Capítulo 2
La oficina me esperaba a las ocho de la mañana, como cada día.
En la puerta, bajo mi nombre y el de mis dos compañeros del sexo masculino, decía «Director de proyectos». Nos llamaban «fondo de directores de proyectos». El trabajo representaba en mi vida bastante más de lo que yo estaba dispuesta a admitir. No me sentía a gusto cuando estaba lejos de la oficina durante mucho tiempo, como por ejemplo durante las vacaciones o las bajas por enfermedad, y siempre me alegraba muchísimo de volver a sentarme a mi mesa. Muchas veces, sólo el trabajo me había ayudado a superar mis crisis personales.
—¡No sé ni por dónde empezar! ¿Habéis visto todo esto? —Mi colega Mark profirió sus habituales lamentos en cuanto me vio y yo sonreí, aunque involuntariamente. A pesar de que mis colegas y yo no teníamos nada en común en el terreno personal, lo cierto es que me caían bien, lo cual hacía que trabajar juntos fuera muchísimo más fácil.
—Bueno, Mark, no eres el único que tiene un montón de cosas que hacer. Estamos todos hasta aquí de trabajo.
Mi respuesta estuvo a la altura de sus expectativas, lo mismo que el resto de mi comportamiento habitual. Aquel era nuestro ritual diario: él sólo me escuchaba a medias, de la misma forma que yo prestaba muy poca atención a sus consabidos comentarios sobre cómo se presentaba el día, o bien los contestaba por inercia. Todo eso servía para darnos la sensación de estar muy unidos, y no nos distraía en exceso. En lo profesional, estábamos muy atareados con dos proyectos tan distintos, que raramente manteníamos una conversación profunda.
Mi otro colega entró por la puerta con su habitual sigilo y me vio.
—Buenos días —dijo, lo cual era, como yo ya sabía por experiencia, el inicio de una conversación de trabajo. Y no me decepcionó—. ¿Ya le has echado un vistazo a lo que te dejé en la mesa?
Me giré y descubrí su informe abandonado sobre la pila de papeleo que se amontonaba en mi mesa. Negué con la cabeza.
—No, todavía no —dije—. Yo también acabo de llegar. —Me acerqué a mi mesa y le eché un vistazo rápido al informe—. ¿Has adaptado el plan, como acordamos ayer?
Él asintió.
—Y también he introducido en el anteproyecto los cambios que querías. Creo que así reduciremos tu proyecto en unas doscientas horas de mano de obra. Ya lo verás en el esquema del proyecto. He impreso una copia de la nueva versión.
—Muy bien. —Le sonreí, aunque con un gesto un tanto ausente, pues mi mirada ya se había desplazado hacia el siguiente papel, que estaba bajo el de mi colega. Mi mente era un hervidero de propuestas y soluciones alternativas. Tenía puesto el chip del trabajo.
A lo largo del día, el trabajo demostró ser una distracción muy eficaz que me impidió pensar en las experiencias de la noche anterior. Por la noche, sin embargo, sufrí una auténtica tortura.
Mirara donde mirara, veía su cara, sus ojos, su forma de mirarme; a veces veía también sus manos y la forma en que me había… No, mejor no pensar en eso. Deseaba verla, pues no podía dejar de pensar en ella. Me sentía como una adicta que estaba pasando por el síndrome de abstinencia. No me hubiera extrañado nada que alguien hubiera intentado venderme droga de camino a casa.
Enamorada de una prostituta… ¡increíble!
Planeé con todo detalle nuestro siguiente encuentro.
Transcurridas un par de semanas, me iría a dar una vuelta por la ciudad y me encontraría casualmente con ella. Nos saludaríamos cordialmente, compartiríamos un banana split en una heladería cualquiera y charlaríamos sobre nuestras experiencias en común.
—¿Te acuerdas de lo mucho que disfrutamos del sexo aquella noche?
Y luego quedaríamos para tomar café otro día. Una amistad bonita y sin complicaciones. «¡Pues sí que estamos apañadas —me dije—. Dentro de un par de semanas ya estaré muerta!».
Aquella última noche apenas pegué ojo cuando llegué a casa.
