Capítulo 27
Al día siguiente me llamó de todas formas al despacho.
—¿Te has vuelto loca? —me dijo, a modo de saludo. Me comporté como si no supiera de qué me estaba hablando.
—No —respondí inocentemente—, ¿por qué?
—¿Y entonces qué hacen estas cincuenta rosas rojas en mi casa? ¡Te habrán costado un dineral! —Estaba muy indignada.
—¿Cómo? —Contesté, con la misma inocencia de antes—. ¿Alguien te ha mandado cincuenta rosas rojas?
—Alguien no. ¡Tú! —Se enfureció—. ¡No lo niegues!
—Me encantaba cuando se agitaba de aquella manera. Se le había puesto una voz muy aguda.
—No lo estoy negando —dije alegremente, sin dejar de reír.
¡Ah, cuánto la quería! ¡Qué carácter!
—O sea, que te has vuelto loca. —Lo dijo en tono triunfal.
—Te quiero —dije en voz baja—. Si eso significa estar loca, ojalá esté loca el resto de mi vida.
Se hizo un silencio que duró unos segundos.
—Son muy bonitas —contestó al fin, también en voz baja.
—Eso espero. Las he escogido yo misma, una por una.
—¿Una por una? —Se quedó atónita.
—Pues claro. No iba a permitir que lo hiciera otra persona, ¿verdad? —su voz estaba empezando a despertar mi deseo… y todavía faltaban muchas horas hasta que llegara la noche.
—Estás loca —afirmó en tono sensual.
—Será mejor que lo dejemos —le pedí, tratando de mostrarme razonable—. Esto se empieza a parecer mucho al sexo telefónico.
—¿Vendrás a verme hoy? —me preguntó, sin transición alguna.
—Si quieres. —No estaba muy segura de lo que pretendía.
—Sí que quiero —confirmó rápidamente. Desde luego, decisión no le faltaba, lo cual no era nada habitual. ¿Se estaba convirtiendo en una costumbre nueva? Sólo hacía un día que la había puesto en práctica—. ¿A qué hora terminas?
—Hacia las siete. —Me moría de deseo por ella y mis sentimientos se rebelaban, pero no me quedaba otro remedio que admitir que en mi mesa se apilaban montañas de trabajo.
—Lo dices en broma, ¿no?
—No. —Esta vez, tuve que mantenerme firme. Por mucho que me gustara, no podía dejarlo todo y salir corriendo cada vez que ella aparecía. Se me estaba acumulando el trabajo y las fechas de entrega se acercaban, cosa que intenté explicarle—: Tendrías que ver cómo está mi mesa.
Era obvio que todo aquello no le interesaba en lo más mínimo.
—Si no vienes tú, iré yo —me comunicó alegremente.
—¡Ni hablar! —Casi levanté las manos, como un gesto instintivo de defensa, pero en el último momento me di cuenta de que necesitaba al menos una para sostener el auricular. Traté de razonar con ella—. Sabes que no puede ser.
—No, no —replicó—. Esta vez no me vas a hacer cambiar de idea. O estás en mi felpudo a las cuatro en punto, o me verás en tu oficina.
—¿En el felpudo de mi oficina? —no pude evitar imaginarme la escena, ni burlarme de ella—. Eso aún no lo hemos probado.
—Ahora eres tú la que busca el sexo telefónico. —Se rió.
Lo admití.
—Llegaré pronto —le prometí—, pero no te aseguro que sea a las cuatro en punto.
—No llegues muy tarde —me susurró sensualmente—. Te estaré esperando.
—Dios mío —suspiré—, cuánto me gustaría estar ya ahí.
—Y a mí. —Percibí su impaciencia a través de la línea telefónica—. Hasta entonces, pues. Mientras tanto, me dedicaré a regar las rosas. —Hizo una pausa—. Pensaré en ti todo el día. —Colgó.
Besé el auricular del teléfono y dije:
—Yo también pensaré en ti todo el día. —Lo dejé en la horquilla. Sentí lástima de mí misma mientras contemplaba el auricular de plástico.
Finalmente, salí del trabajo a las cinco. Cuando entré en su apartamento, me recibió con un beso largo y apasionado, lo cual hizo que me empezaran a temblar las rodillas. Sin embargo, y para mi sorpresa, me soltó y me apartó de su lado.
—Siéntate —dijo. No era exactamente una petición, sino más bien una orden dictada en un tono educado—. Voy a prepararte un café.
La veía muy puesta en el papel de ama de casa.
—Si quieres, también puedes traerme las zapatillas de fieltro —le grité, molesta.
—Es que no tengo —me respondió, mirándome por encima del hombro—, pero si te gustan, te compro unas. —Aparentemente, hablaba en serio.
—¡Por Dios! —exclamé. Estaba atónita, pues aquel recibimiento no acababa de encajar con mis expectativas—. ¿Qué es lo que te pasa?
Puso en marcha la cafetera exprés y regresó junto a mí.
Yo seguía contemplándola boquiabierta y ella me dio un pellizquito en la nariz.
—Me gusta cuando llegas a casa cansada del trabajo y puedo cuidarte un poco. Jamás había tenido la oportunidad de hacerlo —explicó, con la intención de responder a mi pregunta. Después me empujó hacia el sofá y yo me dejé caer.
—Pues espero que esto no se convierta en una costumbre —protesté—. Soy muy vaga. Si empezamos así, acabaremos pasando todas las noches en casa viendo la tele.
Se inclinó sobre mí y me rozó sensualmente la mejilla con los labios.
—Yo sé cómo evitarlo —dijo, riéndose en voz baja. Después se puso en pie—. Además, no tengo tele y, por lo que sé, tú tampoco.
—Yo sí. Está en el sótano —repliqué.
—Y ahí se va a quedar. —Se echó a reír otra vez—, por lo menos mientras sea yo quien hace los planes. —Desde luego, los estaba haciendo, aunque yo no acababa de entender muy bien qué significaba todo aquello.
Regresó a la cocina y me trajo una taza de café. Después se sentó junto a mí en el sofá, como la primera vez que yo había ido a verla. Cruzó las piernas exactamente como lo había hecho entonces. La única diferencia es que iba vestida de forma distinta, lo cual no impidió que la deseara con desesperación. Cogí la taza de café y, sin dejar de observar por encima del borde a la mujer que estaba sentada junto a mí, bebí un sorbo. Ella había apoyado los brazos en el respaldo del sofá. Se volvió de repente y me piló mirándola.
—¿Quieres que me cambie de ropa? —preguntó. Se echó a reír cuando vio mi expresión angustiada—. Lo digo para que puedas saborear la situación tanto como entonces.
—No había duda de que sabía lo que se traía entre manos.
—Basta ya —supliqué, un tanto incómoda—. Sabes que no me gusta.
—Pero te has acordado. —A diferencia de lo que me sucedía a mí, ella se sentía lo bastante cómoda como para que la situación le resultara divertida—. Estabas tan mona aquel día —dijo, deleitándose claramente en el recuerdo—. Me di cuenta enseguida de que estabas enamorada de mí.
—Supongo que me quedé mirándote embobada. —Aquellos recuerdos aún me hacían sentir muchísima vergüenza.
—Sí te quedaste mirándome, pero no embobada —me corrigió.
Manejaba la situación con gran dominio y consiguió que yo me sintiera prácticamente igual que aquel primer día.
—Por cierto, que no me gustó demasiado. —El recuerdo de lo sucedido provocó en mí una reacción de rabia—. Fue espantoso.
