10
Nada parecía moverse en el mundo alrededor de Pirvan, excepto los vapores que brotaban de la ladera del Humeante, muy por debajo del cráter. El caballero deseaba que el volcán entrara en erupción con toda su furia, resolviendo así la cuestión de la propiedad de Suivinari en favor del dios Sargonnas, el mayor amo del fuego destructivo, después de la propia Reina de la Oscuridad, y a quien los humanos, los minotauros y todas las demás razas con navegantes podían ceder la isla con la conciencia tranquila.
Que la posesión de la isla por parte de un dios del Mal dejara sin resolver el misterio de lo que acechaba en sus aguas no era importante. Sargonnas no permitiría allí nada que no fuera de su propia creación, y Zeboim rara vez permitía que ninguna creación de fuego se internara demasiado en sus dominios.
En conjunto, una batalla entre los dioses por el cadáver de la isla parecía una manera justa de ahorrar a los humanos y los minotauros el tener que librarla ellos.
Pirvan se estremeció, y el sudor le resbaló más deprisa por el cuello y las axilas. Hacía bastante calor para ser pleno verano en Tirabot, un bochorno que hacía que las ropas se pegaran a la piel como si estuvieran engomadas. Ya había soportado antes ese calor, en su primera misión con Haimya; no lo había pasado bien entonces y aún lo estaba pasando peor veinte años después.
Ni un hálito de viento alteraba la inmovilidad del aire o el agua. Excepto donde los remos dejaban su estela, el mar estaba liso como el suelo de una taberna y tenía el color del pan enmohecido.
Pirvan dirigió la vista hacia la sombra que proyectaba la toldilla del puente de proa y vio que estaba tan llena como siempre de personas que sin duda la necesitaban más que él. Las edades de los cuatro caballeros y Gildas Aurinius iban de los veinte años recién cumplidos a más de sesenta, pero todos estaban más en forma que la mayoría de los istarianos. Los minotauros seguramente se negarían a parlamentar si los humanos les daban la menor excusa, como que alguien nombrado delegado no estuviera en condiciones de hablar.
También sería bueno para todos llegar al buque insignia de Zeskuk en condiciones de trabajar en serio. Ciertamente, habían tardado bastante en decidir quién representaría a los humanos. Los istarianos no se quejaron de enviar a los cuatro caballeros y Gildas Aurinius, pero insistieron en mandar un número igual de los suyos. A continuación, todos los que consideraban que debían equipararse con los caballeros, Istar o Vuinlod exigieron por estar representados.
Si se hubieran satisfecho todas las exigencias, habría sido más sencillo ir a ver a los minotauros a bordo del propio Escudo de la Virtud. Un barco más pequeño no habría podido transportarlos a todos sin peligro.
Al cabo de agotadoras horas de debate, que consumieron la mayor parte de la noche, acordaron que cuatro caballeros, cuatro istarianos, dos karthayanos y Gildas Aurinius representarían a Vuinlod, y Sirbones y la hechicera Túnica Negra istariana Revella Laschaar a los magos. Esta delegación, ya considerable, aumentó enseguida en un miembro, cuando al amanecer llegó la noticia de que Torvik había sido rescatado y regresaba a la flota, a bordo del Elfo Rojo.
Pero no sin protestas.
—Eso da a Vuinlod un voto más, por boca del heredero de un bárbaro del mar que aún no tiene la mayoría de edad legal —graznó un istariano.
Sir Darin pidió permiso con la mirada a los caballeros más veteranos, lo vio en sus ojos y descargó un enorme puñetazo sobre la mesa. Las copas vacías brincaron, una jarra medio llena se volcó sobre el regazo de un istariano y las mismísimas planchas de la cubierta parecieron gemir por el impacto.
—Torvik es el capitán de su nave, para lo cual fue declarado legalmente mayor de edad —dijo Darin. El istariano de mayor rango, Andrys Puhrad, hizo un gesto de asentimiento. Era un comerciante que había sido asesor legal en su juventud y parecía la persona de mente más equilibrada de toda la ciudad, además de ser el de más edad. Darin continuó—: Además, posee información de un valor incalculable sobre la situación existente en Suivinari, y Zeskuk sabrá que la tiene.
—Tanta más razón para no arriesgarlo —intervino sir Niebar, lo cual atrajo miradas escandalizadas de los demás caballeros.