Con el ajetreo que tuve en el trabajo aquel día, casi ni me di cuenta de que mi apetito también se había reducido considerablemente, pero después fui consciente de que ni siquiera había ido a comer con mis colegas como de costumbre. Ni comer, ni dormir…
¿Cuánto tiempo puede sobrevivir una persona en esas condiciones?
Con la descabellada esperanza de encontrármela «por casualidad».
Esa misma tarde, salí del trabajo a las cinco en punto y vagué sin rumbo fijo por las calles. Y también me tomé un banana split, pues hasta el destino se merece una oportunidad.
Me di por vencida cuando empezó a oscurecer. Una vez en casa, no hice más que dar vueltas en la cama; tuve la sensación de que acababa de cerrar los ojos, pero en realidad ya era de día.
Hice café, me lo bebí, hice más café y también me lo bebí. Mis nervios me lo agradecieron con un temblequeo incontrolable. En dos días no había comido nada, excepto el banana split. Cogí el teléfono, llamé y dije que estaba enferma, pues en esas condiciones no me veía capaz de trabajar. Tampoco quería salir otra vez a pasear por la ciudad, porque eso me induciría a seguir buscándola, así que me dediqué a recorrer mi apartamento como un tigre enjaulado: del balcón a la ventana y de la ventana al balcón.
Consulté el reloj: eran las ocho de la mañana. Demasiado pronto para llamar a alguien como ella. Esperé hasta las nueve y luego busqué la tarjeta con su número de teléfono. La llamé a las nueve y cuarto. Seguramente aún dormía, debido a esa tendencia suya de acostarse a las tantas… Contestó diciendo el número de teléfono y me pareció que estaba bien despierta. Yo me presenté diciendo mi nombre, un poco menos despierta que ella.
—¿Sí? —dijo, en tono de expectación.
—Me gustaría… —No sabía muy bien que decir—. ¿Podría…?
—No quería concertar una cita con ella, al menos no oficialmente.
—¿Quieres venir? —me preguntó, con mucha tranquilidad.
—Sí. —Aquella era la parte más difícil. Expulsé aire ruidosamente.
—¿Cuándo? —me preguntó, en el mismo tono de tranquilidad.
¡Ahora mismo, si puede ser! Por supuesto, no podía decírselo así, y por ese motivo dije:
—¿Hoy? —Traté de imitar su tono de voz, pero a ella le salía mucho mejor.
—Vale, me parece bien. ¿A las once? —Esperó mi respuesta.
—En realidad, tenía pensado ir a la ciudad ahora y…
—No —rehusó con firmeza—, antes de las once no puedo.
¡Eso significaba que probablemente estaba con una clienta, o la estaba esperando! ¿Se puede estar celosa de una prostituta? Yo sí.
Antes de ser capaz de contestar, tuve que tragarme el nudo que se me había formado en la garganta.
—Vale, pues entonces a las once —dije, con una voz más o menos normal, o por lo menos eso pretendía.
Colgó sin decir ni pío. ¡Decididamente, no estaba sola! Mi imaginación se dedicó a torturarme con imágenes de su habitación.
Mientras ella hablaba conmigo, probablemente había otra mujer desnudándola, acariciándola, besándola… Pero yo me habría dado cuenta, ¿no? Su tono de voz era muy tranquilo, aunque eso no significa nada. «Es una puta, no siente nada cuando…». ¿En serio?
Yo no lo recordaba así.
El minutero del reloj parecía contar horas en lugar de minutos.
Cada vez que lo miraba, tenía la sensación de que apenas se había movido. Me cambié de ropa por lo menos cinco veces, aunque tampoco es que hubiera muchas combinaciones posibles en mi armario, sólo camisas y pantalones de varios estilos. No tenía ni faldas ni vestidos. Primero, los vaqueros me parecieron demasiado informales; luego los pantalones de pinzas me parecieron demasiado formales; la camisa a cuadros de franela era demasiado rústica y la de seda, demasiado sensible al sudor.
