VI - Si lo hubiese sabido

—Escucha, muchacho —dijo el Ministro de la Guerra—; ¿sabes pilotar un avión ártico del modelo A?

Le contesté que sí y que Freddie también. El Ministro de la Guerra continuó paseando por la habitación. Eran las nueve de la noche del día 15 de marzo; fuera reinaba la oscuridad como si fuese medianoche; hacía frío; las nubes se cernían sobre los Cayos de Florida augurando nieve. El Ministro de la Guerra nos había mandado a buscar.

La situación empeoraba por todas partes. Parecía, según las noticias de aquella mañana, que cada jornada traía consigo mayores desastres que los anteriores. Los invasores de Xenephrene eran, obviamente, casi invulnerables a nuestros ataques, como lo habían demostrado los esfuerzos hechos por Davies y Robinson. También era evidente que los invasores de Nueva York no habían llevado a cabo, de momento, ofensiva alguna. Su barrera, aquel sonido carmesí aullante, o luz, o lo que fuese, era solamente defensivo.

—Dios sabe —exclamó el Ministro de la Guerra— qué armas utilizarán contra nosotros si comienzan a atacarnos.

Y ahora resultaba que otra de sus esferas plateadas había aterrizado en Venezuela, en una planicie costera cerca de la Guayra. En los abandonados desiertos helados del Estado de Nueva York los invasores no constituían una amenaza seria o inmediata; pero en Venezuela la situación era completamente diferente.

La Guayra era el principal puerto de entrada de nuestros barcos de refugiados; también allí oscurecía, si bien la temperatura era aún suave; hacía más frío que en Caracas, pero allí había mucha más gente; el Gobierno y los habitantes hacían esfuerzos heroicos para recibirlos en forma adecuada.

No se trataba de un esfuerzo desinteresado por completo. Con el nuevo clima, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, la antigua jungla de la cuenca del Amazonas en Brasil, incluso el inhóspito altiplano boliviano y las áridas costas del norte de Chile, se habían convertido en la Tierra de Promisión. Se trataba del único clima tolerable durante todo el año que quedaba en el Hemisferio occidental. Allí se levantarían las nuevas ciudades, los centros de industria y comercio; allí estarían los grandes campos de trigo y los pastos para el ganado.

Pero en esa misma zona, en el centro de la conmoción causada por la llegada de nuevos colonos, había aterrizado desde Xenephrene el enemigo. Carecíamos por completo de detalles: solamente sabíamos que alrededor de la esfera plateada se levantaba ya la barrera escarlata. En una milla a la redonda había desaparecido toda señal de vida humana, árboles, casas, gente... ¡todo!

El Ministro de la Guerra se detuvo ante mí.

—Hablé por radio esta mañana con tu padre, Peter. Le he dicho que nos mande a esa chica de Xenephrene aquí inmediatamente. Tenemos que averiguar, si podemos, cómo son nuestros enemigos extraterrestres y hacer lo posible para enfrentarnos a ellos.

Gesticuló vehementemente frente a mí.

—Tu padre me ha dicho que estaba muy ocupado, que me dará una información completa dentro de unos días. ¡Así son los científicos! Se lo toman todo con calma, con su maldita rutina, cuando un día o dos son como la eternidad en estas circunstancias.

Miré a Freddie; nos sonreímos. En estos tremendos días no nos quedaban fuerzas para reír, pero Freddie asintió.

—Mi padre es así, pero... —dije yo.

—Bueno, pues le comuniqué que les enviaba un avión especial para que vengan él y la chica. El Gobierno venezolano nos pide detalles a cada momento. Me llaman de Caracas cada media hora. ¡Estamos haciendo el ridículo! ¡Tenemos un individuo de esa raza desconocida en nuestras manos y no lo enseñamos! Tu padre me ha dicho: «Que vengan Peter y Fred Smith a buscarnos... de todas maneras, quiero verlos».