—Disculpadme, sir Niebar, pero ese razonamiento quizá no sea el más juicioso —replicó Darin—. Zeskuk puede pensar que no deseamos llegar a un acuerdo si no llevamos a Torvik con una información que puede despejar nuestro rumbo. Peor aún, puede creer que reservamos a Torvik porque tememos una traición por parte de los minotauros. Si él no planea ninguna, se lo tomará como un insulto a su honor. Tendrá que hacerlo, o algún otro minotauro lo hará y desafiará el liderazgo de Zeskuk en la flota o nos provocará con alguna acción para que luchemos.
—¡Uf! —gruñó sir Hermano Halcón. A pesar de la mirada reprobatoria que dirigió a su yerno, los pensamientos inexpresados de Pirvan eran muy parecidos. Lo mismo le ocurría a los demás, por lo que él podía juzgar de su expresión. Luchar contra treinta tripulaciones (el mejor cómputo hasta ahora) de minotauros que creían que su honor y el de la Raza Predestinada había sido puesto en entre dicho habría sido una idea apabullante con buen tiempo. Con este calor, bastaba para provocar escalofríos a un dios.
Por eso Sirbones fue a comprobar si Torvik estaba en condiciones, o era posible ponerle en ellas, de unirse a la delegación, y el debate se centró en elegir un barco.
Algunos preferían el Elfo Rojo, pero tal vez hubiera sufrido daños, estuviera escaso de tripulantes y, además, aún no había alcanzado a la flota. Otros preferían el Garra de Alción, pero Sorraz el Arponero tenía fama incluso entre sus amigos, de ser demasiado impetuoso.
Se ofreció un barco tras otro, normalmente alguien cuyo honor o fortuna aumentaría con la decisión, o al menos con el pago del barco si no regresaba. Fue Pirvan quien finalmente intentó poner fin al debate.
—Necesitamos algo lo bastante pequeño para que no constituya una gran pérdida y lo bastante grande para transportar a todos los delegados y sus escoltas con cierta como dignidad, e incluso para pasar la noche fuera en caso necesario —dijo—. Por encima de todo, no necesitamos algo demasiado grande para que se hunda accidentalmente. Por lo que yo sé de los minotauros, su honor prohíbe un ataque frontal durante unas negociaciones. Pero lo interpretarán como una señal de que los dioses están de su parte si… bueno, si algo pesado cayera por la borda y desfondara nuestra embarcación durante las conversaciones.
—¿Eso no les dirá también que no nos fiamos de ellos? —inquinó un istariano.
—Como llevar a Torvik, simplemente les dirá que no somos estúpidos —respondió Darin sin ser invitado—. Los minotauros desprecian el deshonor, pero no desprecian menos la estupidez.
A fin de evitar incluso parecer estúpidos, la delegación se embarcó finalmente en una galera de la vigilancia portuaria de Karthay. Con la cubierta engalanada para la ocasión y remolcada la mayor parte del viaje, era de construcción sólida, lo bastante ligera para navegar a remo fácilmente sin que los remeros se desmayaran por el calor y con espacio suficiente para todos los designados para la reunión con los minotauros.
—Incluso hay espacio para que Zeskuk y varios de sus compañeros suban a bordo para celebrar la reunión —señaló Darin—. No espero que lo hagan, pero podemos pedírselo.
—¿Y si nos reunimos en tierra firme? —propuso Andrys Puhrad.
—Cada raza tiene su propio punto de desembarco —dijo Gildas Aurinius, haciendo un gesto de negación—, considerado tan de su propiedad como la cubierta de un barco. El resto de la isla… Bien, una razón de que estemos tratando ahora con los minotauros es que nadie sabe lo que hay en el resto de la isla.
Aquella dolorosa verdad era inapelable.
También era inapelable la vieja creencia de los marineros de que traía mala suerte volver a bautizar un barco. Por eso, cuando la suerte del sorteo recayó en un barco llamado Moza Risueña, todos los esfuerzos por dignificarlo con un nuevo nombre (como Portavoz del Conocimiento) resultaron baldíos.
Fue desde la cubierta del Moza Risueña donde Pirvan observó con ojos empañados por el sudor el buque insignia de Zeskuk irguiéndose cada vez más alto sobre el aletargado mar.
Zeskuk esperaba a los enviados humanos en el camarote mayor, en lugar de en el suyo. Era el único espacio a bordo del Surcador en el que el calor sería soportable para ambas razas por mucho tiempo que duraran las negociaciones. Zeskuk sabía que los minotauros olían como el patio de un establo para los humanos; ¿sabía algún humano que para un minotauro ellos olían a carne putrefacta?
Sin duda alguna, no había ningún elemento peligroso que no existiera en sus propias dependencias. El camarote mayor tenía tres puertas y varias portillas cuyos postigos habían sido retirados para dejar pasar la escasa brisa.