—¿Ser mi clienta? —De repente, se había puesto seria.
¿Qué pretendía al decir aquello? Hasta entonces, nunca había sacado el tema. Se inclinó y cogió una rosa del jarrón, que estaba sobre la mesita de café. La olió.
—Las rosas no estaban aquí. —Me miró—. Hasta hoy, me habían regalado rosas rojas muy pocas veces y, desde luego, nunca tantas. —Se echó a reír, abrumada.
Me costaba imaginarlo. Suponía que, a lo largo de su vida adulta, miles de personas —tanto hombres como mujeres— se habrían enamorado perdidamente de ella.
—La primera vez que me regalaron rosas rojas —dijo de repente, absorta aún en la contemplación de la flor que sostenía en la mano— tenía diecisiete años. Me las regaló un hombre. —Se echó a reír con desdén—. Y claro, quería algo a cambio. —No aclaró si le había dado lo que él quería, y la verdad es que tampoco me interesaba mucho saberlo. Me miró de nuevo—. Después pasó mucho tiempo hasta que alguien volvió a regalarme rosas. De hecho, fue hace un par de años. —En esta ocasión, no dijo quién se las había regalado—. Y ahora tú.
¡No era mucho para una mujer como ella!
Extendió un brazo y me rozó la mejilla con los pétalos de la rosa.
Me acarició hasta la oreja, después descendió hacia mis labios y los acarició también. El perfume de la rosa era embriagador, aunque toda la sala desprendía la misma fragancia. La flor tenía un tacto suave y sedoso. Arranqué un pétalo con los labios y lo sujeté con fuerza. Ella se inclinó, todavía con la rosa en la mano, y me puso un brazo alrededor de los hombros. Me acarició la nuca con la flor y se inclinó aún más sobre mí. Después me besó en los labios, en la comisura opuesta a la que ocupaba el pétalo. Nuestros labios se rozaron apenas, como un susurro, pero se me escapó un gemido.
Entreabrió los labios, tomó el pétalo y mi boca al mismo tiempo y me besó. Permitimos que nuestras lenguas juguetearan un rato con el pétalo: ella lo introducía en mi boca y yo se lo devolvía, hasta que no pude soportar más la excitación. Al parecer, a ella le ocurrió lo mismo, pues me empujó hacia atrás en el sofá y se tumbó sobre mí.
Dejó la rosa a un lado y cogió el pétalo que todavía estaba en mi boca.
—Esto ya no lo necesitamos —susurró, con una voz dulce y sensual.
Deslicé las manos hacia su cintura y empecé a desnudarla. Al notar su piel, la acaricié con los dedos y empecé a desabrocharle los pantalones. Gimió cuando le acaricié el vientre.
—Espera —me ordenó.
No me moví. Se sentó a horcajadas sobre mi pierna y empezó a balancearse, frotándose contra mí. Al cabo de unos segundos, se corrió impetuosamente. Después se dejó caer sobre mí y la abracé.
—Lo siento —murmuró, tras concederse unos segundos para recuperar el aliento—. No era eso lo que pretendía hacer.
—¿Te ha gustado? —le pregunté con ternura.
—Sí. —Como de costumbre, lo admitió a regañadientes—. Pero…
—Entonces no hay problema. —La abracé con más fuerza—. No hay problema —respondí en voz baja.
—Me vas a hacer llorar. —Había apoyado la cabeza junto a mí, en el cojín del sofá, y no le veía la cara. Le acaricié la espalda.
—Pues llora. No te hará daño.
—¡Sí que me hará daño! —protestó, con una vehemencia inesperada. Se levantó de golpe, se metió la camisa dentro de los pantalones y se subió la cremallera—. ¡Y sí que hay problema! —No conseguía abrocharse el botón. Dejó caer los brazos a los lados y me observó con una mirada de absoluta desesperación—. ¡Ni siquiera soy capaz de abrocharme los pantalones! —Estaba a punto de echarse a llorar y, desde luego, no era por los pantalones.
Me senté.
—Ven aquí —le dije. Se acercó y le abroché el botón. Después la obligué a sentarse sobre mis piernas—. ¿Qué pasa?
—Ya no puedo hacer mi trabajo —me explicó. Yo ya había imaginado que eso tenía algo que ver—. Por lo menos temporalmente —matizó de inmediato. «Bueno, ya veremos si es sólo temporalmente», pensé. Se volvió sobre mi regazo y me miró—. Y por supuesto, tú te alegras —me espetó, rabiosa.
Estaba claro que eso no podía rebatírselo.
—Por un lado sí —contesté con sinceridad—. Pero por el otro, estoy triste porque tú estás triste.
—¡Yo no estoy triste! —Protestó, levantándose casi de un salto—. No estoy triste en absoluto. Pero no tengo ni idea de cómo me voy a ganar la vida en el futuro inmediato.
En ese momento, se me cruzaron los cables.
—Cásate conmigo —bromeé.
—Ah, claro —ahora estaba enfadada de verdad—. ¡Y luego te compro unas zapatillas de fieltro!
—Bueno, no lo decía literalmente. —Intenté en vano que se tranquilizara un poco. Seguía teniendo la sensación de que me correspondía un papel en aquella escena, pero no me sabía el guión.
—¿Qué? —Reaccionó con más rabia que antes—. O sea, que no quieres casarte conmigo. Entonces, ¿por qué me lo has propuesto?
Aquello sí que me desconcertó por completo.
—No —repliqué, confundida—. Si pudiera, y si tú quisieras, me casaría contigo ahora mismo. Pero hasta que los activistas y los abogados consigan ganar esa batalla, me temo que la única solución que tenemos es vivir en pecado.
Se tranquilizó un poco.
—Ya —dijo. Era obvio que estaba muy perdida.
—Pero gano dinero suficiente para dos. —Si quería hablar sobre ese tema, lo mejor era ir sopesando todas las alternativas. «¿Por qué no?», me dije—. Aunque no te puedo garantizar tantos lujos —añadí, echando un vistazo a mi alrededor.
—No es necesario —dijo, distraída—. Venderé el apartamento. —Se puso en pie y recorrió la sala a grandes pasos. Iba y venía, iba y venía—. También puedo vender el apartamento de París —reflexionó en voz alta—. Con el dinero que me darían, podría vivir por un tiempo.
¿Tenía dos apartamentos en propiedad y le preocupaba su futuro?
—Me parece que debería ser yo quien dejara el trabajo y se casara contigo —dije, pensando que estaba lo bastante enamorada como para hacerlo.
Me miró, aún perdida en sus pensamientos.
—No creo que pueda sacar mucho por este apartamento. —Hablaba como un contable—. Ni siquiera he terminado de pagarlo.
Me resultaba dolorosa la idea de que tuviera que renunciar a su apartamento de París, pero de todas formas se lo pregunté.
—Pero el apartamento de París debe de valer una fortuna.
—Sí, probablemente —comentó, sin prestarme demasiada atención—. La verdad es que no lo sé.
—¿Que no lo sabes? ¿No lo compraste tú? —Mi perplejidad iba en aumento.
—No —me contestó distraídamente, como si estuviera pensando en otra cosa y no quisiera perder la concentración—. Lo heredé.
—¿Lo heredaste? —Se me ocurrió entonces que tal vez hablaba francés tan bien porque era su idioma materno—. ¿Eres francesa?
