CAPÍTULO IX
De nuevo en el fortín de Saint-Laurent —como consecuencia del fracaso de mi segundo intento de fuga—, estábamos en un estado miserable. El pie del Marsellés, cortado por las afiladas hojas de la vegetación y que ya lo hacía cojear cuando fuimos capturados, empeoró debido a la infección, hasta que sólo pudo andar arrastrando la pierna. Sufría de terribles dolores. De pronto descubrió que en el fortín al que lo destinaron estaba un cómplice del delito por el cual se los había condenado a ambos. Se odiaban por algún motivo y el antiguo cómplice del Marsellés, al ver el mal estado en que éste se encontraba, comenzó a provocarlo desde detrás de las cerradas puertas de hierro. Una noche, el Marsellés se zafó de la argolla de su pierna y le hundió el cuchillo a su nuevo adversario. Después el pie infectado se le gangrenó y tuvo que ser llevado al hospital. Seis días después murió de infección en la sangre.
Permanecimos encerrados en estado de gran debilidad y el hedor y la falta de aire del lugar, después de los días pasados en el mar y en la profundidad de la selva, me resultaban nuevamente insoportables. Era un espantoso contraste y había momentos en que deseaba haber muerto durante la fuga antes de tener que volver a pisar el suelo de ese sofocante encierro hediondo de sudor y excrementos humanos.
Nuestro bien planeado esfuerzo por alcanzar la libertad había fracasado por completo. Pero en el fortín nos engañamos mutuamente, atribuyendo el desastre a Basque, nuestro «marinero». De modo que permanecimos amigos y nos pusimos de acuerdo en que probaríamos de nuevo a la primera oportunidad que se nos presentara.
Era una suerte que estuviéramos en armonía, pues en el edificio había numerosos forts-à-bras y otras clases de presos peligrosos; cada uno de nosotros tenía su propio dinero, cosa de la que se convencieron algunos de ellos luego de hablarnos y de darse cuenta de que no teníamos puntos flacos que nos obligaran a desprendernos de dicho dinero. El Gordo Marcel conocía a la mayoría de estos malos tipos y nos alertó inmediatamente para que estuviéramos en guardia. Pero cuando se dieron cuenta de que estábamos unidos nos dejaron solos.
Había allí hombres cuyos cuerpos desnudos tenían color marrón rojizo a causa del sol. Entre ellos, varios presidiarios estaban casi negros por la misma causa, y otros, los forts-à-bras, presentaban tatuajes azules y rojos en sus cuerpos y rostros. Mezclados a éstos estaban los cuerpos blancos de los hombres recién llegados. A algunos, a los que habíamos conocido antes de nuestro intento de fuga, les dimos un poco de dinero para que se compraran tabaco; teníamos que hacerlo, porque allí dentro, donde el carácter se pone tan tenso por tanta espera y miseria, las amistades penden de un hilo. En el fortín había que dormir con un ojo abierto para no ser robado o asesinado, aunque se supone que todos están encadenados. E incluso durante el día, los forts-à-bras, si un hombre está débil y no tiene camaradas, le quitan lo que tiene por la fuerza, y al día siguiente, si se queja, lo matan. Los hombres se vuelven bestias dentro del fortín, aunque afuera se conduzcan con sus compañeros de modo amistoso.
Transcurrían las semanas. Con el tiempo, la inmunda hediondez y el calor se volvían más y más insoportables.
Transcurrió un mes y medio sin novedad alguna. Luego comenzaron a correr rumores de que algunos iban a ser ejecutados en el patio del fortín. Era una noticia muy importante para nosotros, pues el patio corría a uno de los lados de nuestro edificio y podía ser visto desde las ventanas enrejadas. Alguien dijo que uno de los guillotinados sería Hespel, el verdugo. Esta parte de la información produjo gran excitación en el fortín, porque el degüello de un verdugo constituía siempre un acontecimiento en la colonia presidiaria.
En la Guayana, las noticias corrían de boca en boca; llegaban incluso a las más solitarias celdas. Al poco tiempo el rumor fue confirmado: la guillotina iba a ser levantada cierta mañana y dos hombres perderían sus cabezas. Sí, uno de ellos sería Hespel, «el Chacal», como llamábamos al verdugo más cruel que jamás hubiera conocido la colonia penitenciaria.