El camarote de Zeskuk, por otra parte, había sido reconstruido por el primer capitán minotauro del Surcador a fin de facilitar su defensa contra sus enemigos. Tenía muchos, o por lo menos los suficientes para no contarse ya entre los vivos, pero toda la carpintería de su camarote no lo había salvado de un shatang clavado en la espalda en una tienda de licores de un puerto.
A la izquierda de Zeskuk estaba su hermana Fulvura. A su derecha, Juiksum, hijo de Thenvor. Lo bastante leal a su padre para que el bocazas de Thenvor accediera a permitir que su hijo lo representara, Juiksum era además lo suficientemente ambicioso como para no ir contra Zeskuk por simple placer. No cuando la ayuda de Zeskuk podía acelerar la toma de posesión de su herencia, e incluso proporcionarle riqueza y poder por derecho propio.
Los humanos entraron, los caballeros con armadura y sus escudos de armas, pero no visiblemente armados, y los demás ataviados con ropas lo bastante caras para que su rostro estuviera poniéndose rojo por el calor. Todos excepto el hombrecito vestido como un sacerdote de Mishakal, que parecía como si hubiera estado tan cómodo en el cráter del Humeante como en una caverna de hielo plagada de thanois. La hechicera Túnica Negra parecía menos cómoda, pero se resignaba y sujetaba su cayado como si fuera un arma.
—Os doy la bienvenida. Soy Zeskuk, comandante en jefe de esta flota, llegada por orden del emperador a la isla de Suivinari a luchar o formar una alianza con vosotros, como mejor convenga, para desentrañar el misterio de la isla.
El emperador, por lo menos, no había negado su consentimiento al viaje, o a que se les unieran otros, además de los tripulantes que habían prestado juramento personal a Zeskuk. Eso debería permitir que la declaración de Zeskuk superara cualquier conjuro detector de mentiras que Sirbones o la hechicera hubieran aplicado a sus bastones.
—Mi hermana, Fulvura —prosiguió el minotauro con ademanes formales—, y uno de mis honrosos guerreros, Juiksum. Lo que pueda decirse de la presencia de la flota de la Raza Predestinada aquí, nosotros tres podemos decirlo.
Zeskuk pensó que los humanos se esforzaban por no parecer impresionados. Que negociara con tan pocos testigos minotauros significaba que tenía un gran control sobre su flota y la lealtad de sus tripulantes.
Zeskuk sólo esperaba que lo que pretendía sugerir no estuviera demasiado lejos de la realidad.
Los humanos se presentaron. Los nombres de los caballeros y de los soldados con atuendo de comerciante no eran una sorpresa; los nombres de los demás carecían de interés. La única sorpresa fue el joven de aspecto agotado (sin duda mayor de lo que parecía), que dijo llamarse Torvik Jemarson.
La curiosidad sobre si era el hijo de aquel Jemar sería ahora inoportuna, pero la pregunta exigía una respuesta.
Fulvura, por los minotauros, y uno de los comerciantes, por los humanos, hablaron turnándose sobre las razones de que sus flotas hubieran acudido a Suivinari. Como Zeskuk sospechaba, ambos tenían la misma razón pública —poner fin al misterio y la amenaza que ahora asolaba una isla útil para todos— y ambos tenían otras razones ocultas.
Los minotauros pretendían saber si había algún modo de impedir a los humanos el acceso a la isla. La pérdida de un punto de aprovisionamiento de agua como aquel mantendría las naves humanas más lejos de las aguas de los minotauros.
Los humanos, a juicio de Zeskuk, habían ido por la misma razón. Si no conseguían reclamar directamente Suivinari, se contentarían con otro insulto o humillación a la Raza Predestinada.
La intención de Zeskuk era comprobar si las dos flotas podían unirse bajo su propósito público, dejando los privados a un lado hasta que se consiguiera el primero. Para entonces, los minotauros habrían detectado los puntos débiles de la flota humana…, que quizá no fueran muchos, en una flota de setenta buques que transportaban quién sabía cuántos guerreros.
Aun así, un minotauro era capaz de derrotar como mínimo a cuatro humanos, si sabía dónde golpearles. Al cabo de unos días de investigar juntos los secretos de la isla, los minotauros habrían descubierto algunos secretos de los humanos. Tal vez los humanos también descubrieran algunos de los minotauros, pero Zeskuk confiaba en que los suyos mantendrían los oídos abiertos y la boca cerrada.
