Ni bien hubo dado la orden, el propio señor Mortajosario arrancó un gran trozo de papel del costado del granero. El papel le revoloteó en las manos: ¡el ojo de un tigre! Otro tirón de otro viejo cartel y… ¡la boca de un león!
Los chicos oyeron rugidos de África traídos por el viento.
Parpadearon. Corrieron. Rascaron con las uñas. Tironearon. Sacaron tiras y trozos y grandes rollos de carne animal, de colmillos, de ojos penetrantes, de flancos heridos, de garras ensangrentadas, de colas, de salto y brinco y grito. Todo el costado del granero era un antiguo desfile suspendido en el tiempo. Lo arrancaron a pedazos, quitando una garra, una lengua, un iracundo ojo felino. Debajo esperaban capa tras capa de pesadilla selvática, encuentros deliciosos con osos polares, cebras despavoridas, orgullos menguados de leones, embestidas de rinocerontes, gorilas volatineros que apoyaban la pata en el filo de la medianoche para lanzarse hacia el amanecer. Mil animales confederados rugían que los pusieran en libertad. Libres luego en puños, manos y dedos, silbando en el viento del otoño, los muchachos corrieron por la hierba.
Mortajosario arrancó una varilla de la vieja cerca y armó una rústica cruz de cometa y la sujetó con alambre, y luego retrocedió para recibir las ofrendas de papel que los muchachos arrojaban a puñados.
Y las fue colocando en su sitio sobre el marco, y echando chispas de pedernal las soldó con quemaduras de las manos córneas.
—¡Paaa! —Los chicos gritaban maravillados—. ¡Mira eso!
Nunca habían visto nada semejante, ni habían sabido que hombres como Mortajosario, con un pellizco, un apretón, una presión de los dedos, pudiesen soldar un ojo a un diente, un diente a una boca, una boca a la cola felina de un gato montes. Todo, todo maravillosamente amalgamado en una sola cosa, un indómito rompecabezas de zoo selvático tumultuoso y atrapado, empastado y atado, creciendo, creciendo, tomando color y sonido y forma a la luz de la luna en ascenso. Ahora otro ojo caníbal. Ahora otras fauces hambrientas. Un chimpancé demente. Un mandril loco de atar. ¡Un desaforado pájaro carnicero! Los chicos corrían llevando los últimos espantajos y la cometa quedó terminada, la antigua carne tensa, soldada por las córneas manos todavía incandescentes que despedían volutas de humo azul. Con la última chispa de fuego que le brotó del pulgar, el señor Mortajosario encendió un cigarro y sonrió. Y el resplandor de esa sonrisa mostró la cometa tal cual era, una cometa de destrucciones, de animales tan ominosos y feroces que el griterío ahogaba el viento y asesinaba el corazón.
Mortajosario estaba satisfecho, los chicos estaban satisfechos.
Porque de alguna manera la Cometa se parecía…
—¡Carambolas —dijo Tom, perplejo—, un pterodáctilo!
—¿Un qué?
—Un pterodáctilo, esos antiguos reptiles voladores, desaparecidos hace millones de años, y que nunca volvieron a verse —replicó el señor Mortajosario—. Bien dicho, muchacho. Pterodáctilo parece y es, y nos llevará volando en alas del viento hasta Perdición o el Confín de las Tierras o alguna otra comarca de nombre melodioso. Pero ahora ¡soga, bramante, cuerda, pronto! ¡Arrebatad y traed!
Soltaron la cuerda de un viejo tendedero de ropa que iba desde el granero hasta la granja abandonada. Unos buenos treinta metros o más de cuerda le llevaron a Mortajosario, quien la hizo correr por el puño hasta que despidió el más sacrílego de los humos. La ató al centro de la enorme cometa que aleteó como una manta-raya perdida y fuera del agua en esta playa extrañísima. Luchaba con el viento tratando de vivir. Aleteaba y se debatía en las crestas de la marea de aire, tendida sobre la hierba.
Cometa de Otoño
[The Hallowe’en Kite]
Mortajosario dio un paso atrás, pegó un tirón y ¡mirad!, la Cometa saltó en el aire.
Flotó casi a ras de tierra en el extremo de la cuerda de ropa, arrastrada por un viento torpe, virando para este lado, lanzándose hacia aquél, brincando de pronto para enfrentarlos con una pared de ojos, una sólida pulpa de dientes, una tempestad de gritos.
—¡No va a remontar, se tuerce! ¡Una cola, necesitamos una cola!
Y en un impulso instintivo Tom se adelantó y se aferró a la Cometa. La Cometa se estabilizó. Empezó a subir.
—Sí —gritó el hombre obscuro—. Oh, chico, tú eres único. ¡Muchacho listo! ¡Tú serás la cola! ¡Y más, y más!
Y mientras la Cometa ascendía lentamente por la corriente fría de veloces ráfagas de aire, cada chico a su turno, seducido por la fantástica idea, acicateado por su propia imaginación, se transformaba en más y más cola. Es decir, que Henry-Trampitas, disfrazado de Bruja, se tomó de los tobillos de Tom, ¡y ahora la Cometa tenía por magnífica cola a dos de los chicos!
Y Ralph Bengstrum, envuelto en trapos de momia, tropezando con los vendajes, ahogado en harapos mortuorios, avanzó trastabillando, dio un salto y se aferró a los tobillos de Henry-Trampitas.
¡Y ahora tres chicos colgaban en una Cola!
—¡Esperadme! ¡Ahí voy! —gritó el Mendigo, que bajo la mugre y los andrajos no era otro que Fred Fryer.
Saltó y alcanzó las pantorrillas de Ralph.
La Cometa subía. ¡Los cuatro muchachos de la cola gritaban pidiendo más cola!
La consiguieron cuando el chico disfrazado de Hombre-Mono manoteó y se aferró a un par de tobillos seguido por el chico disfrazado de Muerte con una Guadaña que hizo peligrosamente lo mismo.
—¡Cuidado con la guadaña!
La guadaña cayó y allí quedó, sobre la hierba, como una sonrisa olvidada.
Pero ahora los dos últimos chicos colgaban de todos aquellos tobillos mal lavados, y la Cometa subía, más y más arriba, agregando muchacho a muchacho y muchacho, hasta que con un alarido y un grito ocho chiquillos se menearon en una magnífica cola; los dos últimos eran Fantasma, en realidad George Smith y Wally Babb, que en un rapto de inspiración habían logrado parecer una Gárgola caída de la cúpula de una catedral.
Los chicos aullaban de júbilo. La Cometa saltó otra vez, y… ¡despegó!
—¡Epa!
¡Brrrr! La Cometa ronroneó con mil susurros animales. ¡Taaannn! La cuerda de la Cometa tañó al viento.
¡Shhhh!, cuchicheó todo.
Y llevados por el viento volaron entre las estrellas.
Dejando a Mortajosario que miraba con asombro a los muchachos, la Cometa, el invento.
—¡Esperad! —gritó.
—¡No se quede atrás, dése prisa! —le gritaron los chicos.
Mortajosario corrió por el pastizal para recoger la guadaña. El albornoz flotó en el aire y se abrió en dos alas hasta que también él, sin ningún esfuerzo, subió y voló.