Capítulo 19

Al día siguiente regresé a mi apartamento de un humor bastante distinto al que tenía cuando me marché. Sin embargo, todavía me acechaban las dudas y estaba convencida de que aún tardaría un par de días en asimilar todo lo que Karin me había dicho en la cabaña. Y entonces… ¿qué debía hacer entonces? La verdad es que no tenía ni idea. Una cosa estaba clara: la situación se estaba volviendo insostenible. Lo más seguro era que tuviera que mudarme a otra ciudad. Sí, esa sería la solución más fácil.

Un poco más calmada, me dirigí a la cocina para calentar el agua del café. Ya tenía el hervidor en la mano cuando sonó el teléfono.

Puesto que no contestar era ya casi una costumbre, tardé un poco en reaccionar. El teléfono siguió sonando y me puso nerviosa… por varios motivos. Fue entonces cuando recordé que Karin había prometido llamarme en cuanto llegara a casa. Casi pude oír su voz regañándome por no coger el teléfono, así que finalmente contesté.

Al otro lado de la línea se oía una respiración agitada, pero esta vez ni siquiera pensé que pudiera tratarse de un psicópata.

—¿Qué quieres? —pregunté, más bruscamente de lo que pretendía.

La respiración era cada vez más audible y parecía muy fatigosa.

De repente, se hizo el silencio y, al cabo de un momento, me llegó un ruido irreconocible a través del auricular. Se hizo de nuevo el silencio. «¿Ha pasado del sexo telefónico al acoso telefónico?», me pregunté. ¡A lo mejor tendría que haber sido ella quien se fuera de fin de semana a la cabaña con Karin!

—Di algo —exclamé, en tono amenazador— o cuelgo.

—Oí de nuevo aquel ruido extraño y después, de repente, su voz.

—Por favor… —dijo, casi sin fuerzas. No parecía su voz.

Parecía como si procediera de un sótano o como si hablara a través de un pedazo de algodón, o ambas cosas a la vez.

—¿Sí? —pregunté en tono de expectación, el mismo que había utilizado ella la primera vez que la llamé.

—Por favor —oí de nuevo su voz a través del auricular, muy débil—. ¿Puedes venir?

¿Tan pronto? ¡Y eso que Karin pensaba que jamás volvería a dirigirme la palabra! Su respiración seguía siendo agitada y me pregunté qué estaría haciendo. No podía ir. Esa noche, no. Aún tenía que pensar en todas las cosas que me habían estado rondando por la cabeza a lo largo de los últimos días.

—No hace ni un cuarto de hora que he llegado a casa —dije—, y la verdad es que no tenía la más mínima intención de salir esta noche.

De nuevo percibí aquel sonido irreconocible, más alto en esta ocasión. No, no era irreconocible: sonaba como un lamento.

—¡Por favor, ayúdame! —Me pregunté qué estaba pasando.

¿Tanto me deseaba?

—¿Qué pasa? —le pregunté, molesta.

—Por favor, ven —susurró de nuevo, muy débilmente. Allí estaba pasando algo. La línea se quedó otra vez en silencio: dejé de oír la respiración, pero estaba segura de que no había colgado.

Esperé un poco y luego colgué. «¿Qué hago?», me pregunté.

Tenía una voz muy rara, casi desesperada. Por otro lado, yo conocía• de sobra sus dotes de actriz. ¿Qué me encontraría en su casa si iba a verla?

Regresé lentamente a la cocina, mientras mi inquietud iba en aumento. No podía quedarme en casa, tenía que descubrir qué estaba pasando. Y si lo único que quería era vengarse de mí, si lo único que pretendía era que se las pagara, me daría cuenta a tiempo.

Cogí la chaqueta y me dirigí a su casa con paso vacilante. Pulsé el botón del interfono correspondiente a su apartamento y me abrió de inmediato. Subí en el ascensor hasta su planta y, una vez frente a la puerta, vacilé antes de pulsar el timbre. La puerta se abrió muy despacio. No la vi por ninguna parte. Entré y eché un vistazo a mí alrededor. Después me volví para cerrar la puerta y entonces la vi.

Estaba medio encogida detrás de la puerta, apoyada en la pared.

