8
Torvik miró hacia proa desde el puente de popa, inquieto por los vaivenes y sacudidas de la caña del timón, mientras la nave surcaba a toda vela el mar embravecido. La flota se iba quedando cada vez más a popa, con algunas de las naves más pequeñas o lejanas con el casco ya oculto por el oleaje. Aún se podían contar más de setenta, desde filibotes más pequeños que el Elfo Rojo y apenas capaces de alejarse tanto de la costa, hasta el Escudo de la Virtud, irguiéndose como un templo en medio de chozas de campesinos.
En verdad, la flota parecía una ciudad flotante y transportaba a las suficientes personas para habitarla, aunque hubiera pocas mujeres y apenas algún niño entre ellas, y sólo se hallaran representadas las artes de la guerra, la náutica y la magia. Torvik esperaba que semejante fuerza hiciera creer incluso a los minotauros que la prudencia y el honor juntos hablaban en favor de la paz.
No es que ninguna esperanza humana hubiera conmovido jamás ni a un solo minotauro, macho o hembra, cuando habían tomado la decisión de luchar. Lo mejor que esperaba Torvik era que la fuerza de la flota humana hiciera detenerse a los minotauros para buscar puntos débiles por los que atacar sin sacrificarse en vano.
Eso podía bastar si obtenían una respuesta rápida sobre los misterios de Suivinari. Ningún marinero, humano o minotauro, disfrutaba con los peligrosos misterios que ya les habían costado un lugar seguro donde aprovisionarse a el agua y que podían extenderse al mar. Incluso los marineros de ambas razas que en principio darían la bienvenida de guerra, en la práctica se conformarían con volver a ser capaces de navegar sin peligro cerca de Suivinari.
El problema residía en que los marineros no eran en general sus propios patrones. Los jefes guerreros de los minotauros y los comerciantes y amigos del Príncipe de los Sacerdotes entre los humanos podían estar dispuestos a derramar la sangre del otro para alcanzar sus propios fines, que residían en los brumosos reinos del honor racial y el afán de dinero y virtud.
Torvik deseó poder hablar con su hermana Chuina, que servía como cabo de arqueros a bordo del Don del Amo del Viento. Por su rango, la tripulación sin duda le hablaba con más libertad a ella que a un capitán. Pero los dos barcos nunca habían estado lo bastante cerca para una visita cómoda, y las cartas o señales podían ser interceptadas por ojos indeseables.
Torvik miró al frente. La cintura del barco estaba atestada por más de cuarenta combatientes enviados a bordo desde el resto de la flota, y las planchas que los recién llegados no ocupaban las escondían sus armas y equipo. Torvik había preguntado si todos estarían en condiciones de remar además de luchar, porque gran parte de la ventaja de triplicar su capacidad de combare se perdería si los cuarenta guerreros no podían echar una mano con los remos. La tripulación del Elfo Rojo no era bastante numerosa para luchar y remar al mismo tiempo, y si se enfrentaban a minotauros o a desconocidos asesinos minotauros, quizá tuviera que hacer ambas cosas a la vez.
No obstante, ésa era una posibilidad que decidirían los dioses. Los combatientes parecían valientes y sus armas no estaban demasiado bruñidas ni demasiado oxidadas. En cuanto a sus pensamientos, Torvik no los habría leído aunque pudiera, pero esperaba que los oídos agudos entre la tripulación leal del Elfo Rojo y la prudencia entre los combatientes excluyeran toda traición.
Moriría de buena gana luchando contra los minotauros o contra quien fuera, siempre que su corta vida terminara con honor. No derramaría su sangre ni la de sus hombres para provocar una guerra contra los minotauros de la que otros cosecharían la gloria.
Más allá de la mareante proa del Elfo Rojo, los picos de las montañas de Suivinari empezaban a asomar por el horizonte.
El camarote de Zeskuk tenía el techo bajo para la altura de un minotauro, nada sorprendente en un barco construido para humanos, por muy generosas que fueran sus medidas. Era asimismo tan oscuro que necesitaba una lámpara encendida incluso ahora, cuando en la cubierta estaban a plena luz del día.
En la grasa de ballena de la esfera de cristal de la lámpara se formaban pequeñas olas cuando el Surcador se balanceó empujado por la marea que subía en el fondeadero. Zeskuk raspó un poco de hollín de la chimenea con su daga y con la muñeca limpió otra parte de la inscripción de la base de bronce de la lámpara.
