CAPÍTULO XVI
Como no había recibido ni una sola prenda nueva de la proveeduría oficial desde el día en que pisé por primera vez la Guayana, escribí una carta al Comandante de las Islas, diciéndole que estaba, por así decirlo, completamente desnudo. Me asignó un saco de efectos que contenía, para gran satisfacción mía, una muda de ropas, una frazada y un par de zapatos de madera, que, por supuesto, no servían como calzado y que vendí a un hombre que necesitaba madera para hacer una pieza de escritura. En mi carta al Comandante aproveché la ocasión para pedirle un trabajo de escribiente en una de las oficinas de las islas, para tener una ocupación y pasar los largos días. Fui designado para ayudar a llevar los libros de la proveeduría de alimentos.
Con este empleo gozaba de mucha libertad y casi todas las tardes bajaba al desembarcadero y pasaba una o más horas contemplando el mar. Cierto día, un guardia me preguntó si quería ser tutor de su joven hija que iría a Cayena cuando las clases comenzaran. Me ofreció treinta francos al mes. Acepté sin titubear ni un momento.
Esa misma noche fui a su casa a comenzar mis lecciones. Por ser tenedor de libros, tenía la libertad de regresar a la barraca a cualquier hora, siempre que fuera antes de las nueve.
Susana, la hija del guardián, tenía dieciséis años; pero como se había criado literalmente entre presidiarios —ya que desde su más tierna infancia se había acostumbrado a verlos en su casa como sirvientes— sabía más acerca de las cosas de la vida que lo que supuestamente sabe una niña de tan poca edad.
Desde el primer día de mi actuación como su tutor, comenzó a desviar nuestro interés hacia temas que no eran, precisamente, las matemáticas y la geografía.
Yo apenas tenía veintisiete años. Durante cuatro interminables años había carecido de ocasión de hablar con una mujer y, también de ver regularmente a una niña blanca joven y apetecible.
Tenía absoluta conciencia del riesgo que corría. Si su padre hubiera descubierto lo que estaba ocurriendo, me hubiese perforado el cráneo de un tiro, como lo había hecho con un presidiario que lo había insultado meses atrás en una de las barracas.
El elemento de peligro, sin embargo, daba más sabor al asunto. Dos o tres veces por día, a veces más, Susana solía ir a la oficina donde yo trabajaba, con el pretexto de que necesitaba explicaciones para hacer los deberes que le había dado el día anterior. Aprovechaba la oportunidad para deslizarme notas de amor que, aunque discretas, parecían escritas por una mujer más que por una niña de dieciséis años.
Me mantenía discretamente alerta para no meterme en graves dificultades, y tomé todas las precauciones necesarias para mantener mi idilio por completo oculto. En efecto, nadie, ni siquiera mis compañeros más íntimos, se dieron cuenta de que yo tenía un romance.
Cierta noche en que no nos tocaba lección, Susana se atrevió a esperarme a la salida de la oficina.
Otras veces ya nos habíamos encontrado en la oscuridad y habíamos caminado por la isla, pero la sorpresa de verla allí esa noche, cuando no habría excusa alguna si alguien nos pescaba juntos en los alrededores de la oficina, me hizo sentir muy inquieto. Ella me aseguró que se iría en seguida y añadió que esa noche su padre estaba de turno en el campamento. Efectivamente, cumplió con la promesa: luego de darme un largo beso, que le devolví, nos separamos en las sombras detrás de la oficina.
Pero a la noche siguiente estaba allí de nuevo esperándome. Y también volvió las noches que siguieron. Me acostumbré a esperarla a la sombra del edificio no bien terminaba de trabajar en la oficina. Solía acompañarme casi hasta el portón de la Barraca Roja. Las Islas son muy oscuras de noche. En la Real hay sólo una pequeña lámpara de keroseno cada cien metros.
Pero cierta noche… ¡nuestro romance terminó con un estallido!
Sucedió que esa noche el Comandante andaba caminando al azar por los alrededores de la barraca. Caminaba en silencio cuando oyó murmullos y el inconfundible sonido de besos. Pensando que se trataba de un guardia en amores con su propia mujer, se marchó discretamente por el lado contrario. Pero para desgracia de Susana y mía, la vio bajar corriendo la loma que separaba la barraca de su casa. Y la reconoció. Con sospechas, se dirigió al portón de la barraca y preguntó al guardia de turno quién era el presidiario que había llegado el último.
—Belbenoit, el tenedor de libros —contestó el guardia.
A la mañana siguiente recibí órdenes de presentarme en la oficina del Comandante.
—Esta misma mañana te voy a enviar a San José en el bote de las diez —me dijo mientras me miraba con ojos penetrantes—. Tienes suerte de que no haya sido el guardia del desembarcadero quien te sorprendió anoche. ¡Ahora te estarían comiendo los tiburones! —Y continuaba mirándome severamente.
Yo estaba terriblemente nervioso. Pensaba que el Comandante me había llamado por algún otro motivo, algo mucho menos grave. Me tomó por completo de sorpresa, pues no lo había visto la noche anterior.
—¿Qué relaciones tienes con la hija del guardia?
—Somos simplemente amigos; he sido su tutor durante varios meses.
—Su tutor, ¿eh? Prepara tus cosas para marcharte. Bastantes escándalos ha habido en esta isla, como para que ahora los presidiarios se mezclen también en estas cosas…, tutores o no tutores.
De modo que salí rumbo a San José.