«Pero bueno, ¿adónde te crees que vas? ¡No, de verdad! Te comportas como si tuvieras planeado acudir a una especie de cita. ¿Ah, sí?». Bueno, en realidad me sentía incapaz de clasificar aquel encuentro. Tenía la sensación de estar comportándome como si me dirigiera a una cita romántica, y en realidad me sentía así, pero mi mente tenía las cosas más claras: no se trataba de eso. Era, simplemente, una cita en la que yo pagaba y a cambio recibía sexo.
Finalmente, el reloj marcó las once menos cuarto. No creo que apreciara en especial el hecho de que yo llegara demasiado pronto, y la verdad es que vivía justo en la otra esquina, así que esperé cinco minutos más. Cuando llegué a su puerta, faltaba un minuto para las once. Llamé al timbre y durante un espantoso segundo pensé que me había dado plantón y no estaba en casa. Después, sin embargo, oí pasos. ¿Y si era otra clienta de la que se estaba despidiendo? No, no sería capaz de hacerme eso… ¿o sí?
Cuando se abrió la puerta, apareció ella. Sujetó la puerta y se hizo a un lado.
—Pasa —me dijo.
Al pasar junto a ella, me llegó un perfume muy fuerte. Me pareció incluso más alta que la otra vez, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta los zapatos de tacón de aguja que llevaba.
Evidentemente, estaba vestida para recibir clientas: llevaba una minifalda negra de cuero, unos zapatos que por lo menos la hacían diez centímetros más alta y un chaleco también de cuero bajo el cual, al menos en apariencia, no llevaba ninguna otra prenda.
Decididamente, su atuendo no era el de una prostituta, pues muchas mujeres salían a la calle vestidas así, pero me imaginé lo atractiva que le habría parecido con esa ropa a la mujer que acababa de marcharse, me imaginé cómo le había desabrochado el chaleco…
Avanzó unos cuantos pasos —me maravilló verla caminar sobre aquellos zapatos— y señaló el sofá.
—Siéntate y tómate algo, si quieres. —Sonrió—. Supongo que te sentirás más cómoda si me cambio de ropa.
La observé mientras se alejaba y desaparecía tras una puerta que había a la izquierda. Me di cuenta de que, hasta aquel momento, había pensado que el apartamento sólo tenía una habitación, ya que la cama estaba allí… Pero claro, era necesario, profesionalmente hablando. Había otra habitación en la que ella dormía… sola.
¿Con qué clase de ropa me sorprendería ahora? ¿Se pondría un negligé transparente y ligas? ¿Qué creía que esperaba yo?
Obviamente, le había pedido aquella cita como clienta y, por tanto, era lógico que me tratara como tal. ¡A la mierda! ¿Qué otra cosa podía haber hecho?
Se abrió la puerta y ella regresó a la habitación. Me había equivocado en lo del negligé, pues se había puesto una bata blanca y larga hasta el suelo, la clase de prenda que toda ama de casa que se precie tiene en su armario… Sólo que la suya era de una seda carísima.
Me miró.
—¿No has encontrado nada? —Al principio, no entendí a qué se refería, pero luego me di cuenta de que estaba mirando hacia el mueble bar.
—Ah, no suelo beber —dije rápidamente.
Sonrió y se dirigió al mueble bar.
—Yo tampoco, pero tengo bebidas sin alcohol. —Vertió algo en un vaso, se acercó al sofá y se detuvo frente a mí—. ¿Quieres probarlo? —Me ofreció el vaso. La miré, pensando que lo que quería probar era completamente diferente. Ella se dio cuenta de que no quería beber y se llevó el vaso a los labios. Después dejó el vaso sobre la mesita de centro y se sentó junto a mí en el sofá.
Cruzó las piernas y la bata se le abrió un poco.
Vi sus largas piernas, en las que no llevaba nada. La bata no dejaba ver nada indecente, pero di por sentado que no llevaba nada debajo y se me secó la boca. La deseaba tanto que me entraron ganas de arrancarle la bata. Cogí el vaso y bebí un trago largo: era zumo de manzana. No pude evitar una sonrisa: la primera vez que estaba con una prostituta —al menos oficialmente— y bebía zumo de manzana.
