I
Hace miles de años, los Señores habían utilizado las drogas, la electrónica, el hipnotismo y la psicotecnia para no dormir. Sus cuerpos permanecían frescos y vigorosos, y la vista firme, durante días y noches, durante meses. Pero al final, la mente se desmoronaba. Se apoderaban de ellos alucinaciones, miedos irracionales y una sensación injustificada de catástrofe. Algunos enloquecieron para siempre y hubo que matarlos o encarcelarlos.
Y así descubrieron los Señores que incluso ellos, hacedores de universos, poseedores de una ciencia que les situaba a sólo un paso de los dioses, debían soñar. La mente inconsciente, al negársele comunicación con la conciencia dormida, se rebelaba. Su arma era la locura, con la que derribaba las columnas de la razón.
Así que todos los Señores dormían ahora y soñaban.
Robert Wolff, en otros tiempos llamado Jadawin, Señor del Planeta de Varios Niveles, de un mundo construido como una Torre de Babilonia, soñaba.
Soñaba que una estrella de seis puntas había penetrado por una ventana de su dormitorio. Colgaba en el aire girando sobre los pies de su cama. Era un Pandugaluz, uno de los antiguos símbolos de la religión en la que los Señores ya no creían. Wolff, que tendía a pensar en inglés, la consideró un hexáculo. Era una estrella de seis lados, cuyo centro tenía un tono blanco brillante, y que lanzaba rayos en escarlata, naranja, azul, púrpura, negro y amarillo. El hexáculo palpitaba como el corazón del sol, y los rayos que brotaban de él arañaban levemente sus párpados. Los rayos le arañaban la piel suavemente como podría hacer un gato doméstico con su pata para despertar a su amo dormido.
—¿Qué quieres? —preguntó Wolff, sabiendo que estaba soñando. El hexáculo era un peligro; incluso las sombras que formaban entre sus rayos parecían repletas de mal. Y Wolff sabía que el hexáculo lo enviaba su padre, Urizen, al que llevaba dos mil años sin ver.
—¡Jadawin!
Era una voz suave; formaban las palabras los seis rayos, que se doblaban ahora y se enroscaban y culebreaban como serpientes de fuego. Las letras en que se plegaban pertenecían al antiguo alfabeto, la escritura original de los Señores. Las vio crecer ante él, y sin embargo no las comprendió tanto a través de la vista como a través de una voz que hablaba en las profundidades de su propio ser. Era como si los colores llegasen al centro de su pensamiento y evocasen una voz muerta hacía mucho. Era una voz profunda, tan profunda que hacía vibrar lo más íntimo de su ser, lo hacía girar y amenazaba con convocar y conjurar imágenes de pesadillas que mantendrían luego perpetuamente su forma.
—¡Despierta, Jadawin! —decía la voz de su padre. Por estas palabras supo Wolff que el hexáculo de relumbrantes rayos no sólo estaba en su mente sino que existía en la realidad. Abrió los ojos y alzó la vista hacia el cóncavo techo, autoiluminado con una luz suave y cambiante, veteada de rojo, negro, amarillo y verde. Extendió su mano izquierda para tocar a Chryseis, su esposa, y descubrió que no estaba allí.
Entonces se incorporó y miró a derecha e izquierda y vio que no había nadie en la habitación.
—¡Chryseis! —llamó. Y entonces vio aquel objeto palpitante y luminoso de seis rayos que colgaba a dos metros por encima de los pies de su cama. De él salía, en sonido, no en fuego, la voz de su padre.
—¡Jadawin, hijo mío, enemigo mío! No busques a ese ser inferior al que honraste haciéndolo tu igual. Ella se ha ido y no volverá.
Wolff saltó de la cama. ¿Cómo había podido penetrar aquel objeto en su castillo, teóricamente inexpugnable? Mucho antes de llegar al dormitorio situado en el centro del castillo, deberían haberle despertado las señales de alarma, deberían haberse cerrado por todo el enorme edificio grandes puertas, deberían haberse disparado rayos láser en sus salas para destruir a los intrusos, deberían haberse activado los centenares de distintas trampas que le protegían. El hexáculo tendría que haber quedado destruido, calcinado, aplastado, borrado.
