6
Gerik se puso su segunda mejor muda de túnica y calzas, y su mejor capa de viaje para acudir a la cena en las habitaciones de Ellysta. Todo lo demás adecuado para visitar a una dama necesitaba un cepillo de cerdas rígidas y una plancha caliente, o bien había servido de morada invernal a las polillas.
Dudaba de que Ellysta esperase a un fino galán istariano, ni en modales ni en atuendo, pero si lo esperaba, tendría que decepcionarla. Había demasiado trabajo en Tirabot y pocas manos para hacerlo, para que él dedicara muchos esfuerzos a su vestimenta. De hecho, se preguntó qué podía esperar Ellysta en cuestiones ajenas al vestir. Decía que era hija de un comerciante y que había seguido viviendo en el campo después de que murieran su prometido y su madre, porque su padre se había vuelto a casar y entre Ellysta y su madrastra saltaban chispas cada vez que se rozaban.
No era una historia increíble, pero Gerik recordaba que, en las viejas leyendas, las mujeres que surgían de la nada con historias semejantes resultaban ser con demasiada frecuencia hechiceras, dragones e incluso diosas disfrazadas.
Gerik dudaba de que Ellysta fuera nada semejante. Había oído lo suficiente sobre las experiencias de la joven para saber que nadie capaz de evitarlas las habría soportado. Por tanto, ella era mortal y probablemente le ofrecía su amistad a cambio de su hospitalidad. A partir de un comienzo tan honorable, no necesitaban ir más lejos. Pero si lo hacían, parecía probable que fueran una buena compañía uno para el otro.
Al menos eso era lo que Gerik se decía a sí mismo mientras cruzaba el patio a grandes zancadas, consciente de las miradas que lo seguían e incluso de un par de sonrisas rápidamente disimuladas a su paso. También era consciente de que, debajo de su túnica, llevaba una cadena de oro fino que había recibido las bendiciones de buena fortuna de Tarothin y de Sirbones.
Se preguntó si el mago Túnica Roja y el sacerdote de Mishakal volverían alguna vez a Tirabot, aunque sólo fuera para hacerles una visita amistosa. ¿O tal vez, enterados de que sus padres se habían embarcado rumbo a Suivinari, los dos ancianos practicantes de magia encontrarían las fuerzas para acompañarlos?
Se lo preguntaría a sus padres en su próximo mensaje, aunque quizá no lo recibieran antes de que zarparan. De hecho, había empezado a preguntarse si habían recibido su primer mensaje, porque no había recibido respuesta alguna.
—Disculpadme, buen señor.
Bertsa Wylum estaba ante él. Gerik se detuvo.
—¿Hay noticias? —preguntó.
—Ha llegado un cazador diciendo que hay un ruido atronador en el bosque de Huichpa.
—Eso es territorio de los Dirivan, ¿verdad?
—Lo bastante cerca —dijo ella, haciendo un gesto de asentimiento—. Intentan impedir que nadie que no sea uno de sus leñadores corte árboles en él.
Gerik calculó mentalmente las distancias.
—Si el ruido era tan estruendoso, ¿no deberíamos haberlo oído también nosotros? —preguntó.
—A veces el sonido viaja de maneras caprichosas, de modo que puedes estar en medio del trueno y no oírlo. —Wylum bajó la voz—. Pero un centinela afirma que vio una gran nube de humo en esa dirección, justo antes de que se fuera la luz.
Gerik miró hacia arriba. El cielo no sólo estaba oscuro, sino que ni siquiera se veía una sola estrella. El aire olía a lluvia inminente y el viento arreciaba.
—A menos que te enteres de algo más —dijo—, no hace falta que mandes a nadie de patrulla, con una tormenta en ciernes.
—Me temo que no podemos mandar a nadie al bosque de Huichpa de día.
—No, pero habrá noches menos crudas. Además, esta noche habrán salido todos los exploradores de los Dirivan y estarán muy alerta.
