INTRODUCCIÓN
A la isla de Trinidad, barrida por la cola de un huracán del Caribe, había llegado una ligera canoa india anegada por el agua. En ella, según dijo el Trinidad Guardian, había seis franceses muertos de hambre y semiahogados, fugitivos que, después de diecisiete días en el agitado mar, habían logrado escapar de la Isla del Diablo y de la colonia penal de la Guayana Francesa.
Movidos por la curiosidad, varios colonos británicos y yo fuimos a los cuarteles militares para verlos. No estaban bajo arresto: hay un deportista en cada auténtico inglés, no interesa a qué distancia se halle de su patria, y el oficial del puerto expresó los pensamientos de todos (excepto los del cónsul francés) cuando dijo: «No voy a devolver estos hombres al cónsul francés. ¡Que se tire de los pelos todo lo que quiera! La Guayana Francesa es una pústula en el rostro de la civilización. ¡Vamos a alimentar a los fugitivos, a darles un lugar para descansar, a proporcionarles un bote mejor y a permitirles una oportunidad para que continúen su fuga!».
En una gran habitación confortable, seis hombres nos saludaron con una sonrisa tan ansiosa que resultaba patética. Cinco de ellos eran altos, tremendamente robustos; podrían haber sido boxeadores, leñadores canadienses, soldados de la Legión Extranjera. Eran gente de fuerza bruta, vida bruta y mentalidad bruta. En contraste, el sexto hombre era asombrosamente pequeño, medía menos de un metro cuarenta, muy delgado, su peso estaba por debajo de los cuarenta y dos kilos. Pero tenía fuego en los ojos, fuego alimentado, como iba yo a saberlo más tarde, por quince años de vivir la muerte, por cuatro intentos de fuga previos, y ahora por una decisión casi fanática de tener éxito en el quinto o morir.
Su única posesión era un paquete envuelto en hule que contenía más de catorce kilos de manuscritos de apretada letra: el informe de quince años de vida en la colonia carcelaria; el más asombroso documento de biografía, de crimen y de castigo que yo haya visto jamás.
Después de haber leído muchos capítulos comencé a hablar con él. Quería saber algo de su vida anterior. Nacido en París el 4 de abril de 1899, René Belbenoit iba, a los veintiún años de edad, camino a un exilio perpetuo en la colonia carcelaria más famosa del mundo civilizado. Pero yo estaba impresionado por el hecho de que este hombre no se ajustaba a lo que yo imaginaba que debía o podía ser un criminal, un convicto en la Isla del Diablo. Paso a paso rastreé su historia, su adolescencia, buscando el lugar donde había comenzado la caída en su infierno personal.
Algunos niños se convierten en triunfadores, otros en fracasados. ¿Por qué? Papá Belbenoit, que se había casado bastante tarde en la vida, era un buen hombre, muy bueno incluso —me dijo René Belbenoit—, que sentía gran orgullo de su empleo, conquistado después de muchos años, de jefe conductor del expreso París-Orleáns. A los tres meses del nacimiento de René, la joven esposa abandonó a su marido y a su niño y se marchó a Rusia como preceptora de los hijos del Zar. Pensaba que el padre de René era poco ambicioso al negarse a aceptar un ascenso que lo hubiera alejado del tren que él tanto amaba y de la aventura de hacerlo andar con gran precisión sobre los rieles. Papá Belbenoit no aspiraba a ningún otro ascenso, no deseaba sentarse en una oficina de inspector, y la madre, joven, ambiciosa y dogmática, cambió su hogar por la corte rusa.
Papá Belbenoit permanecía en su tren cuatro días por semana, y el hijo fue confiado a sus abuelos, que poseían un pequeño restaurante cerca de la estación del ferrocarril. Hasta los doce años, René era simplemente un buen chico francés más. Iba a la escuela, estudiaba intensamente y era el mejor alumno de sus clases. Pero cuando cumplió los doce años, su abuelo y su abuela murieron. Primero murió la abuela y cinco días más tarde el abuelo. Todo el mundo dijo que el anciano quería tanto a su mujer que la vida se le escurrió rápidamente del cuerpo cuando ella dejó de estar a su lado.