Ella siguió allí sentada, muy tranquila, y me sonrió. Era la misma sonrisa que me había dedicado la última vez para demostrarme lo bien que sabía hacer su trabajo. Era una sonrisa afable, casi cariñosa. De no haber sido por el calor que me quemaba por dentro, casi podría haber imaginado que estaba con una vieja amiga. Sentía tantos deseos de tocarla que casi podía notar en mis dedos la suavidad de su piel… ¡pero no quería ser una clienta!
Se dio cuenta de que yo no estaba por la labor, cosa que era cierta.
—¿Te gusta la música? —me preguntó.
Oh, no, lo que faltaba, un poco de horrorosa música ambiental…
Y sin embargo… ¿por qué no? Al fin y al cabo, para eso había ido hasta su casa. No me quedó más remedio que aceptar.
—Sí —dije, tratando de controlarme.
Se puso en pie y se acercó a un pequeño equipo estéreo. Puso un CD, apretó el botón del play y se volvió. Las cuatro estaciones. Estoy segura de que me quedé boquiabierta.
—Espero que te guste la música clásica —dijo—, pero si lo prefieres, puedo poner otra cosa. —Permaneció en pie, esperando mi respuesta.
—No, no. Es perfecto. Me gusta Vivaldi. —Creo que no habría sido capaz de mostrar mi desacuerdo ni aunque hubiera puesto heavy metal, pero en este caso era cierto.
Regresó de nuevo al sofá y se sentó junto a mí, supuse que para iniciar la gran escena de la seducción, pero no, no hizo nada: se limitó a seguir sentada, mientras yo contemplaba sus piernas, otra vez cruzadas. Ni la presidenta del Club de Jardinería habría parecido mejor educada que ella. Sólo un pequeño toque de lujo y erotismo. Me sentí obligada a preguntarle si… la verdad es que no pude evitarlo.
—¿Llevas…? —Se me quebró la voz y volví a intentarlo—. ¿Llevas algo debajo de la bata?
Aquello pareció animarla un poco.
—No —me contestó con una expresión risueña—. ¿Para qué?
Me quedé allí sentada, completamente paralizada. Era un juego: me obligaba a participar, desplegaba sus artes seductoras y me invitaba a seducirla. Y sin embargo… ¿con cuántas mujeres había jugado a aquel juego? «Qué más da, ¿acaso no estás disfrutando? Sí, me gusta, pero me gustaría más si lo hiciera sólo para mí, si desplegara sus artes seductoras sólo para mí. Jamás tendrás a una mujer así para ti sola, aunque no sea una prostituta. Es demasiado hermosa para ti».
Supongo que era fácil adivinar mis siniestros pensamientos.
Cuando la miré, una sombra oscureció su rostro e hizo desaparecer la mirada risueña de sus ojos.
—¿Quieres que me desnude? —dijo, mientras acercaba la mano al cinturón de su bata.
—No, por favor. —Levanté la mano. No me sentía capaz de soportar aquella mirada: la de alguien que espera instrucciones. Sin embargo, siguió mirándome.
—¿Quieres que…? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cama.
Ah, sí, claro que quería, y mucho, pero así no. Con aquella actitud profesional, no. Y por otra parte… ¿de cuánto tiempo disponíamos? Tal vez fuera recomendable aclarar ese punto antes de entrar en materia. Me aclaré la garganta.
—¿Cuánto tiempo…? —empecé a decir. Se echó a reír y pareció aliviada.
—Ah, ya entiendo —dijo—, te preocupa el tiempo. —Se inclinó sobre mí y como quien no quiere la cosa apoyó la mano en mi pierna. El roce de su piel fue como una descarga eléctrica. Acercó un poco la cara y dijo—: De momento no te preocupes por eso. —Me hablaba en voz baja. Frotó su mejilla contra la mía y empezó a subirme la mano por la pierna—. Tengo todo el tiempo del mundo para ti —me susurró al oído—, una clienta ha cancelado su cita.
Me aparté de golpe hacia el brazo del sofá. «¡Así que era eso», pensé!
—¡Por Dios! —Se puso en pie de un salto y metió las manos en los bolsillos de su bata—. ¡No hagas eso! —Me lanzó una mirada centelleante—. ¡Esto es lo que hay! ¡Ya sabes a qué me dedico! —Giró sobre sus tacones de aguja, miró en la otra dirección y luego se volvió para observarme una vez más—. Y hoy tú eres mi clienta.