Pero ni una sola luz brillaba en el gran muro a otro lado de la habitación, el muro que parecía sólo una decoración de arabescos pero que era el panel-diagrama de control y alarma del castillo. Resplandecía suavemente como si no hubiera ningún intruso en un radio de un millón de kilómetros.
—Supongo que no creerías que podías mantener a raya al Señor de Señores con tus armas insignificantes. Jadawin, podría matarte ahora mismo ahí donde estás, pálido y tembloroso, empapado en sudor.
—¡Chryseis! —gritó de nuevo Wolff.
—Chryseis se ha ido. No estaba ya segura en tu cama ni en tu universo. Se ha ido tan rápida y silenciosamente como el ladrón que roba una joya.
—¿Qué quieres, padre? —preguntó Wolff.
—Quiero que vayas tras ella. Intenta hacerla volver.
Wolff lanzó un grito, saltó a la cama y se lanzó contra el hexáculo. Por un instante olvidó toda razón y precaución, olvidó que aquel objeto podía ser fatal. Sus manos agarraron aquella masa brillante y multicolor. Pero sus manos se cerraron en el aire y se vio en el suelo, mirando hacia arriba, hacia el espacio donde había estado el hexáculo. Aunque sus manos habían logrado alcanzar la zona ocupada por el poliedro estelar, éste se había desvanecido.
Por tanto, quizás no hubiese sido un objeto material. Quizás fuese, después de todo, una proyección provocada en él por algún centro nervioso.
Sin embargo, no lo creía. Se trataba de una configuración de energías, de campos momentáneamente integrados y transmitidos desde algún lugar remoto. El proyector podía estar en el universo contiguo o a millones de universos de distancia. La distancia no importaba. Lo que importaba era que Urizen había traspasado los muros del mundo personal de Wolff. Y había hecho desaparecer a Chryseis.
Wolff no esperaba que su padre dijese nada más. Urizen no había indicado adonde se había llevado a Chryseis, cómo podría encontrarla Wolff o qué le sucedería. Sin embargo, Wolff sabía lo que tenía que hacer. Tendría que localizar de algún modo el oculto cosmos cerrado de su padre. Luego tendría que hallar la puerta que le diese entrada a aquel universo. Al mismo tiempo que conseguía acceso, tendría que localizar y eludir las trampas de Urizen. Si lograba hacerlo (y las posibilidades eran muy escasas) tendría que localizar a Urizen y matarlo. Sólo así podría rescatar a Chryseis.
Éste era el modelo, repetido a lo largo de milenios y milenios, del juego que entre sí jugaban los Señores. El propio Wolff, como Jadawin, séptimo hijo de Urizen, había sobrevivido diez mil años a este mortífero entretenimiento. Pero lo había logrado sobre todo contentándose con permanecer en su propio universo. A diferencia de muchos Señores, no se había cansado de su mundo. Lo había disfrutado… aunque había sido un disfrute cruel, lo admitía. No sólo había explotado a los nativos de su mundo para sus propios fines sino que había dispuesto unas defensas que habían burlado a más de un Señor (de sexo masculino y del femenino, algunos de ellos hermanos y hermanas suyos), y los atrapados habían muerto con una muerte horrible y lenta. Wolff sentía remordimientos por lo que había hecho a los habitantes de su planeta. Pero no sentía ninguno por los Señores a los que había matado y torturado. Éstos sabían muy bien lo que hacían al entrar en su mundo, y si hubiesen burlado sus defensas, le habrían torturado también hasta la muerte.
Luego el Señor Vanna había logrado lanzarle al universo de la Tierra, aunque al coste de que Jadawin le arrastrase también a él. Un tercer Señor, Arwoor, se había trasladado al mundo de Jadawin y había tomado posesión de él.