Apenas se sostenía en pie. Llevaba el kimono negro, pero no se había abrochado el cinturón. No llevaba nada más debajo de aquella prenda. Tenía la cabeza inclinada, pero la levantó y me miró:

—¡Dios mío! —exclamé, horrorizada. Su cara estaba cubierta de sangre y ni siquiera le veía los ojos. Me abalancé sobre ella y traté de sujetarla. Dejó escapar un gemido de dolor—. Dios mío —me oí repetir. La cogí por los brazos e hice caso omiso de sus gritos de dolor—. Ven —le susurré—, tengo que llevarte a la cama. —Se quejaba a cada paso que daba.

Abrí la puerta de la habitación y la ayudé a tumbarse en la cama tan despacio como pude. Gemía de una forma espantosa. La miré y me sentí totalmente impotente. Me senté junto a ella en la cama y ese movimiento, apenas perceptible, la hizo quejarse otra vez.

Quise consolarla, pero… ¿qué podía hacer yo, si le dolía todo?

—¿Qué ha pasado? —le pregunté. Intentó contestarme, pero tenía los labios partidos y muy hinchados. Le hice una señal para que no hablara—. Déjalo… Ahora no tiene importancia. Voy a llamar una ambulancia. —Cogí el teléfono, que estaba sobre la mesilla de noche.

—¡No! —exclamó, con decisión.

No la entendí.

—Pero tienes que ir a un hospital. Es necesario que te vea un médico.

De nuevo intentó hablar.

—Nada de hospitales —susurró con gran esfuerzo—, nada de policía.

Yo ni siquiera había caído en eso, pero lo cierto es que también tendría que llamar a la policía. ¿Por qué no quería que lo hiciera?

Era obvio que alguien la había atacado.

—Sé razonable… ¡Yo no puedo ayudarte! Estás herida. Déjame llamar una ambulancia, por favor.

Negó con la cabeza, trabajosamente, y su rostro se contrajo en un gesto de dolor. Me sentí impotente. Mis conocimientos médicos se limitaban a saber hacer unos cuantos masajes que, desde luego, no serían de ayuda en esos momentos.

Siguió quejándose y yo pensé que debía hacer algo. Llamé a Karin.

—Te he llamado tres veces —me saludó alegremente—. ¿Estabas durmiendo otra vez?

—No —le contesté en un susurro. Se dio cuenta al instante de que algo no iba bien.

—¿Qué pasa?

—Necesito un médico.

—¿Qué te has hecho? —me preguntó, sobresaltada—. Pero si acabamos de volver…

—No es para mí.

Por muy extraño que resulte, pareció como si aquello lo explicara todo.

—Estás con ella —dijo. No era una pregunta, sino una afirmación.

—Sí —respondí.

—Dame la dirección —dijo. No me preguntó por qué, ni tampoco me dijo que fuera a un hospital. Si a lo largo de los últimos días no me hubiera dado cuenta de lo útiles que podían llegar a ser su amabilidad y su calma innatas, lo habría sabido en ese momento.

Realmente, era una persona muy especial. Le di la dirección.

—Voy a intentar contactar con una doctora que conozco.

Espero que esté en casa.

—¡Yo también! —dije, en tono apremiante—. ¡Y por favor, date prisa!

Karin no dijo nada más y colgó. Sabía que haría todo lo que estuviera en su mano, así que lo único que podía hacer yo era esperar. Me pareció una eternidad. Intenté limpiarle la sangre de la cara con una toallita, pero se quejaba tanto que abandoné la idea.

Cuando sonó el timbre miré el reloj: habían transcurrido cuarenta y cinco minutos.

Abrí la puerta y una mujer de pelo gris, de unos cincuenta y tantos años, se precipitó al interior del apartamento.

Di por supuesto que era la doctora, pero no se molestó en presentarse.

—¿Dónde está? —me preguntó sin rodeos.

Le señalé la habitación y pasó a toda prisa junto a mí. La seguí y me la encontré junto a la cama: se estaba subiendo las mangas de la blusa blanca. Sacó un estetoscopio de la bolsa y miró hacia la cama.

—¡Malditos tíos! —dijo, muy molesta.

La miré. No dije nada, pero estaba prácticamente segura de que aquello no lo había hecho un «maldito tío».

La doctora la examinó con rapidez y profesionalidad. Ella se quejaba, pero la doctora le hablaba en susurros.

—No pasa nada, bonita. Ya casi está. —Cuando terminó se incorporó para mirarme—. Creo que ha tenido mucha suerte. Por lo que yo he visto, no hay lesiones internas, pero de todas formas habría que hacerle una radiografía.