¿O no?
Me senté sobre las manos y me balanceé hacia delante y hacia atrás.
—Sí, ya lo sé.
Me observó con una mirada un poco más dulce. Se acercó al sofá, apoyó una rodilla en el asiento y me cogió la cabeza con ambas manos.
—¿Te sirve de algo que te diga que me gustas mucho? —Me miró directamente a los ojos.
Yo asentí en silencio y tragué saliva con dificultad.
—¿No se lo dices a…?
—No, no se lo digo a todas. —Se rió, en tono burlón—. No, de verdad que no —seguía sujetándome la cara con las manos—. Osea, me gustas. —Me dio un besito en la mejilla izquierda—. Sí, la verdad es que me gustas. —Lo mismo, pero en la mejilla derecha—. Creo que hasta me gustas mucho. —Sus susurros sensuales me sumergieron en un mar de lava ardiendo. Después se dejó caer hacia delante y me besó. Besaba increíblemente bien, y al igual que en nuestro primer encuentro, me puso de lo más caliente.
Se dejó caer a mi lado y me atrajo hacia ella. La abracé, y noté lo suave y agradable que era al tacto la seda de su bata; tanto, que no supe muy bien si prefería abrazarla con aquella prenda o sin ella.
—No quiero que te desnudes —dije, tras liberarme de su beso.
Ella se echó a reír en voz baja.
—Supongo que se puede arreglar —dijo.
Apoyó los labios en mi garganta y los dejó resbalar a lo largo de mi cuello. Yo gemí de placer. La tapicería de piel me parecía muy agradable e incitante. Se dejó caer hasta que quedó tumbada debajo de mí, pero sin apartar los labios de mi garganta. Empezó a desabrocharme la camisa y cada vez que desabrochaba un botón, besaba la piel que quedaba al descubierto. Finalmente se dejó caer hacia atrás y me miró. No me sonrió. Yo le devolví la mirada y supe que estaba enamorada de ella. Y también supe que jamás podría decírselo, de la misma manera que jamás podría esperar oírselo decir a ella.
—¿No te gustaría ponerte un poco más cómoda?
Regresé a la realidad y me di cuenta de que aún llevaba puestas las botas. ¡Qué vergüenza! Me puse en pie de un salto, me quité las botas y me desabroché el pantalón. La observé: estaba tendida sobre el sofá y el blanco de su bata contrastaba de una forma sorprendente con el negro de la tapicería: ella, tumbada con una pose elegante, completaba la escena a la perfección. La miré, un tanto deprimida.
—¿Quieres que lo haga yo?
—¿El qué? —Me sentía furiosa y ya no recordaba para qué me había puesto en pie.
—Desnudarte. —Lo dijo como quien dice algo obvio. Parecía como si estuviera esperando algo. Ah, claro, los deseos de sus clientas… Sacudí vigorosamente la cabeza para ahuyentar los malos pensamientos.
—No —grité para callar la vocecita que oía en el interior de mi cabeza. Tal vez grité demasiado—. Puedo hacerlo yo solita —añadí, un tanto encogida.
—Estoy segurísima —afirmó ella, de nuevo con un gesto risueño.
La seda de la bata que llevaba marcaba claramente las curvas de su cuerpo: sus hombros rectos, sus pechos, la línea curva de sus caderas… Muy despacio, me quité los pantalones. Ella no dejaba de observarme y me sentí un poco incómoda.
—¿Te importaría mirar hacia otro lado? —le dije.
—Claro, cómo no.
Cedió a mis deseos inmediatamente, aunque tuve la sensación de que apartaba la mirada en contra de su voluntad. «Bueno, es que no es muy justo: tú la observas con una mirada cargada de deseo, pero cuando ella hace lo mismo… Sí, ya lo sé, ¡pero es que es preciosa! Además, está acostumbrada». Mi conciencia estaba empezando a fastidiarme. «¿Y eso justifica que seas una maleducada?», me riñó desde algún rincón de mi mente, pero yo no le hice ni caso.
