estrelló contra la barrera, rebotó y cayó, arrastrando consigo polvo y esquirlas de roca. Detrás de él rodaba un guerrero karthayano, con el rostro cubierto por una máscara de polvo y sangre y una pierna horriblemente machacada.
El hombre aterrizó casi a los pies de Darin, en un pequeño estanque de agua. El caballero no había reparado antes en el estanque, ni en el hilito de agua que manaba de las rocas y que lo alimentaba. Deseó que el lago no perdiera el tiempo filtrándose al pasadizo inferior. Si podía desaguar sólo por el superior…
Pero no. Ese pasadizo era de roca maciza. Si los músculos o el agua, o ambos juntos, podían hacer algo a tiempo, sería allí abajo.
—¡Sanadores! —gritó Darin. La cueva le devolvió unos ecos distorsionados dos y tres veces.
De pronto, alguien gritó desde arriba. La Creación había encontrado otra víctima. Darin trepó otra vez por las rocas de la barrera. Se desplazaban bajo su peso como no lo hacían antes. Darin se alegró, aunque podrían desmoronarse bajo sus pies y mandarlo al destino del último hombre caído.
Las rocas volvieron a moverse, y esta vez supo que era el suelo lo que se movía debajo de ellas, no su peso sobre ellas. Saltó a tierra firme, mientras otro alarido desgarraba la garganta de alguien que moría bajo las pinzas y los tentáculos de la Creación.
Darin sintió una breve racha de aire caliente en la nuca.
La Creación había abatido a tres guerreros del grupo de Torvik en la primera acometida. El resto había cedido terreno, y gracias a Habbakuk que había terreno que ceder. La playa de arena, grava y peñascos del extremo del lago era lo bastante ancha para que los de retaguardia se mantuvieran fuera del alcance de la Creación.
No saldría a tierra firme. Pesaba más que una ballena y sus patas de langosta no habían crecido en proporción con el resto del cuerpo. Pero tenía la astucia de una ballena, o quizá más, y el ingenio de un mono o una naga marina.
Nadaba de punta a punta de la playa, acercándose a la orilla cuanto le permitía la profundidad del agua. Había puntos donde las aguas profundas estaban cerca, y los combatientes aprendieron pronto a evitarlos. En dos ocasiones, un tentáculo se desenrolló desde el agua, atrapó a un guerrero y lo arrastró gritando hasta las pinzas que lo esperaban.
Otras veces, varios guerreros valientes se acercaron al agua, intentando clavar lanzas o flechas a la Creación en puntos vitales. Si tenía alguno. Y aunque así fuera, las posibilidades de acertar eran mínimas, mientras diera la cara a sus enemigos.
Torvik vio respiraderos bordeados de plumas y un vientre más blando por los flancos. Pero esos flancos no se exponían casi nunca, y cuando lo hacían era ante guerreros desesperados que disparaban al azar y fallaban. A veces, la Creación no se molestaba en utilizar las pinzas, sino que aplastaba a sus víctimas hasta reducirlas a puré con la pura fuerza de sus tentáculos, o las zarandeaba vivas con los garfios que le crecían alrededor de las ventosas de algunos de sus brazos.
—¿Wilthur sólo empleó krakens y langostas normales para crear esto o algo más? —preguntó Chuina. Se había acercado a la Creación por el flanco en tres ocasiones, para dispararle dos flechas cada vez. Aún estaba viva, pero la Creación también parecía ilesa.
—En ese monstruo está toda la naturaleza y nada de ella —dijo Torvik—. Pero es de carne y hueso, por mucho que Wilthur lo haya remodelado con su magia. La carne y el hueso pueden morir.
Chuina no dijo que muchos hombres y mujeres podían morir antes. En su lugar, corrió hacia la Creación en su cuarto intento, acercándose tanto que se levantaron olas alrededor de sus pies descalzos cuando llegó al agua antes de disparar.
Acertó limpia y profundamente en uno de los orificios nasales y la Creación se estremeció. Pero eso no la detuvo. Un tentáculo blandido como un látigo derribó a la joven, y otro se enrolló en su tobillo, mientras una pinza se acercaba…
Torvik intervino a la carrera, tan ciego a todo lo que no fuera salvar a Chuina que apenas reparó en la docena de guerreros que corrían a su lado. Se introdujo en el agua lo suficiente para descargar un mandoble en el tentáculo que sujetaba a Chuina por la pierna y poner al descubierto la carne gris negruzca.