Desde la cama, nos llegó un leve quejido de protesta.

—Ya lo sé, bonita, ya he visto la cama. Su vida no corre peligro —dijo, volviéndose de nuevo hacia mí—. En cuanto pueda caminar, llévala a un hospital y que le hagan radiografías. Si ya han transcurrido unos días, no os harán preguntas —me miró—. ¡Prométeme que lo harás! —Asentí, puesto que era una orden—. ¿Es tu novia? —me preguntó.

Aquello me pilló completamente por sorpresa. En cualquier otro momento, no habría contestado a la pregunta, ni tampoco hubiera sabido cuál era la respuesta, pero en ese momento me limité a asentir por segunda vez.

—Teniendo en cuenta a lo que os dedicáis —suspiró la doctora—, tendríais que cuidar un poco más la una de la otra.

¡Pensaba que yo era una…! A pesar de la gravedad de la situación, no pude evitar una sonrisa.

—La cuidaré —le prometí— y en cuanto pueda caminar, la llevaré a que le hagan radiografías.

La doctora me miró directamente a los ojos.

—Bien —dijo al fin—, estoy segura de que lo harás. —Sacó un bloc de recetas y escribió algo—. Ve a comprar esto a la farmacia que está abierta toda la noche y dale una pastilla cada hora durante las próximas doce horas.

Asentí, muy obediente. De todas formas, aquella mujer tampoco habría aceptado un no por respuesta. Dio media vuelta y se alejó hacia la puerta.

—Sí, pero… —dije, extendiendo un brazo. La doctora se detuvo junto al umbral.

—Ya está arreglado —dijo. Después se marchó y yo me quedé allí, junto a la puerta, absolutamente atónita.

Un débil lamento procedente de la habitación me hizo volver a la realidad. Me acerqué a la cama y la miré. Me observó a través de la ranura en que se había convertido un ojo. El otro estaba tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo.

—Voy en un momento a la farmacia —le comuniqué—, a buscar las pastillas.

—No —protestó, con voz tan débil que apenas entendí lo que decía.

Me arrodillé junto a la cama.

—Vuelvo enseguida, pero tengo que ir. Cerraré la puerta por fuera. ¿Dónde tienes las llaves?

Si no me equivocaba al interpretar sus gestos, me estaba señalando el bolso. Lo abrí, encontré la llave y la cogí.

—Vuelvo enseguida —le dije con dulzura, para que se tranquilizara. Acaricié el aire junto a su mejilla, evitando tocarla para no causarle aún más dolor. Después me fui a toda prisa.

Aquella noche fue una auténtica pesadilla para ella, a pesar de las pastillas que le hacía tomar cada hora. Apenas podía tragarlas. Me quedé allí sentada, mirándola: cada vez que le daba una pastilla dormía un rato y, sin embargo, gritaba de terror hasta en sueños. En una ocasión gritó «¡No!» en voz alta y después se despertó. Le di otra pastilla, aunque aún no había pasado una hora.

Todo siguió igual hasta que se hizo de día y entonces cayó en un profundo sueño del que no había forma de despertarla. Me senté en un sillón, envuelta en una manta, y yo también me quedé dormida de inmediato. Me desperté al oír sus gemidos y cuando me despejé, me di cuenta de que estaba intentando levantarse.

—¿Estás loca? —Dije, mientras me ponía en pie de un salto—. ¡Vuelve inmediatamente a la cama!

Se tumbó de nuevo, sin dejar de quejarse.

—Tengo que irme —murmuró, entre los labios hinchados. Tenía peor aspecto que la noche anterior. El kimono se le había caído y pude ver la parte superior de su cuerpo: tenía la piel cubierta de moretones y rasguños. Más exactamente, digamos que entre moretón y moretón se veía un poco de piel.

—Tonterías —repliqué con firmeza—. Quédate en la cama y dime qué quieres, que yo iré a buscarlo.

—No quiero nada —se resignó, suspirando con gran esfuerzo.

—Perfecto —dije. Me acerqué a la cama y me arrodillé junto a ella—. ¿Te duele mucho? —Pregunta estúpida: era obvio que le dolía.

—Estoy bien —afirmó. Un instante después, se le crispó el rostro de dolor.

—¿Quieres otra pastilla? —le pregunté, preocupada. Susurró algo, pero tuve que inclinarme casi hasta apoyar la oreja en sus labios.

—Quiero… salir… de… aquí… —Le costó un esfuerzo terrible pronunciar esas palabras.