«A mi hermano Zeskuk. Que nunca se dude de su honor».
La lámpara era un regalo del hermano mayor de Zeskuk, Yunigan, unos veinte años atrás, cuando el honor del minotauro mayor fue puesto en entredicho. Había zarpado con dos barcos a acallar las dudas y lo había conseguido, aunque al precio de su propia vida y uno de sus barcos. La batalla contra los humanos del Copa de Oro y la escuadra de Jemar el Blanco había sido, según todos los relatos, digna de dedicarle canciones de gesta. Hubo honor suficiente para ambos bandos antes de que la batalla concluyera y el último cadáver fuera entregado al mar.
Unos pasos martillearon sobre la cubierta exterior y un pesado puño hizo temblar la puerta hasta los goznes.
—Entra, hermana —gritó Zeskuk.
Fulvura entró con paso recio. Era alta, para ser mujer, capaz de mirar a su hermano a los ojos sin levantar la cabeza. Llevaba una falda corta y una túnica, una daga al cinturón y un shatang colgado en bandolera a la espalda, además de su habitual expresión seria.
—Los vigías del monte Verde informan que han avistado la flota humana. Se ha adelantado un explorador, rumbo ala isla —dijo Fulvura.
—Dejad que se acerque.
—¿Incluso si vira hacia nuestro fondeadero?
—Aun así —dijo Zeskuk—. Si los vigías están alerta, nos avisarán con tiempo de sobra. Si no, pediré sus cabezas.
—Uno de ellos es primo de Thenvor. Quizá te desafíe a duelo por la muerte de su pariente.
—Que lo haga. Temo menos a Thenvor que a los humanos —refunfuñó.
—¿Y si dividimos nuestras naves —propuso Fulvura— y mandamos la mitad al norte de la isla, para que se oculten en tierra y ocultamos así nuestra fuerza?
Zeskuk meditó la sugerencia de su hermana. Hablaba de prudencia, incluso de precaución. No era algo que dejaría pasar inadvertido en otro minotauro… a menos que hiera su propia hermana menor, la consejera más fiable y la que acertaba casi siempre.
—Eso nos ocultaría —dijo llanamente—, pero también nos dividiría, y no sólo ante los humanos, sino también ante lo que nos acecha debajo.
—¿Quién sabe si lo que acecha debajo tiene siquiera rostro? —replicó Fulvura—. Al menos los humanos son enemigos conocidos. Ocultar una parte de nuestras fuerzas actúa en su contra, a menos que sean muy astutos, lo cual no es una de sus virtudes.
—Ya lo han sido otras veces.
—¿Quién aboga ahora por avanzar a pasos de bebe? —replicó Fulvura, con una risotada que hizo que la lámpara se tambaleara sobre la mesa—. Somos los Elegidos, la Raza Predestinada. No está escrito que ninguno de nosotros pueda estar seguro de vivir para ver nuestro Día del Destino. Pero me alegraría tanto estar viva el día de la victoria para oír las canciones de gesta…
—¿Estás segura, hermana? —preguntó Zeskuk—. ¿Y si el trovador no sabe cantar?
Fulvura había empezado a fulminarlo con la mirada antes de entender la broma. En su lugar, hizo titilar la lámpara con sus carcajadas.
Torvik no había recibido órdenes sobre cómo aproximarse a la isla, lo cual significaba una gran confianza en su conocimiento de las aguas, pese a su corta edad, o bien una gran reticencia por parte de todos a ser considerados responsables de su muerte por obedecer sus órdenes.
Habría preferido creer lo primero, y quizá fuera cierto para algunos. Sospechaba lo segundo, pero podía deberse tanto al miedo a la ira de su madre, su padrastro y sus amigos de entre los Caballeros de Solamnia como a cualquier otra cosa.
Aun así, Torvik viró para poner rumbo al este y acercarse a la isla lo más lejos posible de los dominios habituales de los minotauros. Si esto también lo alejaba de dominios de los asesinos de minotauros, eso no lo sabía.
