Prólogo.
Disimulo. Gatos caminando de puntillas. Sigilo y cautela. Pero ¿por qué? ¿Para qué? ¡Cómo! ¿Quién? ¡Cuándo! ¿Dónde empezó todo?
—No lo sabéis ¿no? —pregunta Carapacho Clavícula Mortajosario emergiendo de una pila de hojas bajo el Árbol de las Brujas—. ¡En verdad no lo sabéis!
—Bueno —le responde Tom el Esqueleto— mmm… no.
Fue…
¿En Egipto cuatro mil años atrás, en el aniversario de la gran muerte del sol?
¿O un millón de años antes, junto a las hogueras nocturnas de los
hombres de las cavernas?
¿O en la Bretaña Druida al son del Sssss-bummm de la guadaña de Samhain?
¿O entre las brujas, en toda Europa…
multitudes de arpías, hechiceras, magos, demonios, diablos?
¿O sobre los techos de París, cuando criaturas extrañas se convertían
en piedra y alumbraban las gárgolas de Notre Dame? ¿O en México,
en los cementerios desbordantes de velas encendidas y de muñequitos de
caramelo en el Día de los Muertos? ¿O dónde?
Mil sonrisas calabaceras se asoman desde el Árbol de las Brujas y dos veces mil miradas torvas y mordaces guiñan y parpadean con miradas frescas recién cortadas mientras Mortajosario guía a los ocho muchachos —no, nueve, pero ¿dónde está Pipkin?— que llaman a todas las puertas diciendo prenda-o-premio en una travesía de arremolinada hojarasca, de cometa voladora, de escalamuros, cabalgando en un palo de escoba para descubrir el secreto de la Noche de las Brujas, la Víspera de Todos los Santos.
Y lo consiguen.
—Bueno —pregunta Mortajosario al final del viaje—. Qué fue: ¿una prenda o un premio? —Premio y prenda— concuerdan todos.
Y tú también estarás de acuerdo.