Me acerqué de nuevo al sofá, cada vez más excitada. Tanto, que me notaba el pulso en el cuello. Ella seguía mirando por la ventana.
Me arrodillé junto al sofá y apoyé una mano en su estómago, pero no se movió. Un segundo después, lo entendí.
—Mírame, por favor —le dije. Se volvió y me miró. No me acaba de convencer eso de que hiciera todo lo que yo le pedía.
Debajo de mi mano, su estómago subía y bajaba a intervalos regulares. Deslicé un poco más la mano y la metí bajo su bata. La dejé reposar sobre la parte superior de su pierna. Ella seguía respirando tranquilamente, con absoluta normalidad, y yo pensé de nuevo en lo que había pensado aquella mañana: tal vez era cierto que no sentía nada de nada. Pero… ¿y la otra vez? Aquella noche, las cosas fueron muy distintas.
Aparté la mano, sin que ella protestara. Se apoyó en un codo y dejó descansar la otra mano en mi nuca. Separó los labios, me obligó a acercarme un poco más y me besó. Me hizo cosquillas en la nuca mientras me besaba con prudencia, como si quisiera tantear el terreno. Debe de ser la técnica 324, pensé. A pesar de lo experta que era su lengua, mi excitación desapareció por completo y ella se dio cuenta.
—¿He hecho algo que no te gusta?
Detestaba aquella buena voluntad, aquel tono afable de su voz, aquel empeño en que todo me resultara lo más satisfactorio posible… Sí, de nuevo su profesionalidad. Al fin y al cabo, estaba haciendo su trabajo, ¿por qué me costaba tanto aceptarlo?
—No, no —me apresuré a negar—. Es culpa mía. Supongo que hoy no estoy de humor para esto. —Desde luego, era una mentira como una casa y ella se dio cuenta. Me puse en pie. No podía hacerlo, y estaba claro que jamás podría. La última vez que nos habíamos visto, lo ocurrido había sido una sorpresa, pero esta vez estaba todo planeado. Esa era la diferencia. Me miró, expectante, pero tuve la sensación de que me observaba sin ningún interés especial. Eso me pareció, por lo menos—. Me voy enseguida —dije—. Discúlpame, por favor.
Se puso en pie, con uno de esos movimientos suyos tan elegantes, que a mí me hacían parecer un elefante en una cacharrería.
—Tranquila, no pasa nada —dijo—. Una tarde libre no prevista.
Sonrió, como si yo fuera la vecina, una vecina a la que conoces sólo de vista. No hizo ningún intento por retenerme. Claro, ¿y por qué iba a hacerlo? Yo no le importaba en absoluto. Por algún motivo, su fachada se había resquebrajado un poco durante nuestro primer encuentro, pero ahora, en cualquier caso, no quedaba ya ningún indicio de esa grieta. Se me llenaron los ojos de lágrimas y fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me habría gustado que su reacción fuera distinta.
Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta y me di la vuelta. En cuestión de segundos, ya estaba vestida; ella seguía allí plantada con una sonrisa cordial, de buena vecindad, en los labios.
—Esto… eh… ¿cuánto te debo?
La situación era espantosa. Recé para que no le llevara mucho tiempo calcularlo, pues estaba segura de que en cualquier momento se me escaparían las lágrimas. En su sonrisa, sin embargo, algo había cambiado, aunque casi imperceptiblemente.
—Nada —dijo, mientras alzaba una mano—. Tus besos han valido la pena.
Su sonrisa me hacía enloquecer. Su actitud indiferente me dejaba muy claro lo mucho que me había engañado a mí misma. El amor no era algo que tuviera espacio en su vida y, desde luego, no era yo la mujer que podía cambiar ese hecho. Y si a mí me sucedía exactamente lo contrario, bueno, obviamente era mi problema.
Dada su profesión, ella no podía enamorarse, y yo tendría que haberlo visto desde el principio. Pero no: sólo una pardilla marimacho como yo esperaría algo más. Al fin y al cabo, yo siempre conseguía lo que quería, ¿no? Sí, de una mujer «normal» tal vez, pero… ¿de ella? No. Seguramente se había acostado con más mujeres de las que yo podía imaginar.