—Debo añadir —prosiguió Zeskuk— que sabemos algo más que vosotros sobre lo que ocurre en la isla. Tenemos vigías en un destacamento del monte Verde. Así podremos ver algo de lo que pasa en la isla y un poco más de lo que pasa en el mar circundante.
Se preguntó si algún humano se sublevaría y diría algo imprudente, por la acusación implícita de planear una traición. Ninguno de ellos lo hizo, los guerreros estaban demasiado acostumbrados a las costumbres de los minotauros y los civiles eran demasiado ignorantes para reconocer un insulto.
No era ninguna sorpresa. Sin duda, los guerreros, después de todo, habían sido informados por el gigantesco Caballero de Solamnia que tenía que ser sir Darin Waydolson. Por su reputación, sir Darin se mezclaba tan poco con los humanos como Waydol en sus tiempos con el resto de su raza, pero los humanos le habían hecho caso a él, mientras que los minotauros no se la hicieron a Waydol.
Lo que fue una sorpresa fue que el joven Torvik carraspeara.
—Ruego que digáis cuántos guerreros perdisteis apostando vigías en el monte Verde —preguntó el joven capitán—, y cómo los aprovisionáis cuando la isla es un arma empuñada contra todo el que pretenda internarse en ella.
—Sí —dijo el nervudo y canoso caballero que debía ser sir Pirvan Wayward—. Daos por advertidos: si no nos lo decís, no podremos ayudarlos, a menos que leamos los mensajes que manden con banderas, fuego o espejos, y ese camino no sería tan honorable como para elegirlo si pudiéramos hacer otra cosa.
Juiksum profirió un bufido. Zeskuk opinaba lo mismo. Sir Pirvan estaba alardeando de sus conocimientos sobre cómo amenazar a un minotauro sin darle motivos para luchar. Sir Darin, todo sea dicho en su honor, lanzaba a su superior una mirada ligeramente reprobadora.
—Soy, en efecto, el hijo de Jemar el Blanco —prosiguió Torvik, haciendo caso omiso de ambos caballeros—. Si sabéis eso, también deberíais saber el nombre de mi madre.
—Lady Eskaia de la Casa Encuintras de Istar —dijo Zeskuk. No quería perder tiempo fingiendo ignorancia.
—En efecto, aunque ahora está casada con Gildas Aurinius, que también se encuentra ante vosotros —replicó Torvik con un leve movimiento de cabeza en dirección al nuevo esposo de su madre.
Zeskuk inclinó la cabeza en el mínimo de los gestos de honor. Después la inclinó aún más en dirección a Torvik.
—Está claro que deseas saber cómo les va a Jheegair y su hijo —dijo dirigiéndose al joven.
Por primera vez, Torvik pareció desconcertado, pero sólo durante un breve instante. Zeskuk vio a Darin reprimir el impulso de propinar una patada en la espinilla al joven.
—Sí —dijo Torvik—. Mi madre los trató con honor. No recuerdo que haya hecho algo distinto con nadie. De hecho, yo sentía curiosidad por saber si la vida de tus compañeros estuvo llena de honores después de aquello.
No era una mala manera de recuperar la vertical después de caer; por menos de eso se había ovacionado a luchadores del circo. Teniendo en cuenta que era evidente que Torvik no había pensado desde hacía años en Jheegair, o en el hijo de Jheegair a quien su madre salvado de caer por la borda del Copa de Oro, fue una notable demostración de entereza y buen juicio.
Jemar y Eskaia había criado entre ambos a un guerrero digno de consideración. Zeskuk no retrasaría la primera parte de esa consideración respondiendo con sinceridad a la pregunta de Torvik.
—Perdimos a cuatro de los doce guerreros que partieron hacia la montaña antes de que llegaran a su puesto, aunque intentaron permanecer en terreno despejado. Otro murió de sus heridas ya en la montaña. Tienen agua —prosiguió el minotauro—, pero poca comida, excepto aves y sus huevos. No acabamos de decidirnos sobre el mejor modo de ayudarlos. Tal vez hayas pensado en algo.
Esto iba dirigido a Torvik, lo cual podía no ser la decisión más prudente. El caballero de más edad, sólo superado en estatura por sir Darin, torció el gesto, al igual que varios de los comerciantes.
Pero Torvik tenía una deuda de honor que cobrar, tanto por su madre como por sí mismo, y dejarlo hablar el primero era la manera más barata de pagarla. Además si era tan juicioso como parecía, podía producir buenos resultados.
—Yo sugiero que mandemos dos, quizá tres, columnas al interior —propuso el joven—. Buscaremos el camino más seguro hacia el monte Verde y lo mantendremos abierto para vuestros guerreros de la cima.
