V


Aunque no tenía ningún recuerdo de los cinco segundos que siguieron a la pérdida de sus sentidos, debió permanecer totalmente inconsciente. Había conseguido sacar sus dos brazos de debajo de la inmensa masa y logrado sujetar las aletas. Aunque eran resbaladizas logró inmovilizarlas. Recuperó plena conciencia cuando las retorcía ferozmente, con tanta fuerza que Theotormon chilló de dolor y medio se levantó. Esto fue suficiente para Wolff. Se abalanzó contra la voluminosa masa y consiguió liberarse parcialmente. Dobló la pierna derecha libre y lanzó una palada. Ahora le tocaba a Theotormon perder el aliento.

Wolff se levantó y volvió a lanzar otra patada; su pie se hundió en la parte más débil del monstruo, la cabeza. Theotormon, alcanzado en la frente, se derrumbó. Wolff le dio otra patada en la mandíbula y luego medio enterró otro pie en su barriga. Theotormon, con los ojos verde musgo nublados, cayó hacia atrás, con las piernas dobladas bajo su masa.

Sin embargo, no estaba fuera de combate, y cuando Wolff avanzó hacia él para concluir su trabajo, Theotormon lanzó hacia él un inmenso pie. Wolff consiguió agarrarlo y aminorar su impacto, pero se vio lanzado hacia atrás. Theotormon se levantó, se acuclilló y saltó de nuevo. Wolff saltó también hacia adelante, con la rodilla derecha levantada. Alcanzó a Theotormon en la barbilla y ambos cayeron de nuevo al suelo. Wolff se incorporó, buscó su pistola y descubrió que no estaba en la funda. Su hermano se levantó también. Se miraron cara a cara a unos dos metros de distancia, ambos jadeantes, y comenzaron a sentir entonces el dolor de los golpes que se habían dado.

La fuerza natural de Wolff había sido aumentada al doble por medios artificiales, y sus huesos endurecidos, sin perder su elasticidad, en consonancia con su nueva fuerza muscular. Sin embargo, todos los Señores se habían sometido al mismo tratamiento, de forma que cuando luchaban entre sí la fuerza original era, relativamente, la misma. Urizen había remoldeado el cuerpo de Theotormon, y ahora pesaba más que su hermano, le sobrepasaba por lo menos en unos sesenta kilos. Al parecer Urizen no había incrementado mucho la potencia de Theotormon, pues Wolff había logrado hasta entonces dominarle. El peso significaba mucho en una lucha, sin embargo, y Wolff había de tenerlo muy en cuenta. No podía dar a Theotormon otra oportunidad de utilizarlo.

Theotormon, recuperado el aliento, masculló:

—Te dejaré inconsciente otra vez, Jadawin. Y entonces te llevaré al mar, te llevaré hasta una caverna y allí te tendré para que mis crías te coman vivo.

Wolff miró a su alrededor. Vala, a un lado, sonreía curiosamente. No quiso perder tiempo ni energías en pedirle ayuda. Se lanzó contra Theotormon, dio un salto en el aire y cayó sobre él con ambos pies. Su hermano se quedó inmovilizado un segundo por el inesperado ataque y luego se agachó. Wolff esperaba que lo hiciese. Intentó alcanzarle con un pie, pero Theotormon fue muy rápido. Los pies de Wolff se hundieron en su espalda, resbalaron sobre la masa húmeda y Wolff cayó al otro lado. El monstruo se volvió y saltó, esperando encontrar a Wolff tendido en el suelo. Pero en vez de eso se encontró con otra patada en la mandíbula.

Esta vez Theotormon no se levantó. Con su piel oscura de foca roja de sangre de un labio partido y la mandíbula rota y la nariz machacada, quedó tendido respirando ruidosamente. Wolff le dio varias patadas en las costillas para asegurarse.

Vala aplaudió a Wolff y dijo:

—Bien hecho. Eres el hombre que yo amé… y que aún amo.

—¿Y por qué no me ayudaste? —preguntó él.

—No lo necesitabas. Sabía que acabarías con ese saco de grasa fácilmente.

Wolff miró en la hierba buscando su pistola, pero no pudo encontrarla.

Vala no se movía de donde estaba.

—¿Por qué no utilizaste tu cuchillo? —preguntó.

—Lo habría hecho en caso necesario. Pero le quiero vivo. Nos lo llevaremos.

Ella abrió los ojos sorprendida.