«¡No me extraña que quiera salir de aquí!», pensé.

—¿Quieres que te lleve a mi casa? —Me horrorizó la idea de los cuatro pisos, pero si era eso lo que ella quería…

Movió la cabeza imperceptiblemente, pero ese gesto le costó un nuevo grito de dolor.

—París —jadeó, casi sin fuerzas.

—¿A París?

«¿Y cómo piensa hacerlo?», me pregunté. Y además, ¿pretendía pasarse varios días metida en un hotel en esas condiciones, cuando ni siquiera se tenía en pie? Lo mejor era que se quedara dónde estaba.

—Cuando estés un poco mejor, iremos a París —le dije.

Cerró los puños con fuerza.

—¡Ahora! —insistió, con las pocas fuerzas que pudo reunir.

—No puede ser —le dije, en tono tranquilizador—. No aguantarás. Tienes que esperar un par de días.

—Por favor… —susurró, completamente agotada.

¿Qué se suponía que debía responder yo?

—Vale, de acuerdo —suspiré—. Te llevaré a París: no sé cómo, pero te prometo que te llevaré. —La crispación de su cuerpo desapareció—. Reservaré una habitación —dije, mientras me ponía en pie—. ¿Prefieres algún hotel en particular?

De nuevo trató de decir algo. Al principio no la entendí, pero luego la oí decir:

—Hotel no.

—¿Hotel no? ¿Quieres dormir debajo de un puente en ese estado? —Empezaba a sospechar que las heridas le habían afectado algo más que el cuerpo.

—Apartamento —dijo débilmente. Levantó la mano y señaló otra vez el bolso. Me sentí un poco confusa: ¿tenía un apartamento en el bolso? Cogí el bolso y lo dejé sobre la cama, a su lado—. Abre —dijo. Lo abrí—. Direcciones —prosiguió ella. Supuse que quería una agenda y busqué una. Encontré un pequeño anuario de bolsillo: no era la voluminosa agenda encuadernada en piel en la que anotaba sus citas. Respiraba con muchas dificultades—. Primera página —jadeó, con sus últimas fuerzas.

Abrí el anuario. En la primera página figuraba su nombre y una dirección de París. La miré, con gesto interrogante.

—¿Aquí es donde quieres ir? ¿Siempre te quedas ahí cuando vas a París?

Asintió, con los ojos cerrados. Bueno, por lo menos me pareció que asentía.

—¿Quieres que lame? ¿Quién vive ahí?

Susurró algo ininteligible. Me incliné de nuevo.

—Mi… —la oí decir. ¿Quién? ¿Su amiga, su madre, su prima? En ese momento, se me ocurrió que jamás había pensado que ella también debía de tener una familia. Respiró profundamente, al menos hasta donde se lo permitieron sus fuerzas—. Mi… apartamento —dijo.

—¿Es tu apartamento? —Su respuesta fue muy débil, pero supuse que intentaba confirmar mis palabras. No quise pensar en lo que significaba todo aquello: tenía la dirección, sabía lo que ella quería… Ahora sólo quedaba el problema del transporte. Pensé en voz alta—: No puedes caminar, así que descartado lo de meterte en un tren o en avión —paseé de un lado a otro de la habitación—. O sea, que sólo nos queda mi coche. —La miré, tratando de imaginar cómo podía alguien en su estado soportar un viaje en coche de varias horas—. No sé si lo aguantarás.

—Lo… con… seguiré… —murmuró de nuevo. Ella tenía que saberlo. Y además, poseía una voluntad capaz de mover montañas, o eso esperaba yo. Por lo menos, una voluntad capaz de mover su cuerpo hasta París.

—Pues entonces, vale —me rendí, resignada. Si la cosa no funcionaba, yo me daría cuenta, y entonces no le quedaría más remedio que acostumbrarse a la idea de quedarse en casa hasta que estuviera mejor—. Voy a casa recoger unas cuantas cosas y después vuelvo con el coche. No tardaré mucho —trató de abrir los ojos, hinchados, en un gesto instintivo de miedo, pero el dolor le impidió hacerlo. Se quejó de una forma espantosa—. Vuelvo enseguida. Cerraré la puerta por fuera. Ayer no pasó nada, ¿verdad? ¡No tengas miedo! —Cogí la llave y me marché.