—No. —Me miró con más atención y dejó de pasear de un lado a otro—. No, por desgracia no. Una clienta me lo dejó. —Empezó a pasear de nuevo, aunque en esta ocasión más despacio.
—¿Una clienta? —Me dije que tal vez me había equivocado de profesión—. ¿Qué? ¿Cómo? —Ni siquiera sabía qué preguntar, pero me entendió perfectamente.
—Murió hace dos años y me lo dejó a mí.
¿Así de fácil? ¿Una antigua clienta? ¿Un apartamento de lujo en París? Me parecía inimaginable, pero entonces se me ocurrió algo.
—Hace dos años… —murmuré pensativamente. Se paró en seco.
—No se te escapa nada, ¿eh? —No lo decía en un tono especialmente halagador—. Sí, tienes razón. Fue la última mujer, antes de ti, con la que… —Se interrumpió, como si ya hubiese hablado demasiado.
Me dio la espalda y se quedó dónde estaba. Apoyó un brazo en el otro y se sujetó la frente con una mano. Había algo en todo aquello que la preocupaba terriblemente. ¿Se trataba sólo de una clienta? No, yo sabía que eso no podía ser cierto, pues jamás habría llegado hasta ese extremo con una clienta.
—Erais pareja —afirmé, de repente.
—¡No! —se enfureció. Daba la sensación de que lo peor que podía pasarle era que alguien la acusara de haber amado—. Sólo era una clienta. —Sabía que estaba haciendo terribles esfuerzos por mantener el control.
—Tuvo que ser algo más que una clienta —apunté, convencida—, si te dejó un apartamento.
—Me pagaba, por tanto era una clienta —dijo con obstinación.
Yo debía de tener parte de razón porque, de lo contrario, ella no habría sentido la imperiosa necesidad de negarlo todo.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntas? —le pregunté, sin desanimarme.
—¡No estuvimos juntas! —explotó finalmente—. Yo siempre tuve mi apartamento.
Al decir eso, había confirmado involuntariamente mis suposiciones iniciales. Cuanto más insistía en negarlo, más convencida estaba yo de tener razón.
—Supongo que te quería mucho.
—¡Sí, sí! —Protestaba a regañadientes y cada vez estaba más a la defensiva—. Seguramente, ella creía que era amor.
—¿Y tú no la querías?
En cualquier caso, y por lo que yo sabía de ella, estaba segura de que jamás se lo dijo. Se produjo un largo silencio, que daba a entender que o bien ella no estaba segura, o bien no quería estarlo.
—No —dijo al fin.
—¿Qué pasó? —El silencio se prolongó aún unos segundos. Lo único que podía hacer yo era esperar hasta que decidiera contarme la historia.
—Era mayor que yo… mucho mayor que yo. Y se enamoró de mí. —«Eso no es difícil», pensé. Se volvió a medias hacia mí y cruzó los brazos sobre el pecho—. Lo mismo que tú, no soportaba que yo siguiera haciendo mi trabajo, pero yo no quería depender de ella. Me rogó y me suplicó, más de una vez, que me fuera a vivir con ella. Me dijo que tenía dinero suficiente para toda la vida, y hasta para dos vidas. —Movió la cabeza de un lado a otro—. Pero el dinero no sirvió para salvarle la vida. Ni todo el dinero del mundo habría podido detener la enfermedad que la destrozaba por dentro. —Aquella era la causa de la mayoría de sus reacciones. En ese momento, estaba completamente enfrascada en sus pensamientos, como ya la había visto en otra ocasión—. Yo no sabía nada, siempre me lo ocultó. —Se giró hacia la pared y contempló fijamente un cuadro—. Ya hacia el final, había conseguido convencerme para que no me viera con otras mujeres. Me daba dinero más que suficiente para compensar mis «pérdidas salariales», para que no me acostara con otras mujeres. Durante dos años, fue mi única clienta. Yo pensaba: «Si no sabe en qué emplear su dinero, ¿por qué rechazarlo?». —Se tapó la cara con las manos—. Y entonces se marchó. Dijo que iba a un balneario y, supuestamente, tenía que volver dos semanas más tarde. No me dijo dónde estaba el balneario. —Poco a poco, dejó caer las manos—. En todo ese tiempo no supe nada de ella y, transcurridas las dos semanas, no volvió. Esperé unos días y pensé que me había abandonado. Estaba enfadada y muy dolida, así que me acosté con la primera mujer dispuesta a pagarme y reanudé la vida que llevaba antes.
Cruzó muy despacio la habitación, se detuvo frente a la barra de la cocina y buscó consuelo en la cafetera exprés.
—Y entonces —prosiguió—, seis semanas después, recibí una carta de un abogado de Francia. Había muerto en una clínica especializada de Suiza y me había dejado el apartamento de París. —Supuse que para ella había sido un golpe tremendo y que todavía estaba afectada. Suspiró con resignación y siguió hablando, aunque tuve la sensación de que lo hacía en un tono de indiferencia—. Dije que era su hija y hablé con el doctor que la había tratado en sus últimos días. Dijo que de haber acudido antes al hospital, tal vez podrían haber hecho algo por ella, con tratamientos intensivos a largo plazo y estancias en una clínica de reposo. Pero ella siempre se había negado y, al parecer, le había insinuado al médico que había una persona a la cual no quería o no podía dejar sola.
A medida que hablaba iba bajando más y más la cabeza, hasta que casi le rozó el pecho. Se volvió hacia mí y levantó la vista: sus ojos estaban secos y en ellos había una mirada vacía.
—Rechazó el tratamiento por mi culpa. Murió por mi culpa —dijo, añadiendo más crudeza a sus palabras.
Quise consolarla, pero sabía que no me lo permitiría. En cierta manera, tenía razón, y debía encontrar la forma de librarse de esos sentimientos de culpa. Sin embargo, había algo en lo que estaba equivocada por completo.
—Y a pesar de que crees eso, cosa que yo no, ¿sigues pensando que sólo era una clienta?
—Me pagaba. Hasta me abrió una cuenta bancaria en la que, por cierto, nunca faltaba el dinero. —Se negaba a aceptar la verdad.
—Sí, claro. Porque no quería perderte. —A mí no me resultaba tan difícil de entender, pero esa palabra hizo que se le escapara definitivamente el control.
—¿Perderme? ¿Que no quería perderme? —Me lanzó una mirada claramente agresiva—. ¿Es que os habéis creído todas que podéis poseerme? —De nuevo se giró con un gesto brusco y me dio la espalda—. Vosotras me pagáis y sólo por eso ya os creéis que podéis tratarme como si fuera un objeto. Comprar y usar. Poseer y perder. —Se rió con desdén.
No podía ni quería participar en aquel debate, pues sabía que buena parte de lo que acababa de decir obedecía a la rabia que sentía en esos momentos. Conservé la calma.
—¿A quién te refieres con «vosotras»?
Se volvió tan deprisa que casi perdió el equilibrio.
—Pues a vosotras —gritó—. Mis… —Se detuvo tan de repente como había empezado.
—Yo no soy una clienta —dije. Traté de responder sin alterarme—. No te pago, y tampoco quiero poseerte. Te quiero.
Para mí fue muy difícil pronunciar esas palabras con tanta calma.
El miedo me atenazó la garganta y, de golpe, tuve la sensación de que todo lo que la unía a mí y todo lo que sentía por mí se había evaporado. ¿Conseguiría algún día llegar hasta ella? Permaneció donde estaba, en silencio, pero yo tenía que decir algo o, de lo contrario, me echaría a llorar de pura desesperación.