—Quizá descubran que no es tan fácil vernos en plena tormenta —dijo ella.
—O quizá descubramos nosotros que no es fácil ver nada, incluyendo las emboscadas e incluso de dónde procede el sonido.
—Eso tiene sentido —admitió Wylum, aunque sonaba como si no tuviera demasiado sentido que ella obedeciera las órdenes de Gerik. Si no fuera el hijo de su comandante en jefe…
Gerik observó como Wylum se alejaba y se preguntó por qué temía tan poco a esa mujer. Sin duda, en gran parte tenía que deberse a la influencia de su madre, que nunca se callaba lo que creía que debía decir. Su padre también tenía alguna responsabilidad en ello. Nunca ponía en duda el derecho de Haimya a decir lo que pensaba, ni dejaba de escucharla… aunque después dijera a su esposa que eran tonterías.
Horimpsot Patomaduro nunca se había sentido tan derrengado y miserable en toda su vida como en su viaje de regreso a Tirabot, y eso ya antes de que empezara a llover.
Después de que empezó, habría sido el kender más miserable de Krynn, por no hablar del peor vestido (por lo menos entre los kenders que hacen cosas que exigen vestido). Por fortuna, tuvo un pequeño golpe de suerte justo antes de que se abrieran los cielos.
Las luces de una granja brillaban a lo lejos, a su izquierda, y gracias a ellas vio a una granjera recogiendo la colada de un tendedero improvisado entre dos perales. Patomaduro corrió velozmente hacia el huerto y salió a lo que esperaba que fuera el extremo de la cuerda de tender más alejado de la mujer.
En cambio, salió de entre los árboles casi a los pies de la granjera. Ella gritó y levantó las manos, soltó la cesta de la colada y la ropa salió volando. El kender no se detuvo a elegir talla o color. Se limitó a apoderarse de las tres primeras prendas que tenía a mano y perderse a toda prisa en la oscuridad.
Los gritos de la mujer lo persiguieron un trecho, hasta que un trueno los ahogó. Confiaba en que la tormenta desaconsejara su persecución hasta que estuviera en Tirabot y pudiera explicárselo todo a lord Gerik, que a su vez podría explicárselo a la mujer.
Patomaduro tenía la sensación de que, con la pintura espectral por todo el cuerpo, había aterrorizado aún más a la mujer. Ahora, sólo con que consiguiera hablar con Shumeen para que le prestara otra vez un buen puñado de monedas de cobre, podría pagar la maltrecha colada.
Un nuevo trueno desgarró sus castigados oídos. El efecto habría sido más brutal si lo hubiera podido oír con más claridad. Una gruesa gota de lluvia se estrelló contra su nariz y otra resbaló por una oreja chamuscada.
Patomaduro se detuvo para ponerse las prendas robadas, o por lo menos envolverse en ellas, porque le parecía haber robado unas sábanas. Consiguió un remedo de traje sujetándose la ropa de cama con el cinturón y los andrajos de sus antiguas ropas.
Después siguió andando, mientras el aire se convertía en agua y el suelo en barro. Comprendió que llegaría a la hacienda Tirabot empapado como si no se hubiera detenido a vestirse y probablemente con un aspecto igual de ridículo.
Pero si el miedo al ridículo hubiera detenido o siquiera frenado a un kender, su raza se habría extinguido hacía mucho tiempo.
La cena que había preparado Ellysta era bien sencilla: estofado, pastas ligeras y vino. Pero el asado y el vino contenían trazas de hierbas que Gerik jamás había saboreado, y dudaba de que procedieran de la cocina del castillo. Era evidente que las pastas no habían salido del horno del cocinero, y Gerik juró que contrataría a quien las hubiera horneado Para que preparase el banquete de recepción a sus padres, aunque hubiera sido un hobgoblin.
—Saquearon la mansión enseguida para satisfacerse —dijo Ellysta, en respuesta a su pregunta sobre las hierbas—. Pero no rompieron todos los botes y frascos. Shumeen recogió unos cuantos antes de que nos marcháramos.