Ya en casa, metí unas cuantas cosas en una bolsa, cogí dinero y cheques de viaje y me apresuré todo lo que pude. Cogí también todo el material blando que encontré: mantas, cojines y —¡cómo iba a olvidármela!— una bolsa de agua caliente. Después lo levé todo al coche. Cometí una infracción y entré en la calle peatonal para poder aparcar delante de su puerta. Cuando entré en su apartamento, estaba otra vez intentando ponerse en pie: se halaba a medio camino entre estar tumbada y estar sentada. La ayudé a terminar de sentarse.

—Me parece que es hora de ponerse en marcha —dije—. Tienes que vestirte.

Me dirigí a su armario. Al parecer, también allí había establecido una clara distinción entre su trabajo y su vida privada: no había ni una sola prenda de cuero. Busqué unas cuantas prendas cómodas y prácticas. Sólo encontré ropa interior de seda, pero de todas formas la cogí. En el interior del armario encontré también una maleta y lo metí todo dentro, excepto lo que quería que se pusiera para el viaje: un chándal. Menos mal que tenía uno. De todas formas, estaba claro que hacía deporte.

Regresé junto a la cama.

—¿Crees que podrás ayudarme? —le pregunté. Asintió débilmente. Le di la parte superior del chándal, pero fue incapaz de levantar los brazos sin ayuda y finalmente los dejó caer a los lados, decepcionada—. No pasa nada —la tranquilicé—, ya lo hago yo.

Instantes después, me dispuse a bajar su maleta al coche.

—Vuelvo enseguida a buscarte —dije.

—No —protestó. No quería quedarse sola ni un minuto más.

Me colgué la bolsa en un hombro y apoyé su brazo en mi otro hombro. Se quejó de dolor, pero no le hice caso: la cogí por la cintura y la obligué a levantarse. Se quejó de nuevo, pero se apoyó en mí como pudo. Me pregunté cómo terminaría todo aquello. Ni siquiera habíamos conseguido aún salir de la habitación.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —le pregunté, con cautela.

Su reacción fue violenta. Reunió todas sus fuerzas y dio un paso, mientras yo la sujetaba. Tras un gran esfuerzo, conseguimos llegar al coche. La acomodé entre mantas y cojines en el asiento trasero y recé para que aquello fuera suficiente. Completamente agotada, se derrumbó cuando yo me senté en el asiento del conductor. Tal vez se había quedado dormida: le había dado otra pastilla antes de salir del apartamento, pues de haber estado despierta no habría soportado el dolor.

Cuando arranqué el coche, soltó un grito.

—¿Estás convencida de lo que haces? —le pregunté, mirándola a través del espejo retrovisor.

—Sí —gruñó, con los dientes apretados. Sería mejor que no se lo volviera a preguntar.

Los primeros kilómetros, antes de llegar a la autopista, fueron espantosos. Me entraron ganas de dar la vuelta o, por lo menos, de ponerme unos tapones para los oídos, pues no paraba de quejarse.

Sin embargo, dejé de oírla cuando llegamos a la autopista: se había quedado inconsciente. De hecho, era lo mejor, así que esperé que se mantuviera en ese estado el máximo tiempo posible.

Durante el trayecto paré dos veces sin que se despertara. La observé con atención: su rostro, hinchado, estaba contraído por el dolor. Muy posiblemente, el estado de inconsciencia impedía que su mente pensara en las heridas, pero no protegía a su cuerpo del dolor. Seguía quejándose de vez en cuando, aunque por suerte no se despertaba.

Tras la última parada, me encontré de repente en las zonas industriales de los alrededores de París y, como siempre, me sorprendió aquella súbita transformación. Al principio casi no se veían casas, sólo algunas granjas agrícolas, pero de pronto empezaron a surgir amplias avenidas y complejos industriales que se extendían a derecha e izquierda.

Aquel paisaje artificial no parecía tener fin. Uno tras otro, se sucedían junto a la ventanilla del coche edificios de aspecto fantasmagórico y luces chillonas. Junto a almacenes bajos, aislados y de aspecto desamparado, había edificios altos cuyas azoteas no veía desde el coche: un edificio bajo, otro puntiagudo, uno bajo…

Parecía un lúgubre cuadro futurista rodeado de unas luces espectaculares que lo teñían de colores. La estética de aquellas construcciones me hacía sentir como si estuviera prisionera; todo lo que me rodeaba relampagueaba en torno a mí como si fueran imágenes en una pantalla de cine gigantesca.