—Estoy convencida de que ella se sentía exactamente igual. —Al parecer, no me oyó, o no entendió lo que le estaba diciendo—. Y yo me siento igual que ella: no quiero perderte. —No sabía si mis palabras le llegaban, pero esperaba que me respondiera.
No reaccionó de inmediato y el tiempo que tardó en responder me pareció una eternidad.
—Yo tampoco quiero perderte —dijo, en voz baja.
Al principio, tuve la sensación de haber recibido una descarga eléctrica, pues no me esperaba esa respuesta. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Se trataba tan sólo de un problema técnico temporal o lo decía en serio? ¿Era consciente de que aquella era la primera vez que me confesaba sus verdaderos sentimientos desde que nos conocíamos?
Me acerqué lentamente y me detuve frente a ella. No la toqué.
Permaneció inmóvil, con la mirada perdida en alguna parte detrás de mí. Era obvio que no me veía, como tampoco veía todo lo que tenía a su alrededor en esos momentos. Las imágenes que danzaban ante sus ojos vacíos llevaban mucho tiempo grabadas a fuego en su mente. Esperé.
—Era tan buena conmigo… Y la necesitaba tanto. —Hablaba con la voz más inexpresiva que yo había oído en mi vida—. Y entonces me abandonó.
Extendí una mano y le rocé el brazo. Empecé a hablarle con dulzura.
—Estuvo contigo todo el tiempo que pudo. Jamás te habría dejado voluntariamente. ¿Lo sabes, verdad?
—¡No, se fue voluntariamente! —Estaba claro que me escuchaba, pero que para ella mis palabras tenían un significado distinto—. ¡Me dejó en la estacada! —Su rabia parecía auténtica, pero la dirigía hacia una realidad que pertenecía al pasado.
Le apreté el brazo un poco más.
—No, sabes que eso no es cierto. Pensó en ti hasta el final y te regaló el apartamento para que no tuvieras ninguna preocupación.
—En realidad, sabía que era inútil discutir con ella en aquel estado, pero no quería que se perdiera aún más en aquellas reflexiones absurdas. No le haría ningún bien.
—¿Regalarme? ¡Jamás me regaló nada! Se marchó y ya está.
«Uy, uy, aquí hay algo que no me cuadra», me dije. Hacía un minuto que me había contado algo completamente distinto y que sonaba muy creíble. ¿Cuál era la verdad?
—Sin decirme ni una palabra —prosiguió—, de la noche a la mañana. Sin decirme ni una palabra. —Parecía un disco rayado—. No sé qué hacer.
El disco seguía y seguía y, obviamente, ella estaba completamente inmersa en el pasado. No sabía cuál era esa terrible decepción de la que me estaba hablando, pero empecé a tener mis sospechas: ¿era posible que estuviera hablando de dos personas distintas, de dos épocas distintas? Lo mejor era intentar descubrir con mucho cuidado de qué estaba hablando.
—¿Qué pasó? —le pregunté muy despacio, sin moverme.
Tuve la sensación de que ni siquiera era consciente de que yo estaba allí. Hablaba consigo misma.
—Se ha ido. Se ha ido. ¿Cómo puede hacerme algo así? No tengo a nadie más. Nos conocemos desde que teníamos quince años. La quiero. —En sus palabras había un trasfondo de dolor, casi de impotencia, como un niño al que le han hecho daño y ni siquiera sabe por qué.
Hablaba de una mujer a la que conocía desde que tenía quince años, pero no podía tratarse de la misma mujer que le había dejado el apartamento. Entonces… ¿quién era? En cualquier caso, le había dejado heridas muy profundas, heridas de las que aún no parecía haberse recuperado a pesar del tiempo transcurrido.
—La quiero tanto…
Repitió lo que acababa de decir, esta vez en el tono más desesperado que se pueda imaginar. Me dolió. Primero, desespero por una; después, por la otra… Sí, tenía que admitir que estaba celosa de ellas, y me avergonzaba sentirme así, pero no podía hacer nada para cambiarlo. Además, me acababa de dar cuenta de que ella sí era capaz de pronunciar esas palabras. Seguramente, se las había dicho a ellas cientos de veces y, por su culpa, ahora no podía decírmelas a mí. Sentí deseos de venganza, pero me sobrepuse.
Eso no era lo importante ahora: lo importante era conseguir que ella regresara al presente sin desmoronarse del todo. Le sonreí con dulzura, aunque no podía verme.
—El amor es muy frágil —le expliqué—, pero los recuerdos permanecen, tanto los buenos como los malos. Con el tiempo, los malos se van borrando, pero los buenos los conservas durante toda tu vida, ¿no crees? —Esperaba que mi sutil teoría sirviera para hacerle recordar la experiencia de una forma algo más positiva, pero lo cierto es que tenía mis dudas.
Inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado y me miró, pero tuve la sensación de que le hablaba a un fantasma.
—Tenía tantas ganas de que llegara esta noche. Y ahora… ¿qué hago ahora? El apartamento está vacío. Se ha ido. No puede haberse ido sin decirme nada —gimoteó, pero no vi ni una sola lágrima—. Sin decirme nada… —repitió en voz baja, en tono de incredulidad.
La compadecí tanto, que las lágrimas que no brotaban de sus ojos estuvieron a punto de brotar de los míos, aunque aún no había entendido muy bien de qué estaba hablando. Su voz tenía un sonido muy distinto al que yo conocía, un sonido que me sorprendió casi tanto como su llanto en el claro del bosque parisino, cuando me había relatado aquel espantoso suceso. El recuerdo de aquella escena me hizo recobrar la lucidez. No tenía sentido dejar que se consumiera en aquel estado. No era bueno para ninguna de las dos, y mucho menos para ella, pero mis intentos de persuasión no parecían conducir a ninguna parte o, peor aún, parecían hacer aún más doloroso su viaje al pasado. La miré. Tenía la mirada borrosa, y aunque el dolor que veía en sus ojos no era el mismo que vi en el claro del bosque, parecía haber perdido la razón. Extendí una mano y le rocé el brazo; me miró, aturdida, y entonces una sonrisa iluminó su cara.
—¡Estás aquí!
Se acercó a mí y me abrazó con fuerza. No era un abrazo apasionado, más bien era el abrazo de una adolescente fornida que todavía no es consciente de su fuerza y expresa la alegría de volver a verte. Jadeé, en busca de aire. Fui consciente de que no me estaba abrazando a mí y, en ese momento, los celos me pilaron por sorpresa. Reaccioné sin pensar: levanté una mano y le di una bofetada. Le di de lleno. Conmocionada por lo que acababa de hacer, contemplé mi mano todavía suspendida en el aire y luego miré su cara, que había empezado a enrojecer. Que yo recordara, jamás en mi vida había hecho algo así.
—Yo… yo… —tartamudeé— lo… lo siento…
Me observó, tan sorprendida como yo. Nuestras miradas se encontraron en el aire y parecieron incapaces de decidir a qué ojos debían regresar. Nos quedamos paralizadas durante unos segundos y entonces, de repente, ella empezó a reírse. Era algo más que una risita histérica. Se rió más alto y luego se detuvo, tan de repente como había empezado. Sentí cierto alivio. De una forma completamente irracional, había llegado a la conclusión de que cuando una persona está histérica, hay que darle una buena bofetada para que vuelva en sí. Desde luego, no me sentía capaz de repetir lo que acababa de hacer.