Las viejas leyendas hablaban de emplear vino como base en pociones mágicas para esclavizar a los hombres, pero Gerik no se sentía esclavizado. Tampoco estaba completamente sobrio, después de la tercera copa de vino alterado con hierbas, pero tenía una clara visión de la mujer, que era al mismo tiempo su invitada y su anfitriona.
Sólo podía tener unos pocos años menos que él, probablemente ni siquiera cinco. Habían bastado unos días sin penurias, guerra y miedo para borrar la expresión de animal acorralado de sus ojos azules y la extrema delgadez de su rostro.
Las heridas visibles de sus manos y tez se curaban con el diestro toque de Serafina y sus abundantes pociones; todo lo demás estaba oculto bajo una de las batas prestadas por Serafina. A Ellysta le quedaba demasiado grande, y no estaba hecha para exhibir a su propietaria ni cuando le quedaba bien.
Con todo, Gerik se descubrió disfrutando de la compañía de Ellysta, sin tener la sensación de que estaba creándose más obligaciones ni miedo a las consecuencias. Si eso se debía al vino, era la sensación más agradable que había obtenido de la uva desde que de niño la probara por primera vez.
Podía pasarse la mitad de las noches de un año así, si todas eran tan agradables.
Ellysta añadió detalles de sus aventuras, mientras apuraban el vino que quedaba en la jarra. Parte de la comodidad de Gerik desapareció, porque advirtió que ella se reservaba cosas. Al final, levantó una mano.
—Ellysta, me estás contado demasiado o demasiado poco —dijo—. Demasiado para tu tranquilidad mental o demasiado poco para la mía.
—No soy una espía del Príncipe de los Sacerdotes —dijo ella sin mostrar ninguna indignación. Podía estar diciendo que la jarra estaba vacía.
—¡Ni siquiera se me había ocurrido! —Gerik se preguntó cómo formular con palabras su próximo pensamiento—. Los… que te curaron… me contaron bastante.
Ellysta cerró los ojos. Además se mordió el labio. Se dio la vuelta antes de que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
Gerik quería acariciarle la mejilla o el cabello. Por Branchala, deseaba atreverse a estrecharla entre sus brazos y dejar que llorara, decirle que con él no tenía que fingir más valor del que tenía.
Alargó el brazo para coger la servilleta y sacudir las migas para ofrecérsela como pañuelo. Ella fue a cogerla en el mismo momento. Sus dedos se rozaron. Gerik sintió que la mano de la joven temblaba, pero no la retiró. Al cabo de un instante, decidió dejar también su mano donde estaba.
Permanecieron sentados lo que pareció el tiempo suficiente para que las tres lunas pasaran por todas sus fases. En realidad no podían haber pasado más de unos minutos, porque una mancha de vino del mantel aún estaba húmeda cuando Ellysta movió los dedos, pasando por encima de la mano de Gerik hasta su muñeca y luego subiendo por su brazo.
Al llegar al codo, se detuvo. Estaba temblando, respiraba agitadamente y además las mangas de Gerik estaban tensas por encima del codo y sueltas por debajo. Esto último provocó una sonrisa en los dos rostros, pero la de Ellysta se desvaneció enseguida.
Gerik no era un inocente en cuestión de mujeres, pero se cuidaba mucho de decirlo nunca, sabiendo que a pocas mujeres les gustaba oírlo. A menudo, sonaba más a bravata que a promesa. Por tanto, sabía algo sobre cuándo una prenda de ropa se convierte en un obstáculo. Pero ahora descubrió que estaba lejos de contar con la experiencia necesaria para saber lo que tenía que hacer en ese momento con Ellysta. Dudó de que el propio Paladine lo supiera.
Gerik decidió también que, aunque él no era un dios, con eones de tiempo por delante, esperaría al menos toda aquella noche antes de que Ellysta pudiera sentirse incomoda. El honor de la hacienda Tirabot y el suyo propio no exigían menos.
