Era un pueblo pequeño junto a un río pequeño y un lago pequeño en un rincón septentrional de un estado del Medio Oeste. No había alrededor tanta espesura como para que no se viera el pueblo. Pero por otro lado tampoco había tanto pueblo como para que no se viera y sintiera y palpara y oliera la espesura. El pueblo estaba lleno de árboles. Y pasto seco y flores muertas ahora que había llegado el otoño. Y muchas cercas para caminar por encima y aceras para patinar y una cañada donde echarse a rodar y llamar a gritos a los del otro lado. Y el pueblo estaba lleno de… Chicos.

Y era la tarde de la Noche de las Brujas.

Y todas las casas cerradas contra un viento frío.

Y el pueblo lleno de fríos rayos de sol. Pero de pronto el día se fue.

De abajo de todos los árboles salió la noche y tendió las alas. Detrás de las puertas de todas las casas hubo un correteo de patitas ratoniles, gritos ahogados parpadeos de luz.

Detrás de una puerta, Tom Skelton, de trece años, se detuvo y escuchó.

Afuera, el viento anidaba en los árboles, merodeaba por las aceras con pisadas invisibles de gatos invisibles.

Tom Skelton se estremeció. Cualquiera podía saber que el viento de esa noche era un viento especial, y que en las sombras había algo especial, pues era la Víspera del Día de Todos los Santos, la Noche de las Brujas. Todo parecía ser de suave terciopelo negro, o terciopelo anaranjado o dorado. El humo salía jadeando desde miles de chimeneas como penachos de cortejos fúnebres. De las ventanas de las cocinas llegaban flotando dos aromas de calabazas: el de las calabazas huecas y el de los pasteles en el horno.

Los gritos detrás de las puertas cerradas de las casas fueron más exasperados cuando sombras de muchachos volaron junto a las ventanas. Chicos a medio vestir, las mejillas empastadas de pintura; aquí un jorobado, allá un gigante de mediana estatura. Continuaba el saqueo de desvanes, el ataque a viejas cerraduras, el despanzurramiento de vetustos baúles en busca de disfraces.

Tom Skelton se puso sus huesos.

Sonrió burlón al mirarse la columna vertebral, las costillas, las rótulas cosidas en blanco sobre lienzo negro. ¡Qué suerte!, pensó. ¡Vaya nombre que te tocó! Tom Skelton. ¡Fantástico para el Día de las Brujas! ¡Todos te llaman Esqueleto! Y entonces ¿qué te pones?

Huesos.

Buuum. Ocho puertas de calle cerradas de golpe.

Ocho muchachitos ejecutaron una serie de hermosos saltos por encima de tiestos, barandillas, helechos muertos, arbustos, y aterrizaron sobre el césped seco y almidonado de los jardines.

Galopando, atropellándose, se apoderaban de una última sábana, ajustaban una última máscara, tironeaban de extraños sombreros hongo o pelucas, gritando por cómo los llevaba el viento, cómo los ayudaba a correr; felices en el viento, o soltando maldiciones infantiles cuando las máscaras se les caían o se les torcían o se les metían en las narices con un olor a muselina, como el aliento caliente de un perro; o sencillamente dejando que la pura alegría de vivir y de estar fuera de noche les colmara los pulmones y les formase en las gargantas un grito y un grito y un… ¡griiitooo!

Ocho muchachos chocaron en una esquina.

—Aquí estoy yo: ¡Bruja!

—¡Hombre-Mono!

—¡Esqueleto! —dijo Tom, muerto de risa dentro de sus huesos.

—¡Gárgola!

—¡Mendigo!

—¡El Señor La Muerte en Persona!

¡Pum! Se sacudieron quitándose de encima los golpes, confundidos en un alboroto de felicidad bajo el farol de la esquina. La oscilante lamparilla eléctrica se mecía al viento como la campana de una catedral. Los adoquines de la calle se transformaron en el entarimado de un barco ebrio escorado y hundido en la sombra y la luz.

Detrás de cada máscara había un chico.

—¿Quién es ése? —señaló Tom Skelton.

—No lo diré. ¡Secreto! —gritó la Bruja, disimulando la voz.

Todos se rieron.

—¿Quién es ése?

—¡La Momia! —gritó el niño envuelto en viejos lienzos amarillentos, como un inmenso cigarro que se paseaba por las calles anochecidas.

–¿Y quién es…?

—¡No hay tiempo! —dijo Alguien Oculto Detrás de Otro Misterio de Muselina y Pintura—. ¡Premio o prenda!

—¡Sí!

Chillando, gimoteando, desbordantes de una alegría macabra, correteaban en todas partes menos en las aceras, saltando por encima de los arbustos casi cayendo sobre perros que escapaban aullando.

Pero en mitad de las carreras, las risas, los ladridos, de pronto, como si una gran mano de noche, viento y olor de algo raro los detuviese, todos se detuvieron.

—Seis, siete, ocho.

—¡No puede ser! Cuenta otra vez.

—Cuatro, cinco, seis…

—¡Tendríamos que ser nueve! ¡Falta alguien!

Se husmearon unos a otros, como bestias asustadas.

—¡No está Pipkin!

¿Cómo lo supieron? Todos estaban escondidos detrás de las máscaras. Y sin embargo, y sin embargo…

Podían sentir la ausencia de Pipkin.

—¡Pipkin! En un zillión de años nunca ha faltado a la Noche de las Brujas. Qué horror. ¡Vamos!

En un amplio movimiento de abanico, un trotecito y un meneo perruno, dieron una vuelta entera y se alejaron por la calle empedrada, barridos como hojas en el principio de una tormenta.

—¡Aquí está la casa de Pipkin!

Se detuvieron frenando. Allí estaba la casa de Pipkin, pero no había bastantes calabazas en las ventanas, ni bastantes barbas de maíz en el porche, ni bastantes fantasmones espiando por el vidrio obscuro desde la alta buhardilla.

—Diantre —dijo uno—. ¿Y si Pipkin está enfermo?

—No sería Noche de Brujas sin Pipkin.

—No sería Noche de Brujas —gimieron a coro.

Y uno de ellos arrojó una manzanita ácida a la puerta de Pipkin. Se estrelló con un ruidito apagado, como si un conejo pateara la madera. Esperaron, entristecidos sin razón, perdidos sin razón. Pensaban en Pipkin y en una Noche de Brujas que podía convertirse en una calabaza podrida con una vela apagada si, si, si… faltaba Pipkin.

Vamos, Pipkin, ¡ven y salva la Noche!