Me vi a mí misma como si me estuviera contemplando en un espejo. Una ejecutiva de aspecto normal, con el típico corte de pelo de las lesbianas. Yo tenía el pelo oscuro, no quedaría mal al lado de su melena rubia. Un contraste interesante. «Oh, no, déjalo ya, no está la cosa como para hacer chistes». Sin embargo, la actitud objetiva que mi parte intelectual me obligó a mantener en esos momentos, me sirvió para seguir con los pies en el suelo y para contener las lágrimas que ya me escocían en los ojos. Sin poder evitarlo, me eché a reír, aunque estuviera fuera de lugar.
—Bueno, pues vale —dije, por decir algo. Ella me tendió la mano y yo se la estreché automáticamente.
Fue un momento increíble… una eternidad que duró cinco segundos. Ella representó su papel a la perfección, sin dejar de sonreír ni un instante. Yo ya no podía sonreír, así que me volví a toda prisa y eché a correr hacia la puerta. Al cerrarla, vi de reojo que ella ya había dado media vuelta y que se dirigía a la otra habitación, seguramente para empezar a disfrutar de aquel día libre que no había previsto.
Pulsé el botón del ascensor… y luego bajé por las escaleras.
Bajé tan despacio que noté todos y cada uno de los escalones bajo mis pies. Me habría gustado más ir en la otra dirección. Nada tenía sentido: llevaba años en la oficina, era capaz de dirigir proyectos, de liderar un equipo, de tomar decisiones, de gastar o ganar millones a través de mi empresa y sin embargo… ¿qué estaba haciendo allí? Nada, desesperarme por una mujer que no lo merecía, que ni siquiera me deseaba.
El camino de vuelta a casa se volvió borroso por las lágrimas que llenaban mis ojos. Todo lo que me rodeaba era una especie de masa deprimente y desdibujada. En mi mente se alternaban la esperanza y la resignación. A lo mejor ella… No, a lo mejor no.
Seguramente, ya hacía rato que me había olvidado. Seguramente había salido a dar una vueltecita por el barrio: no me costó mucho imaginarla en un deportivo pequeño y elegante. Bueno, a lo mejor tenía un coche grande, porque con esas piernas tan largas… Bueno, ¿y qué me importaba eso a mí? ¿Qué esperaba? No era la primera vez que me enamoraba de una mujer que no sentía lo mismo por mí. Y, desde luego, no era la primera vez que sufría por alguien.
¿Acaso no había aprendido de mis experiencias? Pues no.
Me acordé en ese momento de uno de mis grandes amores, de la época en que yo vivía en la residencia universitaria. Se parecía mucho a ella. En realidad, todas se parecían mucho a ella, pues me perdía sin remedio en cuanto veía una belleza rubia de ojos azules.
Mis estudios se resentían —cada mujer me costaba por lo menos un semestre— y yo también me resentía, qué le vamos a hacer.
Ahora, sin embargo, tenía un buen trabajo, llevaba bastante tiempo soltera y no me iba tan mal, ¿no? Con ella, sin embargo… con ella había algo distinto, un sentimiento muy especial. «Ay, señor, eso lo pensabas cada vez, siempre creías que la mujer en cuestión era especial. Tendrías que dar las gracias por trabajar rodeada de colegas del sexo masculino, porque de no haber sido así, tu vida sería un caos absoluto y, desde luego, no habrías aguantado seis años en la empresa».
Tuve que admitir que las cosas siempre volvían a la normalidad y que, sin embargo, yo no había aprendido absolutamente nada. Una chica guapa, especialmente si era rubia, podía hacer lo que quisiera conmigo, que yo me enamoraría casi al instante. Ya me lo profetizó una de mis abuelas, que dijo que yo no lo tendría fácil en la vida. En aquel momento, me molestó bastante pero… ¿acaso no había acertado? ¿Por qué tenía esa tendencia a complicarme innecesariamente la vida? Me fui a casa convencida de que sencillamente era inevitable, lo cual tampoco era nada nuevo, pues ya lo había pensado de la última chica. Y de la penúltima.