Lo que había visto y los relatos que había oído, todo hablaba de cosas sobrenaturales y mortíferas acechando en todas las costas de la isla. Si fuera cierto, podía haber una o más criaturas en cubiles por todos los rincones de la isla, como monstruosos perros guardianes apostados allí por Zeboim o alguien que cumpliera los designios de esta diosa.
O tal vez sólo había una única criatura detrás de todos los relatos y los minotauros muertos, en un cubil desde donde podía atacar con gran rapidez en cualquier dirección. Torvik reflexionó sobre ello. No había relatos sobre cuevas marinas en el monte Verde. Se decía que muchas perforaban las laderas del Humeante, pero el corazón de un volcán seguía sin ser un lugar plausible para una criatura, ni siquiera creada y protegida por la magia.
Ambas montañas se recortaban contra el cielo crepuscular antes de que Torvik ordenara que recogieran las velas del Elfo Rojo y que toda la tripulación empuñara los remos. Impulsada por aquellos remos, la nave se deslizó velozmente por unas aguas apenas rizadas por una moribunda brisa vespertina, mientras el puñado de tripulantes que no remaban hacían guardia y se preparaban para levar el ancla.
Incluso Torvik cumplió un turno a los remos, a fin de animar a los demás. Después subió a cubierta empapado en sudor, medio sordo por el incesante batir y chirriar de la cubierta inferior y dispuesto a absorber todo el aire salado del anochecer como si fuera el vino más delicado.
Ya estaba casi oscuro, el viento era casi inexistente y las únicas olas eran las que levantaba el Elfo Rojo al surcar as aguas, elevándose blancas ante su afilada proa y separándose en el cárdeno crepúsculo a popa. Incluso en cubierta, los remos armaban tanto alboroto que Torvik se convenció de que sólo un minotauro demasiado viejo y duro de oído que navegara en un buque de guerra podía dejar de oírlos desde el otro extremo de la isla.
Con todo, un sonido llegó a sus oídos, imponiéndose a los remeros, aunque tan levemente que al principio el propio Torvik dudó de lo que había oído. Además, vio que nadie más parecía haberlo captado, por lo que contuvo su lengua.
A lo lejos, en dirección a la isla, había oído el ladrido entrecortado de unas nutrias marinas.
A la mujer dimernesti que se llamaba a sí misma Mirraleen (cuando no deseaba decir su nombre completo, no mucho más corto que el de un gnomo) la llamaban Caminante Roja las verdaderas nutrias marinas de su manada. Caminante por su capacidad de cambiar de aspecto, que le permitía adoptar la forma de una elfa y caminar erguida por tierra, y Roja por el color de su cabello.
No sabía de dónde le venía aquella melena castaña rojiza que le caía en cascada hasta las rodillas cuando la dejaba suelta. Ahora había muchos menos dimernestis, los moradores de los bajíos, que antes gobernaban los mares de Krynn junto con los dargonestis e incluso desafiaban la supremacía de los elfos terrestres. Entre los que se habían marchado hacía mucho tiempo se contaba la mayoría de los ancianos dimernestis que podían haber razonado e incluso explicado por qué Mirraleen era pelirroja y tenía la piel de un azul más claro que el resto de su raza a los que conocía.
No es que fueran más de diez, lo cual demostraba poco. A veces se preguntaba si eran los únicos dimernestis que quedaban vivos, o por lo menos todos los que nadaban en las aguas septentrionales de Ansalon. A veces, incluso temía que, en efecto, ése fuera el caso, pues de lo contrario la llamada de ayuda que había enviado cuando se enteró del peligro que amenazaba la isla de Suivinari habría recibido respuesta mucho antes.
Era demasiado probable que aquí el trabajo estuviera sólo en sus manos y en las de cualquier amigo que reclutara. Tampoco tenía grandes esperanzas en tales amistades. Los humanos habían asesinado a tantos moradores de los bajíos, ya fueran elfos o nutrias, que lo más probable era que sólo pensaran con sus arpones y arcos por lo que respectaba a los dimernestis.
Pero los ladridos que oyó eran una señal de su manada de la llegada de una sola embarcación. Mientras se concentraba para adoptar su forma de nutria marina, oyó que los vigías identificaban la embarcación y luego, para su gran sorpresa, a su capitán.
Habían reconocido en la cubierta al mismo joven que había desembarcado en la isla menos de medio año atrás. Entonces había empleado el ingenio en lugar del acero, y por lo que ella veía de sus pensamientos, no era sanguinario con nadie.