Zeskuk concedió a Torvik un honor adicional por evitar el insultante término «rescate».
—Si descubrimos que eso no puede hacerse sin riesgo —prosiguió Torvik—, pensaremos en otras estratagemas. Si la vida de la isla puede derrotarse, entonces deberíamos apostar vigías también en el Humeante. Con ambas montañas bien custodiadas, la isla debería tener menos secretos y menos peligrosos.
—La sabiduría de los viejos se encuentra a menudo en los corazones jóvenes —dijo Zeskuk, aunque no se sentía lo bastante viejo para decirlo con expresión seria—. Sugiero que discutamos esta propuesta de Torvik y que tomemos una decisión sobre ella. Os ofrezco hospitalidad. Hablar reseca la garganta en cualquier clima, cuanto más en éste, y no admiro ninguna debilidad por decirlo.
Sir Darin esbozó una sonrisa y nadie más parecía oponerse a aceptar la oferta.
—Me congratulo —dijo Zeskuk con más formalidad—. Si nos ponemos de acuerdo, después de beber podemos estudiar las diversas maneras de marchar hacia el interior sin pedir a nuestros guerreros más de lo que exige el honor. Si no, nos habremos refrescado y estaremos mejor preparados para buscar otros caminos.
«Además, nos ocupará todo el día y quizá parte de la noche —fue la frase que Zeskuk no pronunció para sus compañeros—. Estamos en nuestra nave y no me parece que los humanos estén unidos en un consejo, ni que hayan dormido demasiado bien».
El kender corría a la máxima velocidad que le permitían sus cortas piernas, pero Gerik seguía acortando distancias con rapidez. Habría dado alcance al fugitivo mucho antes si se hubiera atrevido a espolear su montura para que fuera más deprisa que a un trote corto. En aquel sendero estrecho y sinuoso, cualquier otra cosa habría puesto en peligro al animal. Raíces de árbol, rocas, terreno blando, conejeras… podía esperarles de todo.
El kender se giró e hizo un gesto indescriptible a Gerik. El joven bajó la punta de su lanza y picó espuelas. El kender se echó bruscamente a un lado, Gerik intentó seguirlo con la punta de la lanza y el acero se estrelló contra una rama baja, con tanta fuerza que el impacto estuvo a punto de descabalgar al jinete.
Antes de que lograra recobrarse de la sorpresa, un dogal descendió desde la copa del árbol y pasó alrededor de su cabeza y su brazo izquierdo. Su caballo caracoleó salvajemente y Gerik se encontró balanceándose en el aire cuando su montura se alejó de él.
Sin embargo, antes de que el dogal pudiera estrechar peligrosamente su cerco, Gerik desenfundó una daga con la mano libre, y con dos tajos el lazo y la cuerda se separaron. El joven aterrizó flexionando las piernas para amortiguar la caída y desenvainó la espada en cuanto recuperó el uso de ambas manos.
Pero la cuerda y el lazo eran el último ataque de los kenders. Para cuando Gerik hubo recuperado su lanza y su montura, lo único que quedaba de los kenders era su estridente risa burlona y varios gestos groseros asomando entre los árboles. A una serpiente le habría costado internarse más en el bosque en persecución de los pequeños seres; aquella parte no había sido deforestada ni demasiado recorrida desde hacía generaciones.
A caballo, lo único que podía hacer era obligar a su inquieta montura a recular hasta un ensanchamiento del camino donde pudo dar media vuelta. Después regresó al trote junto a sus camaradas.
—Bien hecho —lo felicitó Bertsa Wylum. La mujer llevaba una armadura ligera, compuesta por un casco y un peto, y tanto la armadura como la ropa visible presentaban una mezcla de franjas marrones y verdes que hacía difícil distinguirla a una distancia de diez pasos.
—Habría sido mejor si no hubiera ensartado un árbol, en lugar de a ese kender ladrón. —Relató su aventura en el sendero.
—Es mejor que la primera vez que hice instrucción de esgrima montada —dijo la veterana guerrera—. Le corté la oreja izquierda de raíz a mi caballo.
—¡Uf!
—El caballo dijo algo más fuerte, si no recuerdo mal. Igual que mi maestro de equitación.
Gerik, Bertsa y sus cinco guardias hicieron dar media vuelta a sus monturas y regresaron al camino al paso. Cuando se hubieron alejado lo suficiente del bosque para estar a salvo de posibles oídos indeseados ocultos, se detuvieron.