La historia de Hespel fue muy comentada. Yo la había escuchado varias veces antes de que llegara el día señalado para su muerte. Durante varios años había sido el verdugo de Saint Laurent. En 1923, en calidad de libéré, había huido a la selva con la intención de tener éxito en su fuga, y fue entonces cuando se ganó un temible apodo: el «Vampiro del Maroni». Pues en ese momento poseía una canoa con la que hacía su negocio trasladando a los presos en fuga, al sector holandés del río, por veinticinco francos. Pero muchos de estos évadés habían sido hallados muertos a la orilla del río: habían sido asesinados y, en todos los casos, tenían los vientres abiertos. Estos crímenes fueron adjudicados a Hespel, de quien se sospechó que los había matado para luego abrirles el vientre buscando en los intestinos los supositorios que sin duda contenían dinero, ya que ningún presidiario pretendía fugarse a menos que llevara dinero consigo. Hespel fue apresado y se le declaró culpable, no de crimen, sino de évasion. Entonces intentó escapar de los fortines, pero un llavero lo detuvo. Hespel le dijo: «¡Dentro de poco tendré tu pellejo!». Y al día siguiente cuando se lo dejó salir con los demás para hacer ejercicio en el patio, atacó al llavero con su cuchillo y lo mató. Era su tercer crimen comprobado en la penitenciaría de Saint-Laurent, y esta vez se lo sentenció a muerte.
Por fin llegó la víspera de la ejecución. Toda la noche cayó fuerte lluvia sobre el techo del fortín y el aire estaba pesado de humedad y calor. Grandes cantidades de mosquitos entraban a través de las altas ventanas enrejadas sobre nuestras cabezas, como ocurría siempre que había tormenta afuera. Los que teníamos tabaco fumábamos continuamente, en un inútil esfuerzo por mantenerlos alejados.
Algunos de nosotros conversábamos en grupo y en voz baja, encorvados sobre las tablas. En otras partes del edificio, los hombres habían deslizado sus tobillos de las argollas sujetas a las barras y susurraban en grupos. Había un murmullo monótono, una atmósfera de tensión y las cadenas rechinaban más incansablemente que nunca. Se hablaba de las ejecuciones.
Rivet —lo llamábamos La Garra debido a sus largas y fuertes uñas— se había quitado la cadena de la pierna y se sentó junto a mí en un grupo de hombres que hablaban en voz baja. Tenía un físico poderoso pero enflaquecido; con vividos gestos que lo hacían aparecer grotesco contra la débil luz de la lámpara, nos contó cómo uno de sus mejores amigos había perdido la cabeza.
—Deleuze… ¡ah! —exclamó—. Él y yo éramos amigos. Llegamos en el mismo barco. Nos gustamos mutuamente desde el primer día. Era un tipo tranquilo; lo metieron por diez años porque había matado a un vecino por una pelea sobre una propiedad.
»Bueno, cuando llegó aquí se llevó una gran sorpresa. Se encontró con un viejo camarada de regimiento en Saint Laurent, pero ¡su camarada era un guardia! A pesar de la diferencia de posición, volvieron a ser otra vez grandes amigos, como siempre lo habían sido. Y su amigo le aconsejó que cuidara su conducta para poder ser promovido a la categoría de preso de segunda clase. Entonces él podría sacarlo de las celdas y tomarlo como sirviente en su casa, donde todo le resultaría más fácil. Deleuze lo pasaba muy mal, pero se cuidaba y llevaba una vida tranquila esperando su oportunidad. Evitó ser castigado y se sometía a cualquier cosa, con un solo pensamiento en la cabeza: el de llegar a ser un presidiario de segunda clase.
»Después de un tiempo llegó a tener veintitrés meses cumplidos sin un solo castigo. Había sido duro para él, pues tuvo que soportar constantemente a los guardias corsos. Sólo necesitaba treinta días más con buena conducta para alcanzar la más alta clasificación. Cierto día tuvo que presentarse ante el capitán de turno por haber entrado de contrabando algunas bananas a las barracas. Permanecería algunos días en las celdas por infringir las normas, y eso significaba que perdería su promoción… Después de veintitrés meses de conducta intachable.