Mirraleen meneó su cola en el agua y salió disparada como si intentara alcanzar los lechos de ostras más finas antes de que sus parientes las devoraran todas. Tal vez fuera una locura confiar en un morador de tierra firme, y sin duda era una locura esperar de él algo más que información sobre el objetivo de su flota en aquellas aguas.
Pero incluso eso diría a los dimernestis —diría a Mirraleen, que aquí y ahora eran todos los dimernestis— más de lo que entonces sabían.
Ahora aguzaba el oído, en busca del ruido de los remos de la nave batiendo el agua. Al cabo de unos instantes lo oyó, a pesar del rumor del agua y a su veloz ritmo. Rodó sobre sí misma hasta ponerse de espaldas para calcular la hora por el reflejo de la luna en la superficie, saltó fuera del agua para calcular el rumbo del barco y vio que avanzaba como le habían descrito sus amigos.
Perseguirlo y darle alcance era cosa fácil; encontrarse a solas con el capitán no tanto, pero sí mucho más importante. Mirraleen aflojó el ritmo por las oscuras aguas. Necesitaría concentrar todas sus fuerzas para adoptar la forma elfa y todo su aliento para hablar con él cuando encontrara al capitán.
El cable del ancla de proa chirrió entre las poleas hasta que el áncora hendió con un chapoteo las vidriosas aguas de la bahía. Un segundo chirrido y otro chapoteo indicaron a Torvik que el ancla de popa también estaba echada.
Inmovilizado a proa y a popa, el Elfo Rojo viró para enfilar la marea, por el momento el único movimiento en el agua. Solinari estaba en cuarto menguante, lo bastante suave para que Torvik no temiera por la nave debido a ella, ni por el mal tiempo, a menos que se levantara viento del sureste de un modo inusual en aquella época del año y en aquellas aguas.
Se dijo que era un niño silbando para infundirse valor mientras pasaba por delante de las ruinas del castillo del señor de los fantasmas. Todos los hombres que iban a bordo del Elfo Rojo probablemente no podrían salvar la nave de lo que había acabado con los minotauros.
Lo mejor que podía esperar era que su muerte no fuera en vano. La flota iba a recabar información. Muy bien, que lo dejaran mandar botes en pago por esa información… con sangre si fuera necesario.
Como ni siquiera un hijo de Jemar el Blanco y Eskaia de Encuintras podía estar en más de un lugar a la vez, decidió empezar a explorar la bahía con un solo bote. Ocho compañeros elegidos, todos avezados marineros además de guerreros, sin duda descubrirían lo que hubiera que descubrir. Si regresaban, magnífico.
De lo contrario, el Elfo Rojo aún podría seguir navegando y combatiendo.
Torvik pensó en elegir a la tripulación del bote sólo entre los hombres del Elfo Rojo. Pero eso podría sembrar la desconfianza hasta el punto de empeorar las cosas, y llevarse casi a la mitad de su tripulación habría dejado al resto en inferioridad numérica de cuatro contra uno si a los otros se les ocurría cometer traición.
Por eso la mitad eran tripulantes del Elfo Rojo y la otra mitad combatientes embarcados, que empuñaron los remos del bote cuando fue arriado. El propio Torvik se puso al timón, una tarea que no era tan fácil como para que pudieran llamarlo flojo, ni tan exigente como para no permitirle mantener una atenta vigilancia.
Ahora, sólo con que supiera lo que estaba buscando, además de nutrias marinas que tal vez, o tal vez no, fueran dimernestis, y algo que tal vez no tuviera una forma que jamás hubieran visto los ojos de los dioses o de los hombres.
Wilthur el Pardo escrutaba atentamente con su cristal oracular. A medida que aumentaba su conocimiento de los visitantes, lamentaba no haber dado a su Creación el poder de cambiar de forma.
Lo había intentado, pero aquel ser tenía ingenio y voluntad suficientes como para considerarse a sí mismo sagrado para Zeboim y amenazaba con invocar su ayuda si él lo cambiaba de forma. De otro modo, lo habría obligado a presentarse de buen grado como una manada de nutrias marinas, de modo que los dimernestis fueran ensartados con la misma puntualidad que sus iguales en forma no elfa.