No podía haber otra cosa que nos gustase más a Freddie y a mí. El Ministro nos ofreció un piloto, pero rehusamos. Salimos a la mañana siguiente, llevando órdenes legales... nos las habían dado como bromeando, pero su propósito era serio: reclamaban la presencia de mi padre, con Zetta, en Miami al día siguiente.

Eran las once cuando salimos en el gran avión ártico, tipo A. Era una mañana oscurísima, con nubes bajas y viento del Norte. Volábamos hacia el Suroeste y el tiempo se aclaró nada más pasar las Bahamas. Sobre el Océano oscuro brillaba la fría luz de las estrellas. Se habían visto ya algunos icebergs en estas latitudes, pero no sobrevolamos ninguno; sin embargo, vimos muchos barcos de vapor.

Después de unas cuatro horas de vuelo divisamos la luz del Morro en San Juan y yo viré hacia el Sudoeste para entrar en la costa cerca de Arecibo. Volando a escasa altura entramos por encima de la línea de arrecifes que cubría la blanca playa. No hacía muchas generaciones. Colón había arribado cerca de este lugar; pero, ¡cuan diferente era el Mundo en aquella época!

Las montañas apiladas que Colón describiera a la Reina Isabel aparecieron ante nosotros; conservaban la misma forma. Cada uno de sus picos seguía prácticamente igual, pero ya no era del vivo color verde que tanto entusiasmara al navegante; ahora eran frías, de un azul grisáceo, y sus cumbres se hallaban cubiertas de nieve.

Era media tarde cuando, en medio de la oscuridad, bajamos ruidosamente sobre la pista de aterrizaje de San Juan, situada al pie del cerro. Saltamos del avión y corrimos hacia arriba para ver a Dan, a mi padre, a Hulda y al matrimonio Cain que, desde la terraza, nos hacían señas. Entre ellos se divisaba la blanca y extraña figura de la muchacha.

¡Si solamente por un instante fuéramos capaces de contemplar nuestro futuro! A veces me estremezco al pensar en la manera ciega que andamos por la vida, levantando un pie sin saber lo que nos pasará cuando volvamos a asentarlo sobre la tierra. Por ejemplo, aquella tarde yo estaba muy contento de llegar y encontrar a mi padre y a Dan. Si Freddie y yo hubiésemos sabido lo que se nos avecinaba, hubiéramos hecho cualquier cosa por no llegar en aquel momento. Si nuestra llegada se hubiese retrasado solamente una hora... Sin embargo, hasta en las más terribles tragedias existe la evidencia de un sentido, de un fin trascendental; podernos no verlo, pero yo creo que siempre está allí.

Llegamos a la casa de la plantación un instante después de que Zetta hubiese comenzado su narración. Se lo había contado ya a mi padre y estaba contándolo de nuevo para Dan y los demás, cuando el sonido del avión la detuvo. Las pocas horas que quedaban de aquella tarde se llenaron con la confusión de nuestra llegada, nuestros intercambios de ideas y noticias y escuchando las informaciones inconexas del Mundo en la radio. Zetta no nos contó su historia aquella tarde ni aquella noche. Mi padre, con una sonrisa enigmática, se hizo cargo de las órdenes oficiales que traíamos.

—¡Estupendo, muchachos! Obedeceré. Nos llevaremos a Zetta e iremos mañana a Miami —se volvió hacia Dan—: tú también vendrás con nosotros. Zetta le contará su historia a las autoridades de Miami como a mí y, además, recopilaré algunos datos científicos muy interesantes para ellos que podrán ayudarlos, os lo aseguro. No hemos estado ociosos aquí.

Sacudió un voluminoso paquete de papeles. Eran sus notas científicas sobre la narración de Zetta y su estado físico y mental. Después de agitarlos ante nuestros rostros, se los volvió a meter en el bolsillo. ¡Destino fatal!, llamadlo como queráis. No se los dio ni a Dan ni a Freddie ni a mí... ¡se los metió en el bolsillo!