—Espero haber sido convincente —dijo Gerik—. Mi único temor es haberme excedido. ¿Y si alguno de los Recogevertidos cree que quiero vengarme con sangre del amigo Patomaduro? No serán nuestros amigos si somos enemigos de su invitado.
Bertsa frunció el ceño.
—Shumeen se ha esforzado por asegurarse de que la verdad se extienda al máximo. Si quieres preocuparte, hazlo por los kenders que ya son amigos de nuestros enemigos y les harán llegar la noticia de que los Recogevertidos trabajan para nosotros.
Gerik esbozó una sonrisa forzada.
—¿Algún kender es tan necio? —preguntó.
—Tus amigos nunca son tan buenos como desearías —sentenció Bertsa.
—¿Significa eso que tus enemigos tampoco son tan malos? —replicó Gerik.
—Debería. A veces sí. Que éste sea el caso, sólo podemos esperarlo.
Y rezar, pensó Gerik. Deseó saber más sobre a quién rezar, o poder confiar en los clérigos de la región. Eran demasiados los que parecían bailar al son del Príncipe de los Sacerdotes… ¿y era una coincidencia que tantos estuvieran construyendo santuarios y plantando árboles alrededor de la hacienda Tirabot?
Gerik lo dudaba.
Pero al menos Horimpsot Patomaduro estaba bien lejos, aparentemente habiéndose puesto en contra de los habitantes de Tirabot, y podía esperar a unos sacerdotes con esa información sobre él. La indiscreción sacerdotal podía ser un arma de doble filo.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo Zeskuk—. Una columna de minotauros sigue nuestra ruta original hasta el puesto de vigilancia del monte Verde, y otra columna de humanos abre su propia senda hacia el mismo lugar desde su lado de la isla. Cuando lleguemos hasta nuestros camaradas, pensaremos en la conveniencia de apostar vigías en el Humeante si la isla no se nos ha resistido hasta el punto de obligarnos a emprender otro tipo de acciones.
—Se necesitará mucha fuerza para quitarnos de en medio a cualquiera de nosotros —dijo el caballero sir Niebar—. Ninguno de nosotros ha navegado hasta aquí para volver a casa sin resolver el misterio y vengar a nuestros camaradas.
—También en eso estamos de acuerdo —dijo Zeskuk—. No es que esperase que hubiera desacuerdo en ello. Todos somos guerreros que conocen el honor.
—Pero queda un asunto pendiente. Es…
—Los derechos de acogida en la flota de la otra raza si el tiempo empeora —dijo un comerciante humano. Era tan gordo e iba tan ricamente vestido, además de ser inútil a todas luces para la guerra y la navegación como el resto, pero algo en su voz indicó a Zeskuk que en otro tiempo habla sido marinero.
—Creía que eso ya lo contemplaba la ley del mar —dijo el minotauro, modulando su voz para reflejar más respeto del que normalmente habría mostrado a quien lo interrumpiera—. ¿O alguno de nosotros lo duda?
Si alguien lo dudaba, no se atrevió a reconocerlo, al menos en voz alta, a Zeskuk y a bordo de su propio barco. El minotauro profirió un suspiro.
—Mejor. En esta época del año, el tiempo suele ser bueno en las costas de Suivinari durante varias semanas seguidas. Espero que hayamos acabado antes de que descarguen las tormentas de verano, pero la magia que opera aquí puede haber llamado la atención de los dioses…
Zeskuk creyó ver que el rostro de Torvik se contraía. ¿Sabía el joven capitán algo que no había contado a los demás? El minotauro estudió a los otros humanos, en busca de signos de información ocultada de un modo que debiera denunciarse como traición, para evitar que su propia flota lo dejara en la estacada. El rostro de un humano era más fácil de interpretar que el de un minotauro, por la piel más fina de los humanos y su mayor expresividad facial.
Nadie parecía ocultar nada ni haber reparado en Torvik. Y si así era, lo negarían. Llamar mentirosos a unos futuros aliados era el tipo de ofensa mortal que era mejor evitar hasta que sirviera de algo.
—La cuestión de la que iba a hablar es la de los observadores en cada columna —continuó Zeskuk—. Minotauros con los humanos y humanos con los minotauros.
Zeskuk esperaba que, a aquellas alturas, nadie rompería el acuerdo tácito de no emplear la palabra «rehenes». Los observadores lo serían en todo menos de nombre, además del suyo personal. Pero ambas razas tenían leyes y costumbres que hacía difícil entregar voluntariamente rehenes.
Como él y su hermana habían acordado, Fulvura dio un paso al frente.
—Soy la más apropiada de la flota de la Raza Predestinada para marchar con los humanos —dijo.