La Creación se estremeció. Aún no sabía gritar, pero Chuina gritó por todo el mundo cuando una docena de fuertes brazos la arrancaron del tentáculo, ahora debilitado.
La joven se desembarazó de sus salvadores en cuanto llegaron a la orilla, para sostenerse con una pernera desgarrada y feos cortes abiertos en las dos piernas y el empeine del pie.
—Menos mal que aquí no hay tiburones —dijo, mientras Torvik salía del agua como una exhalación para ver como estaba.
—No, esta Creación de locos ya es bastante fiera por naturaleza sin que huela sangre —espetó Kuyomolan—. Debemos obligarla a volverse para atacarla por el flanco.
—No se volverá para atacar a alguien en tierra firme —dijo Chuina—. En cualquier caso, no lo suficiente.
—Pues quizá se vuelva para seguir a alguien por el agua —dijo el dimernesti, en voz más baja de lo que Torvik nunca le había oído usar—. No he llegado hasta aquí para regresar sabiendo que el viaje sería en vano y que dejaría atrás a compañeros a quienes podía haber ayudado.
Kuyomolan corrió por la playa hasta un punto situado sobre una de las pozas profundas. Surcó el aire como un pájaro cuando saltó, pero hizo menos ruido que un martín pescador cuando atravesó la superficie.
—¡Deprisa! —gritó Chuina—. ¡Arqueros, espadachines! ¡Intentará que la bestia se gire y nos ofrezca el flanco vulnerable! ¡Apresuraos!
Todos los que aún tenían lanzas o flechas corrieron hacia la playa, sin preocuparse de los tentáculos y las pinzas. Incluso Chuina dio varios pasos vacilantes antes de que el dolor de la pierna manchada de sangre la obligara a detenerse.
Torvik se arrodilló a su lado, arrancándose la camisa y rasgándola para improvisar vendas.
—Tómalo con calma hasta que se corte la hemorragia —dijo mientras vendaba la pierna de Chuina—. Podrás volver a bailar, pero no si intentas luchar otra vez en el día de hoy.
—Oh, ¿y qué piensas hacer si no te obedezco? —preguntó Chuina, imitando a una colegiala engreída.
—Se lo diré a mamá —respondió Torvik, imitando al pomposo hermano mayor de la colegiala.
Sólo cuando hubieron acabado de reír cayeron en la cuenta de que tanto Kuyomolan como la Creación habían desaparecido. Las ondas del agua hablaban de algo grande moviéndose bajo la superficie, pero nadie sabía donde y en que dirección.
Los arqueros y lanceros, preparados para atacar, parecían estar entre enfadados y desconcertados. Algunos miraban con recelo las oscuras aguas, sabiendo demasiado bien lo repentinos que podían surgir los mortíferos tentáculos.
De pronto, el agua se revolvió, espumeó y entro en erupción. Una ola alta hasta la cintura de un hombre avanzó hacia la playa. Una docena de combatientes fueron derribados, algunos para ser arrastrados al lago por el reflujo. Braceaban frenéticamente, olvidando las armas, como hicieron los que habían acudido en su ayuda.
De inmediato, todos se apartaron o intentaron retroceder, cuando la Creación salió del agua. Sujetaba a Kuyomolan con un tentáculo, pero no con una presión fatal. El elfo empuñaba su lanza con ambas manos y la clavaba en los convulsos segmentos del caparazón que cubría la cabeza y la orla de antenas ondulantes que lo rodeaban.
El tentáculo estrechó su abrazo. Torvik vio que empezaba a resbalar sangre por la pierna del dimernesti. También vio que Kuyomolan echaba los brazos hacia atrás primero y después enterraba la lanza en la cabeza de la Creación con todas las fuerzas que le quedaban.
Todos los tentáculos azotaron con furia el aire. Dos se enrollaron en Kuyomolan y sus últimos gritos resonaron en la cueva mientras era descuartizado literalmente, miembro a miembro.
Pero algo manaba del cráneo de la Creación y sus movimientos parecían más inseguros. Kuyomolan la había herido de gravedad y los arqueros podían inflingirle aún mayor daño.
Chuina se acercó a la orilla cojeando, descolgándose el arco mientras corría. Sólo su hermano reconoció cuánto dolor estaba soportando para que no se reflejara en su rostro.
—¡La tenemos! ¡Acabemos con ella, ahora! ¡Disparad, disparad, disparad! —gritó Chuina.