»Deleuze se deprimió. Le volvía loco el pensamiento de tener que hacer todo de nuevo. ¡Pobre tipo! Estaba furioso. Se dirigió a su amigo y le contó todo cuanto había ocurrido. El amigo se presentó ante el capitán para preguntarle si no sería posible destruir el informe. Pero el capitán tenía algo contra Deleuze, de modo que no atendió el pedido. Luego el propio Deleuze se dirigió al jefe de guardias del campamento y trató de sobornarlo para no tener que presentarse ante la Comisión. Pero el jefe le dijo: “Eres culpable y vas a ser castigado.” Todos ellos sabían cuál era el deseo de Deleuze y estaban interesados en mantenerlo alejado de su meta.
»Esa noche, cuando Deleuze fue a su barraca estaba profundamente malhumorado. Caminaba de un lado al otro lleno de ira; era un tipo tranquilo, pero de carácter ardiente.
»Había en la barraca dos jóvenes presidiarios que le hacían burlas. Les dijo: ¡Ya verán ustedes mañana cómo actúa un hombre! Ya había decidido qué haría. ¡Se iba a vengar!
»Apenas los llaveros abrieron la puerta de la barraca a las cinco de la mañana siguiente, Deleuze salió. En medio de la multitud de hombres que hacían ejercicio, nadie reparó particularmente en él.
»Todavía estaba oscuro, y se dirigió derecho a la casa del capitán. Éste se hallaba sentado en su escritorio escribiendo informes. Deleuze se le acercó despacio por detrás y ¡le hundió dos veces el cuchillo en la espalda! Lo dejó en cuanto estuvo seguro de que el hombre había muerto. Yendo por detrás de las barracas, se dirigió al otro extremo de la penitenciaría, donde sabía que se ubicaba siempre el jefe de guardias para su tarea de enviar a los hombres al trabajo de todas las mañanas. Efectivamente, el jefe de guardias estaba allí, como de costumbre, vigilando a los hombres; Deleuze se le acercó rápidamente a hurtadillas por la espalda y le atacó con el cuchillo. Luego corrió a su barraca antes de que nadie viera, según creyó, lo que había ocurrido. Pero un hombre lo había visto; no era el jefe de guardias, pues éste estaba gravemente herido y había sido tomado por sorpresa. El testigo era un llavero que lo vio saltar sobre el guardia y lo denunció. Todo estaba contra Deleuze, quien fue conducido al fortín. A los dos meses fue condenado a la guillotina.
»Todo el tiempo que permaneció detenido, su amigo el guardia le enviaba tabaco y hacía cuanto podía para ayudarlo. Algunos de los hombres, pues todos nos habíamos enterado del asunto, le mandaban cosas para alegrarlo.
»Llegó el día. Su amigo el guardia no salió esa mañana para contar a los hombres; estaba tan abatido que se quedó en casa. El jefe de guardias, a quien Deleuze había pretendido matar, pidió permiso para ver caer la cabeza de Deleuze, pero el comandante no le permitió abandonar el hospital.
»Deleuze fue conducido al cadalso. Yo era uno de los presidiarios que tenía que estar allí de rodillas como testigo. ¡Al demonio! Era penoso verlo… pobre diablo. Después de semanas en el fortín, había quedado reducido a una masa de escorbuto. Dos veces pidió ser llevado al hospital, pero su pedido fue rechazado, pues sabían que de todos modos tenía que morir. Hacía cinco días que no comía. El verdugo tuvo que ayudarlo a ponerse bajo la cuchilla, tan débil estaba. No se trataba de que tuviera miedo. No: Deleuze era un hombre de hierro de la cabeza a los pies. Podría haber estado perfectamente bien, si no se hubiera obsesionado con la idea de que en este maldito agujero no le quedaba oportunidad alguna.
»Lo único que dijo cuando puso la cabeza en la curva de la madera fue: “No me lastimen más”, ¡porque fue tanto lo que ya sufría a causa del escorbuto!
»El verdugo oficial (en ese momento era Carpentier) también estaba entonces detenido. Era, además, el cocinero de los fortines. Terminada la ejecución, regresó a la cocina para preparar las raciones. ¡Ah, cuando la sopa llegó a las diez, nadie la tocó! «¡No vamos a tomarla!, dijeron los hombres. “¡La hicieron manos húmedas todavía de la sangre de un camarada!”.