Jadawin tenía reprimido el recuerdo de su vida anterior por la impresión y el impacto de la desposesión, de verse lanzado sin armas a un universo ajeno y sin medios para regresar a su propio mundo; Jadawin se había convertido en una pared en blanco, en una tábula rasa. Adoptado por un individuo de Kentucky llamado Wolff, el amnésico Jadawin había tomado el nombre de Robert Wolff. Hasta los sesenta años no descubrió lo que le había sucedido antes de caer en un monte de Kentucky. Se había retirado después de pasar toda una vida enseñando latín, griego y hebreo en la zona de Phoenix, Arizona. Y allí, mientras examinaba una casa recién construida que estaba a la venta, inició la serie de aventuras que le llevaron a través de una «puerta» de nuevo al universo que había creado y regido como Señor durante diez mil años.
Allí se había abierto camino desde el nivel más bajo del monoplaneta, una Torre de Babel del tamaño de la Tierra, hasta el palacio-castillo del Señor Arwoor. Allí había conocido a Chryseis, una de sus propias semicreaciones, y se había enamorado de ella. Y se había convertido otra vez en Señor, pero no el mismo Señor que era antes. Se había convertido en humano.
Sus lágrimas, provocadas por la angustia que le producía la pérdida de Chryseis y el terror de lo que pudiese sucederle a ésta, eran prueba de su humanidad. Ningún Señor derramaba lágrimas por otro ser vivo, aunque se dijese que Urizen había llorado de alegría al atrapar a dos de sus hijos algunos miles de años atrás.
Wolff, que no era amigo de perder el tiempo, comenzó a hacer lo que tenía que hacer. En primer lugar, debía asegurarse de que alguien ocupase el castillo mientras él estaba fuera. No quería repetir lo que le había sucedido la última vez que abandonó aquel mundo. Al regresar se había encontrado en su puesto a otro Señor. Y sólo había un hombre capaz de ocupar su puesto y digno de confianza. Éste era Kickaha (por otro nombre Paul Janus Finnegan de Terre Haute, Indiana, Tierra). Fue Kickaha quien le dio el cuerno que le permitió regresar a aquel mundo. Kickaha le había prestado la ayuda indispensable que le permitió recuperar su Señoría.
¡El cuerno!
¡Con aquello, podría rastrear el mundo de Urizen y penetrar en él! Cruzó el suelo de crisoprasa hasta la pared e hizo girar una sección de ésta, grabada como un águila gigante del planeta. Se detuvo bruscamente. El cuerno ya no estaba en el lugar oculto. La zona hueca donde el cuerno estaba escondido se encontraba vacía.
Así pues, Urizen no sólo se había llevado a Chryseis sino que había robado también el antiguo Cuerno de Shambarimen.
No había duda. Wolff había llorado por Chryseis, pero no perdería tiempo en lamentos inútiles por un artefacto, por muy preciado que fuese.
Cruzó rápidamente los salones, advirtiendo que ninguna de las alarmas había funcionado. Todas dormían como si se tratase de un día más, un día normal del tranquilo pero feliz período que había sucedido a la recuperación del palacio de la cima del mundo por parte de Wolff. No pudo evitar un escalofrío. Siempre había temido a su padre. Ahora que tenía pruebas tan palpables de sus inmensos poderes, le temía aun más. Pero no temía seguirle. Le rastrearía y le mataría o moriría en la empresa.
En una de las colosales salas de control, se sentó ante una consola en forma de pagoda. Accionó un control que le aportaría automáticamente, en progresión, vistas de todos los lugares de aquel planeta donde había instalado videos.
Había diez mil en cada uno de los cuatro niveles inferiores, disfrazados como rocas o árboles. Los había distribuido de modo que le permitiesen ver lo que sucedía en varias zonas clave. Estuvo allí sentado durante dos horas observando la pantalla. Luego, dándose cuenta de que podía seguir allí varios días, conjuró la imagen de Kickaha y dejó la pantalla. Así, si se veía a Kickaha, la pantalla se inmovilizaría sobre la escena y una señal de alarma daría cuenta del hecho a Wolff.