Siguió inmóvil y me miró muy seria. Me pareció que su mirada ya no era borrosa.
—Me has pegado —afirmó con calma.
Se me pusieron los pellos de punta. Dios mío, ¿cómo podía compensar lo que había hecho?
—No sé qué decir. No… no… sé —tartamudeé de nuevo— có-cómo ha podido… su-suceder. Lo… lo siento. —Lo único que hacía era repetirme, así que decidí guardar silencio.
La situación era desesperante. Tenía la sensación de que no podíamos pasar dos minutos seguidos con calma y tranquilidad, pues cada vez ocurría algo imprevisto. También en esta ocasión: se echó a reír, como si yo hubiera dicho algo muy gracioso.
—¿Sabes qué es lo más divertido de todo? —Negué con la cabeza. Ni en mis peores pesadillas podría haberlo imaginado—. Que al principio he pensado que ella estaba aquí de verdad, pues lo hacía a menudo.
Creo que la perplejidad fue visible en mi expresión.
—¿Te pegaba? —No podía creerlo.
—Sí —dijo tranquilamente. Después se dio la vuelta, se acercó al sofá y se sentó. Me observó con expectación—. Me alegro de que lo hayas hecho —comentó, de nuevo muy tranquila.
Aquella calma y el repentino cambio en su comportamiento me dejaron atónita. Pero si no hacía ni dos minutos que… A pesar de todo, no podía estar de acuerdo con ella.
—Yo no —repliqué con tristeza—. Detesto la violencia. Yo no soy así. —La miré y esperé su reacción.
—Ya lo sé —dijo. Me sonrió con cariño—. Ven aquí.
Negué con la cabeza. Quería ir junto a ella, pero no quería que nos limitáramos a barrer todo aquello debajo de la alfombra. Si lo único que quería era celebrar nuestra reconciliación…
Me sonrió de nuevo.
—Ven aquí —repitió—. Me has hecho volver a la realidad, o sea, que te lo voy a contar todo. Eso es lo que quieres, ¿no? —Por la expresión de su voz, supe que ya había previsto mi respuesta.
—Sí —afirmé. Aunque mi mayor deseo era saberlo todo de ella, no soportaba la idea de que me relegaran otra vez al papel de voyeur porque, hasta ese momento, siempre había terminado muy mal. Me pregunté si valía la pena satisfacer mi curiosidad. Seguía mirándome, muy tranquila. No parecía que hubiera mucho peligro, pero aun así…—. No es necesario que me cuentes nada.
Movió ligeramente la cabeza, como si fuera incapaz de decidir si aceptaba o no aquella oferta de actuar libremente. Después fijó de nuevo en mí su mirada.
—Te he contado ya demasiadas cosas… —Vaciló un instante. Osea, ¿que consideraba que me había contado demasiadas cosas? Se sentó muy derecha en el sofá, con los hombros rectos—. ¿Te gustaría oírlo?
Me observó de nuevo con expectación, pero no parecía muy inquieta. ¿Debía arriesgarme? Finalmente, tomé una decisión.
—Sí —asentí rápidamente—, me gustaría.
¿Era mi curiosidad la que se había impuesto o había algo más?
No estaba muy segura. Sin embargo, ¿era imprescindible entender todos mis actos y ser responsable de ellos? Todo lo que descubriera de ella podía ayudarme a entenderla mejor y, al fin y al cabo, era lo que yo deseaba. Me acerqué lentamente al sofá y me senté a su lado, mientras pensaba que ese mueble en cuestión era una pieza de museo. La de cosas que habían pasado allí…
—Estás abrumada por lo que te he contado, ¿verdad?
Se quedó mirando el suelo frente a ella, aunque yo estaba sentada justo a su lado. Para ella, probablemente todo aquello era normal, pero en mi mundo —no, me corregí, antes de conocerla: desde entonces, muchas cosas de lo que yo consideraba mi mundo habían cambiado— no lo era tanto.
—Bueno, sí —traté de hablar con máxima prudencia, pero se dio cuenta al instante de lo que estaba pensando.
—No hace falta que te esfuerces tanto en ser tolerante. —Volvió la cabeza y me miró—. Es horrible.
Suspiré.
—Sí, supongo que tienes razón. —Aunque no creía que se tratara exactamente de una cuestión de tolerancia, sino más bien de capacidad imaginativa. Y la mía no siempre podía absorber todo lo que ella ofrecía, pues muchas cosas resultaban inimaginables: al menos para mí, que siempre había llevado una vida «inocente», aunque ni siquiera yo me hubiese dado cuenta de ello hasta hacía muy poco. La miré a la cara y no pude reprimir una pregunta—: Estabas hablando de dos personas distintas, ¿verdad? La mujer de la cual heredaste el apartamento no es la misma que…
—¿Que la que me pegaba, quieres decir? No, no era la misma. —Suavizó de nuevo su expresión—. María era una mujer maravillosa, jamás habría hecho algo así. —Se levantó y se colocó frente a mí, tras una silla—. Hasta ahora no lo había entendido. —Me miró fijamente—. Y ha sido gracias a tu insistencia. —Encogí un poco los hombros y me pregunté qué derecho tenía yo a hacer algo así. No sabía nada de aquella mujer—. Y estabas en lo cierto. —Se apoyó con ambos brazos en el respaldo de la silla y se inclinó un poco hacia delante—. No era una clienta. —Tendría que haberme sentido orgullosa de aquella victoria y, sin embargo, no me sentía así—. Siempre quise autoconvencerme de que lo era, especialmente entonces, cuando no volvió y yo estaba segura de que me había abandonado. Me resultaba mucho más fácil así, porque podía culparla a ella de todo. —Se volvió, para no tener que seguir mirándome, y recostó la espalda en la silla—. Aunque yo sabía que la culpa era sólo mía. —Guardó silencio.
Me puse en pie.
—¡Eso tampoco es cierto! ¿Es que para ti todo es siempre blanco o negro? —Me estaba haciendo enfadar otra vez, y no quería. Me acerqué, pero me detuve justo detrás de ella. Le hablé a su espalda—: ¿Es que tenía que haber una culpable? Estaba enferma: tú no podías evitarlo, ni tampoco ella, ¿no lo entiendes?
Se volvió y vi lágrimas en sus ojos.
—Sí —dijo en voz baja—, sí, ahora lo entiendo.
Probablemente, aquello sólo sirvió para que la echara más de menos. Lo cierto es que yo no estaba muy satisfecha de mi actuación: no estaba interpretando precisamente el papel de abogada del diablo, pero esa era la sensación que tenía. Le puse una mano en el brazo.
—Creo que tu María me habría gustado mucho.
Me observó con calma durante unos segundos y temí que estuviera a punto de deshacerse en un mar de lágrimas. En la habitación no se oía ni una mosca. Justo en ese momento, se le curvaron un poco las comisuras de los labios.
—Quizás sí —dijo—. Tenéis algunas cosas en común. —La curva de sus labios se acentuó—. Pero con lo celosa que tú eres…
Frunció un poco el ceño, en un gesto triste. Estuve a punto de protestar porque me pareció que, a pesar de su tristeza, se estaba metiendo conmigo, pero no dije nada. Además, probablemente estaba en lo cierto.
Se acercó y me abrazó. Fue como si se estuviera despidiendo, pero no de mí: por fin María podía descansar en paz, en ella y en su corazón. Se separó de mí y regresó al sofá. Se sentó con una pierna bajo el cuerpo y levantó la vista.