A partir de entonces, durante cuatro días de cada semana el niño creció sin que nadie vigilara su vida, hasta que un tío se trasladó a París para administrar un night club, el Café du Rat Morty ubicado en la Plaza Pigalle, que llegaría a ser muy famoso. El tío se llevó a René a vivir con él en su departamento sobre el restaurante. Durante las últimas horas de la tarde y por las noches, René trabajaba como mensajero. Tenía sólo trece años pero debió haber sido un niño muy despierto. Al Rat Mort concurrían actrices de teatro y mujeres del demimonde, mujeres vestidas con ropas costosas y que lucían gran cantidad de joyas. Montmartre era el gran centro del París festivo. Los playboys más famosos de Europa se contaban entre la clientela de su tío, así como también las más deseadas y costosas mujeres. La bella Otero, «la reina de París», visitaba el night club todas las noches. El príncipe Murat le dio a Belbenoit un billete de cien francos como propina, simplemente por entregar un mensaje de amor a la Otero y traer la respuesta. Mistinguette, el barón Maurice de Rothschild, el príncipe de Gales y muchos otros pintorescos hombres y mujeres habían puesto de moda el Café du Rat Mort y gastaban dinero pródigamente; muy pronto, René Belbenoit recibía más dinero en propinas durante una semana que el que ganaba su padre como salario en tres meses de trabajo.
—¡Nunca había visto yo tanto dinero! —me dijo Belbenoit—. ¡Tanta indiferencia en gastarlo! Toda la gente que yo había conocido, toda la gente que mi padre, mi abuelo y mi abuela habían conocido, trabajaba duramente para ganar dinero y lo gastaba frugalmente. Así, pues, a los trece años me encontré en otro mundo muy diferente: una asombrosa sociedad en la que la gente no trabajaba, tenía todo el dinero que quería, no se privaba de nada, gastaba furiosamente, vivía en un reino de champagne, sedas, perfumes, joyas y abandono que me hacía jadear de excitación.
El vivir por la noche ese tipo de vida no hacía del muchacho un buen estudiante durante el día. A menudo tenía sueño. Y cuando no estaba soñoliento, luchaba con la idea de continuar unos estudios que, aun en el mejor caso, lo convertirían en un empleado de comercio que ganaría sólo una fracción del dinero que él ya había obtenido en el Rat Mort. Cuando cumplió los quince años, su tío estuvo de acuerdo con él. El éxito de los encargos en que se ocupaba, la entrega de mensajes de amor y la concertación de citas entre hombres y mujeres, probablemente había tenido mucho que ver con la creciente prosperidad del night club. Los playboys y mujeres del demimonde encontraban que los servicios del muchacho eran excepcionalmente eficientes y satisfactorios.
Pero papá Belbenoit se enojó muchísimo cuando descubrió todo el asunto. Quería que su hijo tuviera una buena educación escolar y luego preparación técnica; quería que René se convirtiera en ferroviario. Cuando fuera demasiado viejo para trabajar se retiraría y transferiría el expreso París-Orleáns a René. Papá Belbenoit y el tío Belbenoit discutieron violentamente y René no volvió a ver a su padre por mucho tiempo.
Algunos clientes se reunían en el Rat Mort durante el día. Jugaban y apostaban a las carreras de caballos. René llevaba el dinero a los apostadores y su comisión, cuando los caballos ganaban, era considerable. Cierto día, un grupo de parroquianos anunció que gracias a una determinada información secreta iban a apostar más dinero del usual en una apuesta muy arriesgada a favor de un caballo que pagaría veinte a uno si ganaba.
—Es tirar el dinero —le avisó un amigo a René, mientras el muchacho llevaba el paquete con el dinero al hipódromo—. ¡No seas tonto! Ponte el dinero en el bolsillo. No lo entregues. ¡Ese caballo va a perder o llegar último, y el dinero será tuyo y no del apostador!
René contó el dinero. Las apuestas sumaban dos mil doscientos francos. Sería una lástima entregar todo ese dinero a los agentes de apuestas que ya eran ricos. Se puso el dinero en el bolsillo y no se acercó al hipódromo.
Desgraciadamente, el caballo resultó ganador.