Añadió a la tarea diez consolas más. Éstas comenzaron automáticamente a buscar por el cosmos de los universos «paralelos» para detectarlos e identificarlos. Los archivos tenían setenta años de antigüedad, por lo que debía suponerse que los universos creados en este período aumentarían el número conocido de mil ocho. Eran éstos los que interesaban a Wolff. Urizen no vivía ya en el universo original de Gardazrintah, donde se había educado Wolff con varios de sus hermanos, hermanas y primos. En realidad Urizen, que se cansaba de los mundos tan rápidamente como un niño mimado de los juguetes nuevos, se había trasladado tres veces después de abandonar Gardazrintah. Y lo más probable era que estuviese ya en un cuarto universo y tendría que identificarlo y penetrar en él.
Aun cuando todo había sido registrado, no podía estar seguro de localizar el universo de su padre. Si se sellaba totalmente un universo resultaba indetectable. Sólo se podía localizar un universo a través de las «puertas», cada una de las cuales tenía una frecuencia única. Si Urizen quería ponerle las cosas realmente difíciles, podría construir una puerta especial que se abriese a intervalos regulares o en momentos elegidos al azar, según la elección de Urizen. Y si no se abría en el momento en que el localizador de Wolff buscaba aquel «pasillo paralelo», no podría detectarlo. Para los localizadores, aquella zona sería una zona «vacía».
Pero Urizen deseaba que le siguiesen y, en consecuencia, no le pondría las cosas demasiado difíciles, no le impediría entrar.
Los Señores deben comer. Wolff hizo que un talos, uno de los robots semiproteínicos, que parecían caballeros con armadura y de los que tenía sobre un millar, le sirviese un desayuno ligero. Luego se afeitó y se duchó en una sala excavada en una sola esmeralda. Después se vistió. Llevaba zapatos de terciopelo, pantalones muy ajustados y una camisa de pana de manga corta del mismo tejido abierta arriba pero con un cuello que subía por la parte posterior, un ancho cinturón de piel de mamut y una cadena de oro al cuello. Colgaba de la cadena una imagen de jade rojo de Shambarimen, que le había dado el gran artista y artífice de los Señores, cuando él, Wolff, contaba diez años. El rojo del jade era el único color brillante de su atuendo, siendo el resto de un tono marrón. Cuando estaban en su castillo, vestía con sencillez o iba desnudo. Sólo en las raras estaciones en que descendía a los niveles inferiores para las ceremonias se vestía con las magníficas ropas y el complicado sombrero de los Señores. La mayoría de las veces que bajaba lo hacía de incógnito, vistiendo la indumentaria de los nativos locales.
Dejó los muros del castillo y salió a uno de los centenares de grandes jardines-balcones. Había un Ojo sentado en un árbol, un cuervo grande como un águila. Era uno de los pocos supervivientes de la matanza que se produjo en el castillo cuando Wolff arrebató aquel mundo a Arwoor. Ahora que Arwoor había muerto, los cuervos prestaban fidelidad a Wolff.
Wolff dijo al cuervo que tenía que salir a buscar a Kickaha. Él informaría a otros Ojos del Señor de su misión y se lo comunicaría también a las águilas de Podarge. Debían informar a Kickaha de que quería verle inmediatamente. Si Kickaha recibía su mensaje y cuando llegase al castillo Wolff se había ido ya, debía quedarse allí como Señor hasta que él volviese. Si, después de un plazo razonable, Wolff no regresaba, Kickaha podía hacer lo que desease.
Sabía que Kickaha iría tras él y que sería inútil prohibírselo.
El cuervo se alejó volando, feliz de tener una misión. Wolff regresó al castillo. Los visores aún seguían buscando, sin éxito, a Kickaha. Pero los localizadores de puertas, que necesitaban sólo microsegundos para localizar e identificar, habían recorrido todos los universos y estaban ya en su sexta revisión. Les permitió que continuasen, pensando que quizás las puertas fuesen intermitentes y no hubiese habido la necesaria coincidencia. Los resultados de las primeras cinco investigaciones estaban sobre el papel, impresas en los clásicos ideogramas del antiguo idioma.
Había treinta y cinco universos nuevos. De éstos sólo uno tenía una puerta.
Wolff tenía sobre la pantalla la imagen espectral de este universo. Era una estrella de seis puntas con el centro rojo en vez de blanco como él había visto. Rojo de peligro.