»El jefe de guardias fue a comunicar al comandante lo que sucedía, y éste dijo que si los hombres se negaban a tocar la comida, era cosa de ellos. Ese día nadie comió en el fortín porque Deleuze había muerto.
»Otra cosa, y esto demuestra cuánto lo quería su amigo el guardia. En menos de diez días presentó su renuncia. ¡Sí! Y alguien me contó que cuando regresó a Francia escribió un montón de cosas ciertas contra la Administración. ¡Pero una voz gritando contra los lobos no consigue nada!».
Habíamos escuchado el vivido relato de La Garra en completo silencio. Algunos presos comenzaron a hacer comentarios y las discusiones se generalizaron.
Es una cosa extraña; pero lo cierto es que en vísperas de una ejecución estos presidiarios, en su mayoría hombres capaces de cometer los más grandes crímenes, se sienten embargados de una vaga inquietud. He notado que esto nunca falla. Es una especie de desasosiego, explicable, hasta cierto punto, por el hecho de que no hay uno solo que no sienta que él mismo puede algún día tener que enfrentarse a la pulida cuchilla. Yo mismo sentí eso muchas veces, pues en la pareja lucha entre la corrompida autoridad penitenciaria y los hombres condenados un preso jamás sabe cuándo se encontrará de pronto frente al castigo capital. Los presos que esperan en la noche saben que al amanecer un hombre igual que ellos va a ser guillotinado; además saben que ellos también son seres desamparados, sometidos a una autoridad que no será cuestionada si decide por cualquier motivo cortar cien cabezas en lugar de una. El hombre que ha visto el destello de la cuchilla y las salpicaduras de roja sangre cuando la guillotina cae, queda marcado por un terror que, en realidad, jamás lo abandona. Odia profundamente —todos los presidiarios sienten lo mismo y nadie puede culparlos por ello— al hombre que como verdugo oficial deja caer la cuchilla.
En la oscura noche, Georges, un tatuado fort-à-bras, le preguntó a La Garra:
—¿Recuerdas la ejecución de Gautier en las Islas?
—Yo no estaba allí —le contestó La Garra—, pero oí la historia.
—Bueno, yo sí estaba, y fui uno de los hombres a los que llevaron para ser testigos.
—¡Cuenta! —pidieron varios hombres de nuestro grupo—. ¿Qué pasó?
—Gautier mató a un guardia cuando estaba incomunicado —dijo Georges—. ¿Alguno de ustedes lo recuerda?
—Sí —contestaron La Garra y varios otros.
—Una tarde, el capitán de turno en la Isla de Saint-Joseph vino a las celdas para elegir a treinta hombres que iban a ser testigos de la ejecución. Yo fui uno de ellos. Se iba a cumplir en la mañana.
»Aproximadamente a las cinco del día siguiente, nos hicieron salir de las celdas seis guardias que nos llevaron hasta el patio. Allí había sido levantada la guillotina. El Chacal (¡ja!, va a morir mañana) estaba dando el último toque al armazón.
»Al poco tiempo amaneció. Los guardias nos hicieron arrodillar en torno de la guillotina y tuvimos que cruzar los brazos sobre el pecho. Era la primera ejecución que presenciaba y comencé a descomponerme. El capitán de turno nos dijo: “En el momento de la ejecución, inclinen todos la cabeza”.
»En ese instante apareció el comandante de las Islas. Era Garagnon. Un robusto llavero y dos guardias fueron con él a la celda de Gautier.
»Y así sucedió. El Comandante le comunicó a Gautier que su pedido de perdón no había sido otorgado por el Presidente. Que le había llegado la hora de morir bajo la cuchilla. Mientras cumplía con esta formalidad, el llavero le quitó a Guatier las cadenas. Éste había escuchado respetuosamente las palabras del Comandante. Pero cuando se vio libre de las cadenas, movió los pies lentamente como si se echara a andar. ¡Entonces lo hizo! De un salto cayó sobre el Comandante. Lo golpeó con algo. El Comandante se llevó la mano a la garganta, mientras salía un chorro de sangre y gritó: “¡Me ha matado!” Los guardias se abalanzaron sobre Gautier, mientras el verdugo y el jefe de guardias se llevaban al Comandante a la enfermería. ¡Ja! Fue un momento de terrible tensión. Hasta nosotros llegaba el ruido de la conmoción, aunque no podíamos ver qué había ocurrido exactamente. Los guardias que nos estaban vigilando mientras permanecíamos arrodillados en el patio, sacaron sus revólveres y nos amenazaron gritando: “¡El que se mueva morirá aquí mismo!”.