Al fin, Ellysta extendió la otra mano y la apoyó en el otro brazo de Gerik. Apretó con una fuerza que sorprendió a Gerik. Una repentina imagen mental le hizo sonreír.
Ella lo miró casi hoscamente.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó.
—Recuerdo una canción en la que una dama sujeta los dos brazos de un hombre para que su amigo lo golpee por la espalda.
—No es muy honorable.
—No, pero el hombre había tratado a la dama de una manera vergonzosa.
—Entonces no tienes nada que temer —dijo Ellysta, poniéndose en pie. Gerik creyó por un momento que se contoneaba, luego la siguió con la mirada mientras daba la vuelta a la mesa.
No se contoneaba cuando se quedó allí un instante que pareció durar una semana. En su lugar, inspiró profundamente tres veces. Después dio un paso al frente, hacia los brazos de Gerik.
—Si puedo tenerte miedo, entonces estoy demasiado aterrorizada para seguir viviendo —consiguió articular—. Abrázame.
Gerik inició su abrazo con la misma delicadeza que si estuviera recogiendo a un polluelo de una semana. Ellysta estrechó rápidamente el suyo. De hecho, parecía casi enfadada hasta que él respondió con un abrazo más firme.
Patomaduro decidió entrar en la mansión por una ventana, en lugar de llamar a la puerta. Era menos probable que las ventanas estuvieran vigiladas por quienes le harían preguntas o incluso le cerrarían el paso.
Quería hablar con Gerik y Shumeen cuanto antes sobre lo que había visto y oído. Pero, antes que eso, quería quitarse la mugre de encima y ponerse al menos una prenda que no pareciera un andrajo robado, empapado y sucio.
La suerte que había acompañado al kender hasta entonces lo abandonó entonces. La única ventana abierta que veía era la de Ellysta, y se encaramó a ella.
Sus oídos medio sordos no le permitieron oír los ruidos procedentes de la habitación, aunque no había truenos. Cuando se disponía a saltar al interior de la estancia, un relámpago cercano lo cegó. No vio lo que hacían las personas que había en el interior y lo poco que les apetecía recibir visitas y menos aun que entraran por la ventana.
Esta vez, Patomaduro aterrizó de pie. No le sirvió de mucho, porque un grito le perforó un tímpano y una brutal maldición el otro.
Se encontró cara a cara con Gerik y Ellysta, los dos con menos ropa que él. Cada uno se había cubierto apresuradamente con alguna prenda de ropa, aunque Patomaduro tuvo ganas de reírse cuando vio que Gerik había cogido la combinación de Ellysta y ella la camisa de Gerik.
Sin embargo, no tuvo ganas de reírse al ver la punta de la espada de Gerik a un dedo de su nariz y una daga en la mano libre de Ellysta.
Por fortuna, Gerik profirió otra maldición, en voz más baja.
—Por todas las criaturas malvadas del Abismo, ¿qué haces aquí, amigo mío?
—Eh… —fue lo primero que dijo Patomaduro. Comprendió que eso no decía mucho a sus anfitriones y se esforzó un poco más—. Ah… —dijo ahora, seguido de—: ¡chis! —cuando estornudó violentamente.
A continuación, empezó a toser. Ellysta consiguió pasarse la camisa de Gerik por la cabeza, correr hacia el kender y arrodillarse a su lado.
—¡Que Mishakal tenga piedad! —exclamó—. Tiene quemaduras, magulladuras, torceduras y lo que parecen sábanas robadas. ¿Dónde has estado?
Entre toses, Patomaduro intentó contar su historia.
En los intervalos entre truenos, consiguió oír también gritos en el exterior y, lo que era peor, fuertes pisadas en las escaleras. Cuando unos sonoros puñetazos en la puerta se unieron a los pasos, Patomaduro deseó que se lo tragara la tierra. Empezó a temblar y descubrió que no podía evitarlo.