La tierra y el agua parecieron hablar por la Creación con una avalancha de rocas, grava y arena, y las aguas del lago se precipitaron por el pasadizo bloqueado.
Darin vio guerreros aplastados por las rocas, barridos por la riada o despedazados por una caída. Vio peñascos y agua corriente desaparecer detrás de una nube de agua pulverizada y esperó que algo lo engullera o aplastara también a él.
Los dioses estaban actuando. La fuerza de la simple carne mortal no servía.
Sin embargo, agarró miembros cuando pasaban por su lado a toda velocidad y retiró rocas de encima de los caídos, aunque algunos nunca volverían a levantarse. Resistió en el torrente como una roca, con el agua hasta la cintura y hombres desesperados agarrándose a sus ropas y, en general, comportándose como si él pudiera alejar el desastre sin ninguna ayuda.
Darin tuvo su recompensa cuando el agua pulverizada se depositó. El lago se desaguaba por un pasadizo del que ya no tenía sentido hablar de superior e inferior. Un barco pequeño con los mástiles plantados habría pasado por la abertura, aunque se hiciera pedazos contra las rocas situadas debajo.
De los combatientes que tenía detrás cuando el lago les declaró la guerra, Darin contó que todos menos unos veinte seguían en pie. Y a cada lado del torrente había un ancho tramo de roca desprendida, oscuro y resbaladizo, probablemente poco seguro, pero con espacio suficiente para que todo el grupo subiera a él para reanudar el combate.
Darin fue el primero en reaccionar, pero Rynthala no tardó mucho en seguirle. El resto del grupo siguió a sus jefes hasta la cima del desprendimiento de rocas, a un paso que dejó atrás a hombres inútiles por torceduras de tobillo o miembros rotos. Pero ni siquiera ellos se rezagaban mucho de sus jefes al recorrer lo que quedaba de la playa y ver lo que había sido de la Creación.
Yacía con el costado izquierdo expuesto hacia la playa, las patas removiendo espasmódicamente el agua y levantando más espuma. Sus pinzas chasqueaban y restallaban sin ton ni son, pero sus tentáculos seguían azotando el aire de una forma amenazadora. Los arqueros disparaban incesantemente contra los orificios nasales y el cráneo, pero la monstruosa vitalidad del ser moribundo se resquebrajaba muy despacio.
Rynthala había subido con el arco colgado al hombro, pero lo tenía preparado con un flecha cargada cuando llegó a la playa. Corriendo por la arena compactada hasta situarse justo al alcance de los tentáculos, se acuclilló mientras las últimas escasas flechas de los arqueros de Chuina volaban sobre su cabeza.
Después se incorporó y empezó a disparar con la mortífera precisión de un herrero grabando una inscripción en la hoja de una espada. Cinco veces sus flechas desaparecieron en el interior de los orificios nasales. Cada vez, el azote de los tentáculos se iba haciendo perceptiblemente menos frenético.
Darin llegó a la conclusión de que los arqueros podían matarla despacio, pero necesitaban hacerlo deprisa, o la Creación aún podía cobrarse nuevas víctimas. Habría dado mucho por tener un hacha de guerra minotauro, pero ante él había un hombre que aún empuñaba el alzaprima que había utilizado con las rocas.
—Permíteme —dijo Darin, extendiendo el brazo. Sujetando la barra con las dos manos, corrió hacia el agua, comprobando por el camino el equilibrio de la improvisada arma. Era engorrosa pero pesaba y tenía un extremo puntiagudo, lo cual era mucho más importante.
Ni siquiera Darin era tan temerario como para subirse al caparazón, a riesgo de caer donde los tentáculos, las patas o las pinzas aún podían causar un daño letal. Avanzó por el agua hasta donde un hombre mucho más bajo que él tendría que nadar, y sólo entonces se sumergió.
Salió del agua con la fuerza, aunque no la gracia, de los dimernestis, y con la barra en la mano. El extremo puntiagudo se clavó bajo el reborde inferior del cráneo de la Creación; el hueso se agrietó y desprendió, y Darin empujó la barra hasta el cerebro al descubierto.
La Creación encontró por fin su voz, una enormidad de sonido puro, la naturaleza corrompida rugiendo su odio a toda la naturaleza incorrupta. La espuma se elevó a una altura superior al puente del Elfo Rojo cuando la Creación expulsó el resto de su vida contra natura.