El corto paseo me sirvió al menos para tranquilizarme un poco, o eso creía yo. Me tumbé en la otomana y, de inmediato, empecé a desearla otra vez: olí su perfume, sentí su piel, la vi frente a mí…
Pero no como la había visto la mayor parte del tiempo, sino como yo quería verla, es decir, como una mujer que me amaba y que me permitía amarla. Sentía tantos deseos de tocarla que de repente, empecé a notar un calor muy intenso por todo el cuerpo. Pensé que tal vez se trataba de la excitación de antes, que no había sido aplacada, así que me puse a dar brincos para tratar de sacudírmela de encima. Sin embargo, mi cuerpo no se dejó engañar, al menos no con movimientos tan insignificantes. Lo único que podía hacer era coger la bolsa de deportes e irme al gimnasio.
Cuando terminé mi habitual rutina de dos horas, que normalmente hacía dos o tres veces por semana, me dirigí a la sala de máquinas, y cuando ya no fui capaz de levantar ni una sola pesa más porque me temblaban todos los músculos, me dirigí a las bicicletas estáticas. Seleccioné la opción «carrera» y elegí al oponente más difícil. Sabía perfectamente que no estaba preparada, pero tampoco habría conseguido ganar a un oponente más débil.
Me sentía como una perdedora absoluta. Cuando la lucecita roja del panel de control llegó a la línea de meta casi un kilómetro por delante de mí y confirmó el concepto que en esos momentos tenía yo de mí misma, me sentí por fin satisfecha y me fui a la ducha completamente agotada. Me costó un gran esfuerzo conducir hasta mi casa y arrastrarme por la escalera hacia mi apartamento. Me dejé caer en la cama sin ni siquiera quitarme el chándal y me quedé dormida de inmediato.
Me desperté por culpa de una pesadilla espantosa. Yo estaba en la habitación y había alguien junto a mí. Las cosas se movían solas.
La puerta se abría muy despacio y proyectaba una sombra en la pared. Tuve la sensación de que había algo oculto allí detrás.
Tanteé en busca del interruptor de la lamparita de noche y cuando encendí la luz, me di cuenta de que todo había sido producto de mi imaginación.
Una vez, tras vivir una experiencia similar, un psicólogo me contó que esos miedos son la inversión de un deseo. La persona no quiere en realidad estar sola, pero lo está, por eso imagina que hay alguien. Por desgracia, eso causa la misma ansiedad que estar solo, porque no es real. Y también por desgracia, la explicación no sirvió para calmar mis miedos, por mucho que me la creyera al pie de la letra. Así pues, dejé la luz encendida; después de abrir los ojos unas cuantas veces más, presa del pánico, mis sobreestimuladas sinapsis me permitieron conciliar el sueño reparador que tanta falta me hacía. De hecho, me quedé dormida con una sonrisa en los labios, pues lo último que cruzó por mi mente fue una experiencia parecida que me sucedió en la segunda residencia en la que viví.
En aquella ocasión, acababa de trasladarme y tuve una pesadilla que me hizo abandonar precipitadamente la habitación. Como suele ocurrir en las residencias de estudiantes, lo único que tienes es una habitación, así que no me quedó más remedio que sentarme en el pasillo. Me sentía incapaz de volver a entrar por miedo a encontrarme con los espantosos fantasmas de mi imaginación. Muy temprano por la mañana, cuando yo ya casi me había congelado (por supuesto, no podía entrar en mi habitación a coger una manta), llegó un estudiante. Obviamente, a él no le habían impresionado en lo más mínimo mis fantasmas, y lo único que vio fue a una chica sentada en pijama en el pasillo, temblando de frío. Sólo le había visto una vez, es decir, no nos conocíamos, pero su comentario de: «¿Hay ratones en tu habitación?» me hizo reír y consiguió que olvidara mis tenebrosos pensamientos. Después de aquello, pude volver a mi habitación y seguir durmiendo. Un comentario como aquel, un amigo desconocido e inesperado (o mejor aún, una amiga) era justo lo que necesitaba ahora. Pero evidentemente, esta vez no me iba a quedar más remedio que arreglármelas solita.