Wilthur no podía asegurar que su Creación dijera la verdad, pero siempre era prudente cuando trataba con la malvada diosa del mar, la hija de la propia Reina de los Dragones. Zeboim sería una mala enemiga para cualquier mago cuyo uso de los tres colores lo convirtiera en un insulto a los dioses de las tres naturalezas. Ella sería la peor, por estar él en una isla en medio del reino de las aguas.
La visión se volvió borrosa durante un breve instante, y luego un único ojo colosal miró fijamente, un círculo verde dentro de otro negro, y a su alrededor un borde del color del mármol viejo y mal cuidado.
—Busca la barca —dijo Wilthur, aunque no con palabras que hubiera sido legítimo que un hombre escuchara—. Busca el bote y haz lo mismo que antes. Pero espera hasta que los moradores de los bajíos estén lo suficientemente cerca para que parezcan la causa de su final.
El ojo parpadeó. La inteligencia del dueño del ojo le permitía ser también obstinado y por eso insistía en comprender las órdenes de Wilthur antes de decidir si debía obedecerlas o no. Para cuando el ojo se cerró dócilmente, el mago se preguntó si el bote se habría alejado más allá del alcance de los sentidos de su Creación.
Si tenía que guiarla con magia, cualquiera que estuviera atento a sus conjuros los detectaría con demasiada claridad para su paz mental.
Wilthur el Pardo se inquietaba sin motivo.
Los sentidos de su Creación eran muy adecuados para localizar la embarcación de Torvik, aunque avanzaba a buena marcha, cortando la marea al bies en lugar de luchar contra ella encarándola de proa.
El primer pensamiento ante el chapoteo que se produjo más adelante fue que se aproximaban a un escollo.
Su segundo pensamiento fue el mismo, cuando una parte de la negrura se volvió sólida y de contorno irregular, como parte de un escollo sobresaliente del agua. Fue entonces cuando la negrura sólida se movió, luego se abrió hasta convertirse en una pinza gigante y finalmente Torvik comprendió que habían encontrado lo que buscaban. O, mejor dicho, había sido eso lo que había encontrado a ellos.
Algo se enrolló a la pala del timón y dio una sacudida que casi le arrancó de las manos la maciza barra de madera. A continuación, el timón volvió a sacudirse y se estrelló contra el pecho de Torvik. El joven oyó crujir sus costillas y estuvo seguro de que su columna había sufrido una grave lesión cuando su espalda chocó contra la regala del bote.
Después el bote se ladeó, cuando un tentáculo tachonado de ventosas arrancó por completo el timón de sus fijaciones y lo zarandeó en el aire. Un hombre se incorporó para recuperarlo, otro intentó retenerlo sentado y un tercero desenvainó la espada.
Torvik les gritó que se agacharan, pero era demasiado tarde. El bote se había escorado más allá de su centro de gravedad antes de que una segunda tira de carne fétida y claveteada de ventosas azotara la regala con un ruido pavoroso, como un hombre que se ahoga en cola hirviendo.
Atrapó al hombre de la espada, que le lanzó un tajo. Brotó un líquido morado, el brazo se estremeció pero no soltó su presa y un instante después el hombre había desaparecido por la borda. Apenas tuvo tiempo de proferir un alarido desesperado antes de ser arrastrado a las profundidades.
Inmediatamente después, el bote volcó. Torvik acababa de tomar la decisión de saltar por la borda y zambullirse en busca del hombre, que difícilmente se salvaría sin ayuda, cuando se encontró involuntariamente en el agua. Intentaba contar las cabezas que flotaban junto al casco invertido de la embarcación, cuando lo que podía ser un grillete de hierro aprisionó su pie izquierdo.
La espada de su padre era larga y flexible; se clavaba además de cortar. Lanzó una estocada hacia abajo y la presión del grillete de hierro se aflojó.
Pero otro asió el otro pie y un tercero le rodeó el brazo de la espada y apretó. Muchos años atrás había jurado morir antes de permitir que esa espada cayera en manos del enemigo, pero ahora se le escapó de la mano porque sus dedos eran incapaces de sujetar nada.
La furia y la vergüenza no dejaron lugar al miedo en el joven Torvik Jemarson cuando los tentáculos de la Creación lo arrastraron al fondo.