—No volví al Rat Mort esa noche —dijo Belbenoit—, no hubiera podido pagar con mis ahorros las apuestas a razón de veinte a uno, y no me atreví a enfrentarme a mi tío y admitir que no había entregado el dinero de los parroquianos sino que deliberadamente me había quedado con él. Caminé por las calles de París toda la noche, tratando de pensar qué podría hacer. Finalmente, casi al amanecer, arribé a una solución. No había entregado las apuestas: había hecho algo deshonesto. Pero todavía tenía todo el dinero de los apostadores. Contaba con ahorros suficientes para pagarles el doble de la suma que habían apostado. Entré al Rat Mort por una puerta trasera. Mi tío me miró echando fuego por los ojos como un tigre cuando traté de explicarle lo que había hecho. Me arrebató el dinero de las manos, me golpeó la cabeza con el puño, luego siguió pegándome con un pesado manojo de llaves. Huí de sus golpes y de sus gritos, atontado por el desastre que tan súbitamente había caído sobre mí.
También fue un día catastrófico para el resto del mundo. De repente, las calles de París se llenaron con ansiosos grupos de personas que hablaban y leían. «¡Guerra! —gritó un ex condiscípulo de René abalanzándose sobre él con un diario en la mano—. Vamos a luchar contra los alemanes. ¡La guerra ha sido declarada! Mi padre ya se ha marchado para alistarse como voluntario. ¡Mira! —gritó señalando la calle—. ¡Allí es donde se registra a los voluntarios! ¡Fíjate qué rápido está creciendo la fila!».
Los amigos se acercaron al improvisado puesto de reclutamiento. Y allí, casi a la cabeza de la fila, René vio a su propio padre. Se destacaba de los otros hombres porque su uniforme de ferroviario estaba cuidadosamente planchado y los botones lustrados. Parecía casi un general. René se le acercó para saludarlo y pedirle que le perdonara. No sabía si su padre ya estaba enterado de las apuestas no entregadas, pero él le contaría todo y pediría su perdón. Le prometería regresar al colegio, estudiar mucho y hacer lo que su padre quisiera.
—¡No te me acerques! —dijo papá Belbenoit cuando el muchacho extendió la mano para tocarle la manga galoneada de oro—. ¡No me toques, ladrón!
—Todos los hombres de la fila se volvieron para mirarme —recordó Belbenoit—, pero mi padre mantuvo los ojos fijos mirando hacia adelante, el rostro helado por el sufrimiento y la ira. No creo que ninguno de los voluntarios se diera cuenta de que éramos padre e hijo. Me alejé lo más rápidamente posible.
Dos días más tarde, René Belbenoit contemplaba, asomado al balcón de un pequeño hotel, a los soldados que marchaban por la calle rumbo al lugar donde les esperaban los camiones que los transportarían al frente. Allí, a la cabeza del pelotón, iba papá Belbenoit. Marchaba erguido, con los hombros echados hacia atrás y los ojos clavados adelante. Ya no volvería a ser más el jefe del expreso París-Orleáns.
—Contemplé su espalda —me dijo Belbenoit suavemente— hasta que se perdió en el río de soldados y entonces me quedé solo. Estaba muy solo. Creo que en todo París, donde tanta gente se estaba quedando sola, no había un joven más solo que yo.
En menos de un mes, René Belbenoit se convirtió también en soldado. «No tenía aún dieciocho años —me dijo—, pero me erguí en toda mi altura y saqué pecho. El sargento estaba muy ansioso por reclutar gente y no se fijó demasiado en mis pocos años. Yo era otro más que podría disparar un arma de fuego».
El ejército francés disponía de un arma que se llamaba fusil-ametralladora. Pesaba catorce kilos, y disparaba balas en rápida sucesión a través de veinte cañones de escopeta circulares. En la práctica, Belbenoit demostró una extraordinaria capacidad para usar esta arma y en el tren de reemplazo que llevaba a los nuevos soldados hasta el mismo frente donde se luchaba furiosamente, Belbenoit estaba a cargo de un flamante fusil-ametralladora ayudado por dos asistentes. Uno de ellos llevaba las municiones y la mitad del fusil mientras el otro recluta, un diestro mecánico bastante mayor como para ser el padre de Belbenoit, llevaba la otra mitad y permanecía junto a ellos mientras disparaban, para ajustar el mecanismo cuando éste se atascaba.
—La guerra —me dijo— era terrible. Por supuesto, yo no había pasado hasta entonces por nada igual. Mi situación era idéntica a la de miles de soldados desconocidos: luchaba según se me ordenaba, iba a la carga según me lo exigían, y estaba todo el tiempo muerto de miedo por lo que pudiera caerme del cielo. Procuraba no individualizar a los hombres que mataba. Pasaba al lado de ellos corriendo y apartando la mirada. Fuimos a Bélgica, y sin cesar nuevos reemplazantes ocupaban el lugar de los que morían. En las afueras de Roulers, donde nos preparábamos para expulsar a los alemanes, recibí mi ascenso. Me convertí en cabo del Cuadragésimo Regimiento. Cinco horas más tarde nos llegó la noticia de que se había declarado el armisticio.