—¿Por qué, en nombre de Los?

—Porque tiene ciertas habilidades que pueden sernos útiles.

Theotormon lanzó un gruñido y se incorporó. Wolff, sin dejar de vigilarla, continuó su búsqueda.

—Está bien, Vala —dijo por fin—. Dámela.

Ella metió la mano en su vestido y sacó la pistola.

—Podría matarte ahora.

—Hazlo, pero no me hagas perder el tiempo con amenazas estúpidas. No me asustas.

—Está bien. Lo haré entonces —dijo ella ferozmente.

Alzó la pistola y por un instante Wolff pensó que había llegado demasiado lejos. Después de todo, los Señores eran orgullosos, demasiado orgullosos, y reaccionaban bruscamente ante los insultos.

Pero ella apuntó con la pistola cuidadosamente a Theotormon, y una varilla blanca de luz asomó por el cañón. Se alzó humo y olor a carne quemada. Theotormon se desplomó, abrió la boca, sus ojos quedaron inmovilizados.

Vala, sonriendo, entregó la pistola a Wolff.

Éste lanzó una maldición y dijo:

—No había ninguna razón, salvo la pura maldad, para hacer eso, Vala. Maldad y estupidez. Te aseguro que quizás esto signifique mucho para nuestra supervivencia.

Ella se acercó a la inmensa masa húmeda y se inclinó observándola. Alzó la aleta, cuyo extremo estaba chamuscado.

—No está muerto aún. Puedes salvarle si quieres. Pero tendremos que cortarle la aleta. Tiene chamuscada toda la carne casi hasta el hombro.

Wolff se alejó sin más comentarios. Reunió a varios ilmawires para que le ayudasen a llevar a Theotormon a la isla. Con el auxilio de cuatro vejigas, Theotormon fue izado y conducido. Cruzaron una escotilla y allí le tendieron en el suelo de un «brig». Era esto una especie de jaula con barras muy ligeras, pero fuertes como el acero, de cáscaras de vejiga laminadas. El propio Wolff realizó la operación quirúrgica. Después de hacerle beber un licor narcótico que le proporcionó el brujo de los ilmawires, examinó una serie de sierras y otros instrumentos quirúrgicos. Eran propiedad del brujo, que se cuidaba del bienestar espiritual y físico de su gente.

Con varias sierras construidas con dientes de un pez parecido al tiburón, Wolff seccionó la aleta justo por debajo del hombro. La carne se cortó rápidamente, pero los huesos ofrecieron suficiente resistencia como para mellar dos sierras. El hechicero aplicó una antorcha a la inmensa herida para cerrar los vasos sanguíneos. Además, aplicó un ungüento, asegurando a Wolff que había salvado con él las vidas de hombres que tenían quemada la mitad del cuerpo.

Vala siguió toda la operación con una sonrisa burlona. En una ocasión su mirada se cruzó con la de Wolff y se echó a reír. Wolff se estremeció, aunque ella tuviese una risa conmovedora y bella. Le recordaba un gong que había oído en una ocasión cuando viajaba por el río Guzirit, en la tierra de Jamshem, en el tercer nivel del planeta de su universo. Había en aquella risa notas doradas, era el único medio de describirla. El gong probablemente fuese de bronce, y colgase en el pórtico oscuro de un templo de jade y calcedonia antiguo y ruinoso, apagado por la piedra y la masa verde de la selva. Era bronce, pero tenía vibraciones de oro. Y lo mismo sonaba la risa de Vala, bronce y oro y también algo oscuro y ardiente.

—Nunca podrá desarrollar una nueva aleta —dijo ella— si no limpias perfectamente la herida. Ya sabes que no se producirá regeneración si hay tejido cicatrizado.

—Deja esas cosas de mi cuenta —dijo él—. Ya has estorbado bastante.

Ella resopló y se alejó subiendo por la estrecha escalera que daba a la cubierta principal. Wolff esperó un rato.

Después de que se hizo evidente que Theotormon no iba a morir, subió también a la cubierta. Los friiqanes adoptados estaban adiestrándose en sus nuevas tareas, y los observó un rato. Preguntó a Dugarnn cómo se alimentaban las grandes plantas gaseosas, pues tenía la impresión de que el alimento debía pesar bastante. Había por lo menos cuatro mil vejigas, cada una de ellas tan grande como la célula de un zepelín.

