III - La culminación del terror

Se produjeron tantos acontecimientos por todas partes en el mundo durante esas fatídicas semanas que siguieron al 10 de febrero de 1966 —acontecimientos tan sorprendentes, maravillosos, tan enormemente importantes y tan diversos— que yo apenas podía saber cómo enumerarlos.

Existía un inconsiderado abandono de las instalaciones de defensa, una urgencia frenética de protección personal de cada individuo, cada familia; todos luchaban por su supervivencia. Todas las dependencias gubernamentales se desintegraban. El personal abandonaba Departamento tras Departamento. Los que habían de dar órdenes se escabullían y nadie sabía dónde estaban.

¿Ordenes? Cumplir cualquier orden era prácticamente imposible. ¿Por qué? Cada uno de los Gobiernos de la Tierra se hallaba en proceso de abandono de sus proyectos, de sus ramificadas defensas, reconociendo que no había enemigo, salvo el creado por los elementos.

El mundo se hallaba en un estado incoherente; por doquier se producía el caos, los acontecimientos no tenían precedente y eran incontrolables. En medio de este caos, que nos absorbió también a Freddie y a mí, las noticias de Dan Cain desde Puerto Rico, a pesar de su importancia, apenas nos afectaron en aquel momento.

Mi padre estaba en constante comunicación con los Cain; más tarde, después de que él fuese a Miami, donde habían trasladado la Capital Federal huyendo de Washington, marchó a Puerto Rico.

El anuncio de que el mundo iba a tener días y noches tan diferentes y que el clima iba a variar tan notablemente aterrorizó a la gente.

El caos se veía por todas partes; la paralización de la industria en todo el Hemisferio Norte, el pánico que se enseñoreó de sus ciudades, las multitudes de refugiados luchando por dirigirse al Sur, los transportes inadecuados, los accidentes; una oleada terrible de crímenes barría desenfrenadamente cada una de las grandes y populosas urbes.

En estos tiempos modernos no hay nada que uno pueda hacer sin afectar casi de inmediato a lo que otro pueda estar haciendo. Si el cambio se produjese lentamente, escalonado entre cien, mil o cien mil años, como se habían producido otros grandes cambios en el mundo, las condiciones se hubiesen ajustado por sí mismas; sin que nadie se fuera apercibiendo de ello.

Pero este acontecimiento se producía en cuestión de minutos, mientras que los otros habían tardado siglos. Nueva York, Londres, París y todas las demás ciudades del Norte estaban condenadas a sufrir seis meses de crepúsculo, noche y fríos espantosos. La nieve yacía en el suelo, sobre millones de hectáreas de tierra, donde millones de cosechas deberían crecer pronto, porque millones de personas tenían que ser alimentadas. Ahora sabíamos que estos millones de hectáreas deberían permanecer sepultadas bajo la nieve durante meses.

Millones de hogares estarían pronto faltos del calor y la luz adecuados, y la gente sin la debida ropa. Los ríos, de los que dependen las plantas energéticas, se estaban congelando.

Esto en cuanto al Norte, con su industria, negocios y toda actividad humana paralizados por el súbito horror general. Pero en el Sur, desde el Ecuador hasta el Polo, estaba la tierra de promisión o, cuando menos, todo el mundo lo creía así.

Allí había vida y una promesa de comida, calor y luz solar. Porque en el Antártico millones y millones de hectáreas adquirirían fertilidad gracias a la luz y al calor, para compensar la pérdida sufrida en el Norte. Pero esto tampoco era una verdad total, pues, tras unos cuantos meses, se cambiarían las tornas y el Sur se vería a su vez inmerso en la noche y el frío.

Muchos cientos de millones de personas suspendieron su acostumbrado trabajo y trataron de trasladarse a otras regiones. Una emigración mayor que la suma total de todas las demás de la historia del mundo. En cien años de sistemático y cuidadoso proyecto y ejecución del mismo, esto hubiera podido hacerse sin desastres. Pero ahora el pánico, el caos, la huida. Los aturdidos Gobiernos intentaban enfrentarse a ello, pero se veían impotentes para aparentar —siquiera sea— un poco de orden.

Nuestra oficina de Reporteros Asociados siguió en Nueva York hasta finales de febrero. Por orden del Gobierno, emitíamos únicamente aquello que podía ser de utilidad para el público: noticias de las condiciones atmosféricas, generalmente censuradas, para aliviar aquel desmesurado terror; advertencias de lo que se debía hacer; información relativa a los transportes y noticias del Sur. Freddie se había unido a mí en este trabajo. Había días —casi siempre oscuros, exceptuando un momento antes y después del mediodía— en que estábamos en nuestra fría oficina, uno u otro, puestos al micrófono durante las veinticuatro horas.

Era una oficina llena de hombres desconectados y con un servicio desorganizado: sin luz, la mayor parte de las veces; con cañerías heladas y reventadas, y nadie para repararlas. Nos sentábamos arrebujados en nuestros abrigos, con la nieve apilándose contra las ventanas.

Había noticias acerca de las multitudes que se morían en la oscuridad; la nieve se amontonaba en las calles; faltaba la comida, a causa de la paralización de los transportes; noticias de las incursiones de la gente en los mercados; noticias de la gente vagando durante horas, medio muertos de frío, por todos los muelles, por todos los puentes que llevasen fuera de la ciudad: incontrolables multitudes en los túneles, en las estaciones de ferrocarril y en las terminales de aviones.

Las tropas estatales patrullaban en vano las calles, cada vez más intransitables a causa de la nieve, que ya no podía ser retirada; la gente se helaba, porque no estaban equipados para combatir el frío; la violencia se alzaba por doquier, con criminales que eran como vampiros, aumentando la tragedia.