—Ah, pero si entramos en combate… —dijo un comerciante.
—Si eso ocurre, estaré en primera línea, como es mi deber —respondió Fulvura. Puso los brazos en jarras para que los humanos la vieran en toda su estatura y con toda su fuerza. Zeskuk pensó que si hubieran visto a su hermana con su armadura completa, algunos de los comerciantes se habrían ensuciado encima de terror.
—Yo me ofrezco voluntario para marchar con los minotauros —dijo sir Darin. También dio un paso al frente, hasta situarse a la distancia de un antebrazo de Fulvura. No alcanzaba su estatura, pero no parecía menos fuerte.
La presteza de la reacción de sir Darin sugería un acuerdo previo también entre los humanos. Era lo que Zeskuk esperaba. Con lo que no contaba era que fuese sir Darin, que sabía más sobre los minotauros que cualquier otro humano y probablemente haría que «observador» significara en realidad «espía legal y honorable».
¿Cómo eludir este peligro?
—Sir Darin no es equiparable a Fulvura, si se los compara por su rango en las flotas —dijo Zeskuk—. ¿Se ofrecerá alguien de mayor rango?
—Tenga una camarada de confianza y juramentada, veterana en muchas batallas a mi lado, que ha hablado de no separarnos nunca —dijo sir Darin antes de que ningún otro humano tuviera ocasión de presentarse voluntario—. Si esa camarada se une a mí, ¿hará que los observadores humanos igualen a los minotauros?
La manera de pronunciar «observadores» se acercó mucho al borde del escarnio sin penetrar en el territorio prohibido del insulto. Zeskuk miró a sus compañeros. Estaba dispuesto a acceder al deseo de Darin, siempre que ningún minotauro o humano pusiera objeciones.
Ambos minotauros asintieron levemente. Los demás humanos asentían o no sabían qué decir. Zeskuk decidió considerarlo una aceptación.
Lo mismo hizo Darin. El capitán Torvik se marchó apresuradamente y Zeskuk llamó a los sirvientes para que llevaran más refrescos. No tenía obligación alguna de servir la cena a los humanos. No quería que permanecieran tanto tiempo a bordo de su barco, ni cargar a sus cocineros con el trabajo de preparar alimentos acordes con los gustos humanos, ni servirles el sencillo rancho de los minotauros y verlos arrugar sus ridículamente puntiagudas y pequeñas narices.
Si Zeskuk deseara atacar a unos invitados a su mesa, elegirla un punto más vital que su nariz.
Llamaron a la puerta. Fulvura la abrió para dejar pasar a un alto humano con cota de malla pavonada y las piernas, los brazos y la cabeza cubiertos de metal. De hecho, el yelmo era tan ceñido que sólo permitía ver los ojos.
Pero sir Darin desabrochó los cierres del yelmo con rápidas torsiones de sus poderosos dedos. El «camarada» se peinó con los dedos su largo cabello castaño y sonrió a sir Darin como si estuvieran solos no sólo en el camarote, sino a bordo del barco.
Aquella sonrisa indicó a Zeskuk que se hallaba ante la esposa de sangre elfa de sir Darin, Rynthala. Su nombre no era desconocido para Zeskuk, pero nunca había imaginado que sería casi de la misma estatura que su marido. Conocía a minotauros de ambos sexos a los que ella podría mirar a los ojos sin levantar la barbilla.
Entonces tuvo una visión fugaz de los humanos. Evidentemente, esto era una sorpresa para ellos tanto como para él. Es decir, para todos menos para el capitán Torvik. Los demás estaban tensos, y en ciertos casos agotados de dominarse para no quedarse mirando boquiabiertos.
El comandante minotauro decidió poner fin a la incomodidad de sus visitantes.
—Sir Darin, lady Rynthala —dijo—. Estáis bien preparados para lo que habéis venido a hacer con nosotros. Me felicito de que estéis aquí.
Otra llamada a la puerta anunció a los escribas con las copias del acuerdo, en lengua común y minotauro. Lo único que faltaba era añadir los nombres de los observadores y firmar, Zeskuk y Juiksum por los minotauros, sir Niebar, Gildas Aurinius y dos comerciantes por los humanos.
A la postre, no sería necesario esperar a que los observadores reunieran su equipo. Fulvura ya lo había hecho, y con excepción de sus armas (dos baúles llenos), siempre viajaba con poco equipaje. En cuanto a sir Darin y su dama, al parecer tenían todo lo que necesitaban a bordo de la nave humana, cuidadosamente embalado por Rynthala con su disfraz de «escolta».