Mientras se hallaba en el ejército de ocupación en Alemania, Belbenoit vio en la tabla de noticias del campamento de Colonia una nota pidiendo voluntarios para el Ejército de Oriente. Se convirtió en sargento del Segundo Regimiento de Artillería, el regimiento árabe, y marchó a Siria. Más tarde en Alejandría, luego de la captura de la ciudad de Alepo, fue nombrado sargento mayor de su compañía. A mediados de 1920 enfermó de fiebre y fue enviado de regreso a Francia. De los catorce soldados mandados en el mismo barco sólo cinco llegaron vivos a Marsella.
Se le envió al hospital Percy de Clamart, y mientras convalecía conoció a una joven enfermera, Renée, de la que se enamoró perdidamente. Decidieron que tan pronto lo dieran de baja, el joven buscaría empleo y se casarían. A finales de febrero de 1921 salió del hospital. Se dirigió inmediatamente a los cuarteles de desmovilización.
—En uniforme militar —recordó Belbenoit—, casi todos los hombres tienen aspecto imponente. Ricos o pobres, todos teníamos el encanto de nuestras charreteras, nuestros botones de bronce, nuestras chaquetas bien ajustadas. Estaba orgulloso de mis propias plumas: el uniforme de sargento mayor del ejército africano. Llevaba en la cabeza un elegante fez, y en el pecho tres medallas. Renée consideraba que yo me veía magnífico. Garbosamente me presenté a las autoridades para que me dieran oficialmente de baja. Quité de mi uniforme las tres condecoraciones, las envolví en papel y las metí en el bolsillo de un par de pantalones grises, mal cortados, que me entregó el sargento de pertrechos. Era mi traje abrami, un regalo del gobierno francés a todo soldado que no hubiera muerto. El saco gris me caía peor que los pantalones. Ambas prendas, me dijo el sargento, costaban cincuenta y dos francos. Si no las quería podría recibir el dinero a cambio de ellas. Muchos de los hombres de dinero, tomaban los cincuenta francos y los gastaban en una fiesta con champagne. Los sastres les hacían buenos trajes. Pero yo no tenía sastre alguno ni dinero para comprar ropas. Acepté el traje abrami.
Así, René Belbenoit, civil de veintiún años de edad, volvió a recorrer las calles de París. Pasó la primera noche en un hotel barato. A la mañana siguiente, bien temprano, comenzó a buscar trabajo. Firmó muchas solicitudes de empleo, aunque le dijeran que estaría al final de las listas. Cuando el día terminó y se dirigió al hospital para regresar a su casa con Renée se sintió como un pelagatos.
—Estaba disgustado por no haber hallado trabajo en seguida y atemorizado de que Renée me viera con mi traje abrami con ojos diferentes y que considerara que había hecho mal negocio fijándose en mí. Pero no sucedió nada de esto. Ella me dio ánimos. Me dijo que había muchos soldados de regreso buscando trabajo. Yo debía tener paciencia y todo se arreglaría.
Pero pasaron diez días y René seguía sin trabajo. Gastó todo lo que había ahorrado como soldado. Se apresuró a marchar a la ciudad de Besançon al enterarse de que el dueño de un restaurante necesitaba un lavaplatos. Ocho francos por día, comida y un cuarto era todo cuanto el hombre le pagaría. Durante diez días trabajó en la cocina llena de vapor procurando ahorrar toda moneda para formarse un capital. En la noche del undécimo día descubrió que en la caja del restaurante había una buena suma de dinero.
—Miré los pocos francos que, sudando todo el día, había podido ahorrar —dijo Belbenoit—. No me mantendrían vivo ni una sola semana. No bien vi que el administrador estaba ocupado en otra parte, llegué hasta la caja abierta, saqué el bolso de cuero y lo metí dentro de mi camisa. Afuera había una motocicleta. Salté a ella y corrí toda la noche por la carretera nacional. Por la mañana dejé la moto en las afueras de París y con cuatro mil francos en mi bolsillo inicié una recorrida haciendo compras. Compré dos trajes de buena calidad y los hice arreglar hasta que me quedaron perfectos. Compré camisas, corbatas, medias, ropa interior, zapatos y un sombrero. Compré también una valija y metí dentro todas las cosas que no pude ponerme encima.