—Esa era una.
Noté un escalofrío por toda la espalda, pues casi me había olvidado de que había otra. Por otro lado, estaba convencida de que hasta ahora sólo había escuchado la parte menos dolorosa de su historia: María era la buena; la otra era la mala. Tensé todos los músculos del cuerpo, pues no sabía hasta qué punto era mala. Cada vez que me acordaba de aquel día, en las afueras de París…
Tampoco estaba muy segura de querer oír su relato. Me fijé en su mirada mientras me acercaba al sofá: era obvio que estaba preparada para contármelo. Tan obvio que ni siquiera me atreví a decir que no.
—La otra fue mi primer gran amor… mi primera mujer. ¿Te lo había dicho ya?
Negué muy despacio con la cabeza. Lo había adivinado a partir de las frases confusas que me había dicho antes. Se inclinó un poco hacia atrás. Me senté a su lado y esperé.
—Era una amiga del colegio —prosiguió—. Hacía ya bastante tiempo que nos conocíamos, en realidad desde que éramos muy pequeñas, pero en aquella época no nos tratábamos demasiado. —Me miró fugazmente: su mirada era clara y despejada. Tal vez un poco reservada, aunque había recuperado el control por completo—. Todo empezó cuando teníamos trece o catorce años. Fue entonces cuando nos hicimos amigas, aunque ni siquiera recuerdo por qué. De repente, lo hacíamos todo juntas. Y al decir todo me refiero a bailar, beber, fumar… Cualquier cosa menos ser «buenas».
Supongo que era algo bastante normal. —Me dedicó una mirada interrogante, como si estuviéramos en una entrevista televisiva y ella hubiera hecho un comentario que requería mi apoyo. Asentí, mientras pensaba que se trataba de la típica rebelión juvenil. Yo también había pasado por esa experiencia—. A los quince años nos acostamos juntas por primera vez. —Lo dijo sin dar rodeos, muy deprisa, y sin necesidad de que yo apoyara sus palabras: simplemente, estaba constatando un hecho—. Es decir, ella se acostó conmigo, pero no al revés. Y así sucedía siempre: a mí apenas me estaba permitido tocarla, mucho menos introducirle los dedos. Sólo ella podía hacérmelo a mí.
Tragué saliva. No me resultaba fácil escuchar una descripción de lo que había hecho con otras personas. De alguna manera, yo siempre había pensado que eso debería formar parte de nuestro terreno privado, a pesar de su trabajo y a pesar de mis celos. Por otro lado, nuestra relación era muy distinta. Lo que acababa de contarme era una descripción de la típica, muy típica, relación butch-femme: dos mujeres que juegan a ser hombre y mujer. En toda relación hay algo de eso, hasta en las que yo había tenido, pero no hasta ese punto. La verdad es que me resultaba un tanto extraño.
Mientras yo reflexionaba con la mirada perdida, ella guardaba silencio. Me volví y la miré a los ojos: estaba esperando mi reacción, estaba tratando de adivinar hasta dónde podía contarme, hasta dónde estaba yo dispuesta a escuchar. No podía decir nada, pero por mi expresión adivinó que no estaba excesivamente sorprendida.
—Yo creía que las cosas eran así, no sabía que hubiera otras posibilidades. Sólo había estado con ella. —Se rió discretamente—. Bueno, supongo que tampoco es tan distinto de las parejitas de adolescentes heterosexuales, ¿no? —Me miró y yo asentí: no le faltaba razón en lo que había dicho—. Cada vez decía más a menudo que preferiría ser un hombre, pero tampoco me parecía muy extraño. De hecho, siempre fue muy masculina.
Sin querer, me contemplé a mí misma, a lo que ella respondió con otra carcajada, mucho más alegre que la anterior.
—No, ni punto de comparación contigo, no tienes que preocuparte por eso. —Sonrió para sus adentros—. Tenía tatuajes, muchos tatuajes. —Hice una mueca que quería indicar asco. Se inclinó sobre mí—. Si te vas a sentir mejor, te diré que te encuentro muy femenina. —Me besó en la nariz y me dedicó una mirada risueña—. Aunque tal vez… —hizo una pausa muy teatral— sí que tienes un poco de pluma.
Se comportaba como si estuviera considerando muy seriamente esa cuestión. Gruñí, pues no soportaba esa expresión. Se echó a reír cuando vio que había dado en el clavo, respecto a lo cual yo no tenía ninguna duda. Con lo sensible que era ella para esas cosas…
Se puso seria otra vez y me rozó una mejilla con la mano. Me acarició unos segundos y después se recostó de nuevo en el rincón del sofá.
—Lo más interesante de todo es que hoy en día es un hombre de verdad.
—¿Qué? —Lo había dicho con una naturalidad tremenda, como si una cosa fuera la consecuencia automática de la otra.
—Se operó, pero eso fue mucho más tarde y, para entonces, ya no teníamos ningún contacto. De todas formas, ya había empezado a comportarse así mucho antes, cuando todavía era una mujer. Por ejemplo, iba con un grupo de chicas que mendigaban y buscaban clientes en las cercanías de la estación de autobuses. También ella vivió de eso durante un tiempo, y de traficar con drogas, aunque yo no lo supe hasta mucho más tarde. Me lo ocultó durante mucho tiempo, pero no sé por qué. Estoy segura de que habría sido muy fácil implicarme a mí también, pues en aquella época estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que me pidiera. —Me miró de nuevo con esa expresión que quería decir «puedes marcharte cuando quieras», y me pregunté qué esperaba de mí—. En privado, por lo menos… Bueno, como te decía, yo no sabía nada más, ni siquiera cuando la historia se fue complicando cada vez más.
No estaba muy segura de si debía permitirle o no que siguiera hablando. Recordé nuestro primer encuentro y el miedo que ella tenía cuando estábamos en la cama. Traté de desviar la mirada hacia otro lado, pero se acercó y me sujetó la barbilla con un dedo.
Me obligó a volver la cara.
—Te acuerdas, ¿verdad?
Levanté un brazo y, muy suavemente, apoyé la mano en la suya.
—Sí —afirmé en voz baja—. No es necesario que me cuentes el resto si no quieres.
Colocó sus dedos entre los míos y los dejó allí.
—Quiero contártelo. Siempre me ha resultado muy doloroso y siempre lo he reprimido, pero quizás esta sea mi última oportunidad de aclarar quién soy y por qué. —Se mostró distante de nuevo y apartó la mirada—. Por qué soy lo que tú tanto desprecias —dijo en voz baja, en dirección a los cojines del sofá.
Me enfurecí. Ya le había oído decir eso en una ocasión y le había expresado con vehemencia mi disconformidad. Si lo seguía creyendo, tal vez era porque no me había mostrado muy convincente. La abracé por detrás y apoyé la cabeza en su espalda.
—¿De verdad lo crees?
Se le escapó un susurro apagado.
—Si no ahora, más tarde. Aún no te lo he contado todo.
—Pues cuéntamelo todo, para que pueda demostrarte que lo cierto es lo contrario —gruñí, en un tono desagradable. Mi impaciencia empezó a preocuparme de nuevo, pues estaba de más dada la situación.
Se volvió y tuve que soltarla.
—Supongo que ya te lo habrás imaginado. —Unió las manos, como si quisiera rezar, pero no dijo nada. Miró por encima de mi hombro, hacia un pasado lejano—. Al principio, sólo me pegaba a veces. Decía que era para aumentar mi excitación. El dolor del placer, lo llamaba, pero cuando lo hacía, yo jamás sentía placer.