Dugarnn se lo explicó. Durante su primer desarrollo la vejiga debía ser alimentada. Pero al madurar moría. La piel se hacía seca y dura, pero se la trataba para que conservase su flexibilidad y su poder de expansión. Se introducían allí nuevas colonias de bacterias generadoras de gas. A éstas había que alimentarlas, pero el volumen de gas que producían era muy elevado en relación con el volumen de alimento que necesitaban. Este alimento era principalmente la zona central de las plantas en desarrollo, aunque las bacterias podían trabajar también con pescado, o materia vegetal en descomposición.

Dugarnn le dejó, diciendo que tenía mucho trabajo. Se desvaneció la sombra de la luna y volvió la claridad del día. La isla comenzó a tirar con más fuerza de las sogas. Por último, Dugarnn consideró que había fuerza bastante para soltar amarras. Se recogieron las anclas de piedras y se cortaron las sogas fijadas a la vegetación. La isla fue elevándose lentamente. Quedó asentada a unos cincuenta metros durante un rato. Luego, al seguir llenando el gas las vejigas, se elevó hasta los ciento cincuenta metros. Dugarnn ordenó que se redujese el alimento de las bacterias. Inspeccionó toda la isla, un viaje que llevó varias horas, y regresó al puente. Wolff bajó a ver cómo estaba Theotormon. El brujo le informó que su paciente estaba mejor aún de lo que podía esperarse.

Wolff subió un tramo de escaleras hasta la parte superior de los muros. Allí encontró a Luvah y a uno de sus primos, Palamabron. Este último era un individuo apuesto y fornido, el más oscuro de la familia. Llevaba un sombrero cónico de borde hexagonal, decorado con búhos verde esmeralda. Su capa tenía el cuello alzado por la parte posterior y charreteras como leones yacentes. La tela era de un verde resplandeciente, con un dibujo de tréboles atravesados por una lanza manchada de sangre. La camisa era azul eléctrico y estaba adornada con cráneos blancos. Llevaba un gran cinturón de cuero adornado de oro y tachonado de diamantes, esmeraldas y topacios. Sus pantalones anchos tenían fajas blancas y negras y le llegaban hasta las pantorrillas. Las botas eran de piel roja, suave y pálida.

El conjunto resultaba sorprendente y bello, y él se daba perfecta cuenta. Hizo un gesto de saludo a Wolff y luego se fue. Wolff, mirándole, rio entre dientes.

—Palamabron nunca me hizo demasiado caso —dijo—. Si me lo hiciese me preocuparía.

—No harán nada mientras nos encontremos en esta isla aérea —dijo Luvah—. Por lo menos no lo harán si esta búsqueda no se prolonga demasiado. Me pregunto cuánto se prolongará… podríamos seguir eternamente flotando sobre estos mares sin encontrar nunca las puertas.

Wolff contempló el cielo rojo y el océano verde azul y la isla que habían abandonado, un trozo de tierra que no parecía ya mayor que una moneda. Aves blancas de enormes alas y curvados picos amarillos y ojos anaranjados volaban sobre ellos con agudos chillidos. Una se posó no lejos de donde estaban y ladeó la cabeza, clavando en ellos uno de sus ojos. Wolff recordó las cuervos de su propio mundo. ¿Tendrían alguna de aquellas grandes aves un fragmento de cerebro humano dentro de sus cráneos? ¿Estarían observándoles y escuchándoles para contárselo luego a Urizen? Su padre tenía algún medio de observarles, si no, no gozaría plenamente de su juego.

—Dugarnn me dijo que la abuta se mueve siempre empujada por el mismo viento. Sigue permanentemente un camino en espiral alrededor de este mundo acuático. Así va cubriendo progresivamente todas las áreas.

—Pero la isla de las puertas puede tener siempre un rumbo distinto. Puede quedar siempre alejada de nosotros.

—Entonces no la encontraremos —dijo Wolff, encogiéndose de hombros.

—Quizás sea eso lo que quiere Urizen. Le gustaría que nos volviésemos locos de frustración y aburrimiento y comenzásemos a matarnos unos a otros.

—Quizás. Sin embargo, la abuta puede cambiar de curso si sus habitantes lo desean. Es un proceso lento, pero puede hacerse. Además…

Guardó silencio durante tanto rato que Luvah se sintió inquieto.

—¿Además, qué? —preguntó al fin Luvah.