Permanecimos en esa posición alrededor de la guillotina, con las cabezas gachas como en actitud de oración, más o menos una media hora; las rodillas me dolían terriblemente, pero los guardias estaban tan nerviosos que no me atrevía a moverme un centímetro. Luego apareció el verdugo. Entró en la celda donde Gautier estaba nuevamente encadenado, pobre diablo. El verdugo lo interrogó sobre los motivos del ataque al Comandante.
»Supe más tarde lo que había contestado Gautier. “Durante más de un mes he estado sólo a pan seco…, sí, sólo a pan seco. Jamás me dieron agua para beber. Estaba idiotizado de sed. Eran órdenes del Comandante”.
»No quiso decir dónde había conseguido el cuchillo.
»Cuando subió al patíbulo, nos gritó: “¡Habrá un hijo de puta menos para molestarnos, muchachos! ¡Ja, ja, ja, murió delante de mí, el canalla!”.
»Unos minutos más tarde su cabeza rodó por el piso.
»Hallaron en su celda unos trozos de cera, lo que los indujo a creer que hacía mucho tiempo que tenía el cuchillo. Se lo había colocado como un supositorio, en una especie de estuche de cera. ¡Vaya treta! Era un cuchillo pequeño pero bueno, hecho con una vieja navaja.
»Pero el Comandante, sin embargo, no murió —añadió Georges—. Con todo, perdió la voz. Jamás pudo decir una palabra luego que el cuchillo le cortó la garganta. De modo que Gautier se las había hecho pagar».
Cuando Georges terminó de contarnos acerca de Gautier, siguieron otros relatos y toda la noche se continuó hablando y hablando. Nadie en el fortín tenía sueño. Había demasiada inquietud, demasiado calor y los mosquitos eran terribles.
La lluvia, que por momentos disminuía, siguió golpeando hasta la esperada hora, antes del amanecer, en que comenzamos a oír ruidos en el patio: esa hora de semioscuridad que habíamos estado aguardando.
Me había quitado la argolla y, como era el más pequeño y liviano de los hombres que andaban sin cadenas por el fortín, fui levantado hasta una de las ventanas sobre los hombros de los que estaban abajo. Otro de los presidiarios fue alzado hasta una segunda ventana. Cuando los hombres que nos sostenían se cansaban, otros venían a reemplazarlos, de modo que nosotros pudiéramos apoyar nuestros pies al tiempo que nos colgábamos de los barrotes.
En el fortín reinaba absoluto silencio, pues todos estiraban las orejas para escuchar lo que yo y el otro observador íbamos informando.
El verdugo, flanqueado por dos llaveros, estaba dando los toques finales a la guillotina. Ahora había suficiente luz como para permitirme verlos claramente en el patio.
¡Bang!, el verdugo dejó caer la cuchilla para comprobar que funcionaba bien.
—Dieu —murmuró alguien debajo de mí en el fortín.
Pronto aparecieron algunos guardias. Después, el Comandante.
La celda del Chacal estaba en la hilera cruzando el patio. La puerta se abrió y lo sacaron.
Había un círculo de presidiarios en torno del instrumento. Habían sido traídos en grupo del fortín del otro lado.
—¡Arrodíllense! —ordenó el guardia con un ladrido y rápidamente todos los presidiarios testigos se pusieron de rodillas.
Cuando se encontró ante el instrumento, el Chacal se detuvo y se dirigió al verdugo. El hombre que ahora estaba junto a la cuchilla había sido anteriormente su asistente.
Dijo a su ex ayudante:
—¡Fíjate! —Y habló con voz tan fuerte que los hombres de mi fortín alcanzaron a escuchar sus palabras—: ¡Ahora el verdugo se convierte en el ejecutado! ¡Mi predecesor también entregó al final su cabeza a «la Viuda»! ¡Ten cuidado, algún día llegará tu turno! —Y luego de una pequeña pausa, saludó a su verdugo y añadió—: Hazlo limpiamente, mon enfant. ¡Tal como yo te enseñé a hacer el trabajo!