—Gerik —dijo Ellysta con firmeza—. Lleva nuestras ropas junto al brasero. No dejes que se quemen, sólo caliéntalas mientras quito a nuestro amigo estos harapos. Y despide a esos mastines tuyos que ladran en el pasillo. ¡Aquí no tienen nada que hacer!
Gerik se echó a reír.
Ellysta se puso en pie y Patomaduro disfrutó de un momento para apreciar la fina estampa que exhibía la joven, con el cabello cayéndole por la espalda y las largas piernas que sobresalían de la camisa de Gerik.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Ellysta.
—Los dioses me han puesto al mando de mujeres mandonas desde el día en que nací —respondió Gerik.
—¡Pues lamentarás ese día si tus guardias entran aquí al asalto como si fueran de la caballería pesada solámnica! —amenazó ella.
Gerik seguía riendo cuando se dirigió a la puerta.
—No hay motivo de alarma —gritó sin abrir la puerta—. Uno de los kenders se ha mareado y se ha perdido. Mandad a un mensajero en busca de Shumeen y también de lady Serafina.
Patomaduro oyó murmullos al otro lado de la puerta. No sonaban tanto a desobediencia como a quién se encargaría de unas tareas tan desagradables. No era fácil encontrar a Shumeen, como a cualquier buen kender, y Serafina no se mordía la lengua con quienes la despertaban cuando la visitaba su marido.
Finalmente, las voces se extinguieron y fueron sustituidas por pasos que se alejaban. El único temor de Patomaduro era que Shumeen llegara enseguida y lo encontrara así.
—Gerik, date la vuelta —dijo Ellysta. Fue hasta el brasero, recogió una camisola y un corpiño del montón cercano y se los tendió al kender.
—Póntelo. Está caliente y te quedará mejor que cualquier cosa de Gerik que no lleve yo en este momento.
Después le dio la espalda y Patomaduro sufrió otro ataque de tos.
Gerik temió que el kender siguiera tosiendo hasta la extenuación, pero Patomaduro estaba hecho de una madera mucho más dura. Consiguió recibir a Shumeen con las ropas prestadas por Ellysta, en lugar de con su desnuda y maltrecha piel.
Shumeen no facilitó las cosas riéndose hasta que Gerik estuvo a punto de zarandearla y Ellysta dispuesta a ayudarlo. Pero al final rodeó la cintura de Patomaduro con un brazo y lo sacó de la habitación, murmurando cosas como «menos seso que una sartén» y «jarabe calmante» y «pedir al cocinero ladrillos calientes».
Cuando los kenders se hubieron marchado, Ellysta se encaró con Gerik.
—Acabaremos tan helados como él si nos quedamos así mucho más rato.
Gerik hizo un gesto de asentimiento, boqueando para encontrar las palabras.
—Si queremos… Si no queremos quedarnos helados… permite que te acerque el resto de la ropa…
Lo que quería decir era que, si iban a seguir, podían retirarse a la cama de la joven, y si no, él podía retirarse a la suya. Ellysta se echó a reír.
—No esperaba que mi combinación te sentara como a mí tú camisa, naturalmente. Así que, tal vez deberíamos intercambiar las prendas.
Se quitó la camisa de Gerik. El joven tragó saliva y soltó la combinación.
—Qué hermosura —susurró.
Ellysta se ruborizó.
—¿Incluso… las heridas?
—Las heridas honorables no empañan la belleza. —Gerik deseó estar seguro de que era una frase original.
Acto seguido, se arrodilló junto a Ellysta y, con gran delicadeza, besó cada una de las heridas honorables. Ella suspiró, y él dejó de preocuparse por si decía algo original. Poco después, ninguno de los dos hablaba.
Ellysta lloró antes de dormirse, pero en el hombro de Gerik, con alegría y esperanza. Se quedaron dormidos, tan profunda y rápidamente que a duras penas se acordaron de echar las sábanas sobre sus cuerpos.