—Nuestro buen padre ha colocado aquí otras criaturas además del hombre: aves, unos cuantos animales y peces. Tengo entendido que algunas de las islas, las acuáticas y las aéreas, están pobladas por criaturas voladoras bastante peligrosos y malévolas.

Vala llamó desde abajo, diciendo que su comida estaba lista. Bajaron a comer y lo hicieron en un extremo de la mesa del jefe. Supieron allí lo que Dugarnn planeaba. Se disponía a alterar el curso de la abuta. En un punto situado hacia el suroeste había otra isla flotante perteneciente a sus más encarnizados enemigos, los waerishes. Ahora que los ilmawires tenían a Wolff con su pistola de rayos, podían librar su batalla definitiva con los waerishes. Sería una victoria gloriosa para los ilmawires; y el océano se tragaría para siempre a los waerishes.

Wolff dio su aprobación, pues poco podía hacer de momento para oponerse. Tenía la esperanza de que no encontrasen a los waerishes, ya que deseaba conservar las municiones que le quedaban para cuestiones de más importancia.

Siguieron sin novedad varios días de un rojo brillante y varias noches de un rojo pálido. Al principio Wolff estuvo, sin embargo, muy ocupado. Se dedicó a aprender todo lo posible sobre el manejo de la abuta. Estudió las costumbres de la tribu y la idiosincrasia de sus miembros. Los otros Señores, con la excepción de Vala, mostraban escaso interés por todo esto. Se pasaban el tiempo en la proa, buscando la isla donde debían estar las puertas de Urizen. O reñían a los abutales o entre sí. Siempre había un Señor insultando a otro, aunque siempre evitando un desafío abierto por parte del ofendido.

Wolff se sentía cada vez más disgustado con ellos. Ninguno merecía sobrevivir, salvo Luvah. Su arrogancia fastidiaba a los abutales. Wolff advirtió de esto varias veces a los Señores, indicándoles que su vida dependía de los nativos. Si éstos acababan siéndoles hostiles, podían tirarles por la borda. Tuvieron en cuenta su consejo durante un tiempo, pero luego la creencia en su semidivinidad se apoderó otra vez de ellos.

Wolff pasaba mucho tiempo en el puente con Dugarnn. Necesitaba hacerlo para limar las asperezas causadas por mis hermanos y primos. Asistía también a la escuela en que se instruía a los pilotos de los planeadores, pues los abutales no podían admirar ni respetar a un hombre del ludo si no había ganado sus alas. Wolff preguntó a Dugarnn el porqué de esto. A Wolff los planeadores le parecían un gasto innecesario.

Dugarnn se quedó atónito ante la pregunta. Buscó palabras para expresar sus pensamientos y al fin dijo:

—¿Por qué? Bueno, sencillamente… porque sí. Eso es todo. Ningún hombre es hombre de veras hasta que hace su primer aterrizaje solo. En cuanto a lo que dices de que los planeadores no merecen la pena, no estoy de acuerdo. Cuando nos encontremos con el enemigo lo comprobarás.

Al día siguiente, Wolff subió a un planeador. Ocupó un modelo biplaza de aprendizaje, que se elevó sustentado en el extremo de un cable unido a dos grandes vejigas. El aparato se elevó hasta que la abuta pasó a ser un pequeño óvalo marrón debajo. Allí los vientos superiores, más rápidos, fueron arrastrándoles hasta situarles varios kilómetros por delante de la isla. Luego el instructor, Dugarnn, desconectó el mecanismo de ascensión. Las vejigas fueron arrastradas otra vez hasta la abuta por una soga delgada pero fuerte, para poder utilizarlas de nuevo.

Como Jadawin, Wolff había pilotado varios tipos de aparatos aéreos. En la Tierra, había obtenido una licencia de piloto privado que le permitía tripular vehículos de un solo motor. Llevaba muchos años sin volar, pero no había olvidado sus conocimientos. Dugarnn le dejó manejar los controles un rato mientras descendían en espiral.

Felicitó a Wolff y luego se hizo cargo otra vez de los controles. El planeador descendió y aterrizó sobre la ancha cubierta.

Wolff tomó cinco lecciones más, y durante las dos últimas hizo los aterrizajes. Al cuarto día pudo pilotar solo. Dugarnn pareció muy impresionado y dijo que la mayoría de los alumnos necesitaban por lo menos el doble de tiempo. Wolff preguntó qué pasaba si un alumno que pilotaba solo perdía de vista la abuta. ¿Cómo podían recogerle los isleños?