No supe cuánto tiempo había transcurrido antes de que el escenario cambiara. Los barrios periféricos pobres de París, con su particular estética, no podían competir con la zona industrial. ¡Qué perversión! Aquí vivía la gente que trabajaba en aquel mundo de ciencia ficción.

Tuve que prestar atención al tráfico. Aunque fuera de noche, las calles de París siempre parecían un atasco en hora punta. Tenía que atravesar la ciudad e incluso tomar parte en la incomparable experiencia de meterme en el tráfico de los alrededores del Arco de Triunfo. Ahora, de noche, me sentía capaz de hacerlo, pero de día no lo hubiera intentado ni por todo el oro del mundo.

Seguí conduciendo, en busca de la calle que conducía a su apartamento. Ya no quedaba muy lejos. De repente, la oí gemir y miré por el espejo retrovisor.

—¿Estás despierta?

Como respuesta, percibí un ruido espantoso y luego un sonido áspero, como si alguien hubiera frotado un metal contra otro.

—¿Dónde…? —preguntó, con una voz apenas inteligible.

—Estamos en París —le contesté en tono cariñoso—. Tu apartamento tiene que estar por aquí, en algún sitio. —Tenía curiosidad por ver su apartamento pero, sobre todo, deseaba que tuviera ascensor.

Encontré el edificio y aparqué en la calle. De repente, me pregunté qué estaba haciendo yo en París. Esperé aún unos momentos, para que ambas tuviéramos tiempo de recobrarnos, y luego salí del coche. Abrí la puerta de atrás.

—¿Puedes salir? —le pregunté con cautela. Se movió un poco.

—Lo intentaré —dijo.

Cogí su bolso del coche y busqué la llave, que estaba escondida en el fondo de un bolsillo interior, atada a una bonita cadena de plata. La sostuve unos momentos en mis manos y la contemplé. En ese momento, ella se quejó en voz alta y me volví a toda prisa para mirarla. Tenía el rostro contraído por el dolor. Me acerqué, le pasé un brazo por encima de mis hombros y la sujeté por la cintura. La acompañé hasta la puerta y la abrí. Muy despacio, la ayudé a entrar y la puerta se cerró por sí sola cuando estuvimos dentro.

Nos hallábamos en un vestíbulo de enormes dimensiones: a derecha e izquierda había amplias escaleras de caracol que llevaban a la planta superior.

—¡Mi madre! —Estaba abrumada y profundamente impresionada. En ese momento, la noté estremecerse junto a mí, lo cual me ayudó a bajar de la nube y a ocuparme de lo que tenía entre manos. No vi ascensores por ninguna parte. Aquel edificio parecía una construcción original del siglo XVIII.

—¿En qué planta está tu apartamento? —le pregunté, con cierta aprensión.

—Primera. —Su voz sonaba muy débil. Levantó apenas la mano para señalar hacia la derecha—. Ascensor.

Noté cierto alivio. Que su apartamento estuviera en la primera planta era una buena cosa, pero seguramente aquello que se veía al final de las escaleras no era la primera planta. Y subir hasta allí…

Aquellas escaleras tenían por lo menos medio kilómetro. Prefería el ascensor, la verdad.

La levé muy despacio hacia la derecha, aunque no veía ninguna clase de aparato tecnológico por allí. Finalmente, cuando llegamos a la esquina del vestíbulo de entrada, vi las puertas del ascensor, que estaban ocultas por completo tras una columna de mármol y lucían una decoración de lo más suntuosa. Entramos en el ascensor, cerré la puerta desde el interior y pulsé el botón donde decía «1».

Tal y como yo había sospechado, en realidad era la segunda planta.

Había otro piso entremedio.

Seguimos subiendo y, al llegar a la planta indicada como primera, encontramos dos puertas. Ella se dirigió de inmediato hacia la de la izquierda. La acompañé hasta la puerta y abrí con la segunda llave del llavero. Una vez dentro del apartamento, me señaló sin decir nada el camino de la habitación… si es que se podía llamar así a aquel tocador francés.

La ayudé a tumbarse en la cama, un ensueño francés de seda y terciopelo, y le quité los zapatos, pero no me atreví a desnudarla. La cubrí con una manta y la miré. Apenas podía mantenerse despierta. Me incliné y la besé delicadamente en la nariz, que parecía la parte menos dañada de su anatomía.

—Duerme —le dije—. Ya estás en París.

Cerró los ojos.