Los combatientes más próximos a Rynthala dudaron entre dejar a la viuda sola y acercarse, a menos que ella se precipitara detrás de Darin. De pronto, una parte de la espuma dejó ver un núcleo más oscuro, el núcleo se movió y sir Darin salió como un sonámbulo del remolino de muerte de la Creación.
Salía con las manos vacías y, de hecho, parecía tener un brazo lesionado. Su ropa estaba hecha jirones y lucía una dolorosa colección de arañazos y cortes; de haber tenido que recobrar el aliento para hablar, habría dicho que prefería luchar contra varios osos. Pero salió del agua a tiempo de ver a Torvik abrazando a Rynthala. Formaban una extraña pareja, ya que el joven capitán era más de medio palmo más bajo que la dama del caballero.
—¡Lo has hecho, lo has hecho! —balbuceaba el joven—. Has clavado esas flechas exactamente donde debías. ¡Magnífico!
Darin dio unos golpecitos a Torvik en el hombro.
—Disculpadme, capitán. Coincido en que mi dama es magnífica. Pero vuestra hermana tiene algo que ver con la victoria, en mi opinión, ella y sus arqueros.
Torvik se separó de Rynthala, que parecía estar a punto de estallar en carcajadas.
—Muy bien —dijo él—. Entonces, sir Darin, podéis besar a mi hermana.
—Sí, y luego todos te besaremos a ti —dijo Rynthala, perdiendo finalmente la compostura—. Esa cosa no tenía mucho cerebro, pero el que tenía se lo has machacado tú.
Torvik rehusó vehementemente besar a Darin, pero no tuvo inconveniente en besar a Mirraleen. Esto dejó a Darin libre para besar a Chuina, lo cual hizo con toda corrección, por mucho que tuvo que encorvarse considerablemente para alcanzar sus labios y que ella se crispó por el dolor de ponerse en pie para ayudarlo.
Encorvarse le provocó descargas de dolor en los extenuados músculos y los miembros llenos de rasguños, pero Darin no permitía que los dolores menores distrajeran a nadie de besar honorablemente a una dama.
Lo que lo distrajo —a él y a todo el mundo— fue una sacudida del suelo, acompañada por un lejano retumbo.
Al dirigir la mirada torrente abajo, Darin vio un distante resplandor anaranjado más adelante, en la oscuridad del extremo opuesto del lago, fuera del alcance de los globos de luz.
—Será mejor que empecemos a buscar ese último pasadizo que describen las instrucciones de Mirraleen —dijo—. El lago puede vaciarse, y tanta agua suelta puede desprender más rocas.
Eso era muy cierto, pero los terremotos provocaban avalanchas mayores que toda el agua que había debajo del Humeante. Además, el agua que se colaba por chimeneas volcánicas podía llegar a la roca fundida y convertirse en vapor. Buscando una salida, el vapor podía cocerlos tanto a ellos como a Wilthur, como si fueran sendos pollos en el asador de una taberna. Si no encontraba esa salida, el vapor podía aumentar la presión hasta que la montaña entera reventara provocando un verdadero cataclismo.
Incorporarse y salir del Humeante se acababa de convertir en una carrera contra la muerte. Y ya no era la magia de Wilthur el Pardo la única causa probable de muerte.
Zeskuk había llegado al borde de un boquete que daba acceso a otro empinado pasadizo, cuando le llegó la noticia de que los humanos les habían dado alcance. Se arrodilló junto a Lujimar, que estaba tendido sobre la roca, escrutando el agujero como si su vista fuera capaz de penetrar no sólo la oscuridad, sino la propia roca. Zeskuk deseó que lo fuera y perforara a Wilthur como una flecha cuando lo encontrara. Eso ahorraría muchos tropiezos en la oscuridad, en pasadizos que se hacían cada vez más angostos incluso para los humanos, cuanto más para los minotauros.
—¿Dejamos que los humanos tomen la delantera a partir de aquí? —preguntó Zeskuk—. Siempre podemos seguirlos, para liberarlos si se quedan atascados.
—No capto barricadas de roca entre nosotros y Wilthur —dijo Lujimar. No parecía otra cosa que cansado, pero su tono de voz seguía dejando helado al jefe—. Otras barreras son como deben ser. Para ellas necesitaremos ayuda humana.