La noticia del compromiso de Hulda y Dan me alegró sobremanera. Estreché la mano de Dan calurosamente y besé a mi hermana cuando se echó en mis brazos. La pequeña Hulda estaba radiante; la hermosa cara morena de Dan resplandecía al recibir nuestros parabienes y, cuando éstos terminaron, echó los brazos alrededor de Hulda y se quedó allí con ella. ¡Dos amantes aferrándose a su felicidad, incluso en medio del torbellino del mundo!

Jamás olvidaré mi encuentro con Zetta. Cuando aquella tarde me la presentaron, estaba en el centro de la habitación y, debido a alguna causa, los demás se alejaron de nosotros un momento; durante un instante estuvimos solos. Yo me quedé mirándola.

No recuerdo cuáles fueron las vulgares palabras de saludo que dije, pero ella no contestó. Vi a una joven hermosa, curiosamente distinta de cualquier otra que hubiese visto con anterioridad. Era una belleza extraña. Tomé su mano cuando me la ofreció, en un gesto que, sin duda, le habían enseñado.

Ya he mencionado los sentimientos que Dan experimentara en semejantes circunstancias. Dan estaba enamorado de Hulda; por lo tanto, el instinto de todo lo bueno y justo que había en él se sobrepuso a lo que experimentó al sentirse tan atraído por Zetta, hasta conseguir rechazar aquella extraña emoción. Conmigo la cosa era diferente; yo no tenía a nadie, estaba libre.

Tomé la mano de Zetta. Por un momento me pareció que el contacto podría resultar imposible de romper; me sostuvo la mirada y leí la sorpresa en sus ojos y, luego, algo más... unas emociones que eran copia exacta de las mías.

Su cuerpo pareció vencerse hacia el mío. Pude ver cómo intentaba controlar este movimiento: su atracción por mí. ¿Fue así literalmente, científicamente? No lo sé. Puede que en la Tierra exista una atracción semejante de carácter sexual; o tal vez sea psicológico, o meramente emocional. Lo experimenté con Zetta y pude comprobar que ella también lo sentía y se extrañaba por ello. ¡Pero en sus ojos había algo más que sorpresa, había una fugaz expresión de ternura!

La señora Cain vino hacia nosotros. —¿Verdad que es adorable, Peter? Todos la queremos mucho. ¡Oh, Dios mío, qué tiempos tan raros!

Nuestras manos se separaron. ¿Fue amor lo que en aquel instante sentimos? ¿Sería posible? ¿Podría el amor ser adecuado entre un hombre y una mujer tan diferentes?

¿Acaso pretende el Creador que los Mundos se unan así o, tal vez, el aislamiento a que los ha condenado respecto de los demás mundos es una clara señal de que esto no debe ocurrir? ¿Amor entre Zetta y yo? No lo sé; pero durante toda aquella tarde y toda aquella noche estuve mirándola y encontrando su sombría mirada fija en mí.

Nos acercamos el uno al otro algunas veces y siempre fui consciente de la atracción que sobre mí ejercía su proximidad; no era tan fuerte como al principio, pero todos mis instintos y toda mi razón estaban ahora preparados para ello; nos separaban mil barreras de convencionalismos, de tiempo, lugar y circunstancias, que contribuían subconscientemente a resistir esa atracción. Sin embargo, estaba allí, invisible, intangible, sujetándonos férreamente.

Las noticias nocturnas de la radio llevaron alivio al mundo. Llegaron informes de Nueva York que daban cuenta de la desaparición de los invasores; quizá se habrían marchado a otro lugar pero, si era así, no se sabía.

Mi padre hizo solamente un comentario. Sus palabras, a las que el tiempo habría de dar la razón, han quedado grabadas en mi memoria:

—Abandonaron Nueva York ayer por la tarde tras el ataque de Robinson y Davies. ¡No existen dos vehículos, sino solamente uno! Dejó Nueva York y aterrizó anoche en Venezuela. Puede marcharse de allí inmediatamente.

Su mirada entonces se volvió hacia Zetta.