Zeskuk se las ingenió para poner fin a la reunión con la mayor rapidez posible sin dar la impresión de querer echar a los humanos. El aire del camarote era cada vez más sofocante, su estómago rugía pidiendo más galletas untadas con puré de carne y cerveza de un barril apenas enfriado bajo la quilla, y los humanos tenían todo el aspecto de querer decirse algunas cosas unos a otros sin la presencia de minotauros.
El comandante minotauro no se deshonró ni deshonró a sus huéspedes. Esperó hasta que su barco se había alejado para apoyar la cabeza en la mesa del camarote y bramar de risa.
Sir Pirvan se hallaba en el puente de popa del Moza Risueña, con la mirada perdida en el crepúsculo mientras la flota de los minotauros desaparecía en la distancia. Ahora soplaba una brisa más fuerte y las velas estaban hinchadas y tensas, por lo que la mayoría de los remeros haraganeaba en cubierta. El timonel estaba abajo y no podía oírlos, o al menos eso esperaba Pirvan.
Torvik se dirigió a proa con toda la celeridad que pudo sin perder la dignidad. Pirvan quiso urgirle que se diera prisa, pero no se atrevió. Estaba tan enfadado que tenía que mirarse los pies para asegurarse de que sus botas no estaban abrasando las planchas de la cubierta.
—¿Queríais hablar conmigo, sir Pirvan? —preguntó Torvik. Pero no era una pregunta. De hecho, el joven capitán hablaba con voz firme, sin la menor muestra de arrepentimiento.
Parte del enfado de Pirvan se diluyó. Torvik mostraba ahora un notable parecido con su padre y su madre, cuando habían decidido qué rumbo tomar y no se dejarían desviar, por mucho que los demás pensaran o hicieran. Abochornar a Torvik no sólo constituiría una ofensa para el joven, sino también desperdiciar el aliento.
—¿Sabías que sir Darin llevaba a Rynthala, disfrazada, a bordo del barco? —preguntó Pirvan.
—Lo sospechaba —respondió Torvik—. Pero no podía estar seguro. Y aunque lo hubiera estado, ¿no se trataba de un asunto que debían juzgar los caballeros? No podía negarle mi ayuda a sir Darin con un argumento tan endeble. ¿Y los caballeros solámnicos tienen miedo a sus esposas?
La ira estuvo a punto de cegar a Pirvan, pues la cobardía no podía ser un tema de broma, según el Código y la Medida. De pronto, cayó en la cuenta de que el Código y la Medida no tenían nada que ver en este asunto.
—Sí —dijo—. O como mínimo tanto como cualquier marido con dos dedos de frente. Lo descubrirás cuando te cases. Me sorprende que no lo hayas aprendido ya observando a tu madre.
Torvik esbozó una franca sonrisa.
—Tomaré vuestro consejo al pie de la letra —dijo.
—Ahí va otro consejo —dijo Pirvan, mientras su sonrisa se esfumaba—. No retengas información que podamos necesitar. Vi tu expresión cuando Zeskuk habló de la atención de los dioses y su influencia sobre el tiempo. Contuve mi lengua porque tus secretos quizá no sean tuyos y no puedas revelarlos. Pero piensa seriamente en el precio que tal vez otros tengan que pagar si guardas silencio.
—Lo hago —dijo Torvik—. Es verdad. Descubrí cosas cuando escapé de la criatura marina que son secretos de otros. Pero ningún juramento me obliga a guardarlos. Sólo el honor y el sentido común. Puedo decíroslo a vos y a Gildas Aurinius. Puedo decírselo a cualquiera y lo haré si mi silencio pone en peligro a las nutrias marinas.
—Hablas sin tapujos de que repelieron al monstruo, y tu tripulación también —respondió Pirvan—. Creo que la mayoría de los humanos e incluso los minotauros serían unos necios si fueran lanzando arpones contra ellas después de oír eso.
—En ambas razas hay una proporción de necios —recordó Torvik al caballero—. La gratitud quizá no baste para salvar la vida a los moradores délos bajíos.
—¿Moradores de los bajíos? —repitió Pirvan—. Si no recuerdo mal, así es como se llamaba antiguamente a los dimernestis.
—Sí.
Pirvan se sintió tentado a preguntar el resto allí mismo, pero se contuvo. Sospechaba que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber.
También sospechaba que no era sólo el honor y el sentido común lo que ataba la lengua de Torvik. El rostro del joven capitán le recordaba el suyo cuando cayó en la cuenta de que se estaba enamorando de Haimya y viceversa, mientras ella seguía comprometida con otro.