»Fui a ver a Renée y durante un rato nos reímos juntos como lo habíamos hecho cuando yo era un soldado enfermo. Ella parecía muy feliz de que yo hubiera encontrado un empleo. Yo me había librado de mi terrible traje abrami que ahora lucía tan bien, me decía ella, con mis buenas ropas. Al día siguiente por la noche, me dijo, que yo tendría que ir a su casa para que su padre y su madre me dieran su aprobación. Pero yo tenía miedo. Lo que había hecho me pesaba más y más en la conciencia. Había cometido un robo. ¡Era un ladrón! La policía ya estaría buscándome. No quería que Renée se viera mezclada en esta ignominia. No quería que se enterara de que yo era un ladrón. Durante dos días no salí de la habitación del hotel. Al tercer día le escribí una carta diciéndole que había sido enviado fuera de la ciudad, y fui en seguida a la estación del ferrocarril. Tomé el tren para Nantes y me hice lo más pequeño e irreconocible que pude en un coche de tercera clase.
En esa época del año, según me dijo Belbenoit, Nantes resplandecía de riquezas y elegancia. Con su certificado militar lleno de recomendaciones muy favorables, Belbenoit se presentó en una agencia de colocaciones que contaba con una clientela de la alta sociedad y a las tres horas de su llegada a ese lugar de temporada se lo consideró apto para lucir el uniforme de camarero en el Castillo Ben Ali de la condesa de d’Entremeuse.
—Cuando ahora recuerdo aquel momento de mi juventud —me dijo Belbenoit mientras estábamos sentados en los cuarteles de Trinidad—, luego de los años de castigo por los que he pasado, no sé si fue o no ése el punto en que cambió mi destino. Pero creo que no. El momento del cambio de fortuna empezó el día en que mi madre abandonó a mi padre y se fue a Rusia. En el castillo pude haber encontrado un empleo digno y confortable y una buena oportunidad de desprenderme por completo de mi robo de Besançon. Sí; pude incluso haberme casado con Renée. La condesa de d’Entremeuse era una patrona bondadosa. Nadie estaba sobrecargado de trabajo; se producían frecuentes intervalos durante los cuales nos divertíamos en la playa y demás lugares donde se reunían otros empleados de la nobleza. Pero yo consideraba mis días transcurridos como criado en esa elegante mansión, y mi librea, como una desagradable penitencia. Mi descontento fue creciendo gradualmente.
»Hacía apenas un mes que yo estaba en el castillo cuando vi sobre el tocador de la condesa un estuche de cuero rojo que contenía sus perlas. También había un paquete de dinero, traído al castillo para pagar a los sirvientes al día siguiente. Tomé el dinero y las perlas, fui a las dependencias de servicio, me cambié de ropa y rápidamente tomé el tren para París. A la mañana siguiente, dos policías de civil se pusieron a caminar junto a mí cuando salí de la oficina de correos desde donde había despachado una carta a Renée pidiéndole encontrarme con ella en secreto en París. Ellos me anunciaron, entonces, que estaba arrestado…
Ésa era, me dijo Belbenoit, mientras volvía a envolver el manuscrito y los documentos que había traído de la colonia penal, la historia de sus primeros años de vida. De la cárcel fue llevado a la corte y sentenciado a ocho años de trabajos forzados en la Guayana Francesa. Poco tiempo antes, otros dos hombres habían comparecido ante la misma corte por graves delitos. Galmot, el Comisionado de la Guayana Francesa, acusado de haber planeado el famoso escándalo del ron, negociado que le había hecho ganar cuatro millones de francos; y Vilgrain, a quien se acusaba de haber obtenido seis millones de francos vendiendo al ejército pertrechos en malas condiciones. Ambos fueron absueltos.
Ante tan tremenda injusticia, Belbenoit comenzó a desafiar al juez que había dictado la sentencia. Pero dos robustos guardianes lo tomaron por los brazos y sin dejar que sus pies tocaran el piso, lo arrastraron rápidamente hasta la puerta de la habitación de los prisioneros. Allí lo dejaron caer al suelo y lo esposaron. René Belbenoit, que no tenía aún veintidós años, iba camino de la Isla del Diablo.