—Tengo razones para pensar que los invasores se retirarán voluntariamente de la Tierra y creo que muy pronto, mientras Xenephrene se halle a relativamente poca distancia de nosotros.

¡Completamente cierto! A medianoche la radio nos anunció que el vehículo de Xenephrene había abandonado Venezuela con toda su tripulación. Aquella noche el cielo estaba cubierto. Había una tormenta de lluvia y viento en América Central y en el bajo Caribe; por encima de los dieciséis grados de latitud hubo nieve. Nadie sabía dónde habían ido los invasores. El mundo esperaba con ansiedad noticias de su próximo punto de aterrizaje.

Nos quedamos allí más o menos durante una hora. Fuera nevaba y el viento aullaba, haciendo girar la nieve sobre las tejas de la casita. A eso de la una, nos deseamos buenas noches y nos fuimos a la cama. ¡Ah. si lo hubiésemos sabido!

Me desperté y me di cuenta de que Freddie me estaba sacudiendo. Los dos dormíamos en la misma habitación; eran las cuatro de la madrugada y la casa estaba llena de ruidos, debido a la tormenta exterior. Freddie se mostraba asustado, sin saber por qué. Algo lo había despertado. Ambos convinimos en que había sido un golpeteo que provenía ahora de la sala de estar, una puerta que se abría y cerraba impulsada por el viento, con un sonido raro, como si estuviese rota.

A todos los que despiertan bruscamente por la noche parece que los poseyese un sentido del mal. Yo lo sentía ahora sobre mí y la cara de Freddie aparecía blanca y seria bajo la luz de la mesilla de noche, que había encendido.

—Es la puerta del porche —dije—. El viento la ha abierto y la está golpeando.

Salimos a cerrarla. La sala de estar se hallaba helada; por la puerta exterior entraba la nieve; encendimos la luz. La puerta no estaba solamente abierta, sino torcida, medio arrancada de sus goznes; además faltaba parte del marco, que había desaparecido; se diría que se hubiese fundido, i Una puerta destrozada, rota, que colgaba y se golpeaba a causa del viento!

No hizo falta que nadie nos dijese lo que había sucedido. Lo supimos, creo, en aquel mismo momento. La puerta del dormitorio de mi padre estaba abierta y él no estaba allí. La cama había sido ocupada; no había señales de lucha, no había desorden alguno en toda la casa; simplemente la puerta principal rota... ¡una puerta que se había cerrado con llave! La luz y las voces despertaron a Dan y a sus padres, que salieron de sus habitaciones. Hulda y Zetta no acudieron. Las puertas de sus respectivas habitaciones estaban abiertas, como la de mi padre, y sus ocupantes tampoco estaban. A continuación pasaron unos momentos angustiosos, en que registramos la casa y los edificios adyacentes. No había pista alguna de cómo, mientras dormíamos en la ruidosa noche, mi padre, Zetta y Hulda habían podido desaparecer.

El matrimonio Cain, aterrorizado, se quedó en la cama. Freddie, Dan y yo nos vestimos apresuradamente y nos encaminamos al corral. Los caballos, helados de frío, nos recibieron dando muestras de alegría. Los ensillamos y, en fila india, salimos por la noche, cabalgando contra el viento y la nieve.

No nos sorprendió nada al llegar al «Campo del Edén», en el valle cercano a las cuevas donde antaño crecieran los queridos árboles frutales de los Cain. No había nada más que una manta de nieve grisácea en que las ramas de los árboles se extendían desnudas, formando filas negras y abandonadas.

Los troncos de los cocoteros parecían enormes palos negros clavados en un espacio blanco. Pero, entre ellos, no había ningún vehículo pequeño y plateado. Hacía una semana que se había retirado la guardia. No existía allí prueba alguna.

Los copos de nieve, que caían apretados, hubieran cubierto hasta las huellas más recientes. No existía más que la pequeña depresión en que había estado el vehículo.

Se había desvanecido la última posibilidad de comunicación; la última prueba de Xenephrene, que se hallaba entre nosotros, se había ido.