En pocos segundos, la cabeza del Chacal yacía en la canasta sangrienta.
—Ça y est! (¡Ya está!) —gritaron los hombres en el edificio cuando la cuchilla cayó con un estruendo. Hubo silbidos e insultos; todos ellos lo odiaban porque había cortado treinta cabezas.
No bien la cabeza de Hespel cayó dentro de la canasta, se abrió una celda próxima a la que él había ocupado y el otro hombre que iba a morir esa mañana fue conducido hasta la guillotina. Este tipo era un libéré, un preso libre en exilio de por vida, llamado Delorme. Había asesinado al agente de la Compañía General Transatlántica de Saint-Laurent, quien lo había sorprendido robando un cajón de cargamento en el desembarcadero.
Advertí que un número considerable de civiles había entrado en el patio para presenciar la ejecución, y entre ellos reconocí al hijo del agente asesinado. Cuando Delorme vio al joven, se tiró a sus pies exclamando: «Pardon, M. Ouradou! Pardon!.»
Luego Delorme se volvió súbitamente al verdugo y le gritó: «¡Bueno, hágalo rápidamente! Apúrese; no estoy aquí por diversión».
El verdugo hizo un gesto afirmativo; la cuchilla se soltó. Otra cabeza yacía en la canasta.
Tres días después, ejecutaron a un chino, pero esta vez la guillotina fue instalada en Saint-Jean, sobre el Maroni. El chino viajó desde Saint-Laurent en el mismo vagón donde iba el instrumento de la muerte; y lo vieron recorrer esa distancia con la espalda apoyada contra la madera en la que estaba encajada la cuchilla.
Rodaron las semanas. Mi confinamiento en el fortín me dejó excesivamente anémico. No podía comer y solía vender mi ración de pan y carne por vasos de café. Día a día fui enflaqueciendo rápidamente.
Cada vez que me presentaba a la inspección sanitaria, el médico me prescribía alguna medicina general que no podía curar mi estado. Me di cuenta de ello y llegué a tal grado de desesperación que estaba seguro de que moriría en medio de aquel calor hediondo y húmedo. Llegó el momento en que no pude siquiera beber café. Calculé entonces que un hombre podía vivir doce días sin comer. Si sobrepasaba ese término, ello significaría para mí la muerte segura.
Una mañana, después de seis días sin haber podido comer, me presenté de nuevo ante el médico. Como lo había hecho antes, me dio una cantidad de quinina. Yo sabía que esa quinina no podría ayudarme en mi estado, por lo tanto en la tarde escribí una nota al médico principal, rogándole una visita especial o algún otro tipo de atención para mi caso. Se tomó el trabajo de dar una respuesta formal a mi nota: «El médico que hace las visitas a los fortines está capacitado para saber si un hombre está o no enfermo. Pedido rechazado».
Yo estaba frenético. Me veía muerto al final de otra semana, pues no había esperanzas de que me llevaran al hospital o de recibir algún tratamiento. Tres días después, informé nuevamente a la inspección médica. Apenas podía caminar, de modo que dos de mis compañeros me sostuvieron. Y ese día, mirándome con desgana, el médico escribió en su libreta: «Hospital». Luego dándose cuenta de que yo era el tipo que se había atrevido a solicitar una visita especial, tachó «Hospital» y escribió: «Darle leche».
Al ver eso, hallé fuerzas para gritarle a la cara: «¡Usted es un demonio!».
El guardia que estaba junto al médico llamó inmediatamente a los llaveros y me hizo meter en una celda.
Tras unos pocos minutos apareció el guardia del otro lado de la celda y me dijo que había presentado un informe en mi contra por injurias e insultos a un médico en ejercicio de sus deberes.
Pero, a la mañana siguiente, por orden personal de ese mismo médico (en ese momento yo lo odiaba tanto que pensaba más en él que en la enfermedad que sufría), fui conducido al hospital. Me encontraba en tal estado que tuve que permanecer internado seis meses. El médico comprendió su error; se ocupó personalmente de mí y además solicitó que el castigo que se me había impuesto por los insultos fuera reducido al mínimo: seis meses en prisión.