Lujimar se incorporó, dio la espalda a Zeskuk y sostuvo su bastón en alto por encima del agujero. Murmuró algo que el comandante en jefe de los minotauros no se alegró mucho de no poder entender y el túnel se iluminó repentinamente como si en él luciera el sol de mediodía. Sopló viento en ambas direcciones al mismo tiempo y Zeskuk estaba dispuesto a jurar que también soplaba de lado, a través de las paredes.
En cambio, profirió una maldición al encontrarse de pronto a una hembra humana pequeña y huesuda en los brazos como si se la hubiera arrojado una catapulta de asedio.
—¿Qué crees que estás haciendo, minotauro descastado? —berreó lady Revella Laschaar.
—Un simple conjuro de transferencia —dijo Lujimar. Zeskuk no lo veía por encima del alto sombrero picudo de lady Revella, pero habría apostado a que el sacerdote lucía una ancha sonrisa.
Un segundo pensamiento heló la sonrisa. Teletransportar a otro mago del poder de lady Revella sin su consentimiento y sin previo aviso requería una magia muy poderosa. Estaba claro que Lujimar tenía unos conocimientos más profundos que las artes de los sacerdotes. Ahora era cuestión de averiguar cuáles eran esos conocimientos.
Zeskuk no tenía respuesta para esa pregunta, que por otra parte no necesitaba. Lady Revella, muy al contrario, necesitaba muchas respuestas, además de ayuda para ponerse en pie de una manera razonablemente digna. Cuando se hubo sacudido el polvo de las ropas y el sombrero, y se hubo abrochado los cordones de las botas, fulminó con la mirada a los dos minotauros.
—¿Creéis que puedo hacer más bien aquí que a bordo del barco? —preguntó ella.
—Así es —respondió Lujimar, en un tono que dejó helada incluso la lengua de lady Revella. Zeskuk se alegró de que alguien más respondiera; él habría sido incapaz de hablar.
—Está bien —dijo la hechicera Túnica Negra—. Pero seré mucho más útil durante mucho más tiempo si no tengo que ir andando todo el camino por este infecto agujero volcánico. Donde pueda ir en silla de manos, prefiero hacerlo.
—Por supuesto —dijo Zeskuk, encontrando por fin la voz. Sus bramidos de cuatro nombres arrancaron ecos que devastaron los oídos de todos los presentes.
Cuando lady Revella se apartó las manos de los oídos, volvía a lucir una expresión furibunda.
—¿Tengo que ir en una silla de manos transportada por minotauros?
—Minotauros libres —puntualizó Zeskuk—. Seguro que habéis viajado en muchas transportadas por esclavos minotauros, una dama de vuestra alcurnia… Debéis permitirnos obsequiaros con esta nueva experiencia, confiándoos a guerreros minotauros nacidos libres.
En el rostro de lady Revella podía leerse que antes se confiaría a unos espectros, pero la prudencia alejó tales palabras de sus labios. Además, antes de que pudiera articular una respuesta más diplomática, unos globos de luz y unos pasos apresurados anunciaron la llegada de la vanguardia humana, y nada podía evitar ya su azoramiento.
Wilthur el Pardo no estaba azorado. Estaba furioso por la muerte de su Creación y la destrucción de la zona del lago. Sin duda, sus defensas resistirían la carne y el hueso, pero ¿sería segura la montaña a partir de ahí?
Tal vez sí, tal vez no. Aún podía construirse una nueva morada en el monte Verde, aunque allí hubiera menos magia que atraer. No huiría.
Los dioses tampoco estaban azorados. Estaban bastante satisfechos con el desenlace de la batalla. Algunos no lo estaban tanto, con Takhisis, recordándoles que aquel Wilthur había sido Túnica Blanca, Roja y Negra, por lo que era un equilibrio en sí mismo y por sí solo, y debería ser protegido cuidadosamente.
Zeboim rara vez hablaba, pero en esta ocasión dijo cosas de Takhisis que la Reina del Abismo habla oído pocas veces, ni siquiera cuando encarnaba a una mujer humana, de los machos más malhablados. Después de aquello, se hizo el silencio entre los dioses durante un rato, interrumpido sólo por algunas risas apagadas de Sargonnas.
Gerik aún estaba menos azorado. No tenía tiempo. Cuando uno está a minutos de atacar a ochenta hombres con treinta, no tiene tiempo para nada que no sea el trabajo que pronto tendrá entre manos.
En particular, uno no tiene tiempo para un kender que le tire de la manga, aunque no diga nada al respecto.