Sabía, con la misma claridad que si Urizen se lo hubiese dicho, que aquélla era la puerta del mundo de Urizen. Aquí estoy. Ven a por mí… si te atreves.
Visualizó el rostro de su padre, sus hermosos rasgos aguileños, sus ojos grandes como húmedos y negros diamantes. Los Señores eran intemporales, sus cuerpos mantenían eternamente el vigor fisiológico de los veinticinco años de vida. Pero las emociones eran más fuertes incluso que las ciencias de los Señores; trabajando con su aliado, el tiempo, lograban disgregar las rocas de carne. Y la última vez que había visto a su padre, había visto en él los rasgos del odio. Sólo Dios sabía lo profundos que podían ser ahora, pues resultaba evidente que Urizen no había dejado de odiar.
Como Jadawin, Wolff había respondido con su enemistad a la de su padre. Pero no había intentado matarle, como habían hecho tantos de sus hermanos y hermanas. Wolff se había limitado a no mantener ninguna relación con él. Ahora, le odiaba por lo que le había hecho a la inocente Chryseis. Ahora, también se proponía matarle.
La fabricación de una puerta que se ajustase a la imagen-frecuencia de la entrada-hexáculo del mundo de Urizen era automática. Aun así, las máquinas tardaron veintidós horas en terminar el instrumento. Por entonces, los visores planetarios habían concluido su revisión. Kickaha no aparecía. No significaba esto que no estuviese en el planeta. Podía estar simplemente fuera del alcance de los visores o en cien mil sitios más. El planeta tenía más área terrestre que la Tierra, y los visores sólo cubrían una pequeña parte. Por tanto, podría pasar mucho tiempo antes de la localización de Kickaha.
Wolff decidió no perder más tiempo. En cuanto estuvo terminado el hexáculo entró en acción. Tomó una comida ligera y bebió agua, pues no sabía cuánto tiempo tendría que pasar sin hacerlo una vez que atravesase la puerta. Se armó de una pistola de rayos, un cuchillo, un arco y un carcaj con flechas. Las armas primitivas podrían parecer extrañas dada la elevada tecnología de los instrumentos mortíferos con que tendría que enfrentarse. Pero una de las paradojas de la tecnología de los Señores era que los marcos en que operaban permitían a veces que tales armas resultasen eficaces.
En realidad, no esperaba tener ocasión de utilizar ninguna de sus armas. Conocía demasiado bien los diversos tipos de trampas que habían utilizado los Señores.
—Y ahora —dijo Wolff— debe hacerse. No tiene sentido esperar más.
Penetró en el estrecho espacio del interior del hexáculo correspondiente.
Sopló el viento azotándole. Negrura. La sensación de que grandes manos le apretaban. Todo en un desconcertante fogonazo.
Estaba de pie sobre la hierba, cerca de él había frondas gigantescas y un mar azul, y sobre él un cielo rojizo, que pendía sobre la isla y en el borde del mar. La luz brotaba de todos los rincones del cielo y sin embargo no había ningún sol. Aún conservaba su ropa, aunque había tenido la sensación de que la arrancaban al cruzar la puerta. Tenía también con él sus armas.
Desde luego aquél no era el interior del baluarte de Urizen. O, en caso de serlo, era la morada de un Señor más extraña que él hubiese visto nunca.
Se volvió para ver el hexáculo que le había recibido. No estaba ya. En vez de él se alzaba en una gran roca ancha y lisa un amplio y alto hexágono de metal purpúreo. Recordó entonces que algo le había empujado a través de él y que había tenido que dar varios pasos para no caer. La energía que le había empujado le había hecho atravesarlo y llegar a unos cuantos pasos más allá de la roca.
Urizen había alzado otra puerta dentro de su hexáculo y le había expulsado a aquel lugar, fuese el que fuese. Pronto sabría por qué había hecho aquello Urizen.
Wolff sabía lo que podría suceder si intentaba volver a atravesar la puerta. Sin embargo, como no solía dar las cosas por supuestas, lo intentó. Fácilmente, cruzó al otro lado sobre la roca.
Era una puerta de una sola dirección, tal como había esperado.
Alguien tosió tras él y se volvió rápidamente, con la pistola de rayos dispuesta.