En estos horribles días había pocos que se ocupasen de la astronomía. A pesar de ello recuerdo que una de mis órdenes fue la de detallar —para cualquiera que pudiera aún estar escuchando— la simple versión de cómo, astronómicamente, todo esto vendría y pasaría.

«Es posible —informé— que cuando conozcamos los fundamentos de este cambio y sus razones científicas todo esto nos aterrorice en menor grado.» ¡Inútiles palabras! ¡Nada podía mitigar el terror!

«Todos sabéis de manera general —seguí— las razones astronómicas de los cambios en los días y en las noches; la sucesión de las estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. Pues bien, si me seguís de cerca ahora y tomáis nota de lo que voy a deciros, el asunto aparecerá más claro en vuestras mentes y podréis comprender el cambio que se abate sobre nosotros. Alguno de vosotros, a los que ha avisado nuestro Gobierno, permaneceréis en el Norte y tendréis que soportar los rigores del nuevo clima. La ciudad de Nueva York no será abandonada. ¡Esto es absurdo! Este súbito cambio es el perturbador de nuestra habitual rutina, el que nos ha venido a causar este sufrimiento.»

«Cuando estemos equipados para las nuevas condiciones. Nueva York y las demás ciudades serán perfectamente habitables. Tendremos largas noches invernales de algunos meses con un frío ártico. Luego, la primavera y el verano, en los que el sol nos proporcionará meses de interminable luz solar. Estos serán nuestros meses productivos: debemos desarrollar nuestra producción de comida entonces para abastecer al Hemisferio Sur, lo mismo que en los otros meses deberán hacer ellos con nosotros.»

«¡No os mostreis demasiado impacientes! ¡No podemos —todos los de la Tierra— correr inmediatamente hacia el Ecuador! Aun allí, en ocasiones, hará demasiado calor y un invierno crepuscular bastante frío. Lo suficientemente frío, dentro de un mes o dos, como para desorganizar todo.»

«Vuestro pánico, vuestra prisa, es nuestro mayor peligro. ¡Tened calma! Afrontad estas condiciones como son. Ayudad a nuestro Gobierno a mantener el orden aquí y en el Norte. El trabajo del mundo debe realizarse. Las nuevas condiciones deben ser afrontadas con sensatez. No estamos ante un desesperado infortunio. ¡Solamente con el pánico puede venir el desastre!»

¡Fútiles palabras! Pero era el pánico de la huida, emprendida por tantos millones de personas, y la desorganización de todas estas miríadas de actividades, de las que depende la vida, lo que implicaba nuestro mayor peligro.

¡Palabras vanas! Gobiernos impotentes, falsos en sí mismos, puesto que estaban preparando su rápida huida hacia regiones más templadas. El 22 de febrero, la capital nacional de los Estados Unidos se trasladó desde Washington, Distrito de Columbia, para una instalación temporal, a Miami, Florida. Y, aún allí, la gran ciudad de Florida se desorganizó; estaba cubierta de nieve y con temperaturas rozando el bajo cero.

Las muertes por todo el Hemisferio Norte en aquel febrero de 1967 eran incontables.

¿Un millón? ¿Muchos millones? No me atrevería a hacer cálculos.

En Navidades había como nueve millones de personas dentro de los límites del gran Nueva York. A mediados de febrero me figuro que no había más de unos cincuenta mil escasos y, de éstos, la mayoría estaban buscando la forma de irse. Una ciudad oscura, casi totalmente desierta y enterrada, enterrada bajo un sudario blanco que ocultaba su tragedia.

Alcancé el último rayo de sol en el único día claro de aquel mes: el sol a mediodía, materialmente arrastrándose hacia el horizonte sur, para hundirse luego. La noche del ártico se cernía sobre nosotros.

Vi las autopistas entre Nueva York y Washington, por las que los refugiados andaban penosamente llevando luces para vencer la oscuridad, hundiéndose en la nieve, andando a ciegas hacia el Sur, cuando no podían ir hacia otros sitios, cayendo a cientos en el camino. Todos los carriles de tráfico estaban ocupados por cuerpos helados y, pronto, se verían cubiertos por la nieve.

No estuvimos mucho tiempo en Washington; fuimos enviados a Miami. Había una luz crepuscular fría y gris, con edificios en los que se había instalado la calefacción temporalmente, lo que los hacía más tolerables. Y aquí sentamos nuestro cuartel general. El primero de marzo llegó mi padre, que estaba en Puerto Rico. Por él supe las cosas tan extrañas que venían sucediendo en la plantación de los Cain.

También tuve conocimiento de lo que los astrónomos habían descubierto, reunidos en ese momento en Quito, Ecuador, como mejor sitio del mundo del Oeste para observar el crepúsculo.

¡Xenephrene estaba habitado!

Mi padre se convenció de ello al día siguiente de aquel trascendental 10 de febrero; pero estas noticias —y las que procedían de la pequeña plantación aislada de la casa de los Cain— se ocultaban a la gente. El 2 de marzo estallaron. A nuestro mundo enloquecido todavía le quedaba por recibir un último golpe. Por si, a pesar de ello, todo lo sucedido no fuese bastante, el destino nos reservaba aún otro terror.

El 2 de marzo se radió que una raza hostil, de forma humana, había venido de Xenephrene y aterrizado en la Tierra. Invasores de este nuevo mundo habían aterrizado hacía dos días al norte de Nueva York y ahora se dirigían al Sur, hacia otras ciudades.