—Pero —le dije mientras él ataba fuertemente el hule que guardaba sus papeles— ¿por qué no me deja que envíe el manuscrito sobre su vida en la Guayana Francesa y sus documentos a los Estados Unidos donde estarán a salvo y donde podré encontrar un editor para su relato? Le resultará imposible obtener la libertad permanente. Se perderá en el mar o bien, al desembarcar en algún puerto enemigo, será arrestado y nuevamente enviado a Cayena.
—Esta vez lo lograré —dijo Belbenoit—. Voy a llegar a los Estados Unidos y me voy a llevar el manuscrito conmigo.
Doce meses después me hallaba en las selvas de Panamá. Vi a un pequeño hombre con una gran red para cazar mariposas que caminaba por el sendero abierto en la selva delante de mí. Se detuvo un momento y me miró como si no pudiera resolverse a correr o a quedarse allí. Lo reconocí.
—¡René Belbenoit! —dije—. ¡Felicitaciones!
—¡No todavía! —me contestó—. Panamá es sólo la mitad del camino a los Estados Unidos. ¡Me ha tomado un año llegar aquí!
—¿Dónde están sus compañeros, los otros que estaban con usted en Trinidad? —le pregunté.
—Soy el único que todavía está libre.
No pude dejar de pensar, mientras contemplaba su delgado cuerpo y su rostro cansado, el hecho de que, durante todo ese año transcurrido —un año que para mí y para la mayoría de la gente en el mundo había sido de tranquila rutina— su vida debió haber sido una continua pesadilla. ¡Todo un año había necesitado para ir de Trinidad a Panamá! Nos sentamos delante de su refugio de paja para cazar mariposas, a muchos kilómetros de la civilización —diecinueve kilómetros según me dijo—, de la aldea Chakoi en la que vivía con los primitivos indios. Nuevamente le pedí que me dejara llevar su manuscrito a los Estados Unidos, para salvarlo.
—Usted no puede seguir arrastrando catorce kilos de papel a través de América Central —le dije—. Todavía tiene que atravesar Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala y México, países que ahora vigilan sus fronteras como halcones. No tiene salvoconductos. Es un fugitivo. Lo que intenta es imposible. Déjeme llevarle el manuscrito a los Estados Unidos para que se lo publiquen. Es un documento asombroso y un relato extraordinario. Tal vez los editores puedan ayudarle a lograr asilo y libertad permanentes.
—Gracias de nuevo —me contestó amablemente—, pero creo que puedo lograrlo. Quiero llevarlo yo mismo a los Estados Unidos. Los Estados Unidos son el país de los libres, ¿no es así? La Tierra de la Libertad. Yo he estado quince años en el infierno. Si puedo llegar a los Estados Unidos podré poner fin no sólo a mis sufrimientos sino al de miles de otros seres humanos. Si me capturan en alguna parte, si pretenden enviarme de nuevo a la Guayana Francesa, le enviaré el manuscrito… ¡Antes de suicidarme!
Pensé que no volvería a verlo; que el relato de la crueldad del hombre para con el hombre que él había escrito penosamente durante quince años de tortura, estaba perdido para otros lectores, perdido en la selva o en el mar, que serían también la tumba del autor. Pero estaba equivocado. René Belbenoit, después de veintidós meses de luchar como un superhombre y de tener muchas aventuras asombrosas, finalmente llegó a los Estados Unidos. Atravesó la frontera en harapos, pero su manuscrito estaba siempre bien guardado por su envoltura de hule.
Su libro, Guillotina Seca comienza con su exilio de la sociedad y la civilización. Es la historia de la Isla del Diablo; de las islas Real y San José; de Cayena, la capital de la colonia del pecado; de los libérés que viven como chacales; de hombres que enloquecen en oscuras celdas solitarias; de una vida más terrible que la muerte y de muertes más espantosas que cualquier ficción. A los treinta y ocho años de edad, terriblemente enflaquecido, casi ciego, sin dientes, consumido por el escorbuto y destrozado por la fiebre, es posible que no tenga muchos años más de vida. Dice que espera que la publicación del libro logre una sola cosa. Espera, con todo su corazón, que su libro obligue a Francia a suprimir la Guayana Francesa y el envío de más seres humanos a ese lugar para sufrir… en la Guillotina Seca.
WILLIAM LA VARRE
Miembro de la Real Sociedad Geográfica
Club Harvard
Ciudad de Nueva York
Navidad de 1937