Sólo una vez, y me avergoncé. Cuando se lo dije, volvió a pegarme, así que se lo permití y no dije nada más. Y entonces, un día, me pegó con un cinturón en lugar de utilizar las manos. Mis padres jamás me habían pegado y yo no sabía lo que era eso. Grité: me puso una mordaza en la boca y me pegó con más fuerza. Me salía sangre allí donde me daba la hebilla, pero lo hacía con mucho cuidado: me pegaba en zonas del cuerpo que no se veían cuando estaba vestida. Estaba sorprendida y avergonzada; avergonzada por permitir que alguien me hiciera algo así y, sin embargo, no atreverme a pararlo.
El hecho de que estuviera avergonzada por algo que alguien le hacía no era nuevo. El resto de su relato ya no me asombró, pues parecía una simple deducción de lo ya expuesto.
—Dijo que era una señal de mi amor por ella, que cada cicatriz era un símbolo. ¿Qué podía hacer para defenderme? —Me observó con una mirada confiada. Apenas podía soportar la serenidad de aquella espera y sentí ganas de gritar—. La siguiente vez fue con un látigo —prosiguió—. Después las esposas, la mordaza, los grilletes. —Había empezado a hablar más despacio. Me pregunté si, después de todo, debía interrumpir su relato, si aún quedaba algo peor por contar—. Eso era lo peor de todo: estar esposada de pies y manos, tumbada boca abajo, hasta que ya no podía respirar y le suplicaba que parase. Y lo único que hacía ella era reírse y volver a pegarme. Una vez y otra, y otra, y otra… —Empezó a golpear un cojín. Era como un torrente imparable—:
Y otra…
Le cogí las manos.
—Vamos —traté de calmarla—, basta. Ya está. —Me permitió cogerle las manos, pero siguió moviendo los brazos.
—Y entonces… un día… se marchó. Así de fácil. —Lo dijo como si aún no pudiera creérselo.
—¿Y? —A mí me parecía que había sido un gran golpe de suerte—. ¿No te alegrase de que se marchara?
—¿Alegrarme? —No, era obvio que ella lo veía de una forma muy distinta.
—Pues sí. Al fin y al cabo, eras libre. —Yo habría dado las gracias a todos los santos.
—¿Libre? —dijo, repitiendo mi última palabra. Cambió de posición en el sofá, apartándose un poco de mí—. Me quedé terriblemente sola —explicó, con tristeza—. Ella era todo lo que tenía. Y la quería.
No pude ocultar un estremecimiento. Que sus labios pronunciaran aquellas palabras, en un momento en que tenía la mente tan clara, me lo dijo todo.
—Bueno, pues… —Me recosté en el sofá.
Ya estaba dicho, pero la historia había terminado y ella no tenía intención de volvérselo a decir a nadie, ni siquiera a mí. De repente me sentí terriblemente vieja y sola. Se dio cuenta de lo que había dicho y tal vez fue eso lo que la impulsó a seguir hablando, a tratar de explicarse ante sí misma y ante mí por qué las cosas eran como eran.
—La soledad fue lo peor de todo. —Su voz había recuperado la calma—. No quería seguir estando sola. Ella pasaba todas las noches conmigo. Ya me había acostumbrado.
—¿A todo? —le pregunté, tal vez con demasiada brusquedad. Se sobresaltó y me miró—. Disculpa —me apresuré a añadir—, no tengo derecho a… —Sencillamente me sentía agotada. Era su vida, no la mía. Y en cuanto al futuro, cada vez era mayor la sensación de que ere abismo seguiría existiendo.
—Sí, claro que lo tienes —dijo de repente, con dulzura—. Sí, se puede decir que me había acostumbrado a casi todo. Pero no siempre era así: no me pegaba ni me ponía grilletes todas las noches, pero cada noche dormía conmigo. Era como un ritual. No importaba lo que hubiéramos hecho antes: cuando los íbamos a la cama, teníamos que dormir juntas. Y a veces hacer otras cosas. —Guardó silencio.
Me sentí inquieta de nuevo.
—¿Cuántos años tenías cuando… se marchó? —pregunté muy despacio.
—Diecinueve —dijo—, pero no me lo parecía. Me sentía igual que cuando tenía quince. Era como si no hubiera madurado en absoluto desde que la conocía. La gente de mi edad parecía más vieja. —Se echó a reír, pero su risa no era alegre—. Tal vez era eso lo que llamaba la atención en mí pero, en cualquier caso, me resultó muy difícil rechazar las ofertas. —No me costó mucho imaginar qué había sucedido a continuación. Ella necesitaba alguien que la cuidase—. Tenía tan poca experiencia —prosiguió—. Bueno, excepto en una cosa, de eso me di cuenta enseguida: lo que yo hacía con absoluta naturalidad era aun relativamente nuevo para otras, y ellas pensaban que lo que experimentaban conmigo en un terreno debía extenderse también a otros terrenos. Me comportaba de tal forma que no les quedaba más remedio que creerlo.
—¿Quieres decir que al principio ya te pagaban? —A mí jamás se me habría ocurrido esa idea mientras practicaba con una amante.
Debo de ser muy ingenua, me dije.
—Bueno, no, no es que al principio me pagaran, pero recibía regalos, y caros. Y, por lo general, yo era la segunda mujer, la que sólo sirve para la cama. —Lo dijo en un tono muy despectivo, pero no podía culparla, por mucho que yo también estuviera horrorizada. Se le escapó un suspiro de resignación—. Da igual, el caso es que no me resultó difícil vivir de esa forma y al cabo de un tiempo, me acostumbré. Ya no esperaba nada.
—Hasta que llegó María —dije. Mi clarividencia probablemente supuso una pequeña sorpresa para ella. Me miró directamente a los ojos.
—Sí —afirmó—, y después tú.
Ya no pude seguir soportando aquella situación. Todo aquello formaba parte de su pasado: había agotado con otras todas sus reservas de amor, lo había malgastado en sus torturadoras… Ya no quedaba nada para mí.
—Yo no soy tan importante —dije, haciendo un gesto vago con la mano.
Quise levantarme del sofá. ¿Cómo era la frase de Casablanca?
«Siempre nos quedará París». Sí, encajaba perfectamente: sólo faltaba el avión en que yo debía desaparecer y levantar el vuelo para dejar atrás el mal.
Me cogió del brazo.
—¿Adónde vas? —Cuando quería, podía hablar con la misma dulzura e inocencia que si tuviera quince años. Y en cierta manera, o eso me parecía, seguía teniéndolos, pero yo no.
—A casa. Quiero dormir. Mañana va a ser un día muy duro. —Qué fácil me resultaba recurrir a un cliché. Ni yo misma podía creerlo.
La miré y me di cuenta de lo mucho que la quería, pero yo no podía darle lo que ella ya había visto bajo tantas otras formas. Sólo conseguiría decepcionarla. Me sentía vacía y agotada. Abatida, me arrodillé frente a ella: lo único que me quedaba por hacer era decirle la verdad.
—Te quiero, pero eso es todo lo que puedo darte. Tú siempre has recibido mucho más. No te costará mucho encontrar a alguien mejor que yo. —Le hablaba con voz hueca.
Quise ponerme en pie, pero no me lo permitió.
