Los desocupados de la Europa de medianoche se estremecieron, y despertaron, saliendo de un sueño de piedra.

Es decir, todas las viejas bestias, todas las viejas supersticiones, todas las viejas pesadillas, todos los viejos demonios relegados, las brujas abandonadas en algún aprieto, se sobrecogieron al oír el llamado, se irguieron al escuchar el silbido, temblaron ante la intimación, y levantando remolinos de polvo se deslizaron por los caminos, revolotearon por los cielos, sacudieron los árboles, vadearon arroyos, cruzaron a nado los ríos, perforaron las nubes, y llegaron, llegaron, llegaron.

Es decir, también todas las estatuas e ídolos y dioses y genios muertos de Europa que yacían por doquier como un terrorífico manto de nieve, abandonados, en ruinas, parpadearon y echaron a andar, y aparecieron como salamandras por los caminos, o como murciélagos en el cielo o como perros salvajes en las malezas. Volaban, galopaban, saltimbanquiaban.

Ante la excitación general y el asombro y la algarabía de la hilera de muchachos asomados, Mortajosario se asomaba con ellos mientras desde el norte, el sur, el este, el oeste llegaban las multitudes de extrañas bestias y se arremolinaban asustadas en las puertas a esperar los silbidos.

—¿Les arrojaremos plomo hirviente?

Los chicos vieron la sonrisa de Mortajosario.

—Diantre, no —dijo Tom—. ¡El Jorobado ya hizo eso hace muchos años!

—Entonces, lava ardiente no. ¿Les silbamos ordenándoles que suban?

Todos silbaron.

Y obedientes al llamado, las turbamultas, los tropeles, el aluvión, la muchedumbre, el furibundo torrente de monstruos, bestias, vicios desenfrenados, virtudes trasnochadas, santos descartados, orgullos mal entendidos, pompas huecas se filtraban, se escurrían, se deslizaban, acometían, corrían temerarios y escalaban los muros de Notre Dame. En una marejada de pesadilla, en un tumultuoso oleaje de alaridos y trastabillones inundaron la catedral para incrustarse en todos los piñones y voladizos.

Y por aquí corrían marranos y por allá trepaban machos cabríos y otro de los muros conocía diablos que se remodelaban en camino, dejaban caer un par de cuernos para que les creciera otro nuevo, se afeitaban las barbas para que les brotaran retorcidos mostachos de lombrices.

A veces era sólo un enjambre de máscaras y caretas lo que correteaba muro arriba y ocupaba los altos contrafuertes, transportado por un ejército de cangrejos y de bamboleantes langostas ganchudas. Allá iban las caras de gorilas, llenas de pecado y dientes. Allá iban cabezas humanas con salchichas en las bocas. Más allá bailaba la máscara de un Bufón que una araña experta en ballet llevaba en alto.

Pasaban tantas cosas que Tom dijo: —¡Caramba, cuántas cosas están pasando!— ¡Y más habrán de pasar, añil! —dijo Mortajosario.

Pues ahora Notre Dame estaba infestada de bestias y de telarañas, de miradas maléficas y luces siniestras y máscaras, y por aquí venían dragones persiguiendo a niños, y ballenas tragándose a Jonases, y carretas desbordantes de calaveras-y-huesos. Acróbatas y saltimbanquis, tironeados por demiurgos, cojeaban y caían en extrañas posturas para petrificarse en el tejado.

Todo acompañado por cerdos arpistas y marranas que tocaban flautines, y perros gaiteros, y la música misma hechizaba y atraía a los muros a nuevas multitudes de seres grotescos que serían atrapados y retenidos para siempre en los nichos de piedra.

Aquí un orangután tañía una lira; allá trastabillaba una mujer con cola de pescado. Ahora una esfinge brotaba volando de la noche, dejaba caer las alas y se transformaba en mujer y león, mitad y mitad, y se echaba a dormitar por los siglos de los siglos a la sombra y al tañido de agudas campanas.

—Epa ¿y ésos qué son? —gritó Tom. Mortajosario, asomándose, resopló—: Pues son los Pecados, chicos. Y los seres Innominados. Allí repta la Carcoma de la Conciencia.

La miraron para verla reptar. Reptaba maravillosamente bien.

—Ahora —murmuró Mortajosario en voz muy queda—. Echaos. Dormitad. Dormid.

Y las manadas de criaturas extrañas dieron tres vueltas en redondo como perros endemoniados y se tumbaron en el suelo. Todas las bestias echaron raíces. Todas las muecas se petrificaron.

Todos los gritos se fueron acallando.

La luna proyectaba sombras y luces sobre las gárgolas de Notre Dame.

—¿Entiendes esto, Tom?

—Seguro. Todos los viejos dioses, todos los viejos sueños, todas las viejas pesadillas, todas las viejas ideas sin nada que hacer, desocupadas, nosotros les dimos trabajo. ¡Las llamamos aquí!

—Y aquí se quedarán por los siglos de los siglos ¿verdad?

—¡Verdad!

Se asomaron por el parapeto.

Había una turba de bestias en la muralla oriental.

Una muchedumbre de pecados en la occidental.

Una marejada de pesadillas en el sur.

Un remolino de vicios innombrables y virtudes mal guardadas hacia el norte.

—A mí —dijo Tom, orgulloso del trabajo de esa noche— no me molestaría vivir aquí.

El viento canturreó en las bocas de las bestias. Los colmillos sisearon y silbaron:

—Muchas gracias.