Dugarnn sonrió, alzó las manos y dijo que el desdichado se quedaría atrás. Nada más se dijo sobre esto, aunque Wolff advirtió que Dugarnn había insistido en que dejase la pistola de rayos en la isla mientras volaban. Wolff la había dejado al cuidado de Luvah; no creía que hiciese mal uso de ella. Al menos en la medida que podían hacerlo los otros.

A partir de entonces Wolff iba con el pecho desnudo, como correspondía a quien llevaba pintado sobre él un iiphtarz. Dugarnn insistía en que Wolff se hiciese también hermano de sangre. Al oír esto, los otros Señores se burlaron.

—¿Cómo Jadawin, hijo del gran señor Urizen, descendiente directo del propio Los, puede ser hermano de esos salvajes ignorantes? ¿Es que no te queda orgullo?

—Esa gente no ha intentado, al menos, matarme —contestó él—. Es más de lo que puedo decir de todos vosotros, salvo Luvah. Y no tenéis por qué despreciarlos. Ellos son dueños de sus propios mundos. Vosotros no tenéis casa y estáis atrapados aquí estúpidamente. Así que no os riais tanto de ellos ni de mí. Os iría mucho mejor si os comportaseis amistosamente con ellos. Puede llegar un día en que los necesitéis mucho.

Theotormon, su aleta casi crecida ya del todo, chapoteaba en un estanque de unos centímetros de profundidad.

—Todos vosotros, malditos, estáis condenados —dijo—. Ya chillaréis cuando Urizen cierre por fin su trampa sobre vosotros. Pero he de decir en favor de Jadawin que vale el doble que vosotros. Y que le deseo suerte. Deseo que pueda vengarse de nuestro amado padre, mientras todos los demás morís horriblemente.

—¡Cierra tu fea moca, sapo! —gritó Ariston—. Ya es suficiente tener que verte. Se me revuelve el estómago cada vez que te miro. Tener además que oírte es demasiado. Me gustaría estar en mi querido mundo otra vez y tenerte a mis pies encadenado. Entonces, monstruo, pedirías clemencia. Y te aseguro que servirías de alimento a ciertos animalitos que tengo allí, unos animalitos muy bellos.

—Pues yo —dijo Theotormon—, te tiraré de esta isla flotante cualquier noche y me reiré viéndote caer y oyendo tus gritos.

—Basta de chiquilladas —dijo Vala—. ¿Es qué no sabéis que cuando discutimos entre nosotros hacemos las delicias de nuestro padre? Le encantaría ver cómo nos despedazábamos unos a otros.

—Vala tiene razón —dijo Wolff—. Os llamáis Señores, creadores y soberanos de universos enteros. Y sin embargo os portáis como mocosos malcriados. Si os odiais entre vosotros, recordad quién os inculcó este odio terrible, quién está planeando ahora vuestra muerte. Aún sigue vivo y debe morir. Si tenemos que morir todos para asegurar su muerte, que así sea. Pero al menos intentemos vivir con dignidad y que así nuestras muertes sean dignas.

Súbitamente Ariston avanzó hacia Wolff con la cara congestionada y la boca crispada. Era más alto que Wolff, aunque no tan fornido. Agitó los brazos y flamearon sus vestiduras color azafrán con dibujos en escarlata y verde.

—¡Ya estoy harto de ti, hermano! —aulló—. Tus insultos y tus insinuaciones de que eres mejor que los demás porque te has hecho menos que nosotros, te has hecho como uno de esos animales, me han enfurecido. Te odio como te odié siempre, mucho más que a los otros. Tú no eres nada, eres… ¡un expósito!

Con este insulto, el peor que podían imaginar los Señores, pues no podían pensar nada peor que el no pertenecer a la verdadera estirpe de los Señores, comenzó a sacar su cuchillo. Wolff se agachó, dispuesto a la lucha si era inevitable, pero con la esperanza de que no lo fuese. No beneficiaría en nada a los Señores una pelea delante de los abutales.

En ese instante, se alzó un grito en la plataforma que había en la proa de la isla. Comenzaron a sonar tambores, y los abutales abandonaron lo que estaban haciendo. Wolff cogió a un hombre que pasaba corriendo y le preguntó el porqué de la alarma.

El hombre señaló hacia la izquierda, indicando algo en el cielo. Wolff se volvió y vio un objeto oscuro y difuso contra la cúpula rojiza del cielo.