—Dime una cosa, ¿es que te has vuelto loca del todo? —En su tono de voz ya no había la misma serenidad de antes—. Si no dejas de decir tonterías de inmediato, te echo a patadas. —Reflexionó un momento sobre lo que acababa de decir—. Ah, no, eso es justo lo que quieres, así que te obligaré a quedarte. —En sus palabras había una vitalidad asombrosa, que me piló completamente desprevenida.
—Pero… —balbucí, todavía perpleja.
—¿Pero qué? —Se dejó caer del sofá de repente y se colocó sobre mí. Me miró desde arriba, como un tigre a su presa—. ¿A cuánta gente crees que le he contado lo que acabo de contarte a ti?
Intenté pensar en su pregunta, pero no era fácil. Sabía tan poco de sus relaciones…
—Bueno, pues por ejemplo a María y a… Me interrumpió, furiosa.
—Ni siquiera a María. Y nada de «y a», porque tú eres la única.
¿Por qué crees que te he elegido a ti? —No se me ocurrió el porqué, ni siquiera haciendo un gran esfuerzo, así que guardé silencio—. Tendría que darte una paliza —susurró. Después siguió hablando, esta vez a una volumen más normal—, pero no por influencia de mi trabajo ni de mi pasado. Es una reacción normal provocada por tu terquedad.
Yo no opinaba lo mismo, pero en fin, si eso era lo que ella pensaba… bueno, era más alta, era más fuerte y además estaba encima de mí. No me pareció el momento oportuno para discutir.
—Dios mío de mi vida —farfulló—. Quieres escuchar esas dos palabras. Te has obsesionado tanto con eso que ya no te tomas en serio nada más. ¡Mierda! —soltó. Eso era nuevo—. ¿Es que no lo entiendes? Te acabo de confesar todo lo que tenía que confesar. —Me lanzó una mirada glacial—. Algo que, por cierto, no se puede decir de ti. ¿Y tú única reacción es pensar que no soy lo bastante buena para ti? Bueno, yo también tengo unas cuantas cosas que decir al respecto, ¿no te parece?
—Sí. No. —No sabía qué responder.
Me volvió a mirar de aquella forma tan dulce.
—Pues entonces recuerda bien esto: se ha terminado la época en que me dejaba dominar por la vergüenza y la culpa, y no se puede negar que tú tienes parte de responsabilidad. —Eso no se lo podía discutir—. He recobrado mi autoestima y hay cierta persona que tiene bastante que ver con eso. ¿No es así? —Me observó con una mirada feroz, pero en sus ojos apareció una expresión de ternura que eliminaba cualquier rastro de peligro. Asentí como pude, teniendo en cuenta que estaba inmovilizada contra el suelo—. ¿Y ahora por qué te quieres ir? —Se apoyó en los brazos y aumentó un poco el espacio que nos separaba, con lo cual pude respirar un poco mejor.
Tenía que contestarle, eso estaba claro, pero no sabía cómo y se lo dije.
—No lo sé. Me siento muy pequeña —añadí en voz baja al cabo de unos instantes.
—¡Ajá! —Rodó hacia un lado y se tumbó junto a mí. Habló mirando el techo—. ¿Qué te parece si hablamos del tema con un poco de sensatez? Lo que funciona con una puede que también funcione con la otra. ¿Te has parado a pensarlo?
Si he de ser sincera, no, no lo había pensado y eso no hacía que me sintiera mayor, sino más bien lo contrario. Con todo lo que le había exigido a ella y ni siquiera me había parado a formularme yo esas mismas preguntas. No era muy justo, ¿verdad?
Se apoyó en un codo y me observó con curiosidad.
—¿Qué clase de mujer eres tú en realidad? ¿Me has dejado mirar en tu corazón como yo te he dejado mirar en el mío? —Me hizo sentir incómoda y confusa—. ¿O acaso eso no es compatible con el espíritu del cabalero de brillante armadura?
Tenía muchísima razón, pero lo que yo más deseaba en esos momentos era huir y ella se dio cuenta de inmediato.
—Bueno, no tengo intención de retenerte aquí en contra de tu voluntad, ¿sabes? —Se rió en voz baja y yo tuve la espantosa sensación de ser transparente—. Y me parece que tú no tienes intención de irte. —Me observó de nuevo con una mirada sincera—. Así que… ¿por qué no hablamos de lo que realmente queremos hacer?
Sí, ¿por qué no?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? —Dije, en un tono de amargura—. Tú quieres conservar tu trabajo…
—Ya empieza otra vez el disco rayado —suspiró—. Tendría que habérmelo imaginado. —Sin embargo, en esta ocasión estaba menos enfadada que las otras veces que habíamos tratado ese tema. En realidad, ni siquiera parecía enfadada y mucho menos, dudosa—. Sabes que esa no es la cuestión en este momento. No ha cambiado nada.
—Sí, en este momento… —recalqué.
—Sí, en este momento —repitió ella, con decisión—. Dejémoslo así. ¿O quieres forzar una decisión que ahora mismo no puedo tomar? ¿Qué esperas conseguir de esa forma? Incluso en un caso así, la decisión sería tan sólo temporal.
No me cabía ninguna duda de que tenía razón en lo que decía, pero… ¿cuál era la alternativa?
—Tú también ves las cosas en blanco y negro —prosiguió—. Antes me has acusado exactamente de lo mismo. ¿Qué te parece si las dos intentamos salir de ahí? —Me parecía una persona completamente distinta. ¿Qué le había ocurrido? Iba encadenando una conclusión lógica tras otra. Se echó a reír cuando vio mi expresión de perplejidad—. Bueno, yo también pienso de vez en cuando —sonrió para sus adentros—, lo que pasa es que últimamente tu presencia me ha distraído mucho.
Se inclinó y me besó. ¡Bonita distracción! Otro beso como ese y… Se detuvo y yo volví a abrir los ojos. Su mirada dulce, su boca sensual… ¿Qué clase de criatura era en realidad? Se puso de nuevo sobre mí y me rozó delicadamente la mejilla con los labios.
—Tenemos tanto tiempo… —susurró.
Creí al pie de la letra todo lo que me decía y, en ese preciso instante, una luz se encendió en mi cabeza. ¿Cabía la posibilidad de que mi terquedad hubiese creado tantos problemas como problemas había ayudado a resolver? ¿Y qué sucedería si ahora le decía que no? Me costaba mucho imaginar las consecuencias.
Me aclaré la garganta.
—¿Cómo crees que será nuestra vida si dentro de diez años seguimos juntas? —le pregunté. Sus labios, que en ese momento me estaban besando, se quedaron paralizados.
—¿Quién sabe? —me contestó con sinceridad. Por lo menos, la idea no le había parecido espantosa, de eso no cabía duda. Continuó con su argumentación—. No creo que sea muy distinta para nosotras que para cualquier otra pareja. —Se estaba refiriendo a nosotras como pareja. Bueno, la cosa estaba saliendo muy bien—. ¿Qué te parece si primero nos concentramos en los tres próximos meses? —me sonrió.
Tuve la sensación de que me acariciaba con la mirada. ¿Y yo había estado a punto de renunciar a ella voluntariamente? «Debes de estar loca», me dije. Seguía sonriéndome.
—En una ocasión me hiciste de taxi a París. ¿Quieres volver a intentarlo?
Al principio, no acabé de entenderla muy bien, pero después supe a qué se refería. Sus labios estaban cada vez más cerca de mi boca.
—Sí —dije, un instante antes de que me besara.